Así estaban las cosas. Un incendio había consumido mi sensación de agotamiento y aportado con sus llamas invisibles un recurso temporal de fuerza que me mantenía, pese a estar caído en mi litera, con… ¡pero mis reservas del idioma no eran suficientes para lo que ahora advertía me había ocurrido, un hombre de intelecto tan superior, lleno de sentido común! ¡Ay, me había, me he, enamorado tan profunda y generosamente! Era la emoción, pero también era el miedo, el miedo de penetrar en un nuevo mundo para el cual mi carácter no era en absoluto adecuado ni idóneo, un mundo azaroso, de jugadores, ella con rumbo a la India, yo a las Antípodas… mi carrera… aquella provechosa alianza con…
¡Edmund Talbot yacía completamente vestido en su litera, sin desear nada tanto, sin poder pensar en nada tanto, sin arder por nada tanto como por la hija impecune de un pastor protestante!
Por fin recordé y llamé a Wheeler, cada vez más alto, hasta que llegó.
—¡Diablos, hombre, apestas a ron!
—Acaban de pasarlo, caballero. Y se me debían unos cuantos atrasados.
—El capitán Anderson…
—Sir Henry lo persuadió, caballero. Sir Henry es un señor de verdad.
—Muy bien. Que se trasladen todas mis cosas al camarote que utilizaba el señor Colley.
—¡No puedo hacer eso, caballero!
—¿Qué es eso de que no puedes hacerlo?
—¡No me lo han ordenado, caballero!
—Te lo ordeno yo.
—El capitán Anderson…
—Acabo de separarme de él. No hizo objeciones, de manera que tú tampoco.
Wheeler empezó a gruñir, pero lo interrumpí.
—Ahora que lo pienso, puedes sacar mi ropa de etiqueta antes que nada.
Calzón corto, zapatos, medias, levita… el hombre necesitaba pocas explicaciones y terminó pronto. Me cambié de ropa y después fui al camarote de Colley. Lo que resultaba más extraño de lo que había yo imaginado era encontrarme en un camarote del costado de estribor del buque: ¡el lado de la derecha cuando se mira hacia adelante hacia la parte en punta! Era el puro reflejo del que yo acababa de abandonar ¡y el hallarse allí al cabo de tantas semanas era como encontrarse con que uno se había vuelto zurdo! Se oían muchos ruidos de proa, y de hecho ruidos de un tipo u otro de casi todas las partes del navío. Donde estaba yo, en la parte de atrás, también había ruidos, procedentes de algunos de los camarotes, voces altas y risas. Se habían producido, se seguían produciendo, lo que después me dijeron se calificaba de visitas entre barcos. Los castigos por esa actividad entre la marinería eran muy severos, pues cuando son ellos quienes realizan esa misma actividad se le llama «abandonar el barco». Pero habíamos tenido un intercambio de ese tipo de pasajeros y de dos grupos de oficiales subalternos de cámara de oficiales a cámara de oficiales y de santabárbara a santabárbara, de modo que el aire a este lado del barco era mucho más animado que en la cámara de sir Henry.
Llamaron a la puerta.
—¡Entrez!
Era Summers que llevaba su habitual uniforme gastado y tenía una expresión preocupada.
—¿Señor Talbot, qué es esto?
—Pero, hombre, ¿cómo es que no te has vestido para el baile?
No hizo caso de mi pregunta.
—¡Este cambio de camarote!
—Ah, eso. Es muy posible que venga a bordo la señorita Chumley.
—¡Edmund! ¡Eso es imposible!
—Estoy un poco ido, Charles. ¿Podemos dejarlo durante un rato?
—Te has pegado unos cuantos golpes, pero el camarote de Colley…
—¡Jamás se me ocurriría pedir a la señorita Chumley que utilizara una litera en la que el pobre diablo se dejó morir!
Summers meneó la cabeza. No sonreía.
—¿Pero no comprendes…?
—¡Futesas, hombre! ¿Por qué no te has vestido para el baile?
Summers se sonrojó bajo la piel curtida.
—No voy a ir al baile.
—¡Puritano!
—Como ya te dije una vez, nunca aprendí a bailar, Talbot —dijo muy tieso—. En mi vida no ha habido cuadrillas, allemande, valses. ¿No recuerdas que a mí me han ascendido de la marinería?
