Todavía más tarde volví en mí con un cierto dolor de cabeza y mal sabor de boca. Wheeler seguía en mi camarote, pero en pie. Le murmuré algo, pero no se fue. Me senté y vi que podía aguantar más o menos a los movimientos del barco.
—Creo, Wheeler, que más te vale dar una explicación. Pero no ahora. Agua caliente, por favor. Sácame una camisa limpia… ¿A qué esperas…?
Se pasó la lengua por los labios. El barco dio un bandazo, en una interrupción violenta del movimiento implacable del péndulo. Wheeler se tambaleó, habría caído de no haberse agarrado al borde de mi litera.
—¿Qué te pasa, hombre?
—Perdone, caballero. Una camisa limpia, caballero. Este cajón, tenga, caballero. Pero el agua caliente…
—¿Bien?
—Han amortiguado los fuegos, caballero. Dudo que el agua llegue más que templada.
—Y café. Caliente.
Tenía la mirada perdida en la lejanía. Fuera lo que fuese lo que estaba imaginando, parecía que no le agradaba.
—¡Wheeler!
—Sí, señor. Podría pedirle a Hawkins que pusiera un puchero en la cocina del capitán.
—Muy bien.
¡Un barco es todo un mundo! ¡Un universo! Aquélla era la primera vez en toda la travesía en que se me había ocurrido que el agua caliente, por no mencionar una comida caliente, implica un fuego, y un fuego implica, bueno, ¡ladrillos, metales, sabe Dios, algún tipo de chimenea o de horno! Durante todas aquellas semanas la tripulación había realizado sus tareas sabiendo cosas en las cuales yo era un inocente. Hasta hoy, o quizá fuera ayer, no había visto por primera vez algunas partes del barco. ¡Y a veces casi puestas del revés como en un telescopio! Los cronómetros en su lecho, la santabárbara, las bombas a popa del palo mayor y a proa del palo mayor, ¡yo, que había determinado hace tiempo llegar a dominar «las cosas del mar»! Me irrité conmigo mismo por permitir que Wheeler me diese el calmante, como podría irritarse un hombre que ha renunciado a la bebida y se encuentra sufriendo los efectos de una recaída. Me pareció que necesitaba limpieza, allí, en un barco que podría llevarme a la muerte, me sentí manchado por una suciedad real por el paregórico, por mi incapacidad para darle una forma a las circunstancias, ¡y todo por la distante visión de Marion Chumley! Podíamos hundirnos, pero mis pensamientos volvían hacia Marion Chumley.
Volvió Wheeler, pero con las manos vacías.
—¿Qué pasa ahora?
—El fuego del capitán está apagado, caballero.
—Qué diablos… quiero decir, ¿por qué lo han apagado?
—Al ver que probablemente pasaremos en la mar más tiempo del previsto, el capitán dijo que apagaran el fuego y que ahorrasen combustible para la cocina del barco, caballero.
—¿El capitán Anderson? ¿Renuncia a su fuego por los pasajeros?
—Por la tripulación, dijo Hawkins, caballero.
—¡Nunca se me hubiera ocurrido!
—El capitán Anderson es un buen capitán, caballero, nadie lo niega.
—Vas a decirme que ladra, pero no muerde.
—No, caballero. Muerde más de lo que ladra, y mucho. De manera que no puede tomar nada, caballero. He venido para decírselo. He pedido a Bates que saque algo de la cocina del barco, pero tendrá que ser tibio.
Se retiró, pero estoy seguro de que no fue más allá del vestíbulo. Me senté en mi silla y esperé sumido en una confusión de ideas y de circunstancias. Pensé en mi suciedad, interna y externa. En el movimiento del barco, el péndulo, que si bien todavía no me daba náuseas, constituía una dura prueba un minuto tras otro. En el valeroso Jack Deverel, ahora a sus anchas donde yo ansiaba tan desesperadamente estar, en aquel otro barco, con aquella muchacha tan bella y desconcertante…
Sentí algo raro en los pies descalzos. ¡Era verdad, por Dios, las planchas estaban vivas! ¡Había un movimiento reptante, casi muscular! Era una sensación todavía más desconcertante que el movimiento brutalmente desigual de todo el barco cuando pasaban las olas bajo él.
