Nadie puede llorar eternamente. Llegó un momento en que mi preocupación por mi pesar, primero se mezcló y después casi quedó tragada por una conciencia de que el movimiento de nuestra nave no era igual que antes, sino más intermitente e inquieto, con momentos en que no parecía tan petulante como airado. Me sentía demasiado débil para comprenderlo o combatirlo, y caí en un pánico infantil ante la idea de quedarme, agotado y abandonado, en un buque que naufragaba. Recuerdo por fin, y Dios es mi testigo, que grité llamando a Charles Summers y que cuando en su lugar apareció Wheeler le pegué un aullido:
—¡Tengo que ver al señor Summers! ¡Ve a buscarlo!
Después se produjo un largo intervalo mientras el barco hacía todo lo posible por sacarme despedido de la litera. Por fin apareció Charles. Se quedó en la puerta, manteniéndola abierta y mirándome ceñudo:
—¿Otra vez? ¿Qué pasa ahora, Edmund?
La palabra «ahora» me hizo pensar.
—Perdona. Creo que he estado delirando.
—¡Retírese, Wheeler, estoy hablando con el señor Talbot! Mira, Edmund, soy el encargado del barco…
—¿El qué?
—Tengo más responsabilidades de lo que tú puedas imaginar. ¡Aunque tuviera la mejor voluntad del mundo, no te puedo dedicar mucho tiempo! ¿Qué pasa?
—Este movimiento. Me está matando.
—Por Dios que estás mal, Edmund. Escucha. Has sufrido heridas. El cirujano del Alcyone ha dicho que sufrías una conmoción retrasada. Lo que ha recomendado ha sido sueño y descanso.
—Ninguna de las dos cosas es posible con estos movimientos del barco.
—Eso no se puede evitar. ¿Te sentirás más tranquilo si te lo explico?
—Quizá me sintiera más tranquilo si supiera que no vamos a naufragar.
Hizo una leve pausa y después se echó a reír.
—Bueno, pues ¿comprendes el mecanismo de los relojes?
—¿Por quién me tomas? ¿Por un relojero? Sé darle cuerda al mío y basta.
—Bueno. Eso me recuerda más al Edmund de siempre.
Había abierto la boca para seguir hablando, pero se vio interrumpido por unos gritos nerviosos que llegaban de uno de los camarotes más alejados del mío. Quizá fueran las niñas de Pike, en una pelea al borde de la histeria. Charles no hizo caso de los chillidos y siguió hablando.
—Un barco es un péndulo. Cuanto más corto es el péndulo, más rápida la oscilación. Hemos perdido los masteleros, o sea que hemos acortado nuestro péndulo y acelerado nuestro movimiento. Un barco que carezca totalmente de mástiles puede balancearse a intervalos tan cortos que no se puede vivir en él de los golpes que se dan sus habitantes y lo enfermos y agotados que se sienten. Supongo que así se habrán perdido muchos barcos.
—¡Pero no el nuestro!
—Naturalmente que no. Lo peor que puede causar este movimiento adicional es intranquilizar a nuestros pasajeros. De hecho, éstos necesitan recibir todas las seguridades posibles. Algunos de los caballeros están reunidos en el salón. Te han mencionado y deseado que estuvieras tú con ellos.
Me incorporé como pude en la litera.
—Señor Summers, acepte usted mis excusas. Voy a tratar de volver en mi ser y hacer lo que pueda por animar a las damas y los caballeros.
Charles se echó a reír, pero esta vez en tono amable.
—¡De las simas de la desesperación a una decisión noble en menos de diez segundos! Eres más imprevisible de lo que yo creía.
—Nada de eso.
—Bien. Los caballeros te acogerán complacidos, aunque más te valdría quedarte donde estás, igual que las damas.
—Llevo demasiado tiempo en la litera.
Charles sacó la llave del otro lado de la puerta y la puso por el lado de dentro.
—Hagas lo que hagas, Edmund, ándate con mucho cuidado. ¡Recuerda, por una parte piensa en ti y por la otra en el barco! En tu caso te aconsejo que no pienses más que en ti… ya te has llevado demasiados golpes en la cabeza.
Y con esas palabras se marchó.
