Aquello era oscuridad. En mi anterior visita a aquellas regiones de los fondos había contado con los servicios del joven señor Taylor como guía. Además, en aquellos tiempos nos deslizábamos blandamente por las aguas de los trópicos. Ahora me encontraba en un barco enloquecido y tenía que hacer el camino a tientas. Dos yardas más allá de las luces de la santa bárbara era como si en mi mundo ya no existieran cosas tales como la luz y la dirección. Cuando avancé cinco yardas estaba más totalmente perdido que si me hubiera hallado en una cueva. No sentía más que ruidos, chirridos y tensiones rasposas, pero se oían ruidos de agua, como si estuviera en cuclillas en una playa pedregosa. Me detuve un momento con la esperanza de que al irme acostumbrando se me adaptara la vista a la oscuridad, y aquello me permitió escuchar con demasiada claridad en qué consistía nuestro problema. Pero mi evaluación no podía ser profesional y mi ignorancia convirtió lo que había sido una aprensión natural en algo parecido al pánico. Había lo que cabría calificar de chapoteos subsidiarios, gotas y chorros del agua que llevábamos en la bodega, pero aquello no era lo peor. Había más cosas más allá y por debajo de aquellas diferencias locales. Puse la mano en un lugar húmedo y se me llenaron los dedos de agua cuya procedencia no pude descubrir y que cayó no supe dónde. Con una mano me agarré a un resalte de madera, con la otra a algo que estaba hecho de tela. Mi camino no tenía más que una plancha de ancho, así que me agaché y esperé hasta que hube de comprender el dato terrible y frío al que se debía la lentitud de nuestro avance. Aquí abajo había un ritmo que no se oía en cubierta ni en mi camarote, en medio de los sonidos más bruscos del viento y del mar. Era el ruido de algo que caía y que comenzaba a alguna distancia, en alguna parte hacia proa, de suponer que aquello significara algo y que yo estuviera bien orientado. Me detuve en el camino y me agaché, utilizando las orejas en lugar de los ojos. ¡Llegaron a mí a velocidad creciente todos los ruidos complicados de una ola que rompía! Pasó a mi lado, pero sin que aumentara la humedad local. Continuó hacia el lugar de donde yo procedía disminuyendo de volumen, de forma que una vez más pude escuchar cerca de mí el goteo y el chorreo de un agua que caía acá y acullá. Después, cuando la mano derecha apretó instintivamente la madera para soportar mi peso, me llegaron chorros de agua del otro lado, de un costado del barco al otro, ¡y ahora regresaba la primera ola, que sin duda estaba recorriendo el barco en toda su longitud! Empecé a tantear, caí sobre unas cuerdas y me arrodillé durante un momento en algo que podrían ser arpilleras. Después brilló una bendita luz por encima de mí, como si se hubiera abierto la cubierta y me estuviera contemplando el cielo.
Habló una voz:
—¿Quién es?
—¡Soy yo!
Pero entonces vi que estaba contemplando la abarrotada oficina del sobrecargo. Éste se hallaba a la entrada y había hecho a un lado la lona para mirar hacia abajo.
—Ha gritado usted. Una vez más, ¿quién es?
—Soy yo, señor Jones, Edmund Talbot.
—¡Señor Talbot! ¿Qué hace usted aquí abajo? Por favor, suba.
Me apoyé en los grandes nudos que fijaban la escala a una viga todavía mayor.
—Señor Talbot, desde la última vez que nos vimos ha estado usted enfermo. Le ruego tome asiento. Creo que esa caja le servirá. Ahora, caballero, ¿qué puedo hacer por usted? ¡Seguro que no ha llenado el cuaderno que le vendí!
—No, en absoluto. Estaba…
—¿Perdido?
—Desorientado.
El señor Jones meneó la cabeza y sonrió benigno.
—Podría decirle a usted exactamente dónde se halla en términos de la construcción del barco, pero creo que no le serviría. Acaba usted de pasar a tientas o perdido por donde está la estaca del cabrestante para espiar de popa.
—No, no me vale. Si me permite, descansaré un momento y después seguiré. Estoy buscando al señor…
—¿Al señor…?
