—Capitán Anderson, ¿me permite que le presente? ¿Señor Talbot? La señorita Chumley. Tienes un aspecto radiante, Marion, como una novia… si no fuera, claro, por… Hija mía, éste es el señor Edmund FitzHenry Talbot. Lady Talbot es de la familia de los Fitz-Henry y el señor Talbot se dirige a…
Supongo que debió de haber seguido hablando. Volví en mí como si hubiera sufrido otra conmoción y vi que los caballeros tenían copas en las manos y curiosamente había otra en la mía. Como es evidente que había realizado el acto de aceptar una copa y que seguía sosteniéndola en aquellos primeros momentos de vida, no puedo por menos de suponer que yo también había estado hablando, pero soy incapaz de decir cuáles fueron mis primeras palabras. ¡Ah, tú, Marion, que surges de la más amable y honda de las reverencias, suma de toda la música, toda la poesía, fragmentos distraídos de las cuales con su nuevo significado irradiado me recorrían ahora la cabeza! Pero cuando empecé a surgir de mi estado de destrucción lo que oí fueron las palabras de sir Henry.
—¡La pobre Marion ha estado auténticamente postrada! Al menor movimiento, Dios mío, no una mar confusa, sino a la menor vibración después de echar el ancla, lo echa todo. Ya le he dicho que cuando llegue a la India debe quedarse allí para siempre, pues no cabe duda de que la travesía de regreso terminaría con ella.
—¿Entonces se mueve mucho el Alcyone, sir Henry?
—Más o menos, capitán Anderson. Es demasiado largo para sus aparejos de mastelero, y «a toda vela» significa «a toda vela», ya sabe. ¿Cómo es su barco?
—Firme como una roca, sir Henry, y más movible que la rosa de los vientos. Pero, ¡si incluso cuando aquel tenientillo imbécil permitió que facheara tocó la mar con los caireles en menos de diez segundos por mi cálculo, y todo aquello con una mera brisa!
—Sir Henry, capitán Anderson, ¡están ustedes haciendo palidecer a la pobre niña! Vamos, Marion, los señores no seguirán hablando de eso. Este suelo está tan firme como el de un salón de baile, ¡y ahí sí que te he visto bien contenta!
—Vaya —dijo el capitán Anderson—, creo que vamos a celebrar un baile a bordo de mi barco, que es todavía más firme que éste.
—Ay, Alcyone —gimió lady Somerset—, ¡cualquier cosa es más firme que este ser tan hermoso y tan salvaje!
Por fin hallé mi voz consciente.
—Estoy seguro sin lugar a dudas de que el capitán Anderson ofrecería su navío como refugio para el resto de su viaje, señorita, señorita… Chumley.
La señorita Chumley sonrió… ¡Marion sonrió! Alzó las comisuras de la boca (se me agita el corazón al recordarlo… es un placer tan dulce el registrarlo). Pero incluso cuando Marion no estaba sonriendo, la naturaleza la había dotado de una boca que no sólo le daba un aspecto bienhumorado, sino que hacía como si estuviera disfrutando con una broma tan graciosa que fuera una fuente de permanente placer. Pero apenas había acabado yo de averiguar que el único remedio para contemplar descortésmente aquella boca era contemplar con más descortesía aún (y con más indefensión aún) los ojos que había encima de ella, sin mencionar su naricilla, sin decir nada de aquellas cejas que indicaban un asombro que gracias a aquella boca sonriente hacía que toda su expresión resultara animada e interesada… ¡Dios mío! El problema es que desde la época de Homero los mayores poetas han practicado al máximo su arte en la descripción de la mujer. No existe elocuencia, no hay figura de dicción, desde la más modesta hasta la hipérbole, que no haya aportado su contribución. Salíos de las normas comunes de la retórica… Buscad el absurdo inspirado, la magia positivamente insolente de un Shakespeare o un Virgilio…
Me he enredado y no voy a ninguna parte. ¿Cómo iba vestida? Entonces no parecía importar, pero ahora…
Llevaba un vestido blanco. Creo que tenía una cinta azul en el escote, de hombro a hombro y en torno a las mangas abullonadas justo por encima de los codos. Sus pendientes eran flores de plata y una cadena del mismo metal yacía en torno a su cuello sobre la promesa de su seno. Era esbelta, siempre sería esbelta, siempre sugeriría, implicaría más que afirmaría… ¡como el mayor de los poetas!