Me bajé de la litera con todo el cuidado posible y me inspeccioné la cara en el espejo. Aquella visión me horrorizó. No sólo tenía una barba de varios días, sino que había adelgazado tanto que tenía una cara de calavera. Me pasé el dedo por los promontorios de los pómulos, me toqué la nariz, alta pero ahora afilada, y me aparté el cabello de la frente, ¡pero no es posible que a uno se le encoja la cabeza!
Llamé a gritos a Wheeler, que llegó a tal velocidad que me resultó evidente que estaba justo al lado de la puerta. Hice que me ayudara a vestirme, rechacé su ofrecimiento de afeitarme y después me afeité yo solo con una pizca de agua que apenas si estaba tibia cuando empecé y frígida cuando terminé. Sin embargo, logré hacerlo todo sin más que un solo corte en la mejilla izquierda, lo cual, habida cuenta de la forma en que se movía el barco, era un logro considerable. Wheeler se mantuvo a mi lado todo el tiempo. Me pidió perdón por hacer la sugerencia, pero dijo que aunque fuera a reunirme con los caballeros en el salón debía llevar mis botas de caucho, porque había mucha agua por todas partes. Así me podéis ver por fin, tambaleándome, con las piernas muy separadas, con una mano en la barandilla atornillada en el pasillo junto a las conejeras de los pasajeros. El barco me lanzaba caprichosamente de un lado para otro y la madera oscura del vestíbulo estaba bañada en agua. Comprendí inmediatamente que no era sólo mi debilidad la que dificultaba mis movimientos. Lo que antes no había sido sino tedioso, se convertía ahora en una dura prueba para mis fuerzas.
Fuera lo que fuese de lo que estaban hablando, cuando aparecí se produjo un momento de silencio. Estaban sentados a un extremo de la mesa larga, inmediatamente bajo el ventanal de popa. El señor Bowles, el pasante de abogado, estaba al final. Oldmeadow, el joven oficial, estaba sentado a su izquierda y el señor Prettiman a la de él. Frente a ellos estaba el señor Pike. Llegué corriendo a la mesa y me derrumbé a su lado. Oldmeadow me miró levantando la nariz. Al hacer ese gesto no pretende mostrarse altivo. Es algo que le sale automáticamente porque el extraordinario casco que llevan los oficiales de su regimiento les ha elevado el ángulo y a él lo ha habituado a ello. Personalmente es un hombre muy agradable y nada belicoso.
—Espero que se sienta usted mejor, Talbot. Es muy amable por su parte venir con nosotros.
—Me he recuperado totalmente, gracias.
Mentía, pero por una buena causa. Sin embargo, fracasé, porque el señor Bowles meneó la cabeza al mirarme.
—No parece usted recuperado, señor Talbot. Pero la verdad es que todos nosotros estamos afectados.
—¡No lo puedo creer! Si acaso, este movimiento resulta animado.
—A mí no me lo parece. Ni a las mujeres y los niños.
Como para subrayar sus palabras, fuera del ventanal de popa el horizonte cambió de ángulo a gran velocidad y después desapareció bajo nosotros. La húmeda cubierta bajo nuestros pies nos levantó, y después nos dejó suspendidos al caer. Se me perló la frente de sudor.
—Creo, señores, que…
Pero Bowles, cuyo estómago parecía indiferente a aquellos acontecimientos, seguía hablando:
—Ahora que ha venido usted, caballero, más vale que lo cooptemos inmediatamente. Este movimiento…
—Se debe, señores, a que nuestros mástiles se han acortado. Un péndulo, que es lo que…
Bowles levantó la mano:
—No me refiero a ese movimiento, señor Talbot. Me refiero al movimiento que este comité desea iniciar.
—Hay que tener en cuenta a mis hijas, señor Talbot. Y, claro, a la señora Pike. Pero las niñas, mi Phoebe y mi Arabella…
Me contuve y emití una risa que espero fuera convincente.
—¡Bien, señores, me dejan ustedes asombrado! Ya sabemos que Britannia reina sobre las olas, pero…
—Creemos que quizá exista un remedio.
—¿Cómo? ¡No puedo imaginarme qué remedio han encontrado ustedes a una dificultad que es inherente en nuestra situación! ¿O tienen algún plan como el que debe de haberse hecho el pobre Dryden? Recuerdo que leí en su Annus Mirabilis el pasaje en que describe nuestro combate contra los holandeses, cuando los marineros al ver que las balas les habían arrancado los mástiles, «los elevaron más altos que nunca».
