Volví a derramar unas lágrimas. ¡Dios mío, me había convertido en un barco con goteras, que antes retenía las aguas y ahora estaba lleno de grietas de la quilla a la perilla! Me quedé allí con los pies pegados a la cubierta, pero aquella vez por la felicidad y no por el miedo. ¿Habrá jamás un momento igual para mí? No lo creo. Salvo que… El capitán Anderson se dio la vuelta, me gruñó un «buenas noches, Talbot» y estaba a punto de subir las escaleras cuando por abajo surgió, o más bien se tambaleó, Deverel. Llevaba en la mano un papel, se acercó a Anderson y después quedó frente a él. Le metió el papel en la cara al capitán.
—Entrego mi despacho… caballero civil… desafío formalmente a…
—¡A la cama, Deverel! ¡Está usted borracho!
Siguió entonces la escena más extraordinaria en aquella penumbra, sólo modificada por las distantes luminarias del gran fanal de popa. Pues cuando Deverel trató de hacer que el capitán aceptara el papel, el capitán se retiró. Se convirtió en una persecución, en una parodia ridícula, pero mortal, de «La Gallina Ciega» o «Dola», pues el capitán se escondía tras el palo mayor y Deverel iba tras él. Sin advertir que el capitán lo hacía para evitar que le diera un golpe (lo cual sería probablemente un delito capital), Deverel gritaba: «¡Cobarde! ¡Cobarde!», y seguía persiguiéndolo. Entonces llegaron corriendo Summers y el señor Askew, con el señor Gibbs tras ellos. Uno de ellos tropezó con el capitán, de forma que Deverel, que lo seguía de cerca, lo alcanzó al fin. No vi si la colisión era intencionada, pero desde luego Deverel pensó que sí y lanzó una exclamación de triunfo, para desaparecer casi inmediatamente bajo un montón formado por los otros oficiales. El capitán se apoyó en el palo mayor. Jadeaba.
—Señor Summers.
Se oyó la voz de Summers, en sordina, desde el montón humano.
—Mi capitán.
—Póngale grilletes.
Ante aquellas palabras se oyó un rugido positivamente animal de Deverel y el grupo se agitó. Continuaron los rugidos, salvo que se interrumpieron cuando Deverel le dio un mordisco al señor Gibbs, que fue quien aulló y maldijo entonces. El grupo de combatientes avanzó hacia el abrigo del castillo de popa y desapareció. Escandalizado, vi a un sir Henry difuminado que subía a la toldilla superior del Alcyone. Parecía mirar hacia nuestro barco. Pero no dijo nada.
Llegó el joven señor Willis corriendo y vestido sólo con su camisa, y después desapareció. El capitán Anderson se quedó junto a la hoja de papel doblada que yacía en la cubierta. Jadeaba rápido. Me dijo:
—No lo he recibido, señor Talbot. Le ruego que sea testigo de ello.
—¿Recibido en qué sentido, capitán Anderson?
—No lo he aceptado. No he hecho ningún gesto de aceptación.
No dije nada. Volvió el joven señor Willis. Uno de los marineros más antiguos venía tras él con algo que le hacía un ruido metálico en las manos.
—¿Qué diablos?
—Es el herrero —dijo el capitán Anderson con su brusquedad habitual—. Lo necesito para que contenga al prisionero.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
Llegó corriendo Summers.
—Mi capitán, está inmóvil. Se ha caído. ¿Cree usted…?
Sentí que el capitán lo miraba furioso.
—Señor Summers, cumpla usted mis órdenes. Si tan blando se siente usted, puedo confirmárselas por escrito.
—A sus órdenes, mi capitán. Gracias, mi capitán.
—Y ahora ese papel de la cubierta. Es una prueba material. Observe que no lo he tocado. Tenga la bondad de recogerlo y encargarse de él. Tendrá usted que presentarlo más adelante.
—A sus órdenes, mi capitán.
—Señor Talbot, ¿ha tomado usted nota de todo?
No dije nada.
—¡Señor Talbot!
¿Qué sería lo mejor para el pobre Deverel? ¡En mi cabeza, que ya no se ocupaba de nada más que de la abrumadora ausencia de Marion Chumley, mi amor, mi santa, no quedaba lugar para las severidades de la ley ni para el cálculo!
—No deseo intervenir en una cuestión del servicio.