—Al señor Summers o al señor Benét.
El señor Jones me contempló por encima de las medias lunas de sus lentes de acero. Después se los quitó y los puso en el escritorio.
—Encontrará usted a ambos caballeros por ahí, a este lado de la bomba, que, a su vez, está de este lado del palo mayor. Están celebrando una especie de conferencia.
—¿Están debatiendo la cuestión de la seguridad del barco?
—No me lo han confiado ni yo se lo he preguntado.
—¡Pero sin duda estará usted igual de preocupado que todos!
—Estoy asegurado —meneó la cabeza y sonrió, aparentemente admirado—… tengo mis rarezas en ese sentido, ya sabe.
—Pero por mucho que ello asegure la tranquilidad de sus familiares…
—No tengo familia, caballero. No ha entendido usted lo que quería decir. He puesto mi seguridad personal en manos de quienes creo son más útiles en una crisis: marineros fuertes y muy diestros en su oficio.
—¡Eso hemos hecho todos nosotros!
—No, señor. ¿Por qué he de preocuparme yo de todos nosotros?
—¡No puede usted ser tan egoísta ni estar tan seguro!
—Palabras, señor Talbot.
—¡Si su seguridad es más que imaginaria, deberíamos todos participar de ella!
—Eso es imposible. ¿Cuánta de la gente de este barco podría disponer de mil libras? Quizá usted, caballero.
—¡Qué diablo!
—¿Entiende usted? Tengo un acuerdo, debidamente firmado. Por lo menos ellos han puesto una cruz. Si el barco termina mal, yo les valgo mil libras a algunos de los marineros más fuertes y diestros del mundo. Ni el Banco de Inglaterra es más seguro.
Ahora sí que me reí en voz alta.
—¡Que un hombre de negocios sea tan simple! Vamos, señor mío, en caso de una catástrofe ellos (¿podría decir nosotros?) protegerían las vidas de las mujeres y los niños antes de pensar ni siquiera en gente como usted.
El señor Jones meneó la cabeza con un gesto que parecía de compasión.
—¿No supondrá usted que cuando el barco esté naufragando yo me iba a poner a contar monedas y a dar su parte a cada uno? No comprende usted lo que es el crédito, señor Talbot. Yo no tengo familia, pero mis marineros sí. El dinero los espera en tierra cuando me lleven allí, y no antes. ¡Cielo santo, señor Talbot, en los botes que llevamos no cabría ni una décima parte de nosotros! ¡Si no existieran acuerdos como los que yo estoy acostumbrado a concertar, toda nuestra vida en la mar no sería más que una lotería!
—Creo estar soñando. No puede existir tal… e incluso gente temeraria como se supone en general que son los marineros… ¡No valorarían la vida de usted en más que las suyas!
—Mi bote está ahí en la botavara, señor Talbot.
—Pero el capitán Anderson…
El señor Jones pareció sofocar un bostezo, después volvió a menear la cabeza y sonrió como si estuviera recordando algo agradable… quizás sus propias rarezas.
—Haré a un lado la lona hasta que haya bajado usted. Eso debería darle suficiente luz hasta ver la de ellos.
Aquel congé me dejó sorprendentemente sin habla. Traté de imbuir de un cierto desdén la ligera inclinación de cabeza que le hice al pasar a su lado, pero no vi que lo advirtiese. En una cosa tenía razón. Antes de volver a entrar en la total oscuridad (¡y era curioso cómo la luz parecía disminuir los ruidos del paso de nuestra ola interna, de nuestra diminuta ola interna!) advertí el brillo de otra luz más allá de lo que podría ser el bulto envuelto en arpillera de un coche.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Ohé! ¿Hay alguien ahí?
Se produjo una pausa en la que no se oyó ningún ruido más que los cloqueos glutinosos de apetito del agua que llevábamos a bordo. Después, en medio del chorreo intestinal de nuestra ola, oí una voz conocida.
—¿Quién va?
—¿Charles? Soy yo, Edmund.