—¡Los marineros bailan!
—No como vosotros.
—¿Sigues amargo, Charles?
—De vez en cuando. Pero me he presentado voluntario para hacer la guardia durante las horas del baile… de suponer que ocurra.
—El destino no puede ser tan cruel como para impedirlo.
—Pasaré el tiempo recorriendo la toldilla y meditando sobre este futuro nuestro tan repentinamente cambiado.
—La paz. ¿Cambiado? No, señor Summers. He estudiado toda la historia que he podido. No habrá ningún cambio. ¡Lo único que se puede aprender de la historia es que nadie aprende nada de la historia!
—¿Quién ha dicho eso?
—Yo. Sin duda lo han dicho otros y lo volverán a decir, y siempre será inútil.
—Eres un cínico.
—¿Ah, yo? Si supieras, mi querido Charles… Estoy nervioso y… —me tembló en los labios la palabra «enamorado», pero en mi carácter quedaba un adarme de reserva que me impidió pronunciarla— en un estado de ligera intoxicación debido en parte a una pequeña cantidad de coñac y a que hace, creo, años que no duermo.
—Los golpes en la cabeza…
—Heridas autoinfligidas.
—El Alcyone lleva cirujano.
—¡No digas una palabra, Charles! ¡Me impediría ir al baile, perspectiva inadmisible ni por un instante!
Summers asintió y se retiró. Por los ruidos en mi derredor entendí que había llegado la hora de la «función». Me saqué los puños de encaje y puse en orden una chorrera lamentablemente aplastada por su larga estancia en la bodega. Abrí la puerta de mi nueva conejera y me sumé a la multitud que ahora cruzaba el vestíbulo en dirección a las escaleras desde las que habíamos de contemplar la función que nos ofrecía la marinería. Resultó extraordinario ver cómo pasaba a mi lado la señorita Granham vestida de azul y la señorita Brocklebank de verde y la señorita Zenobia de todos los colores del arco iris. ¡Pero mi diversión al ver a un grupo tan festivo no fue nada en comparación con mi total sorpresa cuando salimos al combés! Para empezar, con el atardecer había llegado una noche todavía más oscura que de costumbre, debido a la húmeda niebla que seguía rodeándonos. Como una isla en medio de esta noche brillaba un espacio. Nuestro espacio, todo nuestro mundo, estaba ahora tan resplandecientemente iluminado que en lugar de ser una mota diminuta en medio de extensiones infinitas había crecido hasta convertirse en el más vasto de los escenarios. Los marineros habían colgado farolillos por todas partes, algunos de ellos con cristales de colores, de modo que nuestras calles y nuestras plazas no sólo estaban más iluminadas que de día, sino que eran prismáticas. Había muchos colgantes. Había guirnaldas, cintas, coronas y centros de flores demasiado grandes para ser naturales. ¡Añádase, por así decirlo, a todo aquello el brillo de nuestras damas, el resplandor de los uniformes y el sonido de las cuerdas, los vientos y las percusiones de la banda de sir Henry, que ahora nos regalaba con su alegre música desde alguna caverna oculta al otro extremo de nuestro navío! Las damas y los oficiales del Alcyone ya habían salido a su plaza y venían en procesión por la calle que antes había sido una pasarela hacia nuestra plaza mayor, a la entrada de la cual el joven señor Taylor, todo vestido de gala, estaba haciéndose el simpático y prestando demasiada atención a las damas para alguien de su tierna edad. De hecho, tuve que dar unos pasos adelante y separar de él a la señorita Chumley, pues parecía inclinado a retenerla. Lo hice con mucha firmeza, aparte a un par de tenientes y la coloqué sin mucha ceremonia a la izquierda del capitán Anderson, flanqueada por mí del otro lado. Si los marineros me llamaban «lord Talbot» en broma, ¡bien podía aprovecharme de mi reputación! Lo hice con la determinación y el éxito que espero habría tenido nuestro equipo de abordaje de haber pasado por esa prueba. Lady Somerset estaba a la derecha de Anderson.