—Señor Talbot…
—¡Y la verdad es que incluso para un joven residente en tierra como era yo entonces el concepto parecía el máximo del absurdo! No creo que…
El señor Prettiman gritó:
—¡Señor mío, el señor Bowles ha sido elegido presidente de esta reunión! ¿Desea usted que se levante o quiere usted marcharse?
—Permítame, señor Prettiman. Se puede perdonar al señor Talbot por suponer que no se trataba más que de una reunión social. Veamos, caballero. Nos hemos constituido en comité ad hoc y llegado a determinadas conclusiones. Lo que deseamos señalar a la atención del capitán no son tanto nuestras opiniones, pues es dudoso que tengamos derecho a ellas, sino nuestros sentimientos más profundos. He anotado los principales. Uno: la continuación prolongada de los movimientos de este barco mientras trata de navegar contra el viento en su actual condición desequilibrada constituye un auténtico peligro para la vida y la integridad de las personas, en especial de las mujeres y los niños. Dos: suponemos que podría hallarse remedio mediante una alteración del rumbo para recibir el viento de popa y dirigirnos hacia un puerto sudamericano donde se podría reparar el barco y restablecernos nosotros.
Negué con la cabeza.
—Si fuera necesaria esa alteración, nuestros oficiales ya la habrían efectuado.
Oldmeadow carraspeó hacia su propio cuello, como hacen esos individuos cuando fingen reír.
—No, Talbot, por Júpiter. Es posible que piensen en el barco y en la gente que está allá delante, pero a nosotros no nos prestan la menor atención, ¡y a quien menos es al Ejército!
—Prolongaría tediosamente el tiempo que pasaremos en nuestra travesía.
—Las pequeñas Phoebe y Arabella…
Bowles volvió a levantar la mano.
—Un momento, señor Pike. Señor Talbot, esperábamos que estuviera usted de acuerdo. Pero ¿qué importa su acuerdo?
—¡Repórtese, caballero!
—No me interprete mal. Quiero decir que en este caso la decisión no me corresponde a mí ni a usted, sino al capitán. De momento lo único que planeamos es darle a conocer nuestros deseos. De hecho, señor Talbot, debo comunicarle que in absentia se le ha elegido a usted para, ¿cómo decirlo?, ¡para ponerle el cascabel al gato!
—¡Qué diablo!
—Nadie mejor capacitado que usted, señor Talbot, de eso estábamos seguros… y podría usted llevarse consigo a la pequeña Phoebe y levantarle el delantal para mostrarle a él esa herida que a mí me parece intolerable y lo que ocurrirá si…
—¡Señor Pike, por amor de Dios!
—O si no le parece digno de usted, la llevo yo…
—¡No sea usted insolente, Pike! ¡La llevaré a ella o llevaré a quien sea! ¡Ay, por el amor de Dios, déjenme todos ustedes pensar! He estado… —me llevé las manos húmedas a la cabeza. Estaba mareado… enamorado de una muchacha que había desaparecido al otro lado de aquel inconstante horizonte, con heridas en la cabeza y todo el cuerpo lleno de dolores… ya me sabía la boca a vómito.
Bowles habló en voz baja.
—Tómelo como un cumplido, caballero. Estamos en sus manos. Nadie más que usted tiene probabilidades de influir en el capitán. Su padrino…
Meneé la cabeza y se calló. Pensé durante un instante.