El capitán Anderson pronunció esa doble onomatopeya que el novelista suele describir inadecuadamente con las palabras «¡Ja, Ja!» Pero en este caso son más que inadecuadas, inducen al error. Pues expresaban, si es que expresaban algo, lo que opinaba de mí y de mis actos en una forma menos que halagüeña. No tenía nada de la animación de una risa. Podría ser lo que atribuye el Antiguo Testamento al caballo cuando expresa un sonido análogo «en medio del combate». Expresaba lo que opinaba de mí de una forma que no se podría poner por escrito ni presentar como prueba. Era evidente que su opinión no era halagüeña. Pero en mi fuero interno todo quedaba subsumido en mi encantamiento, en mi deliquio, tan dulce, en mi necesidad de marcharme a yacer sumido en aquella dulzura hasta que por fin, al cabo de tantos días y años, pudiera dormir.
Aquello me enfadó.
—Pero ¿qué diablos espera usted de mí? Tengo tanta conciencia como usted de las circunstancias y de sus consecuencias…
—No lo creo, caballero.
—Es posible que todo lo que se diga en estos momentos se presente como prueba. ¡No estoy dispuesto a apresurarme!
El capitán Anderson me miró ceñudo en la oscuridad. Después, con un gesto abrupto, se dio la vuelta y subió a la toldilla superior. Me serené. En algún lugar, por debajo de nosotros, sonaban los horrendos golpes de un martillo sobre el hierro. Fui hacia la pasarela, donde incluso ahora había un infante de marina a un extremo y un soldado al otro. Deshice el camino y fui de puntillas hacia la toldilla superior y me incliné sobre el cairel para ver si podía ver el lugar exacto tras la muralla de madera en la que Marion quizá estuviera intentando dormirse. Sir Henry apareció en la otra cubierta.
—¡Sir Henry!
—¡Vaya pelea! ¿Va todo bien ahora?
—¡Sir Henry, tengo que hablar con usted!
—¡Ay, Dios! Bueno, que no se diga que un Somerset no ha sido cortés con un Fitz-Henry. Venga usted a bordo, muchacho… ¡No, por aquí no, diablos! ¿Quiere usted caer al agua? ¡Por ahí, por la pasarela!
Llegué hasta allí y él fue a reunirse conmigo en el saltillo de la toldilla del Alcyone.
—Bueno, se trata de nuestra pequeña Marion, ¿no? Una muchacha encantadora, pero si desea usted cartearse con ella, mi querido amigo, debe obtener el permiso de lady Somerset.
—No, no, sir Henry, es más que eso…
—¡Dios mío! ¡Esa chica!
—Es maravillosa, señor mío. Le ruego que me permita tomar pasaje en el Alcyone.
—¡Dios mío! ¿Es que ha…?
—Soy como Mahoma.
—¡Dios mío! ¡Ha estado usted bebiendo, maldita sea, eso es lo que pasa!
—¡No, señor! Deseo tomar pasaje…
—Su carrera, muchacho, su padrino, su madre, qué diablo, ¿qué es lo que pasa?
—Yo…
Pero ¿qué era yo? ¿Dónde estaba?
—Haría casi cualquier cosa por usted, muchacho, pero esto lo sobrepasa todo.
—¡Se lo ruego, caballero!
—Naturalmente. Me olvidaba. ¡Se ha pegado usted un par de golpes en la cabeza! ¡Vamos, vamos!
—¡Suélteme!
—¡Échenme una mano!
Ni siquiera ahora comprendo cómo aparecieron Charles Summers y Cumbershum. Es posible que ayudara el soldado de la pasarela. Lo único que recuerdo claramente es que mientras me obligaban a volver pensaba que si Marion había oído lo ocurrido jamás me perdonaría, y después me encontré llevado a mi litera y con que Wheeler me sacaba los zapatos y la ropa interior. Sentía el aroma picante del paregórico.