Pero estaba hablando el capitán Anderson; había hablado. Recuerdo palabras que entonces no tuve conciencia de escuchar.
—No, no, señor Talbot. ¡Nosotros no vamos a la India, sino a Sydney Cove! Además, nuestro barco está lleno de emigrantes, pasajeros, carga…
—Ya ves, hija mía —dijo sir Henry, riendo—, ¡no hay remedio! ¡Has de ir a la India, y además en el Alcyone!
—Lo que no puedo comprender —dijo lady Somerset— es por qué estos señores de la Armada están obligados a tener tantas prisas ahora que hemos derrotado a los franceses. Sin duda, el capitán Anderson…
Ambos señores de la Armada se rieron. ¡Sí, Anderson se rió!
Volví a hallar la voz:
—Señorita Chumley, si quiere usted tomar pasaje con nosotros, le cedo mi camarote. Dormiré en el entrepuente o en las bodegas. Le aseguro que pasaré las noches paseándome por cubierta al otro extremo del capitán Anderson… pero vamos, capitán sí que tenemos un camarote vacío. ¡Yo me mudo a él inmediatamente y la señorita Chumley dispone del mío!
Creo que dije todo aquello con voz de sonámbulo. Los hombres deberían ser poetas… ¡Ahora lo comprendo, Edmund, Edmund, politicastro intrigante!
Anderson estaba haciendo un breve resumen de lo de Colley: su poca templanza y como por fin tras un episodio escandaloso había sucumbido a una fiebre baja. Pero mi decisión de defender la memoria del señor Colley era algo muy lejano. Ya lo hacía bastante bien mi diario, y abandoné la idea. Lo único que importaba era el rayo, el coup de foudre.
—Señorita Chumley, se había rumoreado que era usted un prodigio, término que yo no creí, pero ahora advierto que no era sino la verdad.
—¿Prodigio, señor Talbot?
—¡Prodigio, señorita Chumley!
Respondió con una risa tan argentina como las flores que llevaba al cuello.
—Le dijeron mal la palabra, caballero. Lady Somerset tiene a veces la amabilidad de decir que soy su «protégée»[2].
—Para mí, señorita Chumley, es usted un prodigio, ahora y siempre.
Seguía sonriendo pero parecía algo extrañada, lo cual era lógico, pues fuera lo que fuese lo que había efectuado en mí el rayo, para ella no había sido más que la experiencia de algo, de alguien, imprevista e imposiblemente familiar; ¡y digo familiar en el sentido de reconocer a algo conocido, y también quizá algo que se intuye! De hecho, tras haber supuesto esto, inmediatamente lo vi demostrado.
—¿No nos hemos conocido antes, caballero?
—¡Le aseguro, señorita Chumley, que en tal caso lo recordaría!
—Naturalmente. Entonces, puesto que somos desconocidos…
Hizo una pausa, miró a otro lado, rió dudosa, después apartó la vista y quedó callada. También yo, y nos miramos el uno al otro a la cara con gran seriedad. Fui yo el primero en hablar.
—¡Nos hemos visto y no nos hemos visto!
Miró hacia abajo y advertí que yo tenía asida su mano derecha en la mía izquierda. No tenía conciencia de haberla tomado y la solté con un gesto de excusa que ella desechó con un movimiento de la cabeza.
Advertí que sir Henry hablaba en una voz muy distinta de aquella con la que había acogido a la señorita Chumley.
—¡Por el amor del cielo, Janet, entra! No tienes que estar asustada ni que decir nada, sólo te hemos dicho que vinieras para que completaras la mesa.
—¡Mi querida Janet! Ahí, por favor, entre el capitán Anderson y sir Henry.
Retiré una silla para lady Somerset, que se insinuó en ella. Sir Henry hizo lo mismo con la señorita Chumley, y supongo que Anderson hizo lo mismo con la inapreciable y pobre Janet. No pude evitar el hablar un rato con mi anfitriona, y lo hice muy mal, pues mi atención estaba centrada en sir Henry, quien estaba diciendo a la señorita Chumley qué pena era que no pudiera ella cantar en la función y dejar que la gente se enterase de lo que era cantar de verdad. Afortunadamente, lady Somerset tenía el instinto social que parece innato en las mujeres de cualquier raza o clima. Pues se volvió a un lado y trabó con Anderson una conversación trivial que sin embargo debe de haber sido de alivio para él. Había estado contemplando sombríamente y en silencio a Janet, que no miraba más que al plato. Convencido, creo, de que Anderson ya estaba atendido, sir Henry empezó a comer con una aplicación que explicaba perfectamente la rotundidad de su físico. La señorita Chumley jugueteaba con un poco de comida en su plato, con un tenedor, pero no vi que se llevara nada a la boca.