Llegó Wheeler que me ofreció un tazón de café. Apenas si estaba tibio, pero me lo bebí. Puso un poco de agua en el lavabo de lona y abandoné el café en mis prisas por lavarme. Transportado por una auténtica pasión por la limpieza, me lavé entero con aquella agua, que pasó a quedarse al mismo tiempo sucia y fría, como si al hacerlo pudiera deshacerme no sólo de mi suciedad de uno y otro tipo, sino de la suciedad del barco y de las circunstancias confusas y aterradoras del barco. Al ponerme los faldones limpios de la camisa entre las piernas desnudas me sentí más recuperado que jamás desde que aquel cabo me había golpeado en la espalda y en la cabeza. Me vestí, después abrí este cuaderno y contemplé brevemente lo que había escrito en él. Incluso saqué del cajón el paquete con el relato de la primera parte de nuestro viaje y lo sopesé en las manos, debatiendo si debería abrirlo y hacer una lectura crítica de todo lo que había escrito. Pero la perspectiva de tener que volverlo a envolver me disuadió.
¡Ah, aquel joven tan confiado que se había embarcado, serenamente determinado a aprenderlo todo y controlarlo todo! ¡Visto con perspectiva había tratado esta terrible expedición, esta aventura, como si fuera igual que un recorrido en diligencia, con un final tan seguramente predecible como el de Londres a Bath! Iba a llegar a Sydney Cove tras avanzar a una velocidad siempre igual por un mar pacífico, embarcado en una obra maestra de la construcción naval. Pero la guerra había terminado, el barco había resultado estar tan podrido como una manzana vieja, Deverel y Willis, entre los dos, habían permitido que la manzana, el barco, el coche, perdiese una rueda, el Alcyone lo había alcanzado y había asestado un rayo a aquel joven, de modo que éste experimentaba ahora los dolores de la pasión, de la separación, de los celos…
—¡Deverel! ¡Jack el Hermoso!
Al cabo de algún tiempo, no sé cuánto, volví en mí como un buceador que vuelve a la superficie. Contemplé en mi espejito una cara demasiado cambiada. Pensé entonces para mis adentros, al inspeccionar el rostro pálido y demacrado que allí se veía, que mi padrino se sentiría al mismo tiempo divertido y enfadado conmigo. ¡Edmund enamorado de la chica equivocada, de la chica imposible! ¡Pero si el viejo cínico hubiera preferido que lo intentase con lady Somerset! Después, encima de aquello, la gran probabilidad de que Edmund se hundiera en el barco equivocado…
Como si el barco equivocado supiera que lo había insultado, las planchas que había bajo mis pies dieron un salto.
—Sin duda…
Me detuve. Me dije en silencio que algo que yo no comprendía me había hecho decir aquel «sin duda» que había escapado de mis labios sin quererlo yo. No era tanto una idea como una sensación de que «yo» debería estar en condiciones de hacer algo con respecto a «aquello», y que si «yo» no podía, entonces «alguien» debería poder. ¡Créase o no, mis ideas empezaron a centrarse en nuestro sombrío capitán! Y después de todo un comité por muy ad hoc que fuera, había pretendido que yo fuera a entrevistarme con él. Yo había obedecido a mis propias instrucciones y visto a Charles Summers, ¡ahora obedecería las de ellos! Llamé a voces a Wheeler, que abrió la puerta antes casi de que terminara yo de pronunciar su nombre. Me ayudó a ponerme el capote y a abrochármelo. Con las botas de goma puestas crucé la puerta y todo el barco se inclinó. Fui avanzando de costado, como un marinero, hacia el combés. No sé si fue mi imaginación o no, pero me pareció oír a alguien que sollozaba en la última de las conejeras de mi lado del vestíbulo. Me quedé en el combés agarrado al saltillo de la toldilla. Era verdad que nuestro barco se balanceaba con más rapidez. Su movimiento era un temblor constante, de vez en cuando con una sacudida que parecía de impaciencia, o más bien de furia. La lluvia y la espuma que volaban horizontalmente sobre el cairel de barlovento me daban en la cara como perdigones. El barco capeaba a cada ola como si quisiera avanzar, pero después se quedaba parado en el mismo sitio que antes. Las velas, con