Hubo una breve pausa y después aquel brillo aumentó y se convirtió en un farol que llevaba en sus manos el joven señor Taylor. Su luz cayó sobre las ruedas, el arnés, el eje de un coche, todo ello protegido por sacos llenos de algo, contra los cuales me depositó el barco mientras el agua pasaba de un costado del barco hacia el otro. Me encontraba junto a algo parecido a un refugio.
—¡Señor Talbot, esto ya es demasiado! ¡Tienes que marcharte inmediatamente!
—Con todo respeto, señor Summers, ¿es eso prudente? El señor Talbot es un emisario…
—Permítame, señor Benét. Sigo siendo el primer oficial de este barco y seguiré siéndolo hasta que sus señorías del Almirantazgo consideren oportuno declarar lo contrario.
—Con todo respeto, mi primero, como trae un mensaje del comité…
Una pausa mientras las dos caras pálidas se miraban mutuamente. Fue Charles Summers quien actuó primero, levantando la mano en un gesto que parecía de derrota.
—Roberts, Jessop, volved a vuestros puestos. Señor Taylor, deje aquí el farol y vuelva a dar la novedad al señor Cumbershum. No olvide darle las gracias. Y ahora, señor mío, ¡por los cielos, Edmund, siéntate! En esa bala. Has estado enfermo y no estás en condiciones de mantenerte en pie cuando se mueve tanto.
—Me apoyaré en este armario…
—En ese pañol, quieres decir. No, te ruego no sigas utilizando esa caja para apoyar los pies. Es el lecho en el que llevamos los tres cronómetros.
—Con todo respeto, mi primero, en el que los llevamos de momento.
—¿Cómo sabía usted lo del comité y lo de mi mensaje… mi presunto mensaje?
—¿Crees que pueden mantenerse en secreto asuntos así? ¡Da la casualidad de que has venido al mejor lugar del barco para conversar en privado! Tu precioso comité debería haberse reunido aquí.
—Con todo respeto, mi primero, voy a adelantarme para asegurarme de que Roberts y Jessop no se hayan quedado por aquí.
—Hágalo, señor Benét. Bien, Edmund, ¿digamos que doy por entregado tu mensaje?
—Ellos… (supongo que debería decir «nosotros») desean dar a conocer su opinión de que por atención a las mujeres y los niños se cambie el rumbo del barco hacia Sudamérica.
—¿Has oído hablar alguna vez de un punto cero?
—No que yo sepa.
Reapareció la cara del señor Benét, pálida a la luz del farol.
—Todo en orden, mi primero.
Charles Summers bajó la cabeza.
—El mar, Edmund, al que pueblos más antiguos, pueblos salvajes y poetas como el señor Benét, han atribuido ideas y pensamientos, exhibe a veces características que todavía podrían hacer comprensible ese error. Quienes surcan la mar en barcos pueden a veces hallarse en una combinación de circunstancias que dan el aspecto de malevolencia. No me refiero a las tormentas ni a la calma chicha, por peligrosas que puedan ser, sino a pequeños acontecimientos y características menores, a excepciones extrañas y comportamientos antiestadísticos… ¿Está usted escuchando, señor Benét?
—Con toda mi alma, mi primero.
—… que pese a carecer de alma y ser puramente materiales pueden, sin embargo, producir una posición en la cual hombres conscientes, fuertes, diestros, se ven forzados a contemplar impotentes cómo avanza inexorablemente hacia ellos una destrucción silenciosa.
Quedamos los tres en silencio un momento mientras en la bodega el agua goteaba y chorreaba en nuestro derredor. Por debajo de mí, pareció, volvió a pasar la ola.
—No estaba preparado para esto. ¿Cuáles son las circunstancias? ¿Es esto lo que debo responder al comité?
—Primero has de comprender las circunstancias.
—Lo intentaré. Pero has hecho que me dé vueltas la cabeza.
—El punto cero. A veces se utiliza ese término para describir una línea en la que se cruzan dos mareas y producen así un lago inmóvil donde cabría esperar una corriente. No puedo hallar mejores palabras para describir nuestra situación. ¿Quizá point non plus? Ya ves que no es una cuestión de si vamos o no vamos hacia Sudamérica. Supongo que te refieres al Río de la Plata. No podemos avanzar en ese sentido. Lo que es más, estamos convencidos de que no podemos fondear en ninguna parte en el Cabo de Buena Esperanza. Nos hemos dirigido demasiado al sur…
—¡Él, maldito sea, nos ha dirigido demasiado al sur!
