(11)

Volví en mí al escuchar unas voces desusadas en las conejeras de mi lado del vestíbulo. Se fueron acercando y por fin, al llamar a mi puerta, resultó que las profería el señor Gibbs, el carpintero, que llevaba unas curiosas almohadillas de cuero puestas en las rodillas.

—Perdone la molestia, caballero, pero tengo que seguir la dirección de las planchas.

—¿Para qué diablos?

El señor Gibbs se rascó la rubia cabellera. A una distancia de una yarda olí el aroma de una bebida fuerte.

—Lo cierto es, caballero, ¡con perdón!, que dicen que se está moviendo demasiado, que es lo que era de prever dada su edad…

—Cala más que una bota vieja.

El señor Gibbs pareció celebrar mi comprensión.

—Exactamente, caballero. Es eso y nada más. No es para preocupar a los pasajeros. Me sorprende que un caballero como usted, que apenas si lleva una guardia de cuartillo embarcado, sepa tanto. Cuando le hice el camarote al señor Brocklebank prácticamente no comprendió lo que le decía, aunque me ofreció un trago…

El señor Gibbs hizo una pausa y miró hacia mi botella de coñac, pero no reaccioné. Entonces se arrodilló y empezó a sacar mis dos cajones de debajo de la litera, lo cual no era fácil de hacer en un espacio tan reducido.

—¿Qué diablos está usted haciendo, Gibbs? ¡Cuidado! ¡Ésas son mis camisas!

—No voy a ensuciarle el fardaje, caballero, pero tengo que alcanzar a… ¡ah!

—¿Puede usted oírme?

—Tengo que alcanzar las cabezas de las planchas…

Su voz se convirtió instantáneamente en una especie de chillido. Salió de espaldas, se llevó los dedos a la boca y se los chupó, tambaleándose y gimiendo.

—¿Qué ha hecho usted, Gibbs?

Siguió tambaleándose y gimiendo, llevándose una mano a la boca con la otra.

—¡Coñac!

—Sírvase usted si lo necesita. ¡Por Dios, hombre, se ha puesto usted pálido!

El señor Gibbs no se molestó en utilizar mi vaso. Sacó la botella del agujero que ocupaba en el estante encima de mi lavabo de lona, quitó el corcho con los dientes y se llevó el cuello a la boca. Creo que antes de volver a respirar ya se había tragado una cuarta parte de la botella.

—¡Va usted a emborracharse!

Volvió a dejar la botella en su agujero, flexionó los dedos y se los sopló.

—¡Al cabo de tantos años y fallar como un aprendiz! Ah, sí, claro que está calando. Unos dirían eso y otros dirían otra cosa, pero no importa, ¿verdad?

—¿Corremos peligro?

—Calando. Sabe usted, caballero, que aquella caída en facha no le hizo ningún bien. Sí, está calando. No me gustaría verdaderamente decir lo que le pasa entre unas cosas y otras, aunque cuando uno ha metido un pie de cabra en cada plancha del barco y ha olfateado las planchas como un perro cuando sigue a una perra, lo lleva en la cabeza…

—¿A quién?

—A todo el barco, lo conoce mejor que a su propia mujer y mejor que cuando lo proyectaron en el astillero. Cada movimiento y cada perno…

—¿Nuestro barco?

El señor Gibbs se sentó sobre los talones.

—Y tanto que nuestro barco. Y después de todo esto no viene mal echarse un trago o dos.

—¡Entonces estamos en peligro!

El señor Gibbs centró la mirada en mí, frunciendo el ceño como si le costara un gran esfuerzo. Volvió a rascarse el corto pelo rubio y pareció volver en sí. Se le despejó el gesto y sonrió. Pero la sonrisa no era convincente.

—¿En peligro, señor Talbot? ¡Vamos, no se preocupe! He conocido barcos que se creería usted que estaban deshaciéndose y después vuelven a puerto y se quedan tan tranquilos como si estuvieran hechos de la mejor madera y aquí paz y después gloria. No, lo que…

Hizo una pausa y volvió a chuparse los dedos.

—Vamos, hombre. ¡Dígame!

El señor Gibbs me sonrió, pero vagamente.