Sir Henry se levantó y con él toda la asamblea, tanto a proa como a popa. La banda empezó a tocar e interpretó «Dios salve al rey» con gran solemnidad. Una vez terminado aquello estábamos a punto de volvernos a sentar cuando se adelantó un individuo para cantarnos el «Britannia reina sobre las olas», a lo que todos hicimos eco con gran animación y alegría. De hecho, al terminar, los hurras por Su Majestad el Rey, por el Rey de Francia, por el Príncipe Regente, por el Emperador de Rusia y después, ya más cerca de nosotros mismos, por sir Henry y su dama, por el capitán Anderson… ¡por Dios vivo, creo que si sir Henry no hubiera decidido pronunciar unas corteses palabras de agradecimiento nos habríamos pasado toda la noche dando hurras! Pero por fin nos volvimos a sentar y empezaron las diversiones de la velada. Un marinero se adelantó y pronuncio unas palabras de lealtad en lo que él se imaginaba que era poesía y que yo juro eran las aleluyas más ripiosas jamás compuestas:
Sir Henry Somerset y capitán Anderson,
Ahora que ya termina la flagración,
Con tantos naufragios y con tantos muertos,
Nos adelantamos obedientes y presentamos nuestros respetos.
Lo primero que sentí fue pena y vergüenza por aquel hombre. Sin embargo, mirando hacia atrás, he de reconocer que la risita en voz baja, pero innegablemente infantil de la señorita Chumley no era muy solidaria. Aquel individuo sabía leer y poner las cosas sobre el papel. Eso era lo que tenía de extraordinario. Era bajo y arrugado. De vez en cuando, los farolillos le arrancaban destellos de la calva. Tenía varias hojas de papel y empecé a comprender que aquel discurso era resultado de un esfuerzo colectivo. No se le había ocurrido, o quizá no había tenido suficiente papel, o no tenía suficiente experiencia para comprender la importancia de pasarlo a limpio En consecuencia, se veía obligado a pasar de una hoja a la otra y después sacar una tercera que tenía el revés, de forma que tenía que mirarla alargando el brazo y dirigirse a nosotros en aquella postura. Uno de sus colaboradores tenía un vocabulario poético rancio, de forma que un momento nos veíamos sometidos a un estilo elevado y los franceses habían
Nos adelantamos obedientes y presentamos nuestros respetos.
… arado en vano
Las olas rugientes del mar océano.
Y después al cabo de un par de líneas nos volvíamos a encontrar.
Nos adelantamos obedientes y presentamos nuestros respetos.
… y ahora, al cabo de tal recorrido,
De casa ya sólo nos separan los yanquis bandidos…
Me incliné hacia ella y estaba a punto de comentar la vergüenza que todo aquello me causaba cuando me susurró tras el abanico que jamás había oído nada más divertido desde el discurso que pronunció el obispo cuando la confirmaron a ella. Me sentí abrumado de alegría ante aquella evidencia de ingenio por parte de la encantadora criatura y estaba a punto de confiarle que me tenía más conquistado que nunca cuando me interrumpieron estruendosas carcajadas desde el castillo de proa…
—¿Qué ha dicho, señorita Chumley?
—Algo acerca de «Billy Rogers». ¿Quién es?
Me sentí escandalizado, pero naturalmente no permití que lo viera.
—Es uno de nuestros marineros.
Pero apenas había vuelto a dirigir mi atención al recitador cuando escuché que
Nos adelantamos obedientes y presentamos nuestros respetos.
El señor Prettiman y su dama se han dado las manos
A fin de criar a muchos pequeños republicanos…
¡Aquello era ceñirse demasiado al viento! Pero lamento decir que las risas de la tripulación se mezclaron con muchos aplausos inesperados. Sin embargo, todo aquello desconcertó al filósofo social, que bajó la mirada y se sonrojó, al igual que, por una vez en su vida, su temible futura esposa. Empecé a comprender que se trataba de unos momentos de diversión sin censura previa y escuché levemente divertido las alusiones al señor Brocklebank, e incluso logré aparentar indiferencia (¡pero qué rugido el que llegó del castillo de proa!) cuando el hombre dijo que
Nos adelantamos obedientes y presentamos nuestros respetos.
Los vientos rugían con enorme fuerza
Igual que «Lord Talbot» cuando se dio en la cabeza.
Pero todo aquello adquirió otro colorido y sobre la señorita Chumley y sobre mí brilló el sol cuando ella dijo gravemente:
—¡Eso no es nada amable!