—¿No tiene hambre?
—No.
—Entonces yo tampoco.
—De todos modos, caballero, debe usted juguetear con el tenedor, así. ¿No le parece elegante?
—Es encantador. Pero, señorita Chumley, si persiste usted en no alimentarse, se pondrá todavía más etérea.
—No podía usted decir nada más halagador a una jovencita, caballero, ¡ni brindado una perspectiva más agradable!
—Quizá para usted, pero para mí la perspectiva más agradable sería… no, perdone. Oso… oso decir… ¡ay, sí, debo decirlo!, una simpatía inmediata, un reconocimiento…
—¿Nos hemos visto y no nos hemos visto?
—¡Ah, señorita Chumley! Me siento confuso… no… ¡deslumbrado! ¡Sálveme, por el amor del cielo!
—Eso es fácil, caballero. Si hemos de seguir conversando, permítame decirle rápidamente quién tiene usted ante sí. Soy huérfana, caballero, aprendí a leer, escribir y las cuatro reglas, mucho francés, algo de italiano y de geografía en un establecimiento para hijos de clérigos de Salisbury Close. También puedo recitarle la lista de los reyes de Inglaterra, terminando con «Jorge III de ese nombre, a quien Dios salve». Naturalmente, soy piadosa, modesta, manejo bien esa detestable aguja y casi nunca desafino al cantar.
—¡Le ruego que coma al menos un poco, pues es necesario mantener tanto talento!
La maravillosa criatura se inclinó un poco hacia mí, lo juro. Nuestras cabezas estaban intoxicantemente cerca.
—Calma, señor Talbot. ¡También soy un tanto astuta y de momento no tengo hambre!
—¡No diga eso, señorita Chumley! ¡Ah, no! ¡Galleta en el camarote!
Resonó en la cámara aquella risa auténtica y argentina.
—¡Señor Talbot, no creía que ese secreto le molestara!
—Ya me tiene usted hechizado. Debe usted de haberlo hecho antes… la última vez que nos vimos en… ¿fue en Catay, en Tartaria, en Timbuctú, dónde?
Sir Henry dejó de masticar durante un momento.
—¿Ha viajado usted mucho, Talbot?
—No, sir Henry.
—Pues estoy seguro de que Marion tampoco.
Ésta volvió a reír.
—El señor Talbot y yo estamos creando un cuento de hadas, tío mío. No debe escucharlo nadie, porque es una bobada.
—¿Una bobada, señorita Chumley? Me deja usted destrozado.
Volvimos a acercar las cabezas.
—Eso jamás lo haría, señor Talbot. Y los cuentos de hadas no son bobadas para alguna gente.
¡Todavía no puedo saber por qué se me saltaron las lágrimas! ¡Que a un hombre adulto, a un hombre cuerdo, de hecho bastante calculador, un ser político se le salten las lágrimas tras los párpados de forma que le resulte difícil impedir que le caigan por la cara!
—Señorita Chumley, hace usted que me sienta… inefablemente feliz. Celebro hallarme totalmente indefenso.
Se produjo una pausa mientras yo tragaba no la comida, sino las lágrimas. Ah, sí, era la herida de la cabeza, el insomnio, debía de haber sido… ¡No podía haber sido lo que yo sabía que era!
Pero ella me murmuraba:
—Estamos yendo demasiado rápido. Perdóneme, caballero, he dicho más de lo que debiera y usted también, creo —después miró en su derredor—. ¡Hemos dejado en silencio la mesa! ¡Helen!
Pero lady Somerset, dama encantadora, acudió en mi ayuda:
—¿Y qué tenemos nosotros, los mayores, que decir que sea más importante? ¡Disfrutad, hijos míos, mientras podáis!
Anderson y sir Henry siguieron hablando. Eran cuestiones profesionales, claro: quién tenía qué mando, etcétera. Lady Helen sonrió, asintió y, maravillosa mujer, no nos hizo caso.