—Es madera buena, pero vieja, caballero. En los sitios importantes no hay ni un pedazo de madera que no tenga más años que cualquiera de nosotros, salvo quizá Martin Davies, el pobre diablo. Mire usted, caballero, el problema real es cuando hay mezcla, madera vieja y nueva. Cuando yo era sólo así de alto me encontré con que de un curvalón salía un capullo, claro que debía de estar marchito, pero ¿cómo lo iba a saber yo? Se lo dije al ayudante del contramaestre, pero no me hizo caso, salvo para darme un bofetón.

El señor Gibbs lanzó una mirada pensativa a mi semivacía botella de coñac.

—Señor Gibbs, no le aconsejo más coñac.

—Qué se le va a hacer. Yo no era más que un crío, pero aquel capullo me daba pesadillas. Una vez me desperté dando gritos, porque me había caído de la hamaca, y busqué en la oscuridad al ayudante del contramaestre (se llamaba Gilbert y hacía que yo le llamara señor Gilbert), tanteé en la oscuridad y, claro, no podía hacer más que darle un toque a la hamaca por debajo. «¿Qué coño?», grita. «Señor Gilbert —grito yo—, esa flor ¡es un tallo!» Y él va y saca el brazo de la hamaca y da un golpe donde creía que yo estaba, pero no estaba. «Ya te voy a dar yo a ti tallos, grumete», va y dice. «No me gusta —digo yo—. Le está saliendo una hoja.» Me da un golpe y ése sí que me agarró donde más duele. «Con que ahora una hoja —va y dice—. Ya puedes llamar cuando tenga flores, so cabrón.»

Al señor Gibbs parecía agradarle aquel recuerdo, pues meneaba la cabeza y sonreía.

—Señor Gibbs, una vez hubo un barco que floreció tanto que las hojas casi no lo dejaban ver.

—Me está usted tomando el pelo, caballero.

—Había una parra que le salió en el mástil y con la que se emborrachaba todo el mundo.

—Lo de emborracharse no me sorprende, caballero. ¿De qué puerto era?

—Creo que era un barco griego. Mitológico.

—No me sorprende que esa gente use madera demasiado reciente, pero por esa parte prácticamente no saben beber. Con su permiso, caballero…

El hombre echó otro trago de la botella.

—¡Verdaderamente, señor Gibbs!

—Un buen trago, caballero. En todo caso, no creo que tenga que trabajar cuando llegue. ¡Ah, aquí viene!

El señor Gibbs, que seguía sentado sobre los talones, cerró los ojos y se balanceó en contra del movimiento del barco. Se produjo una pausa durante la cual no dijo nada y recordé mi nueva pasión.

—El señor Benét parece ser un caballero muy agradable. Me imagino que agradaría mucho a una dama.

—Es muy agradable en todos los sentidos, caballero, aunque sus padres sean gabachos. Escribió una poesía para la función, aunque era tan complicada que no entendí ni una palabra. Ese coñac pega fuerte, caballero. Preferiría que no le dijera nada al primer oficial. Sí, el señor Benét es muy agradable y le juro que ya podría estar del otro lado de El Cabo, a quince nudos, si no se hubiera aficionado tanto a la señora del capitán.

—Pero, sin duda…, ¿qué ha dicho?

—Ya estoy otra vez con ésas. Nunca sé callarme a tiempo. Lo sabe todo el mundo, sólo que no lo dijeron, porque es oficial. Los pescó el capitán, él de rodillas y ella no se resistía precisamente.

—¡Lady Somerset! Y yo temía que…, pero ¿cómo ocurrió eso?

El señor Gibbs se puso en pie con dificultades. Se tambaleó contra el tablero en el que estoy escribiendo. La cara, antes pálida, la tenía ahora roja y sudorosa. ¡Aquello, junto con su pelo amarillento, hacía que resultara fácil imaginar una conflagración espirituosa en su interior! Se llevó la mano a la frente de una forma que estoy seguro es improcedente en un mando, aunque sea suboficial. Volvió a tambalearse, abrió la puerta y salió volando cuesta abajo, si se me permite decirlo, a mitad de camino del vestíbulo. Se volvió hacia atrás, golpeó en el camarote de al lado y después se fueron perdiendo sus pasos al avanzar hacia abajo. Wheeler, que debe de haber estado pegado al mamparo de chapado que formaba la pared de nuestras conejeras, me cerró la puerta, después volvió a abrirla y anunció sumiso que iba a colocar los cajones en su sitio. En mi propio camarote no parecía quedar sitio para mí.