Charles se volvió hacia el señor Benét.
—Observe, señor Benét, que manifiesto mi total desacuerdo con el comentario que ha hecho el señor Talbot acerca de nuestro capitán.
—Observado, mi primero.
—¡Pero hay barcos que van más al sur que esto! Dios mío, ¿cómo es que…? ¡Si hay balleneros que se pasan años en los mares del sur!
—No comprendes. ¿Estás dispuesto a… no quiero decir «mentir», pero sí a minimizar la gravedad de nuestra situación en lo que respecta a los pasajeros y de hecho al resto de la tripulación?
—Más vale que me lo expliques.
Charles Summers se sentó en una bala, el señor Benét se sentó en algo que parecía ser el extremo de un banco, yo me apoyé en mi bala y el farol se quedó en el lecho de los cronómetros, iluminándonos pálidamente a los tres.
—Esto se debe a… ¡Bueno, por lo que respecta al barco, a la época en que se construyó!
—Dicen de estos barcos, señor Talbot, que los construían por millas y luego los aserraban por la línea de puntos.
—Señor Talbot, en tiempo de guerra la construcción defectuosa es muy frecuente. A veces los pernos de cobre no son más que una falsa cabeza a un extremo y un clavo al otro. Así se ahorra todo el cobre de en medio y alguien se llena los bolsillos. Naturalmente, por lo general, esas cosas no se descubren hasta que el barco se destroza.
El señor Benét rió muy animado.
—O, caballero, naturalmente en la mar, cuando los agujeros empiezan a chorrear, pero de eso no se suele informar.
—¿Hay gente capaz de hacer eso? Pero… es nuestro…
—No sabemos si este barco tiene esos defectos. No se han revelado detalladamente. Pero creemos que se mueve demasiado, que ha expulsado demasiada estopa para que las cuadernas maestras estén bien, y que es viejo. Ahora, Edmund, añade a eso que el viento decidió cambiar en nada menos que en doce puntos en el momento mismo en que un oficial indigno, tu amigo Deverel, se había marchado a hurtadillas a buscar algo de beber y había dejado el gobierno en manos de un pobrecillo, de un guardiamarina…
—Willis…
—… que nunca será marino aunque llegue a cumplir cien años.
—¿Desea usted continuar, señor Benét, o lo hago yo…? Y no es eso todo, Edmund. Facheó cuando cualquier oficial competente lo habría podido impedir. Se desencuadernó y podríamos haber zozobrado de no haber perdido los masteleros. Incluso así el trinquete se metió en la carlinga y la rompió. Observa el trinquete, Edmund, y verás que las cacholas, la parte de arriba de lo que queda, describen un pequeño círculo. No podemos utilizar el trinquete, y debido a un equilibrio de fuerzas que inmediatamente advertirás, en consecuencia tampoco podemos utilizar el palo de mesana. Ahora, observa. El mismo viento que nos inutilizó nos devolvió, impotentes como estábamos, a aguas más cálidas. Nos quedamos inmóviles y nos salieron algas. Eso hace que seamos todavía más impotentes. El resultado de todo ello es que no tenemos opción, ya ves. Sólo podemos ir más o menos hacia donde nos llevan.
—¿Qué va a pasar? ¡Entonces todo está perdido!
—En absoluto. Mediante la sumisión, mediante la obediencia a las fuerzas de la naturaleza, es posible que las engañemos.
—Y también a la marinería, mi primero, por no decir los pasajeros. Además, como ya sabe usted, propongo que hagamos algo respecto de las algas…
—Señor Benét, ¿puedo terminar lo que he de decir?
—Mis excusas, mi primero.
—Muy bien. Bien, Edmund. ¿Has visto alguna vez un atlas inscrito con las rayas que indican el rumbo aconsejable para un barco desde un punto hasta otro?