la lluvia y la espuma que chorreaban del puño de escota, extendidas como lo estaban ahora en el palo mayor, solitario y enorme, parecían una magra respuesta a la impulsión del viento. Pero, pese a aquel viento desencadenado, había en el castillo de proa gran actividad con cabos de diversos tamaños. Parecía que estuvieran intentando hacer alguna operación con unos cables, aunque me resultó totalmente imposible comprender de qué se trataba. Parecían pasar una gran parte de su tiempo bajo el agua, y yo celebré ser pasajero y no oficial, y no digamos marinero. Me di la vuelta y empecé a subir hacia la toldilla. Por encima y a popa de la rueda del timón, con sus dos contramaestres relucientes, parcialmente visibles sobre el cairel de proa de su cubierta, estaba el capitán Anderson. Llevaba un capote gastado de hule y un suéter, y, como si le resultaran indiferentes aquellas gotas de agua, miraba malhumorado en dirección del viento. Yo estaba circundando cuidadosamente a los hombres de la rueda cuando el capitán me advirtió. Sonrió. Fue una visión terrible, un vistazo momentáneo de unos cuantos dientes, como si alguien hubiera lanzado un guijarro amarillento hacia aquellas tinieblas. Abrí la boca, pero él ya se estaba dando la vuelta. Lo seguí, corriendo imprudente por la escala para detenerlo, pero cuando llegué al puente él se había deslizado por la escala de su cámara particular y desaparecido. El mensaje era evidente. ¡Déjenme en paz! Sin embargo, me había sonreído, por breve y artificialmente que fuera, cosa desconocida antes en él.
Como en sueños, imaginé un pelo amarillo, una tez sonrosada y oí la voz del señor Benét que decía: «Le sugiero, caballero, que en estas dificultades salude usted habitualmente a los pasajeros con rostro animado. ¡Si advierte que el propio capitán tiene motivos de preocupación, no sabemos lo que puede pasar!»
¿Se atrevería? Ah, sí, creo que un oficial joven que «tentaría» a la hermosa lady Somerset mientras su marido no estaba más que a dos cubiertas de distancia, tenía que ser atrevido hasta el punto de la temeridad.
El señor Smiles, nuestro diminuto navegante mayor, estaba de guardia. Ahora que el capitán había bajado a su cámara avanzó desde el lado de estribor y se quedó frente al viento.
—¡Bien, señor Smiles, como puede usted ver, ya me he recuperado y no me cambiaría de lugar ni por mil libras!
El señor Smiles me examinó la cara con gesto distante, como si hubiera estado en el horizonte. Tenía los ojos enrojecidos por la espuma. Se llevó un dedo a la boca como para exigir silencio.
—¿Qué significa eso, señor Smiles? He dicho mil libras. Le voy a decir algo, señor mío. Tras haber sufrido unos cuantos golpes en la cabeza, creí que debía de haber perdido la razón, pero ahí abajo hay un auténtico loco que cree que en medio de toda esta tormenta salada él puede comprar la seguridad con dinero.
El señor Smiles se apartó el dedo de los labios.
—Hay barcos, señor Talbot, en los que todo el mundo está loco menos una persona.
—¡A decir verdad, estoy empezando a creer que todos los hombres que escogen estas temibles inmensidades por habitáculo y como profesión deben de estar locos, así que quizá tenga usted razón! ¡Cómo se balancea! Diablos, me paso el tiempo yendo a cuatro patas como un mono de un asidero al otro. Me pregunto cómo puede usted mantenerse en pie y mostrar tanta indiferencia ante el movimiento.
El navegante no replicó. Volvió a contemplar el mar. Parecía estar inspeccionando lo que se podía ver de aquella perspectiva cuajada de enormes surcos, como si estuviera escogiendo un camino por ella. Se me ocurrió que mi conversación con aquel hombre no sólo era una infracción casual de las órdenes permanentes del capitán, sino una total perturbación de éstas. ¡Quizá por eso se había llevado el hombre el dedo a los labios! ¡Habían cambiado los tiempos y el tiempo! Pero yo no deseaba hacer que nuestra situación se complicara más de lo que ya lo estaba. Hice un gesto al señor Smiles y volví a dirigirme hacia el vestíbulo, pues ya tenía suficiente de la frescura del aire libre.