—Wheeler. Las damas deben de haber encontrado insoportable el movimiento del Alcyone.

—Sí, señor. Estoy seguro, caballero.

—La señorita… la señorita Chumley debe de haber hecho toda la travesía desde Inglaterra en su litera.

Wheeler no dijo nada. Me sentí incómodamente consciente de la incorrección de hacer una observación así a un sirviente. Volví a probar:

—El señor Benét…

Se me atragantaron las palabras en la garganta. ¡No podía en absoluto pasar al tema que era la fuente de tanta dicha y tanta angustia para mí! Pero sin duda tendría que haber alguien a quien podría confesar (parecía que la palabra correcta era «confesar») que estaba enamorado y que no había nada que deseara tanto como hablar acerca del Objeto de mi Amor, aunque no pudiera hablarla a ella.

—Wheeler…

Aquel hombre contemplaba sumiso un punto por debajo de mi barbilla. Entonces levantó la mirada y pareció examinar cada parte de mi rostro por turno, curiosamente, como si el rostro de un hombre fuera algo nuevo y extraño.

—Muy bien, Wheeler. Puedes irte.

Durante un momento el hombre me siguió mirando a la cara y después pareció «volver en sí» con un leve temblor.

—Sí, señor. Gracias, caballero.

—Y otra cosa, Wheeler. Has tenido mucha suerte, ya lo sabes. ¡Debías de tener una posibilidad sobre un millón! Ya sabes que lo correcto sería un acto de acción de gracias.

El hombre se vio recorrido de la cabeza a los pies por un extraordinario temblor. Bajó la cabeza y salió sin volverme a mirar. Desde luego, no era posible convertirlo a él en confidente, y no sé por qué, pero no me imaginaba que Charles Summers, tan comprensivo en muchos sentidos, lo fuera en las cuestiones del corazón. Sería el señor Benét o nadie, el señor Benét que sin duda conocía a la señorita Chumley, que estaba enamorado, que simpatizaría…

¿Cómo iba a seguirlo a la bodega?

¡Deverel! Deverel, mi ex amigo a quien mi enfermedad y mi afición a no decir nada por circunspección y por inclinación habían expulsado de mi mente. ¡Deverel aherrojado! Bajaría en su busca y me tropezaría como por accidente con el señor Benét y con Charles Summers. En aquella intimidad no sólo expresaría yo lo que pedía el comité, sino lo que yo opinaba al respecto. Me reproché por mi falta de consideración, por haber olvidado a un amigo en apuros. Lo único que podía excusarlo eran mis lesiones y mi «conmoción retrasada». ¡Después separaría a Benét de Charles y llevaría la conversación lentamente hacia el Alcyone y sus damas!

Fui bajando a tropezones y en zig zags por las escalas, ensayando mis diversos discursos a lo largo del camino. La última vez que había ido por allí iba impulsado, por no andarme con eufemismos, por la lujuria. Ahora que volvía a descender por aquellos niveles sombríos, aquellos niveles temblorosos, chirriantes, goteantes y filtrantes, comprendía perfectamente la diferencia entre aquel descenso y éste. ¡Comprendía la hondura de mi compromiso! ¡El castigo por tener una «cabeza fría», por tener hábitos mentales diplomáticos y cautelosos, es que el día de nuestra primera y última pasión se va retrasando y llega con tanta más fuerza al ser imprevisto!