Y allí estaba yo, deseando con una repentina urgencia que mis heridas fueran reales, ¡no lesiones, sino heridas! Deseaba haber dejado atrás una esperanza imposible y regresado con una herida heroica, una herida tan grave que necesitara cuidados, ¿y quién me cuidaría, más que este ángel recién descubierto? Deseaba con igual urgencia tener un uniforme con el cual deslumbrarla, o una Orden del mérito, y maldecía para mis adentros al mundo que llena de ornamentos a los ancianos que ya no los necesitan. Sin embargo, incluso en aquellos primeros minutos comprendí que era una joven ingeniosa y comprensiva y que no se la ganaría con unos metros de tela azul marino y unos galones; ay, Dios mío, ¿qué he dicho? No sé la…
¿De qué hablamos? Ahora no puedo recordarlo, porque nuestras palabras significaban muy poco en comparación con las mareas de sentimiento que barrían aquella extraña cámara. A veces juro que se producía un silencio vivo entre nosotros que era infinitamente dulce. ¡Al igual que lady Somerset, nos habíamos convertido, así supongo, o yo me había convertido, debido a la fuerza y la influencia de mis sentimientos, en un visionario! Es cierto que sentía el ser mismo de Marion a mi lado, algo nuevo en la vida, un nuevo conocimiento, los medios de obtenerlo, una conciencia; y vuelvo a jurar que ella tenía la misma conciencia de mí. En la cámara seguían resonando las voces, pero nosotros nos hallábamos en una burbuja de plata que era sólo nuestra.
¡Una burbuja! Pasé aquellas benditas horas como el pródigo que cree que el dinero crece en los árboles y no necesita hacer nada sino decir a su administrador que mueva la varita mágica para hacer que en lugar de hojas caigan guineas. ¡Cómo desperdicié aquellas dos horas que deberían haberse dividido en ciento veinte minutos, siete mil doscientos segundos, cada segundo, cada instante para apreciar, saborear!… No, ésa es una palabra demasiado grosera… Cada instante debería haberse atesorado… La palabra exacta es la de «preciosos», igual que la de «hechizo». ¡Como un caballero de un cuento de antaño, Edmund Fitz-Henry Talbot, con toda su carrera por delante, pasó aquellas horas dormido sobre su escudo en la capilla en ruinas del amor! ¡Perdonad a un joven, a un joven tonto, sus ardores y sus éxtasis! Ahora comprendo que el mundo sólo les hará caso cuando los exprese un genio.
Entonces, ¿qué recuerdo? Nada claro de aquellos momentos mágicos, sino sólo que terminaron cuando nos extrajo de ellos el gruñido de Anderson que decía algo acerca de aquel «maldito baile».
—El baile… ¡Señorita Chumley, lo olvidamos! ¡Va a haber un baile! ¿Un baile, me oye? Bailaremos toda la noche. Debe usted prometerme que me concederá… Ay, ¿qué? Todos los bailes, naturalmente, o si no algunos de ellos, la mayoría, el más largo, ¿cuál es el baile más largo? ¡Habrá un cotillón! ¡Sí! Y una allemande… ¿se nos permitirá bailar el vals?
—No creo, señor Talbot. Lady Somerset, como fiel seguidora de Lord Byron, no podría tolerar un vals, ¿verdad Helen?
—¡Lady Somerset, se lo imploro! Byron es un tipo absurdo, y si no permite el vals es porque él es cojo, y ¡no están maduras!
Se generalizó la discusión; Marion estaba de acuerdo conmigo y declaraba (con Shakespeare hors concours) que no había poeta en la lengua inglesa comparable a Pope, mientras sir Henry declaraba que casi todo lo que se escribía era una porquería, Anderson gruñía, lady Somerset citaba: «¡Sigue rolando, azul y tenebroso océano; rolando!»
—¡Helen! ¡No! ¿Quieres hacer que me vaya directamente a la cama?
Había estallado la burbuja.
Lady Somerset se interrumpió en medio de aquello que dice «diez mil flotas».
—Sir Henry —exclamé—. ¿No deberíamos al menos proceder en compañía hasta el Cabo? ¡El capitán Anderson puede contarle cuánto nos costó organizar siquiera un simulacro de defensa!
—Por mí, yo haría todo lo posible por complacerle, señor Talbot, pero no depende de mí. ¡Además, ya no deben temer nada, pues ahora somos amigos de los franceses!
—No me refería…
Anderson se volvió a mirarme.