—No.
—Creo que lo encontrarás curioso. Por ejemplo, un buque con rumbo a la India no tomaría la ruta directa desde El Cabo por el océano Indico, sino que trazaría una gran curva que lo llevaría cerca de Australia.
—¡Podríamos volvernos a tropezar con el Alcyone!
Charles sonrió, pero negó con la cabeza.
—¡Lo siento, Edmund, créeme! Pero no. Utilizarán el viento y envergarán con él, igual que hemos de hacer nosotros. El rumbo que hemos de tomar desde nuestro punto cero nos vuelve a llevar al sur, una vez más en el gran océano del sur. Ahí se modificarán los vientos predominantes y soplarán desde el oeste. Nos llevarán hacia Australia. Así que ya ves, al consentir a lo que ha de ser, quizá lleguemos a nuestro destino.
—Será como bajar cuesta abajo, señor Talbot, cuando no se puede subir, pero además se desea bajar. ¡Vamos a bajar todo el camino hasta las Antípodas!
—Ya entiendo. No, señores, creo que de verdad lo entiendo.
—Va a ser un viaje muy largo, Edmund.
—¿Y podemos hundirnos?
Los dos oficiales se miraron el uno al otro. Después, Charles se volvió hacia mí.
—¿Puedo confiar en ti? Entonces, sí. Podemos hundirnos.
No dije nada, pero traté de convertir aquella información descarnada en una sensación y lo logré a más velocidad de lo que yo había previsto. Me quedé helado, igual que me había ocurrido cuando Jack Deverel me había dado el machete.
—¡Vamos, Edmund! No va a ser ni hoy ni mañana y quizá nunca… ¡Con la ayuda de Dios!
—Y los cronómetros, mi primero. ¡No olvide los cronómetros!
Charles Summers hizo caso omiso del joven de una forma que la gente no acostumbrada al servicio de la mar hubiera encontrado ofensiva.
—No creemos que esta información deba difundirse entre los pasajeros y los emigrantes.
—¡Pero nos portamos perfectamente cuando organizamos la defensa contra lo que luego resultó ser el Alcyone!
—Aquello fue algo repentino, y que termina pronto. Éste es un peligro de tipo diferente. Terminará con el ánimo de todos, salvo quizá de los más fuertes… ¡como si el efecto de este movimiento no fuera suficiente prueba!
—Estoy de acuerdo, Charles. Pero esto me crea un problema. Tengo que volver ante ese comité idiota, no puedo evitarlo, ¡pero ahora sé demasiado!
—Mi primero, ¿no podría el señor Talbot adoptar mi metáfora y decirles que nos proponemos ir cuesta abajo todo el camino?
Charles le sonrió levemente a la luz del farol.
—Desde luego, una cierta ignorancia entre los caballeros es muy deseable de momento, y creo que el señor Talbot es perfecto para esa tarea.
—Pero, diablos, ¿qué voy a decirles?
—Hombre, pues que vamos a cambiar rumbo al sur y así se sentirán más tranquilos…
—Creo, mi primero, que el señor Talbot debe mencionar la rastra.
—Si les digo que no podemos llegar a África ni a Sudamérica temerán lo peor. ¡Si les digo que el capitán Anderson sencillamente no está dispuesto a ello es probable que me crean y que lo culpen de someterlos arbitrariamente a esta prueba y a este peligro tan claro!
—Ése es un problema. Quizá la tarea sea superior a tus fuerzas… ¡Vamos, no me levantes así la barbilla a la romana, Edmund! Confío en que lo harás lo mejor posible, pero créeme que lo mejor sería describir tu propia ignorancia…
—Lo que el primer oficial quiere decir, señor Talbot, es que debería usted oscurecer un poco las cosas y confiar sólo en asegurarles que todo irá bien y que estamos haciéndolo lo mejor posible en las circunstancias. ¡Debo reconocer que la perspectiva del mar del Sur me impone! La información que tenemos es terrible. Habla de olas como no se han conocido en ninguna otra parte del mundo. Incluso en un barco en buenas condiciones…
—Nosotros filtramos como una bata vieja.