Vi que Wheeler se deslizaba en mi conejera. No podía soportar más a aquel hombre y utilicé las barandillas que había en las paredes de las conejeras para volver al salón. Pero allí no estaba el comité, sino sólo el pequeño señor Pike. Lamento decir que me derrumbé en el banco debajo del ventanal de popa y me quedé allí con la cabeza apoyada en la mesa.
—Usted también está enfermo, señor Talbot.
En respuesta di un gruñido. El hombre siguió diciendo:
—No lo hubiera pensado de usted, señor Talbot. Pero, claro, está usted herido. Espero que tenga mejor la cabeza. Yo me golpeé la mía en el dintel cuando se balanceó el barco, pero ahora ya va mejor. ¿Ha visto usted al señor Summers?
—¿Dónde está el comité?
—El barco se mueve demasiado para ellos. El señor Prettiman ha tenido una mala caída. Pero si lo desea voy a llamarlos.
—Negué con la cabeza.
—Esperaré hasta que estén lo bastante recuperados para venir. Creo que Bowles es una persona excelente. Tiene eso que los romanos llamarían «gravitas». Me sorprende.
—No tiene por qué, caballero. Ha estudiado derecho.
Era verdaderamente extraordinario el poco tiempo que tardaba el pequeño Pike en aburrirlo a uno.
—Debería usted estar descansando con los demás, señor Pike.
—Ay, no. Yo no me doy tantos golpes. Como soy bajito y peso poco, si pierdo pie, por lo general logro recuperarlo. No soy como el pobre señor Brocklebank, que no se atreve a salir de su litera con este tiempo más que para… ¿Sabe usted, caballero? Prefiero estar aquí sentado hablando con usted en lugar de estar con mi familia. Eso es terrible, sé que es verdaderamente terrible, pero al cabo de un tiempo sencillamente no lo puedo aguantar, pese a lo que me preocupan y a lo que las quiero.
—¿Que le preocupan? ¿Por qué diablos?
—La verdad es que no descansan, señor Talbot. De vez en cuando juegan en la cama… la litera, la litera de arriba, señor Talbot, una de cada extremo. Juegan, como he dicho, pero después se echan a llorar y parece como que es peor. No juegan más que un momento y después se quedan ahí acostadas… Bueno, podría decir que lloriqueando, aunque a la señora Pike no le gusta esa palabra. Ella tampoco está bien, caballero. ¿Qué vamos a hacer? La señora Pike parece creer que yo puedo hacer algo, que a decir verdad es por lo que estoy aquí, pero no puedo. Eso es lo que más me duele.
Recordé las instrucciones que me había dado Charles.
—Señor Pike, debería usted considerar halagadora la fe de ella en usted.
—Ay, no.
—¡Debo decir que yo no cambiaría de lugar ni por mil libras!
—Señor Talbot, ¿por qué no me llama usted Dicky? Ya sé que yo no tengo eso que dijo usted que los romanos dirían del señor Bowles…
—«Gravitas.» No debería usted preocuparse, señor mío, alguna gente la tiene, otra no y a nadie le preocupa. De mí mismo han opinado que yo tenía hasta cierto punto esa calidad, pero eso es cuestión de naturaleza, no de crianza. Bueno, señor Pike, si eso le agrada le llamaré Richard.
—Gracias, señor Talbot. ¿Usted prefiere Ed o Eddy?
—Señor Pike, puede usted llamarme «Edmund» en esta emergen… en la situación en que nos encontramos. Así que ¡ánimo, hombre!
—Lo intentaré, Edmund. Pero las niñas no parecen mejorar pese a lo que hagamos.
—En eso puedo tranquilizarlo a usted. ¡Por Dios, señor mío, mis hermanos pequeños se pasan el tiempo haciéndose heridas en las rodillas, o en los codos, o en ambas cosas… las cuatro, mejor dicho! Les dan cólicos, tienen llagas, catarros como cachorrillos. Es el proceso del crecimiento, señor Pike, Richard, debería decir. ¡Y si quiere usted mi opinión, es un proceso larguísimo y doloroso!