Imagíneseme, pues, descendiendo al bajo nivel de la santa bárbara, que, sin embargo, era el mejor iluminado de todos. Quienes mejor se acomodan en un barco son los suboficiales, y en este caso utilizaban más luz que todos los pasajeros con sus bujías juntos. Del techo colgaban nada menos que tres fanales. Estos tres (que no eran las botellas cortadas que los marineros llenan de sebo, sino objetos de sólido latón) exhibían un movimiento que no se puede encontrar en ninguna parte más que en un barco, salvo quizá, aunque parezca extraño, en el ballet. Oscilaban con perfecta sincronía y en el mismo ángulo. O más bien (resulta difícil describirlo, necesitaría la pluma de Colley) parecían columpiarse. Naturalmente, era el barco el que se movía, mientras que los fanales, gracias al lastre que tenían en sus bases, permanecían inmóviles. Aquello era antinatural y repulsivo. Miré a otro lado y vi que, en contraste con aquella brillante iluminación, los rincones de la santa bárbara estaban muy oscuros. Había sombras que se movían y cambiaban cuando los fanales interpretaban su extraña danza. Al pasar por la puerta los tres me presentaron sus bases de latón, y después volvieron atrás con un resplandor de sus luces, oscilaron un momento y después volvieron a columpiarse en dirección a mí. Aquellas luces bailando en fila serían bastante para volver loco a alguien. Me resultó difícil mantener la mente clara y alejar de mi boca el mal sabor.

No se podía ver a Gibbs por ningún lado. Pero frente a mí, al otro extremo de una mesa clavada al piso, estaba el señor Askew, nuestro artillero, y a su lado el guardiamarina anciano, el señor Davies. Éste tenía las manos arrugadas y venosas en la mesa. Tenía la boca ligeramente abierta y miraba al vacío. Era como si los constantes fanales inconstantes con sus destellos y después su oscuridad (enormes sombras que realizaban un movimiento igual en partes más alejadas de aquella gran sala) lo hubieran mantenido en silencio y como hechizado, como uno de los sujetos de M. Mesmer: lo hubieran mantenido con la cabeza vacía esperando una orden que quizá jamás llegara.

El señor Askew me lanzó una mirada sombría. Ante él había una copa. No parecía alegrarse de verme.

—¿Y qué desea usted por estos lares, caballero? Se ha dormido.

Hizo un gesto abrupto de la cabeza hacia un rincón especialmente oscuro. Allí estaba suspendido del techo por ambos extremos un objeto como una babosa.

—El señor Deverel…

—Ése, señor Talbot, es George Gibbs. Ha bajado hecho un lío, diciendo que le había hecho usted beber coñac, a lo cual no está acostumbrado. Prácticamente se bebió el ron de un trago y estaba tan mal que tuve que colgarle la hamaca y meterle en ella. Si volvemos a verle de aquí al mediodía que le caiga muerto.

—Deseaba visitar al teniente Deverel.

El señor Askew me miró atentamente. Después dejó la copa en la mesa y sacó una pipa corta de arcilla. Buscó algo bajo la mesa.

—¡Martin! ¿Qué has hecho con mi tabaco?

Dio un golpecillo al señor Davies, que se balanceó un poco, pero no hizo más. El señor Askew metió la mano derecha en el bolsillo izquierdo del guardiamarina.

—¡Martin, hijo puta, eres un ladrón!

Sacó un largo objeto envuelto en lona y procedió a cortar un pedazo. Lo metió en el cuenco de la pipa, sacó un pedazo de «mecha lenta» de una «media botella» y puso el extremo ardiente en el tabaco. Exhaló una bocanada de humo tan apestoso que me dieron náuseas. Advertí que me hallaba entre los postes de la puerta, con una mano apoyada en cada uno de ellos, de forma que debía parecer completamente idiota.

—Tenga la amabilidad de decirme, señor Askew, dónde está el teniente Deverel, y me retiraré de aquí, dado que no tengo la sensación de ser muy bien acogido.

El señor Askew siguió fumando sin decir nada. De pronto las luces y las sombras, el ballet demencial de los fanales, que era como una contraimagen del inquieto movimiento del barco en el mar, se me subió a la cabeza, me bajó a la garganta, el estómago y las rodillas.

—Si no le importa…

Avancé tambaleándome, me agarré a la mesa y caí en el banco. El humo maloliente me envolvió y sentí que empezaba a sudar por la frente.

—¿No se siente muy bien, señor Talbot? ¿Ahora ya no somos un «lord»?

Aquello era demasiado. Tragué lo que quiera que fuese que tenía en la boca.

—Es posible que yo no sea un par del Reino, señor Askew, pero tengo un despacho para servir a Su Majestad en formas de las que usted quizá ignore hasta la existencia y que no comprendería. Tenga usted la amabilidad de mostrar a mi posición el respeto que le debe un suboficial de la Armada, cualquiera que sea su antigüedad.