Charles incluso se rió, pero no con mucha alegría.
—Sus señorías del Almirantazgo hicieron lo que pudieron con lo que encontraron. Gracias a la negligencia de tu amigo el señor Deverel no tenemos masteleros, sus sucedáneos no son más que palos de escoba, el trinquete se ha roto y el barco está desencuadernándose.
Alargó las manos e hizo un gesto de desencuadernamiento.
—¡El capitán Anderson hubiera debido negarse a tomar este mando!
El señor Benét meneó la cabeza.
—Un capitán que rechaza un barco no recibe otro.
Charles giró hacia él.
—Observe usted, señor Benét, que no tengo ninguna crítica que hacerle al capitán Anderson. Es un buen marino. Tiene usted suerte, señor Talbot, de hallarse en manos de un oficial así. Si desea usted echarle la culpa a alguien, hágalo más bien a los funcionarios del Almirantazgo que le han metido a usted tan tranquilos en esta, esta…
—Mi primero, he oído al señor Talbot utilizar la palabra «carraca».
—Exactamente, señor Benét. El señor Talbot utilizó esa palabra.
—¿Qué debo hacer?
—Explicar que vamos a apopar como podamos y avanzar hacia el sur, donde quizá tengamos un buen viento de un costado o de otro.
—¿Y nos moveremos menos?
Los oficiales volvieron a intercambiar miradas.
—El primer oficial convendría en que será diferente, señor Talbot. Aceptaría que utilizara usted la palabra «diferente».
—Bueno, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa en esta emergencia. ¿Desean ustedes que mantenga el tono del salón de pasajeros amigable y agradable? ¿Animado?
—Por el amor del cielo, señor Talbot, ya lo veo a usted recorriendo el barco con un aire tan demencialmente animado que desconcertaría terriblemente a toda la compañía.
—¿Qué puedo hacer? ¡No puedo hacer nada!
—Que no se advierta ninguna modificación. Actúa igual que antes de tus… lesiones. El único resultado será que te feliciten por haberte recuperado.
—¿Actuar igual que antes? ¿Cómo actuaba?
Se produjo una pausa y de repente Charles y el señor Benét se echaron a reír. Charles, parecía, con un matiz de histeria. Nunca lo había visto así antes. Le corrían las lágrimas por las mejillas a la luz del farol. Con la cabeza apoyada en las rodillas alargó una mano y la puso en la mía. Di un respingo ante aquel desusado contacto, de forma que volvió a retirar la mano y se secó las lágrimas de la cara con el dorso.
—Mis excusas, caballero. Su actual talante de cooperación, o quizá debiera decir complicidad, me había hecho olvidar lo susceptible que es. Señor Benét, ¿cómo sugeriría usted que se condujera el señor Talbot a fin de que nuestros demás pasajeros no detecten un cambio en su comportamiento?
La sonrisa del señor Benét se ensanchó. Se alisó el pelo amarillo con ambas manos.
—Mi primero, hace poco tiempo que conozco al caballero, pero he oído hablar de «Lord Talbot». Un comportamiento altivo por no decir altanero…
—Bien, señores, ya veo que están decididos a escarnecerme. De hecho, no resulta fácil a un hombre de mi estatura recorrer este mundo de vigas de cubierta y de marineros rechonchos. Si se dedica uno a disimular su estatura, ha de inclinarse como un viejo inválido, mientras que si anda erguido como Dios ha querido y mantiene la vista al frente, se pasa el tiempo rompiéndose la cabeza y tropezando con todos, ¡malditos seáis los bajitos!
—Esta travesía lo va a dejar hecho un hombre, señor Talbot. Hay momentos en que incluso advierto en usted claros indicios de humanidad, como si fuera usted un tipo corriente, igual que todos los demás.
—Puesto que somos todos tipos corrientes, permítanme compartir más información. Se han mencionado unos cronómetros.
—Sí, efectivamente. ¿Sabes que los cronómetros nos permiten medir nuestros desplazamientos al este y al oeste? ¿Nuestra longitud? Con el barco en este estado estábamos debatiendo si era aconsejable subirlos una cubierta más. Pero…
—¡La ola!