—Es usted tan considerada, hi…
¡Ay, ni siquiera podía utilizar el término sencillo, la familiaridad inocente de «hija mía» con esta muchacha sonriente a la que conocía yo desde que Dios le sacó la costilla a Adán!
—Señorita Chumley.
Y así continuaron las aleluyas. Terminó con una perorata que no trataba de lealtades ni de deberes, ¡sino de comida! ¿Ha oído alguien hablar alguna vez de algo llamado el arte de jalar? La sugerencia principal era que ahora deberíamos poner rumbo a un puerto de Sudamérica donde adquirir carne fresca y verduras. Por mi parte, yo no había advertido ningún problema grave con nuestra dieta, y estaba a punto de decirlo a mi bella acompañante cuando escuché lo siguiente:
Nos adelantamos obedientes y presentamos nuestros respetos.
Y ahora advertimos
Que el rancho de a bordo causa tanto viento
Que resulta extraño ver el barco tan constante
Y no ha llegado a Sydney Cove al instante.
Sir Henry rompió en risotadas al oírlo e hizo alguna advertencia jocosa en dirección a Anderson. El pequeño señor Tommy Taylor se rió tanto que se cayó de su silla. Para mi gran asombro, así terminó el recital. El marinero nos hizo una especie de reverencia, después retrocedió hacia la multitud de emigrantes y marineros que se hacinaban en el castillo de proa y las escaleras que llevaban hacia él. Recibió grandes aplausos de ellos y se oyeron algunos gritos de «¡Comida fresca! ¡Comida fresca!», pero pronto desaparecieron. Ahora ocupó en cubierta el lugar del orador la persona menos imaginable, ¡la señora East! Evidentemente, se había recuperado, aunque no del todo, de su aborto, y por lo menos ya podía andar, pero estaba lamentablemente flaca y tenía las mejillas hundidas, como por las sombras de una grave enfermedad.
—Es la señora East.
—¿La conoce usted, caballero?
—Sé quién es. Ha estado mortalmente enferma. Tuvo… casi se murió, pobrecilla.
¡La señora East empezó a cantar!
El efecto fue extraordinario. Descendió sobre la ciudad un silencio absoluto; no había ni un movimiento, ni un sonido. Allí estaba ella, con el más sencillo de los vestidos, con las manos cruzadas sobre el vientre, y aquella postura hacía que pareciese una niña, una aparición, cosa que realzaba su aire demacrado. De su boca se elevaba una canción. No la acompañaba ningún instrumento. Su voz sola silenciaba o mantenía en silencio a toda una tripulación de marineros calentados por la bebida. Era una canción extraña, ¡extraña y sencilla! No la había oído nunca antes. Se llamaba «Bonnie al amanecer» y era tan sencilla como una rosa silvestre, pero todavía me persigue, no, no por ella, no por la señora East, no por nada más que por la propia canción, creo, igual que el sonido del silbato del contramaestre me persiguió tras el funeral del pobre Colley. Naturalmente, en mi cabeza se confundía todo, había olvidado lo que era el sueño, pero al igual que el silbato del contramaestre, aquello lo cambiaba todo. Nos hacía entrar, me hacía entrar en salones, en cavernas, en espacios abiertos, en nuevos palacios de sensaciones… ¡Qué absurdo e imposible! Ahora cayeron aquellas lágrimas que yo había podido contener cuando renacía una nueva vida. No pude evitarlo. No eran lágrimas de pena ni de alegría. Eran lágrimas (no sé cómo es posible esto), eran lágrimas de comprensión. Cuando terminó la canción se mantuvo el silencio, como si la gente estuviera oyendo un eco y odiase creer que había dejado de sonar. Después se oyó una especie de rumor que desembocó en un aplauso prolongado y estoy seguro de que sincero. La señorita Chumley cerró el abanico, permitió que le colgara del meñique por la anilla que tenía en el extremo y unió las palmas tres veces.
—Canta bien, señor Talbot, ¿verdad?
—Ah, sí.
—Sabe usted, nuestro maestro de canto hubiera deseado algo más de trémolos y, naturalmente, una interpretación más ensayada.
—Sí. Supongo que sí.