—Dicen que el viento no sopla de donde debería. El movimiento del barco…
—¡El viento puede cambiar, hombre! ¡Antes de que sepamos dónde estamos quizá nos encontremos tan cómodos como si fuéramos en una silla de postas! ¡Vamos, ya sabe usted que Britannia reina sobre las olas! Yo no cambiaría de lugar ni por…
—Me temo que así es.
—… ni por mil libras.
—Es como si estuvieran hundiéndose…
—¡Vamos, vamos! Los oficiales me han asegurado…
—De verdad que es como si se estuvieran hundiendo, hoy están peor que ayer y mañana estarán peor que hoy. Ay, Edmund, ¿no se puede hacer nada? Rogué al cirujano que nos hiciera llevar al otro barco, aunque no sé qué íbamos a hacer en la India, pero no quiso. Y eso fue cuando hacía buen tiempo.
—Un mal viento no puede durar eternamente. Cuando lleguemos al Mar del Sur…
—Pero el barco no avanza, ¿verdad?
—Ya llegará allí poco a poco. Los marineros echarán la rastra y sacarán los hierbajos para aumentar la velocidad. Ay… no debería haber dicho… ¿comprende? No hay motivos de preocupación, señor mío, en absoluto.
—Y otra cosa. Edmund, no puedo por menos de creer que el barco se va hundiendo. No he mencionado mis sospechas a la señora Pike, pero nada más que esta mañana vi su gesto… ¡Y comprendí, Edmund! ¡Ella pensaba lo mismo!
Me reí a carcajadas no poco aliviado al ver que podía dar a aquel pobre individuo tan irritante algún motivo de tranquilidad.
—¡Qué personaje es usted, Pike! Confieso que cuando me estaba sintiendo mal, y especialmente bajo de ánimo, me imaginé que también el barco iba bajo. ¡Pero hoy los marineros no han bombeado más que cuando estaba anclado en Spithead!
—Ya lo sé, Edmund, y todo lo que dice usted es cierto. Pero Bates dice que hay más agua.
—¿Le interesaría saber que el primer oficial me ha dicho que no están bombeando más que antes? Embarca más agua debido a la lluvia y a la espuma. Se queda en donde las bombas no pueden alcanzarla, lo cual es molesto, ¡pero nada peligroso! Se lo advierto: parece peor de lo que es por todo este movimiento. ¡Allá abajo, si no tiene uno experiencia, confundiría uno el agua de lluvia que se desplaza con una auténtica ola que va de un extremo del barco al otro!
—Es lo que le diría a usted el primer oficial, ¿no? Quiero decir que deseará que todos estemos tranquilos para evitar problemas. Pero es muy amable por su parte decirme eso, Edmund, y se lo creo en parte y se lo diré a la señora Pike en el tono más positivo que pueda.
—Creo que antes que vuelva usted a su conejera… quiero decir camarote, Dios mío, hombre, no es usted un conejo, ¿verdad? Bueno, más vale que le pida algo fuerte de beber.
—Ay, no, Edmund. Como ya le he dicho, me quema la garganta y me hace portarme como un tonto. Edmund, incluso he rezado, pero no ha pasado nada. No dejo de pensar en eso de «dejad que los niños…». El ser tan pequeñas y tan tiernas no les vale de nada, ¿verdad? Quiero decir que tienen menos capacidad de defenderse. Como dijo usted el otro día cuando creíamos que el otro barco podía ser francés, son demasiado jóvenes para los franceses. Pero no puedo quitarme de la cabeza que no son demasiado jóvenes para Nuestro Señor, Edmund, y si caen de nuestras manos a este lugar diabólico, este desierto, yo no podría dejarlas hundirse, aquí no; saltaría tras ellas…
—¡Pike! ¡Repórtese! ¡Richard! ¡He dicho Richard! ¡Deje usted de decir bobadas! ¡Cualquiera pensaría que es usted una muchacha, maldita sea!
—¿Está usted tratando de ayudar, señor Talbot?
Me puse torpemente en pie. Era la señorita Granham. Había alargado una mano ante sí y con la otra se levantaba las faldas para no mojarlas en el piso. Di la vuelta a trompicones en torno a nuestra mesa, pero ella se acercó a la más próxima a la puerta y se dejó caer en la banqueta. Un cambio de posición del barco me lanzó hacia el otro lado y me quedé sentado frente a ella.