—Lo están ustedes planteando del revés. La gestión con el capitán debe ser el último recurso. Personalmente, no estoy de acuerdo en que debamos alterar el rumbo. Todos los niños se hacen heridas. Pero si… mis hermanos pequeños… tendríamos que aguantar… seguir adelante en medio de este desastre hasta llegar a nuestro fin. Pero han tocado ustedes mi, mi… Trataré de persuadir al primer oficial de que exponga sus deseos al capitán. Si no quiere, o si el capitán rechaza esa primera gestión, entonces sí, iré yo mismo a verlo —por fin me quité las manos de la cabeza y los miré parpadeando—. Hay que actuar con gran cuidado. La posición de un pasajero en un barco de guerra… es muy posible que las facultades del capitán sean ilimitadas. ¿Quién hubiera pensado cuando yo dije que era nuestro gran mongol que iba a ocurrir esto tan poco después? Daré a conocer sus opiniones al primer oficial. Incluso es posible que ya esté en cubierta, y ahora…
Me puse en pie e hice una inclinación. Fui hacia la puerta y corrí torpemente por el vestíbulo inundado, logré abrir la puerta de la conejera y me derrumbé en mi litera. Cuando entró Wheeler, que sospecho había esperado junto a la puerta del salón y luego junto a la mía, y que según parecía sólo estaba contento cuando se hallaba a mi lado, como si lo hubieran destinado únicamente a servirme a mí, me ayudó a ponerme el capote de hule. Le murmuré que podía irse y replicó que se quedaría para limpiar el camarote y «hacer lo que pudiera» con la litera. Presté poca atención a su curiosa asiduidad, pero me hundí un momento en mi silla de lona para poner en orden mis ideas. Por fin me puse en pie y abrí la puerta en el momento en que una cortina de agua saltaba sobre la pantalla que habían colocado para proteger nuestras conejeras. Avancé hacia la luz del combés, agarrándome donde podía. El viento soplaba de la izquierda, el cielo estaba gris, gris el mar, la espuma de un blanco sucio, el barco estaba mojado y astroso, como las faldas de una mendiga. El agua que había en el vestíbulo no era nada en comparación con las auténticas mareas que convertían la cubierta en un peligro intermitente. Por todas partes habían tendido cabos de seguridad. Éstos sugerían peligro más bien que tranquilidad y en el mejor de los casos no parecían más que cuerdas que retenían la caja empapada y ajetreada en que se había convertido nuestro barco. Vi a un marinero que seguía uno de los cabos hacia el castillo de proa. Se agarraba a él con una mano cuando una ola lo sumergió hasta la cintura y un torrente de agua espumeante procedente del propio castillo de proa le cayó en la cabeza y los hombros. Esperé una pausa en nuestro movimiento y después fui corriendo tambaleante hacia el lado de barlovento del barco y me aferré a una cabilla bajo el cairel del barco. Abrí mucho la boca y aspiré grandes bocanadas del aire húmedo, lo que al menos sirvió para calmarme el estómago. ¡Aquella última exigencia impuesta a mi tacto y mi ingenio me irritaba tanto como cuando Charles Summers me había pedido que hiciera lo que pudiese por el pobre Colley! ¡Y el éxito, el desviarnos de nuestro rumbo actual para llevar al barco hacia la costa de Sudamérica, no me valdría más que para retrasar mi llegada a las Antípodas! Eliminaría toda posibilidad de aquellas leves esperanzas… un retraso en el Cabo de Buena Esperanza… incluso que su barco se retrasara y nosotros lo rescatáramos bamboleante y desarbolado en nuestro camino… de ver una vez más a la señorita Chumley antes del más remoto de los remotos futuros.
Maldije en voz alta. Como para atormentarme aún más, nuestro barco, golpeado por una séptima ola, se encabritó como un caballo asustado y pareció quedar totalmente inmóvil, pese a lo henchidas que estaban las velas. Miré en mi derredor para tratar de comprender lo que fuera posible de nuestra situación y lo que vi me dejó muy pensativo.
La última vez que había visto yo la conducta de nuestro barco con un tiempo así había sido en el Canal de la Mancha. Allí, como si tuviera conciencia de que estaba bajo la mirada de la vieja Inglaterra, y pese a la agitación del mar y del cielo, había parecido participar en una pelea amistosa y estar contento con ella. Ahora ya no. Como un caballo que advierte su cansancio y se ve alejándose cada vez más de su establo, se acuarteló y se detuvo. Estaba malhumorado y necesitaba un poco del látigo, ¡o, mejor aún, olfatear el establo! Aunque tenía las amuras al viento, prácticamente no avanzaba. Las olas pasaban por debajo, o a veces parecía por encima, pero no hacía más que levantarse y después volver a hundirse en el mismo agujero, en el mismo sitio. Me atreví a alzarme del todo y mirar por encima del cairel. Me recompensó la visión de algo que parecía una cabellera verde girando en la espuma, ¡cómo si aquellas famosas y hostiles hermanas estuvieran bailando en torno a nosotros, reteniéndonos y tirando de nosotros hacia abajo! Antes de recuperarme de la fría emoción del espectáculo, todo el océano con sus cabellos y su espuma se levantó hacia mí, me sumergió, me ahogó, tiró de mí con una horrible fuerza de modo que pese a aferrarme con ambas manos en torno al cilindro de hierro de la cabilla, apenas si logré evitar el caerme del barco y perderme para siempre.