—Alcyone tiene que ser muy rápido para haber tardado tan poco desde Plymouth. Estaría con la arboladura bajo el horizonte al cabo de unas horas —después se volvió hacia sir Henry—. ¡Mi comandante, debe usted de haber juzgado exactamente su capacidad!
—Bueno, hasta llegar a Gibraltar, capitán Anderson, iba como una verdadera carraca. ¡Le aseguro que de vez en cuando tenía que mirar a los mástiles! Mi primer oficial quería arriar la mayor a la menor marejadilla. Tuve que decirle: «Bellamy», le dije, «esto es una fragata, maldita sea, no un maldito barco de la Compañía». ¿Qué tal es el suyo?
—Está bien. No tengo quejas, sir Henry, ya sabe, un barco lento. Cuando tropezamos con vientos contrarios en Spithead se encargó de que algunos supieran lo que es bueno.
—¿Vientos contrarios, eh? Tendría usted que haber estado con nosotros en el Estrecho de Plymouth, frente al Arroyo de la Mierda. Nos tuvieron que sacar con una remolcadora a vapor. Dios mío, en mi vida he visto nada tan asombroso.
—El humo —gimió lady Somerset—, el humo de aquella chimenea metálica. Me manchó la capa de viaje. Marion dice que tenía la almohada negra.
—¡Helen!
—Es verdad, hija mía. ¿No recuerdas los problemas que tuvimos con tu cuero cabelludo?
—Vamos, lady Somerset —exclamé—, ¡la señorita Chumley no es una india piel roja! Pero, ¿qué es una remolcadora a vapor?
—Es una invención extraordinaria, señor Talbot —respondió sir Henry—, ¡y juro que sólo el genio inventivo de nuestra patria podría haberla producido! Es una embarcación con una caldera de vapor, cuya fuerza hace que a ambos baos giren unas grandes ruedas de paletas. Lanzaría al aire chorros de agua si las ruedas no estuvieran protegidas.
—Demasiado fuego debajo —dijo Anderson—. No me gustan esas cosas. Si explotaran, podrían incendiar toda una flota como yesca.
—Y si se quedaran sin las ruedas —dijo sir Henry—, no tienen velas ni remos. Le aseguro, Anderson, que todo el tiempo que nos remolcaron hasta que largamos el remolque por la amura de estribor al pasar al este de Eddystone, tuve que poner anclas colgadas del escobén y se balanceaban, entrechocaban y se movían tanto que perdimos un hombre que estaba en los beques porque se lo llevó la uña de un ancla, y el asiento con él.
—Están construyendo otra mayor en Portsmouth —dijo Anderson—. Eso va a destrozar el arte de navegar.
—Parecen tener una utilidad limitada —dijo la señorita Chumley—. Tienen un aspecto horrible.
—Son muy sucias —dijo sir Henry—, pero no se puede negar que nos remolcaron contra el viento en dos horas, cuando si nos hubieran atoado habríamos tardado todo el día.
Reflexioné:
—¿No podría un navío mayor funcionar en alta mar?
—Supongo que es posible, señor Talbot, pero no hace falta. Una vez que se sale a mar abierta, el barco se basta solo.
—¿No podríamos, entonces, tener buques de guerra a vapor, que salgan con las ruedas del puerto y busquen al enemigo?
Ambos caballeros de la Armada rieron a carcajadas… De hecho, nunca he visto tan animado al capitán Anderson. Durante unos momentos no les oímos más que expresiones entrecortadas de lobos de mar. Por fin, sir Henry se secó los ojos.
—Señor Talbot, se ha ganado usted una copa de vino, ¡y cuando entre usted en el gobierno, le ruego que acepte cualquier puesto, menos el del almirantazgo!
La señorita Chumley (y era tan conmovedor oír cómo saltó en mi defensa) habló como una pequeña heroína:
—¡Pero, tío, no ha respondido usted a la pregunta del señor Talbot! ¡Estoy seguro de que sería un espléndido almirante o como se llame!
—Prohibido reírse del señor Talbot —dijo lady Somerset—, y desearía mucho, sir Henry, saber lo que va usted a responderle.
—Bueno, lady Somerset —dijo sir Henry—, es la primera vez que la he oído a usted expresar un interés por el tema. ¡Creí que no le interesaba nada de la Armada, sino sólo los cabellos rubios, los relatos heroicos y la poesía! Dios mío, si tuviéramos remolcadoras a vapor lo bastante grandes para chocar con un enemigo, tendríamos que duplicar las tripulaciones para mantener la limpieza, ¡y no hablemos del carbón que gastarían!