—Pero, caballero…, usted…
—Perdóneme, señorita Chumley. Recuerde que tengo varios golpes en la cabeza y que no estoy del todo…
—¡Soy yo quien debe pedir perdón! Su sensibilidad le honra. La canción era verdaderamente emocionante, bien cantada y afinada. ¡Tan natural! ¡Vamos! ¿Se siente usted algo más satisfecho?
—Cualquier cosa que diga usted me satisface.
—¡Caballero, debe usted recuperarse con calma de esas lesiones! No debe usted exponerse inmediatamente a las emociones humanas más profundas. ¡Mire! Van a bailar una jiga, creo. Así que puedo hablar sin temor de interrumpir la música. ¿Sabe usted, caballero, que una vez tuve que componer un ensayo sobre el tema del Arte y la Naturaleza? ¿Podría usted creérselo? Aunque me temo que hoy día las jovencitas son lamentablemente dóciles, ¿o debería decir obedientes? Mientras que otras son demasiado elocuentes en su defensa o su combate por la Naturaleza, pero ¡yo descubrí para mi gran asombro que prefería el Arte! Entonces fue cuando me convertí en una adulta, porque creo que yo era la única persona de la escuela que comprendía que los huérfanos son víctimas de la Naturaleza y que el Arte es su recurso y su esperanza. Le aseguro que me trataron con gran severidad.
—¡No serían tan crueles!
—¡Claro que sí!
—Ya me he repuesto, señorita Chumley, y no puedo por menos de volver a presentarle mis excusas.
—¡Celebro tanto oírlo! De hecho, caballero, he cometido una indiscreción ante usted al mencionar aquel lamentable ensayo. Lady Somerset no debe saber jamás que he dicho ni una palabra contra la Naturaleza. Se sentiría muy escandalizada. Está persuadida de que la India es un paraíso natural. Creo que quizá se sienta desilusionada.
—¿Y usted?
—¿Yo? Lo que yo espere no tiene importancia. Las jovencitas somos como barcos, señor Talbot. No decidimos nuestro rumbo ni nuestro destino.
—Lamento oírle decir eso a usted.
—¡Bueno, algo se puede hacer! ¡Vamos, caballero, no tolero que esté usted triste!
—¿Qué vamos a hacer?
—¡Pues divertirnos con la función, con el baile y con la, la compañía! No puedo hablar con más claridad.
Los que bailaban la jiga lo hacían con mucha menos destreza que la que solemos ver en los teatros. Siguieron unos bailarines folklóricos. Eran ocho hombres, con los ropones y los sombreros de costumbres. Llevaban espadas de madera con las que fueron formando un anillo y luego alzaron éste para que aplaudiéramos. ¡Y no faltaba el Falso Caballo! Cometió todas las incorrecciones que pudo y corrió detrás de las muchachas. Después fue acercándose a donde estaban las damas, pero se le dijo severamente que se retirase y volviera a su lugar de origen. Lo hizo, pero mediante algún simple mecanismo levantó la cola de una forma que a un cochero de verdad le hubiera significado el despido inmediato. Después sir Henry se puso en pie, dio las gracias a la gente del común por su función y les deseó alegría por la paz. Su banda pasó ahora a ocupar otro lugar y comenzó nuestra cuadrilla. La gente del común no siguió la sugerencia de sir Henry, sino que ocupó de muy buen humor todos los lugares desde los que podía observarlos bien. Aquí podría yo ahora dejar constancia de la conversación que siguió entre la señorita Chumley y yo. Pero creo que fue bastante banal. Pese a lo que digan las novelas, resulta difícil bailar y hablar al mismo tiempo cuando hace tiempo que no practica uno esa actividad social. Como la señorita Chumley no recibía mucha ayuda por mi parte, estuvo callada y nos desplazábamos con una sensación tal de comunión que quizá eso fuera más satisfactorio que el discurso.