—¡Señorita Granham, no debería usted! Una dama… ¿Dónde está el señor Prettiman? Debería…
La señorita Granham habló con voz fatigada:
—Está enfermo y yo también. Pero él ha sufrido una caída. Una caída mala.
—¿Qué puedo hacer yo? ¿Puedo ir a visitarlo?
El señor Pike rió entre sus lágrimas:
—¡Edmund visitando a los enfermos!
—Resulta cómico, lo reconozco, señor mío. Pero en nuestra situación cualquier cosa cómica es un alivio.
El hombre dio la vuelta a la mesa más a proa y se acurrucó en mi banqueta. Como si el barco estuviera tan irritado con él como lo estaba yo, el barco dio un golpe, el horizonte en forma de dientes de sierra adoptó un ángulo absurdo en el ventanal de proa y el pequeño Pike fue resbalando por la banqueta y tropezó conmigo. Murmuró sus excusas y se apartó. La señorita Granham lo miró compasiva.
—¿Van mejor, señor Pike?
—No mejoran nada. ¿Quiere usted ir a verlas?
—Más tarde, señor Pike. Creo que debe usted pedir a la señora Pike que me invite. Trato de comprender su natural preocupación, ¡pero verdaderamente!
—Lo lamenta mucho, señorita Granham, ¡y lamenta tanto su lamentable estallido! Me lo ha dicho. ¡Se lo ruego!
La señorita Granham suspiró.
—Haré lo que pueda, pero más tarde. Ahora el señor Prettiman está herido…
—Voy a decírselo. Y también lo que ha dicho usted, Edmund.
Pike se puso más o menos en pie. Era como si estuviera tratando de mantener el equilibrio en la pendiente de un tejado, y esperó hasta que el tejado cambiara de infernal opinión y se inclinara en el otro sentido. Salió disparado por la puerta y logró cerrarla tras él. La señorita Granham se había echado hacia atrás. Agarraba el borde de la mesa con ambas manos. Tenía los ojos cerrados y por sus mejillas corrían lágrimas o gotas de sudor.
—Había confiado en que podría pedir algo de agua caliente, pero la verdad es que tengo la voz tan débil…
—Eso tiene fácil remedio, señora, porque puede usted tomar prestada la mía. ¡Bates! ¡Bates! ¿Dónde estás, hombre? Sal de ese condenado cubículo… perdón, no te digo a ti, Bates; a usted, señora… Necesitamos agua caliente y rápido.
—No hay.
—¡Cuando me hables di «señor»!
—Como le ha dicho Wheeler, señor, no hay.
—¡Vamos a verlo! ¡Wheeler! ¡Wheeler! ¡Wheeler, he dicho! Vaya, ya estás aquí. ¿Qué significa esto de darle agua caliente a un caballero sin decirle que la necesitaban las damas?
—La señorita Granham no está de mi lado del vestíbulo, caballero.
—¡Bueno, tampoco yo, ahora que he cambiado!
—Sí, señor, pero, señor…
—¡Agua caliente, Wheeler, y rápido! Si es necesario, enciende otra vez ese fuego maldito y di a quien sea necesario que fue porque yo, yo…
—Es usted muy amable, señor Talbot, pero ¡se lo ruego!
—Tranquilícese, señora. Wheeler, lleva el agua al camarote de la señorita Granham.
—Aunque solo sea agua caliente, sentirla en la boca, esa sensación de calor. ¡Jamás se me ocurrió en otros tiempos, cuando me preocupaba tanto de la forma de hacer bien el té, que llegaría a apreciar el agua caliente sin té!
—Sin té… Dios mío, señora, soy lo último, lo más absoluto, lo más extremo, lo menos delicado…
La cubierta quedó equilibrada de momento. Me puse en pie de un salto, fui corriendo por el vestíbulo hacia mi conejera, caí de rodillas, registré el cajón de abajo, saqué el paquete y volví corriendo hacia la señorita Granham antes de que la cubierta tuviera tiempo de cambiar de opinión. Fue una hazaña, si no muy elegante, por lo menos ágil, y celebré haber vencido por una vez a nuestra vieja carraca de madera empapada y haber evitado hacerme daño.