Alguien me gritaba al oído:
—¡Éste no es lugar para pasajeros! ¡Vuelva mientras pueda! ¡Vamos… corra usted!
Era una voz dotada de una autoridad extraordinaria. Me eché a correr, chapoteando entre varias pulgadas del agua que caía mientras la cubierta recuperaba momentáneamente la horizontal y después seguía inclinándose en la dirección opuesta. Resbalé y podría haberme deslizado hasta romperme todos los huesos en los imbornales del costado opuesto si el hombre que corría a mi lado no me hubiera tomado del brazo y prácticamente llevado en volandas hasta las escaleras que llevaban a las cubiertas de popa. Allí me empujó hacia el cairel, se aseguró de que estaba a salvo y dio un paso atrás.
—Caballero, casi se cae usted. El señor Talbot, supongo.
Se quitó el sueste y exhibió una masa de rizos dorados poco habitual en un hombre. Era más bajo que yo. Pero, claro, ¡la mayor parte de la gente lo es! Me sonrió muy animado mientras a nuestro lado pasaba una ráfaga de espuma. Obtuve una impresión instantánea de unos ojos azules, unas mejillas sonrosadas y unos labios muy rojos que por su delicadeza parecían haber eludido este horrible tiempo e incluso el contacto del sol tropical.
—Gracias por su ayuda. A decir verdad, todavía no he recuperado mis fuerzas. Pero no nos han presentado.
—Benét, caballero. Teniente Benét, con una sola «n» y un acento agudo en la segunda «e».
Estaba yo levantando la mano que tenía libre para estrechar cortésmente la suya, pero cuando iba a hacerlo subió la cabeza e hizo un gesto de ira. Parecían centellearle los ojos al mirar hacia proa y hacia el aparejo.
—¡Francis, no seas maricón! ¡Como te vea salirte de la eslinga para evitar problemas, te llevo a la plataforma! —y volvió a dirigirse a mí—: Señor Talbot, son peores que niños y se van a matar por mera negligencia, como usted casi lo hizo por ignorancia. Permítame que lo lleve a usted a su camarote… no, no, señor Talbot, no es molestia…
—¡Pero tendrá usted que hacer en el barco!
Como respuesta volvió a mirar hacia el aparejo.
—¡Señor Willis! Aunque esté usted de vigía de tope, puede considerarse a cargo del trabajo de allí y de la gente que lo ha de hacer. Trate de no perder el palo mayor. Ahora, señor Talbot, ¡vamos corriendo!
Para gran sorpresa mía me encontré obedeciendo a aquel joven con una disposición que no me habría podido producir el capitán Anderson. ¡Lo que es más, salté al vestíbulo con la sensación de que todo aquello tenía mucha gracia!
—Puedes irte, Wheeler. Señor Benét, le ruego tome asiento.
—Está usted enfermo, caballero. Yo no tengo ninguna enfermedad corporal, aunque no sé decir en lo moral. Mis velas están henchidas por la pena: «Bella mujer / de formas y rasgos tan desusados.» Lo he ido preparando, eso y algo más, durante la última guardia. Ah, ya recuerdo. Seguía diciendo: «Hermosa criatura, más bella que mujer / de formas y rasgos tan desusados.» Mas se me olvidan los versos. Iba todo junto: «Mas nunca te impondría / ni una pluma de pesar en tu alma.» Lo de la pluma me parece un hallazgo, ¿no?
Me invadió el corazón una dolorosa sospecha.
—¡Es usted del Alcyone!
—¿De dónde si no, en esta inmensidad de agua? «Un extenso, extenso exilio es ahora mi destino.» ¿Le parece bien la aliteración? Naturalmente, volveremos a vernos. Pero me han llamado para una conferencia con el primer oficial en la bodega.
Se marchó rápidamente. Llamé a gritos a Wheeler, que, como de costumbre, estaba al lado de mi conejera. Me ayudó a quitarme el capote.
—Puedes irte, Wheeler.
¡Un joven de rizos dorados, bello rostro y con semanas de acceso a la señorita Chumley! ¡Entonces experimenté plenamente aquella angustia que me había parecido exagerada en los poetas!