—¿Qué ola?
—Pues la que tenemos… la que lleva dentro. ¡La que he oído cuando venía hacia aquí!
—No llevamos una ola dentro, Edmund. Antes que permitir que el barco llegara a tal estado tendríamos a toda la tripulación en las bombas…
—Y a los pasajeros, señor mío, guardia con guardia…
—Hubiéramos cegado la quilla con las velas y estaríamos tirando los cañones por la borda. No era una ola. Nos ha llovido mucho. Las cubiertas escupen estopa. Parte de la lluvia se ha abierto camino por la cubierta, porque no toda el agua de lluvia y la espuma caen directamente al pozo de sentina. Forma un charco en un nivel u otro y recorre el barco, lo cual es desagradable, pero nada más. Es asunto de poca monta en comparación con el peligro real al que hacemos frente.
—Hay la cuestión del maíz, señor mío.
—Hemos descargado unas cuantas toneladas, señor Talbot. Se había mojado y estaba hinchándose. Ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de ése.
—Mi primero, el señor Talbot también podría mencionar la rastra. La perspectiva de que aumente nuestra velocidad servirá de algo para hacer que su incomodidad les resulte tolerable.
Miré a Charles a los ojos.
—¿Me he engañado al pensar que está haciendo tanta agua que entre los bombeos hay una ola que recorre la sentina?
Siguió una larga pausa. Charles Summers se llevó la mano a la boca y la volvió a apartar.
—No había ninguna ola. Te engañó el oído.
Me había llegado el turno de hacer una pausa. Después:
—¿Y la rastra?
—El señor Benét ha persuadido al capitán Anderson para que utilicemos la rastra aquí en mar abierto para quitarle las algas. A ese respecto, obedezco órdenes. Después veremos qué pasa con mi propia propuesta de atortorar el casco con los cables que podamos utilizar. Los tortores bien ajustados harán que filtre menos.
—Ya entiendo. Un período interminable de peligro inminente, quizá la perspectiva de que ocurra una catástrofe. ¡Bueno, adiós a mi carrera! Y adiós a… pero ¿de verdad que no se puede hacer nada más?
—Podrías rezar.
—¡Igual que Colley! ¡No voy a permitir que nadie me ponga de rodillas!
Me puse en pie. Por detrás del palo mayor apareció una luz como un amanecer.
—¿Qué es esa luz?
—Es el cambio de la guardia. Los arrestados bajan a bombear durante un cuarto de hora al principio de cada guardia.
Aumentó la luz. Los marineros se colocaron ante unas grandes asas que sobresalían a ambos lados del mástil. Después empezaron a mover las asas arriba y abajo con una especie de flexiones.
—Creía que las bombas resonaban.
—Cuando el barco está seco. Éstas están elevando agua.
—Señores, debo agradecerles que me hayan dado su confianza. No lo traicionaré.
—Con su permiso, mi primero, voy a alumbrar al señor Talbot hasta la santabárbara.
—Muy amable, señor Benét.
—No es nada, caballero. Cualquier cosa que desee usted, señor Talbot…
—Y cualquier cosa que usted desee, señor Benét…
El señor Benét me indicó con gran cortesía que lo siguiera.
—¡Por Dios, señor Talbot, está despalmando como un palo partido!
—¿Despalmando, señor Benét?
—Y además arrumbándose a sotavento. Una cosa después de otra. Acobándose hacia arriba en la medianía y después hacia abajo en la medianía.
—Como tratando de romper un palo verde.
—Exactamente, caballero. Quebrantando en la cresta y arrumbando en el seno.
—No lo había advertido.
—Bueno, es lógico. No tiene por qué detectar que el movimiento es excesivo salvo que lo haya estudiado. Es como el movimiento de la luna, caballero, que probablemente usted supone que traza una simple curva por los cielos. Pero es algo infinitamente complejo. A veces he tenido la idea de que la luna es un barco con todas las cuadernas chirriantes, que quebranta, arrumba, guiña, cabecea… que está desencuadernada y, por lo tanto, ni siquiera se mueve como un todo… de hecho, como nuestro problema actual.