Sin embargo, ocurrió algo que me inquietó. Aunque Deverel estaba arrestado y se le había prohibido beber, se había sumado, imprudente, a la compañía. Como los oficiales no llevaban sus espadas, no había forma de distinguirlo de los otros caballeros, y podría haber disfrutado del baile sin que nadie lo advirtiera. Pero, al menos para mí, era evidente que había estado bebiendo, y ahora, cuando trajeron las copas de vino y de licor, tomó una y, pese a la prohibición expresa del capitán, se la bebió de un trago. Después solicitó a la señorita Chumley el próximo baile, que yo había pedido (sin ninguna inclinación, pero con un deseo que espero estuviera bien fingido) a lady Somerset. Entre mis tentativas de recordar los pasos del baile y la experimentada conversación de la dama, sólo podía echar un vistazo de vez en cuando a la forma en que se conducía Deverel. Vi que, si bien no se sobrepasaba, al menos trataba de congraciarse. Lady Somerset pronunció su opinión de que la allemande con sus pasos y con sus desplazamientos circulares era un baile más natural (con cuyo término creo que quería decir más conforme con la Naturaleza) que la cuadrilla, tan formal. Deverel jugueteaba con la mano de Marion. Lady Somerset encomió la energía de nuestros marineros, que habían enarenado la cubierta de forma que era perfecta, perfectamente igual que la de un salón de baile. ¡Juro que Deverel se insinuó a su compañera! Me equivoqué en dos pasos.
—¡No, no! ¡Con el derecho, caballero!
No sé cómo, pero logramos recuperar el ritmo. Rogué a lady Somerset que permitiera a su protegida pasarse a nuestro barco… había suficiente espacio… el hacer otra cosa era infligir grandes sufrimientos a una persona tan delicada… Pero lady Somerset dejó de ondularse y manifestó un sentido común imprevisto y que ahora advierto era muestra de una gran percepción.
—Vamos, señor Talbot. ¡Ya sabemos quién sufre y quién seguirá sufriendo!
—¡Me niego a permitir que las circunstancias me derroten!
—Un sentimiento muy correcto en un joven, caballero. ¡Pero si ésa es la materia de la poesía, y aquí me ve usted a mí, una amante de las musas, y obligada a actuar como aquella a quien ridiculizan los poetas!
—¡No, señora!
—Ah, sí. Si volviera usted en sí, señor Talbot, y no padeciese el efecto de sus lesiones vería usted las cosas igual que yo. Marion me ha sido confiada a mí. Debe permanecer en el Alcyone. Sin lugar a dudas. La luz del día hará que vuelva usted, que recupere usted…
No dijo más y seguimos bailando un momento en silencio. Me pareció que la señorita Chumley estaba encontrando a Deverel positivamente impertinente. Yo no podía hacer nada. Sin embargo…
—Si la montaña no viene a Mahoma…
Terminó el baile, lo cual agradecí de todo corazón, así como el hecho de que la señorita Chumley no permitiese prácticamente a Deverel acompañarla a su silla, sino que se separó claramente de él. Tras devolver a lady Somerset a su marido, fui en busca de la señorita Chumley, pero me encontré con que Deverel estaba derrumbado a su lado en mi silla.
—¡Eh, señor Deverel, creo que es mi silla!
—Edmund Lord Talbot. Enhorabuena por tu ascenso, muchacho. Así eres el de rango más elevado del Atlántico, y que se fastidie el Pelma, el Gruñón.
La señorita Chumley, que todavía no estaba del todo sentada, pidió rápidamente que saliéramos a tomar el aire, pues, según dijo abanicándose rápidamente, la atmósfera era insoportable para alguien que había salido de Inglaterra hacía tan poco tiempo. Le ofrecí el brazo y nos acercamos al cairel de la toldilla, donde al menos estábamos alejados de la gente. Desearía describir el ambiente de nuestro diálogo, con todo el paisaje de una noche tropical: estrellas, un mar tenebroso manchado y rayado de fosforescencia, pero, ¡ay!, el azar había eliminado toda aquella belleza al utilizarla como una especie de telón de fondo para las banalidades con la señorita Brocklebank, de las cuales yo ahora me sentía avergonzado, y que, por ridículo que pueda parecer, me parecía que me habían ensuciado. Sentí la necesidad de darme un baño, porque si ella lo supiera, aquella criatura tan joven y delicada jamás soportaría ni el más mero toque de una de mis manos. ¿Quién era el puritano ahora? En realidad, la escena era más adecuada para mi conciencia de mi nueva condición. ¡Era una niebla densa, que se había hecho fétida por la presencia en un solo lugar de dos barcos superpoblados! Bajé la cabeza para mirarla y ella levantó la suya para mirarme a mí. El abanico se movía de forma cada vez más lenta. Movió los labios para darle forma a unas palabras que no pronunció. Aquello era más de lo que podía soportar un simple mortal.