El señor Askew siguió fumando. Bajo las planchas del techo flotaba ahora el humo casi inmóvil, como en una chimenea que necesitara una limpieza. Tenía la cara de un color rojo oscuro, pero creo que no se debía a sus libaciones, como en el caso del señor Gibbs. Una vaharada de humo se me acercó insolente a la cara. Al hablar tenía la voz trémula y quebradiza:

—No es na… nada agradable, ¿verdad?

—¿Agradable? ¿Agradable?

—El aparentar. El lucirse. El darse aires. Ya que hemos llegado hasta aquí y nadie nos oye.

Miré expresivo al señor Davies, que seguía en silencio, sumido en su ensueño. El señor Askew se quitó la pipa de la boca y limpió la boquilla con un dedo amarillo y calloso.

—Mire, a mí me agradó la forma en que soportó usted aquellos golpes en la cabeza y se despertó listo para convertirse en un héroe. A hacer lo que pudiera, quiero decir. Algún día será un hombre, me dije, si no le mata nadie. Sólo que usted no sabe nada de nada, ¿verdad? Durante la función, cuando Joss leyó aquello de «Lord Talbot», si se hubiera usted puesto en pie y hecho una inclinación, con una mano en el corazón y una sonrisa en la cara, le hubiéramos comido en la mano, agradecidos como perritos. Pero usted como que se arrugó. Bueno, ya sé que es difícil cuando uno es joven…

—Tengo más de…

—Porque es usted muy joven. Hay oficiales y suboficiales y contramaestres y marineros de esto y aquello: jefes de masteleros y jefes de proa y los pobres marineros de mierda que no distinguen entre la cabeza y el culo, como dicen en Portsmouth…

—¡No permito que continúe diciendo esas cosas con un testigo delante! ¡Señor mío, tenga la bondad de hablar en privado y sabré qué respuesta darle!

—¿Un testigo? ¿Quién? ¿Martin? Por Dios, si Martin es incapaz de nada. Mire: ¡Escuche! —dio un empujoncillo al anciano y después se inclinó a un lado y le habló al oído—: ¡Canta, Martin! ¡Mi buen Martin!

Se calló. Los fanales bailaban, se oían ruidos de agua y los chirridos de la madera al estirarse y al encogerse.

—Canta, Martin.

Con una voz temblorosa y aguda el anciano cantó «Bajando el río por la mañana».

Era el principio y el final de su canción. Era un final inacabable, que se repetía una vez tras otra.

—Es un desastre, ¿verdad? Supongo que podría haber llegado a teniente si hubiera tenido suerte o le hubiera ayudado un almirante. Pero ahora ya no le importa, ¿verdad? Ni lo que ha sido ni lo que podría haber llegado a ser. Ya le ha pasado todo lo que tenía que pasar y se ha ido de este mundo. No nos oye, no está aquí.

—No… no sé qué decir.

—Impresiona, ¿no? Para mí que es peor que un tiro en la barriga, aunque ahora ya no existe una guerra que podamos decir, salvo ese lío con los yanquis, y va a haber demasiada gente que viva demasiado tiempo, si quiere usted saber mi opinión, cosa que no me ha preguntado. Pero éste no molesta a nadie. Todavía no se ha ensuciado, que yo sepa. Basta, Martin, muchacho. Para ya.

Debo de haber abierto la boca. Tragué mucha saliva.

—¿Les pasa a todos…?

—No, señor, gracias a Dios. Pasa por vivir y morir en barcos. Como he dicho, se ha ido a otra parte, a su casa. La gente como yo está más endurecida que los clavos del barco porque nunca hemos sabido lo que es tener padres y todo eso. Pero, en cambio, Martin, ya ve usted, se acordaba de sus padres, de forma que en cierto sentido tiene una casa a la que irse. No digo a casa de verdad, pero cuando se queda así es prácticamente lo mismo.

Para mi gran asombro, me encontré lanzando juramentos espontáneamente. Cuando terminé tenía la cabeza en las manos y los codos en la mesa.

—Quién se lo iba a imaginar, señor Talbot. Usted que vive entre los lores, aunque no sea uno de ellos. He oído esa frase de estar más borracho que un lord, pero esas palabras… ¡Vamos, vamos!