La defensa de la señorita Chumley me había devuelto las fuerzas.
—Estoy convencido de que el genio mecánico de los británicos superaría todas las dificultades.
—Hable usted, mi comandante —dijo sir Henry—. Creo que tiene usted uno de los mejores intelectos que hay en el Servicio.
Me pareció que el capitán Anderson parecía un tanto indignado de que se le acusara de poseer inteligencia. ¡Después de todo, era casi llamarlo listo!
—La verdadera objeción —dijo—, si es que desean ustedes respuesta a una pregunta absurda, es la siguiente, nosotros podemos permanecer en la mar durante meses y meses. Un navío impulsado por vapor consumiría su carbón a medida que avanzaba. Como la eslora posible de un barco está limitada por la longitud posible de la madera adecuada para su construcción, nunca podrá avanzar más allá de una distancia fijada por la cantidad de carbón que pueda transportar en su casco. En segundo lugar, si se tratara de un buque de guerra, al llevar una rueda a cada lado se reduciría su flanco de andanada, es decir, el peso del metal que puede lanzar. Y en tercer lugar, durante un choque, si una sola bala golpeara las frágiles partes de su rueda, quedaría incontrolable.
—Nos han dado respuesta, señor Talbot —dijo la señorita Chumley—. Nos han derrotado en toda regla.
¡Ah, qué dulce fue aquel «nos»!
—Yo, por mi parte, no he podido entender lo que decía, capitán Anderson —dijo lady Somerset—, pues confieso que era la peor alumna de mi clase.
—Nada —dijo la señorita Chumley, con una leve sonrisa y mientras aparecía un delicioso hoyuelo en lo que (a fuerza de oír hablar a lobos de mar) estaba yo a punto de calificar de su mejilla de estribor—, nada en absoluto resulta tan atractivo en una jovencita como el grado correcto de ignorancia.
Pero tras su última observación, lady Somerset lanzó una mirada llena de significado a las otras dos damas, de forma que los tres caballeros nos levantamos inmediatamente. Las damas salieron y sir Henry nos indicó dónde ir. Y así me encontré, exiliado del paraíso, junto al capitán Anderson, aliviando a la naturaleza en el «tenebroso océano» de lord Byron. Consideré insoportable el verme privado de aquella boca sonriente y… ¡ay Dios mío, qué cosas digo! Aquello era lo que yo siempre había considerado un mito, un convencionalismo del teatro, el amor a primera vista, el coup de foudre, un cuento de hadas… ¡pero como había dicho ella, hay gente que los cree!
Es posible. Sí, es posible.
Volví rápidamente a la cámara y el coñac. Las damas no habían aparecido y yo sentía un terrible temor de que las hubiéramos visto por última vez. Mantuve una conversación inane, pero me quedé allí, dado que así hicieron los otros dos caballeros. Volvían a hablar en lobo de mar. Mencionaban la posibilidad de estirar la hembra del timón, de lo bien que corría a popa el Alcyone, de masteleros y de la borrachera de un teniente cuya negligencia permitió a sir Henry hacernos un amable cumplido, pues era una circunstancia afortunada y que le había permitido alcanzarnos. Ambos caballeros estuvieron de acuerdo en que si encontrábamos un mínimo de viento durante el día ninguno de ellos esperaba que la marinería actuara malhumorada por verse privada de su diversión. Me enteré de que el capitán Anderson, aunque se le había enviado una diputación, se había negado a dar una ronda de ron, pese a lo excelente de la noticia. No estaba dispuesto a dar más ron salvo anclados, pues dos dosis de ron en un solo día eran la vía más rápida hacia la indisciplina. Y así siguieron. Yo casi estaba desesperado cuando por fin volvieron las damas. Naturalmente, la cámara de una fragata ha de servir tanto de comedor como de salón. Sin duda se debió a una artimaña de lady Somerset el que yo me encontrara, contra todo protocolo, sentado nuevamente junto a la señorita Chumley, en lo que yo habría calificado de asiento de ventana, pues se hallaba bajo el gran ventanal de popa del barco, pero probablemente lo llamen algo distinto: quizá bancada de popa, pero, ¿qué más da? ¡Que Dios bendiga a lady Somerset!
Temo que hablé desordenadamente. No era el coñac. No era sólo las infinitas horas que parecía haber pasado sin dormir. Era la más trágica de todas las intoxicaciones, la más ridícula, la más dulce.