—Señorita Chumley, voy a encontrar algún modo… ¡No podemos separarnos! ¿No lo siente, no lo comprende? Le ofrezco… Ay, ¿qué le puedo ofrecer? Sí, la ruina de mi carrera, mi devoción durante toda una vida, la…
Pero me había medio dado la espalda. Miró hacia el combés, e inmediatamente giró en la dirección opuesta, jadeante. Miré hacia abajo. Deverel bajó el catalejo que había levantado en dirección a ella, después se tambaleó de lado tres pasos y acabó apoyándose con la mano izquierda en el mástil. Cruzó la pierna izquierda sobre la derecha, se apoderó de una copa de una bandeja que llevaba Phillips, la levantó con un aire que no puedo calificar sino de desafío ¡y bebió mirando directamente al capitán Anderson! Ahora debe recordarse que aquella transacción se produjo en presencia de toda la gente de ambos barcos. ¡De toda la población de nuestra ciudad! Vi que el capitán Anderson agachaba la cabeza mientras se inclinaba hacia adelante en su silla y comprendí, aunque miraba en dirección opuesta a la nuestra, que había bajado la parte inferior de la cara y proyectado bajo ella aquella mandíbula conminatoria. Todavía no había empezado el baile siguiente, de forma que no había música. Escuché, y todo el mundo escuchó, cada una de las duras palabras que pronunció:
—Señor Deverel, está usted arrestado y se le ha prohibido beber. ¡Vuelva inmediatamente a sus aposentos y quédese en ellos!
Jamás he visto en cara alguna una mirada tan furiosa como la que lanzó Deverel al recibir aquella orden. Levantó la copa no para beber de ella, sino como para tirársela a Anderson, pero algún resto de sentido común debe de habérselo impedido, pues en lugar de hacerlo se dio la vuelta y la lanzó contra los imbornales.
—¡Por Dios vivo, Anderson!
Se le acercó Cumbershum, que lo agarró del hombro.
—¡Cállate, idiota! ¡No digas nada!
Dio a Deverel una sacudida impaciente y medio lo llevó, medio lo arrastró. Desaparecieron en el vestíbulo bajo la toldilla. Todo el mundo empezó a hablar y a reír en voz muy alta. Después sonó la música.
—¡Señorita Chumley, quedémonos donde estamos!
—No debo desilusionar a su señor Taylor.
—¿El pequeño Tommy Taylor? ¡Dios mío, qué impertinencia la de ese mozalbete! Le voy a arrancar las orejas. ¡Pero mire! Ahí va conducido por nuestro señor Askew por una de esas orejas por haber hecho algo mal. Ha perdido usted a su compañero, señora, así que nos podemos quedar aquí, al sotavento de la toldilla, hasta el baile siguiente, cuando se lo vuelva a pedir. ¿Se resiste usted?
—Soy su prisionera.
—¡Ojalá! Pero sea compasiva y preste oídos a mi sincera plegaria.
Por debajo de nosotros, sir Henry y el capitán Anderson se estaban poniendo en pie.
—Sir Henry, le pido unas palabras. ¿En la toldilla superior?
Los dos capitanes subieron la escalera hacia la toldilla. La señorita Chumley me murmuró:
—¿No tendríamos que irnos?
Me llevé un dedo a la boca. Los caballeros pasaron junto a nosotros y subieron la segunda escala. Empezaron a pasearse adelante y atrás, de manera que cuando se acercaban al cairel se los oía claramente, pero sus palabras se perdían cuando volvían a darse la vuelta.
—¿… es uno de los Deverel, no? ¡Lamentable!
Después, tras otra vuelta:
—No, no, Anderson. Éste no es momento de un consejo de guerra. Ya sabe usted que tengo órdenes explícitas.
Y después:
—… espero que con ese motivo encuentre usted algún modo de rebajar la acusación de modo que pueda usted aplicar por sí mismo el castigo… ¡Ese idiota! ¡Y encima un Deverel! No, no, Anderson. Es su barco y es su subordinado. Comprenda usted que yo no he oído nada y que estaba sumido en una conversación con la prometida de Prettiman, mujer que vale mucho.