—¡Por eso se tomó George Gibbs un vaso de mi coñac y siguió con otro de ron! ¡Conque estaba siguiendo las planchas! Creo que hacía como que estaba trabajando donde sabía que había algo de beber, porque estaba aterrado al sentir cómo se hallaba el casco. ¿Va a informar a ustedes?
—Al primer teniente, y ya debería haberlo hecho. Yo soy el último de a bordo.
—No lo veo yo así. ¿Querría usted venir… iba a decir a mi conejera… a tomar algo del coñac que el señor Gibbs nos ha dejado?
—Estoy de servicio, caballero, y debo volver con el señor Summers. Pero en otra ocasión, ¡avec beaucoup de plaisir!
Se pasó una mano por la cabellera, se puso el sombrero, levantó la mano en saludo como si estuviera a punto de volvérselo a quitar (los fanales de la santabárbara, como imbuidos de las «costumbres del servicio en la mar», asumieron todos el mismo ángulo que su mano) y después giró para regresar al lugar del que procedíamos. El señor Askew seguía sentado contra nuestra amurada de madera. Me miró, frunciendo el ceño.
—He oído cómo acusaba usted a George Gibbs ante el oficial. A George no le va a gustar nada.
—¡Eso no es lo único que no le va a gustar!
Fui hacia las escalas que parecían tan imbuidas del espíritu de la mar, más bien que del servicio, que no era cuestión tanto de escalarlas como de combatir con ellas. De hecho, el movimiento había aumentado, pero pronto advertí el motivo. En donde habíamos celebrado nuestra conferencia, en los intestinos del barco, habíamos estado sentados junto a los cronómetros, que se mantendrían en el punto de menos movimiento. Ahora yo me alejaba de aquel punto y estaba sometido a los caprichos del viento, el agua y la madera, pues en mi propia persona no era en absoluto un objeto tan precioso como aquellos relojes tan delicadamente fabricados. Cuando llegué a mi conejera me dolían las pantorrillas, y aquello no era sino la debilidad más evidente de un cuerpo que había quedado repentinamente agotado por las tensiones del movimiento, del mareo y de una mente abrumada por demasiados acontecimientos. Cuando me acerqué a la puerta oí un repentino ruido de movimientos dentro. La abrí de golpe.
—¡Wheeler! ¡Qué diablos! ¡Me persigues!
—Caballero, no hacía más que limpiar…
—¿Por tercera vez en el día? ¡Cuando te necesite ya te llamaré!
—Caballero…
Hizo una pausa y después habló con lo que únicamente puedo calificar de su otra voz, una voz con una curiosa huella de otra sociedad, otros lugares y costumbres.
—Estoy en el infierno, caballero.
Me senté en mi silla de lona.
—¿Qué pasa?
Wheeler, al contrario que los otros criados del barco, tenía por lo común una actitud sumisa, por no decir congraciadora. Nunca había levantado la vista para mirarme directamente a los ojos, pero eso fue lo que hizo ahora.
—Por Dios, hombre, ¿has visto un fantasma? ¡No me respondas!
De pronto el movimiento pendular que había estado yo combatiendo, tan lejos del centro inmóvil junto a los cronómetros, me abrumó. Prácticamente me abalancé hacia el cubo que había bajo mi lavabo de lona y vomité en él. Durante algún tiempo después, como comprenderá todo el que haya padecido esa condición, no tuve ninguna conciencia de mi entorno, salvo que me daba náuseas. Por fin me eché boca abajo en la litera y deseé que llegara la muerte. Wheeler debe de haberse llevado mi cubo. Sé que volvió con él y se quedó. Creo que me estaba exhortando a que probase los efectos del paregórico y he de suponer que en algún momento cedí y permití la dosis, con su actual efecto mágico. Creo que Wheeler se pasó todo el tiempo que yo estuve inconsciente sentado en mi silla, pues tengo una vaga memoria de verlo allí. La primera vez que salí de las visiones envolventes del opiáceo lo vi allí. Estaba caído de lado en la silla, con la cabeza apoyada en el borde de mi litera, en una actitud de total agotamiento.