Parece probable que sin la capacidad natural de Colley para el arte de la descripción no haya forma en que pueda expresar yo la confusión de lo ocurrido. Y tampoco sé en qué momento caí en el delirio ni, lo que es más raro y más terrible de contemplar, en qué momento anterior me había puesto delirante. Me han dicho que sacaron al cirujano de su litera y que éste vino a nuestro barco a reconocerme, aunque no lo recuerdo. ¿Sería un joven dominado por una fiebre real y física inducida por tres golpes quien había soñado con una comida en el Alcyone y con todo lo que había pasado después? Pero no. Me han asegurado que todo aquello ocurrió y que yo no me había conducido más que con el élan natural en un joven, es decir, hasta que fui en medio de la oscuridad al barco de al lado y hablé con sir Henry. Entonces, como si se hubiera roto repentinamente una ligadura o un freno, perdí momentáneamente el sentido. Desde luego recuerdo… no el haberme peleado…, sino el haber luchado contra el grupo que trataba de refrenarme. También recuerdo lo desesperadamente que traté de explicar la absoluta necesidad de mi traslado al Alcyone, declaración que no era más que la verdad, ¡pero que enfermeros y carceleros tomaron como una prueba más de la perturbación producida por mis heridas en la cabeza! Después, mientras me sacaban la ropa, comprendí que no podía decir en absoluto lo que quería, más que expresar una serie de palabras absurdas. Estaba en la litera de Colley, porque cuando me llevaron a la mía anterior, naturalmente estaba vacía, de forma que me llevaron al otro lado del vestíbulo y me lanzaron, no sin volverme a hacer daño en la cabeza, a una litera que me recordaría eternamente a aquel pobre hombre. Me han dicho que el cirujano no podía recomendar más que reposo y prometerme que estaría totalmente curado al final, dado que no tenía ninguna fractura de cráneo. Así que, parloteando sin parar de cosas que ni ellos ni yo comprendíamos, me retuvieron en la cama mientras, no sé cómo, me metían tal dosis de paregórico que rápidamente me encontré cantando de alegría entre los ángeles. Tanto canté y tanto lloré de alegría que por fin caí en lo que hemos de calificar de un sueño reparador.
Si el recuperar una comprensión total de la situación de uno es estar curado, prefiramos todos, todos, la enfermedad. De vez en cuando volvía a salir a la superficie de la conciencia, o como el efecto del opiáceo era elevarme a un séptimo cielo, digamos que de vez en cuando volvía a elevarme o a hundirme hacia la conciencia, sin jamás llegar a ella. Recuerdo caras: Charles Summers, como era de esperar; la señorita Granham, la señora Brocklebank. Me han dicho que imploré a la señorita Granham que cantara. ¡Ah, las humillaciones del delirio! ¡Las necesidades sórdidas y humillantes del enfermo! Pero mi humillación reclusa no había terminado, pues hice totalmente el ridículo, aunque, una vez más, si se me ha de acusar de algo es de ser tan torpe físicamente como para no hacer nada más que darme de golpes en la cabeza mientras todos los demás pasajeros contribuían obedientemente a nuestra defensa. Delirante o cuerdo, he de seguir airado conmigo mismo y con mi destino.
Por fin recuperé una conciencia parcial. Al igual que había desaparecido de golpe, regresó. Tuve conciencia de movimientos, de que me obligaban a poner la cabeza en la almohada y después me permitían bajarla. Yací mientras ocurría aquello innumerables veces y después, como una ráfaga de aire frío, llegó la comprensión: estábamos navegando, había llegado el viento y se agitaba la mar. Ya no había llanuras, sino aguas llenas de surcos y ondulaciones. Recuerdo haber dado un grito. Me caí de la litera y abrí como pude la puerta que daba al vestíbulo empapado. Después salí a cubierta, subí las escaleras y trepé hasta los obenques, aullando no sé qué palabras insensatas.
Sí. Lo recuerdo; y sí, he reconstruido el episodio con todo su absurdo. El barco avanza lo que puede con mar del través y mucho viento. Pese al viento avanza poco, porque los muñones de los mástiles no permiten desplegar las velas. Gracias a Dios hay poca gente en cubierta, ¡pero entonces un joven macilento, de pelo desordenado y no poco barbudo, avanza a trompicones desde el castillo de popa y se le ve claramente el cuerpo enflaquecido bajo la camisa de noche que le ondula al viento! Escala los obenques y se queda aferrado a ellos, contemplando el horizonte vacío y dando gritos en su dirección.
—¡Vuelva! ¡Vuelva!
Me bajaron. Dicen que no resistí, sino que por fin dejé que me llevaran como si fuera un cadáver y me volvieran a depositar en la litera de Colley. Recuerdo cómo Summers sacó la llave de la cerradura y la volvió a poner del lado de fuera. Después de aquello, y durante algún tiempo, los visitantes abrían la puerta y después la volvían a cerrar con llave al salir. Yo había descendido a la condición de un loco y un prisionero. Recuerdo también cómo cuando Summers se marchó la primera vez y me quedé a solas yací de espaldas y empecé a llorar.