La señorita Chumley volvió a susurrar:
—¡Señor Talbot, creo que debemos irnos!
—Nos puede ver claramente por lo menos la mitad de nuestro pequeño mundo, señorita Chumley, y…, Dios mío, ¿qué están haciendo?
Era la marinería del barco en el castillo de proa. Estaban bailando su propia cuadrilla. Por decirlo claramente, era una parodia de la nuestra. Lo hacían horriblemente bien. ¡No creo que aquella gente supiera lo diestra que era en sus sátiras! Naturalmente, no sabían hacer las figuras de verdad, pero al desplazarse de una manera más que formal, hacer reverencias e inclinaciones, lo aparentaban muy bien. ¡El muchacho con la falda de lona que se desvanecía, literalmente se desvanecía, cuando se encontraba con alguien no podía ser más que lady Helen! Había un anciano rechoncho que llevaba sentado en los hombros uno de los grumetes. Juntos alcanzaban una altura considerable, y el resto de la compañía les hacía ridículas reverencias. Había tanto ruido, risas y aplausos, que la música del baile del que se había visto privado el joven señor Taylor prácticamente no se oía. La señorita Chumley observaba el baile del castillo de proa con ojos brillantes.
—¡Ah, qué contentos están, qué alegres! Si yo pudiera…
Se quedó callada un rato, pero esperé y por fin habló, meneando la cabeza:
—No lo comprendería usted, caballero.
—Sea usted mi profesora.
Volvió a menear la cabeza.
Sir Henry y el capitán Anderson descendieron de la toldilla superior y volvieron a ocupar sus puestos de honor en uno de los laterales de la danza.
—También nosotros tendríamos que regresar, caballero.
—¡Un momento! Yo…
Le ruego que no diga nada más. Créame usted, caballero, ¡comprendo nuestra situación de forma todavía más clara que usted! ¡No diga nada más!
—¡No puedo separarme de usted sin que me haya concedido un pequeño favor, como el que podría conceder a cualquiera de los hombres de cualquiera de los barcos!
—¡Es el cotillón!
Así que descendimos y ocupamos nuestros lugares para este último baile. En aquel momento resonaron las campanas del barco, las llamadas del contramaestre y después las voces de la autoridad que hablaban unidas.
—¿Oís? ¿Oís? ¡A callar! ¡A callar!
Fue notable con qué docilidad (pese a sus parodias y a la doble ración de ron) la marinería fue a ocupar sus puestos. Sólo se quedaron la banda y sir Henry y algunos de los emigrantes, y entre ellos la señora East, para contemplar nuestra última diversión. Hablamos poco o nada, aunque el baile, como todo el mundo sabe, es ideal para la conversación. A mí apenas si me resultó soportable.
Por fin terminó o, como podría también decir (puesto que fue menos agradable que doloroso), por fin se acabó aquello. Algunos de los pasajeros se despidieron del capitán Anderson y se fueron, y también los oficiales del Alcyone. Sir Henry recogió a su dama y miró en su derredor. Pero lady Somerset se lo llevó firmemente hacia la pasarela. En ambos barcos se iban apagando los farolillos. El capitán Anderson, convertido ahora en una figura difusa, estaba junto al palo mayor y contemplaba lo que hacía un instante era un salón de baile, como para ver qué daños había sufrido. La señorita Chumley avanzó hacia la pasarela. Osé tomarla de la muñeca.
—¡Repito que no puedo permitir que se marche esta noche sin más señas de favor de las que podría haber concedido a cualquier caballero de cualquiera de los barcos! Quédese aunque sólo sea un momento…
—Ya sabe usted que soy la Cenicienta y he de volver corriendo…
—Digamos que en el coche del hada madrina.
—¡Se convertiría en una calabaza!
De la cubierta del Alcyone llegó la voz canora de lady Somerset:
—¡Mi querida Marion!
—Entonces diga usted que no me considera en tan poco como a esos otros caballeros…
Se volvió hacia mí y vi cómo le brillaban los ojos en la oscuridad, y me llegó un susurro tan lleno de sentimiento como pueda estar un susurro.
—¡Ah, desde luego que no!
Y se fue.