—Debo decirle, señor Askew, que el señor Brocklebank le dio algo fuerte de beber al señor Gibbs, y después éste me sacó más a mí sin que se lo ofreciera.

—Ah. Me preguntaba si había vuelto a caer en eso.

—Como sabe usted, señor Askew, no he estado… bien. Ahora que ya puedo levantarme he venido a ofrecer al señor Deverel la solidaridad y la ayuda que pueda, sin perjuicio de las «costumbres del servicio en alta mar». ¿Dónde está?

Siguió una larga pausa, mientras el señor Askew continuaba incrementando la niebla que yacía bajo el techo.

—Interesante pregunta, caballero. Sé que ha estado usted en cama, pero me sorprende que no se enterase usted con lo amigo que era de él.

—¿Era? ¡No puede haber muerto!

—He de decirle, caballero, que el señor Deverel está a bordo del Alcyone y probablemente ya ha dado la vuelta a El Cabo.

—Pero yo creía…

—¿Creía usted que le habían puesto la cabeza en el nudo? Eso es lo que pasa cuando no se conocen las normas del lugar. Y no me refiero a los artículos de guerra. Me refiero a lo que pasa. Desde que aquel teniente hizo que aquel capitán lo colgara (no recuerdo los nombres) en las Indias Occidentales fue… los capitanes, por no decir nada de los lores, andan de puntillas. Así que una cosa son las normas del servicio y otra lo que pasa en los barcos. Mire, fue un intercambio.

—¡El teniente Benét!

—Ahora lo comprende, ¿verdad, caballero?

—¡No puede ser de la competencia de un mero capitán decidir cosas así!

—¿Un mero capitán? Hay un dicho de que en cuanto se pierde de vista la tierra un capitán puede hacerle a uno lo que quiera, salvo dejarle preñao. Sir Henry no querría sacar así de su barco al señor Benét, dado que es uno de los oficiales jefes de guardia. No, señor, organizó un intercambio para que nadie tuviera motivos de queja. Sus señorías se preocupan mucho de que los oficiales estén contentos. Así que como el capitán Anderson tenía un oficial triste del que deshacerse y sir Henry tenía un oficial del que deshacerse porque estaba demasiado contento, perdimos al valeroso Jack, que tenía muchas ganas de irse, y recibimos al teniente Benét, que sabe más de todo de lo que está bien en un caballero. Dicen que el capitán Anderson está contentísimo con él. Al señor Benét se le ha ocurrido la idea de subir los cronómetros una cubierta más arriba, piense lo que piense el señor Summers, y al diablo con la graduación. El señor Benét es muy popular con los oficiales, las ancianas, los niños y los guardiamarinas, por no mencionar a estos veteranos encargados de la artillería del barco.

—¡Deverel! ¡El valeroso Jack Deverel! ¡Jack el hermoso!

—Exactamente, caballero. Si quiere saber mi opinión, sir Henry ha salido de Guatemala para caer en Guatepeor.

—¡Las damas! Debe de… ah, no. Lady Somerset es una mujer muy hermosa y es cierto que su inclinación va en ese sentido…

El señor Askew se rió:

—Si piensa usted en Jack Deverel, a él le da bastante igual, desde la dama de un lord hasta una niñita que todavía esté jugando al aro.

—¡Una niña! ¡Una joven! ¡Deverel!

—Jack es todo un tipo.

Me encontré con que me había puesto en pie. Uno de los fanales estaba peligrosamente cerca de mi cabeza.

—De manera, caballero, que de nada le vale buscar a Jack Deverel por aquí o por ninguna otra parte, salvo que sepa usted nadar más rápido que su barco. De hecho, hay más de uno de nosotros que celebraría mucho tener noticias del valeroso Jack, para tener esperanzas de que algún día le pudiéramos pedir que nos devolviera el dinero.

—¡El señor Benét!

—Le encontrará con el señor Summers a proa, después del palo mayor y de la bomba de popa. Dios sabe lo que van a hacerle al pobre George si quieren enterarse de lo que avanzamos y mandar a buscar al carpintero. Lo ha dejado usted fuera de combate, señor Talbot.

—Como ya le he dicho, señor Askew, lo hizo él solito.