—Tenga, señora, con mis excusas.
—¿Té?
—Lo hice guardar el primer día a bordo y a decir verdad he tenido muchos motivos para recordarlo desde entonces. Sólo espero que el aire de este océano salvaje no lo haya estropeado del todo. He visto cómo ustedes, las damas, se agrupaban en tiempo más calmado en torno a la tetera y eso que dicen de «la bebida que anima, pero no embriaga…».
—No puedo aceptarlo.
—¡Señorita Granham, por el amor del cielo!
La señorita Granham había vuelto la cabeza. Me alargó el pedazo de papel que acababa de encontrar en el envoltorio. Reconocí aquella escritura tan conocida: «Para “El Pequeño Duque” de su “vieja Dobbie” con mi amor y con la esperanza de que nunca beba nada más fuerte.»
—¡Ay, Dios mío, señora, Dios mío! Quiero decir… créame… ¡Qué idiota! Por lo menos podría haber doblado el papel, maldita sea, y aquí estoy yo jurando como un carretero. Le pido perdón sinceramente, señora. No me gusta el té y sólo lo bebo por cortesía. Pero la señorita Dobson se enfadaría muchísimo si pensara… ¡es una fanática de la disciplina, se lo aseguro! Me dejaría en el rincón una hora entera si pensara que… supongo que me daría con un mastelero, si es que nos queda, que de hecho supongo que nos queda, dado que el joven Willis se pasa tanto tiempo allí. Es muy afectuosa, como usted puede imaginar, pero quizá demasiado aficionada a la escuela sentimental…
—Señor Talbot.
—¡Sólo un fanático haría que un niño aprendiera a leer en Sir Charles Grandison! Supongo que pensaba que un ejemplo tan perfecto de comportamiento cristiano me haría bien, pero le aseguro, señora, que ese cuento, de suponer que sea un cuento, con tantos volúmenes, ¡me ha dejado marcado de por vida!
Me pareció por un momento que la señorita Granham estaba tratando de no echarse a reír. Pero era algo peor. Tenía la cara contraída por el esfuerzo, pero pese a todo se le saltaban las lágrimas. Eran lágrimas de dolor. ¡Es la primera y desde luego la última vez que he visto a una dama rechinar los dientes! Pero seguía derramando lágrimas. No sé cómo expresar mi asombro, por no decir mi apuro. Empezó a golpear la mesa con el puño.
—¡No quiero! No estoy dispuesta…
Le temblaba el gorro en la cabeza, le temblaban los hombros. ¡Jamás en mi vida he visto un conflicto tan evidente en una dama!
—¡Dios mío! ¡Vamos, señora! De verdad que no debe usted… ¡No quiere decir que me obligara a leer todo Sir Charles Grandison! ¡Entonces sí que podría usted compadecerse de mí! ¡Dudo que lo haya leído ni siquiera el Gran Lord! ¿No decía que nunca había leído un libro hasta el final? Apuesto mi caballo contra un chelín que estaba pensando en Richardson…
La señorita Granham empezó a reír. Era de histeria, supongo, para lo cual, naturalmente, el remedio reconocido es un par de bofetadas. Pero la verdad es que yo no me atrevía.
—Creo, señora, que debería usted permitirme que la acompañara a su conejera… camarote, debería decir…
—¡Qué idiota!
—La verdad es que no lo era, pero esperaba criarme al mismo estilo que sir Charles, y fracasó, como puede usted ver. Wheeler le llevará el agua. Permítame. Naturalmente, una dama tiene menos capacidad para contrarrestar el movimiento de un barco, e incluso su atavío debe de hacer que la tentativa resulte más difícil, por no decir peligrosa. Permítame, señora.
Obedeció dócilmente. Le di el brazo, pero evidentemente aquello no bastaba. En consecuencia, la tomé de la mano, pero antes de que nos hubiéramos adentrado en el vestíbulo el movimiento frenético del barco me obligó a pasarle el brazo derecho por la cintura y sostenerla.
Algo inesperado se hizo evidente con una claridad asombrosa. Podría llevar en su ridículo treinta o cuarenta años, ¡pero era una mujer! ¡Y además, por no andar con eufemismos, la señorita Granham no llevaba corsé! No cabía duda. ¡Por Dios que su cintura y su seno eran los de una joven! Aquello añadió el toque final a mi apuro y me sentí de lo más deseoso de terminar con ella lo antes posible. Pero no había de ocurrir. Aquella otra hembra, la nave, celosa, supongo que diría un poeta, de esa feminidad recién revelada, nos atacó salvaje, igual que un perro se lanzaría sobre un zorro. El primer movimiento me lanzó dando vueltas por el vestíbulo, de forma que me vi obligado a utilizar toda mi fuerza y una agilidad hasta entonces desconocida para mantenerme (mejor dicho, mantenernos) en pie. El siguiente movimiento nos puso al instante en la falda de una montaña, y para ser más exactos de un torrente de montaña. Me agarré a una de las barandillas para no caer a lo que por el momento teníamos debajo. Nos columpiamos. Caímos porque con nosotros vino la barandilla y, cosa terrible de relatar, también vino con nosotros todo el mamparo, o pared, que en aquel caso era de fino contrachapado. Al acercarnos al cilindro de madera del palo de mesana, logré girar de modo que tropezase con él mi hombro, pero no la señorita Granham. Ahora tropezábamos con toda aquella hoja de color beige, el contrachapado. Obligado a soltar la barandilla y forzado por el contramovimiento a bailar como un payaso que llevase a una muñeca, corrí hacia el camarote abierto, violado. Estuvimos en él el tiempo suficiente para ver que allí yacía una anciana, el cabello gris húmedo de sudor, la boca abierta, los ojos en sus órbitas hundidas y descoloridas contemplándonos aterrados. No logro imaginar cómo pude hacer una inclinación y murmurar unas excusas antes de que el barco se nos llevara. Me así a las barandillas del lado opuesto del vestíbulo, sin saber cuál era el proceso que nos había llevado allí y fui avanzando por ella hasta que pude dejar a la señorita Granham a salvo ante su puerta.
—Permítame, señora. Creo que era una séptima ola, he de pedir excusas por… ahora está usted a salvo. Permítame, señora.
Logré introducirla en el camarote y cerré la puerta muy agradecido. Fui a mi propia conejera apartando la mirada del camarote violado, que, comprendí ahora con casi tanto terror como ella, contenía a nada menos que a mi antigua inamorata, Zenobia Brocklebank.
No mencionaré los gruñidos de los marineros cuando se les ordenó que arreglasen inmediatamente el mamparo, los chillidos de Zenobia hasta que volvió a quedar oculta, los martillazos atronadores que fueron necesarios hasta terminar con todo aquello. Volví al salón airado y decidido a que no me derrotaran el barco ni el mal tiempo. Grité al criado y le encargué comida y bebida. Llegó y resultó que era carne salada con pepinillos y cerveza para ayudar a pasarlo. ¡No hay que creer jamás las quejas de los marineros acerca de su comida! Para mí, que conservaba toda mi dentadura, resultó ser un banquete digno de un rey, por mucho trabajo que costara comerlo. He de reconocer que una vez el plato se me escapó y tuve que agarrar la carne, por no decir nada de un montón de pepinillos con la mano derecha. Lo que es más, me limpié la mano a lengüetazos con auténtico placer. No sé cómo ocurrió, pero aquel absurdo pasaje con la señorita Granham me hizo recuperar un estado de animación que creo es el natural en mí y que el mal de mer me había arrebatado temporalmente. Cuando pensé en la señorita Chumley con temblores de nostalgia, ¡incluso aquello se transformó en una determinación de conquistarlo todo! Aquello era más que una recuperación. ¡Era una mejoría! De vuelta a mi conejera, me atreví a hacer prodigios de equilibrio para ponerme un camisón y un gorro de dormir, meterme en mi litera y decidir que iba a pasar una buena noche. Resulta asombroso, pero sin ningún reparo caí casi inmediatamente en un profundo sueño que ni siquiera todos los dolores de mi cuerpo (un hombro condenadamente resentido por aquel maldito palo de mesana) pudieron molestar.