—Señorita Chumley, le ruego la allemande, y la cuadrilla, y el rondó, y el cotillón…
—¿Cuál debo escoger?
—¡Todos, por favor! No puedo soportar…
—No sería correcto, caballero. ¡Sin duda eso lo sabe usted!
—Entonces me declaro por la incorrección. Bailaremos la allemande en torno al palo mayor y el cotillón de un extremo del combés al otro y el…
—¡Señor Talbot! Una pobre jovencita indefensa como yo…
—¡Vamos! ¡Está usted tan indefensa como el Alcyone! No me cabe duda que tiene usted en su historial más conquistas que sir Henry. Ahora me ha añadido a mí a la lista.
—No tengo el corazón tan duro. Lo pongo en libertad. Tampoco…
—Tampoco, ¿qué?
—Se ha declarado la paz, caballero. Compartámosla.
—¡No será usted tan cruel como para separarme de usted!
—Lo hará el viento. ¡Ay, cuánto temo que se repita ese horrible movimiento! Créame, caballero, el mal de mer es tan repugnante y tan humillante que a una jovencita le deja de preocupar incluso lo poco agradable que es su situación.
—Quizá todavía los convenzamos.
—Las órdenes son algo terrible, caballero. Incluso cuando yo estaba totalmente postrada, sir Henry no estaba dispuesto a arriar ni una sola de nuestras velas para reducir el movimiento, pese a lo que se lo rogó lady Somerset. Ya ve usted cuán limitado es ese poder que me atribuye.
—Si se lo hubiera rogado usted…
—Yo era entonces un ser miserable, que no deseaba más que morir. Aunque ahora que lo pienso, cuando nos enteramos de que nos acercábamos inexorablemente hacia el navío de ustedes y no sabíamos si eran enemigos o amigos, ¡hallé totalmente aterradora la perspectiva inminente de la muerte que yo había deseado!
—¿Puedo decírselo en voz baja, señorita Chumley? Yo traté de hacerme el valiente, ¡pero yo sentí lo mismo!
Reímos juntos.
—¡Esa confesión le honra, caballero, y no la traicionaré!
—¿No estaba inquieta también lady Somerset?
La señorita Chumley me acercó sus oscuros rizos y me habló tras el abanico.
—Pero de forma muy correcta, señor Talbot. ¡Creo que esperaba estar a punto de conocer a un corsario!
Reí a carcajadas.
—¡Y encontrarse después con lo que llaman los marineros «nuestra miserable carga de madera podrida» ahí sentada con las troneras abiertas como fauces y casi todas desdentadas!
—¡Señor Talbot!
—¡Bueno, después de todo! Pero estamos decididos, ¿no? ¿Puedo tomar a usted de la mano tantas veces como el número de bailes que se considera correcto y quizá muchas más?
—Si me toma de la muñeca, señor Talbot, ¿qué puedo hacer yo sino someterme? Toda la culpa será de usted.
—Actuaré con todo descaro.
Se produjo una pausa. Fue entonces cuando hice mi única tentativa desesperada por lograr que aquella despreocupada conversación profundizara en algo de más valor. Pero en el momento en que respiraba hondo para hacer mi absurda confesión: señora, ha caído sobre mí un rayo, vi lo fija que se había puesto la sonrisa de lady Somerset. El capitán Anderson se puso en pie. Se me hundió el corazón al comprender que nuestra visita había terminado, debía terminar. No puedo decir cómo salí de aquel palacio embrujado, fui a mi conejera, pensando inmediatamente, con un nudo en la garganta (¡qué cómico!) en quién hablaría con ella en aquel mismo momento y… ¿pero qué estoy diciendo? No soy un poeta, cuya misión, ahora lo comprendo, es apaciguar a los hombres en esos momentos. «El Mundo Bien Perdido» o «Todo sea por el Amor». Así verdaderamente era mi repentina y abrumadora pasión. Tuve una aguda sensación de pánico ante la idea de mi aspecto, me toqué la cabeza y efectivamente, entre mis cabellos sentí la costra dura y desagradable de sangre coagulada, de manera que lo único que pensé fue en lo horriblemente asqueada que debía haberse sentido aquella «jovencita». Ella era todo cortesía y… pero yo estaba bien afeitado, seguía estándolo y mis ropas eran… ay, pobre idiota, pobre Edmund, qué caída, no, qué ascensión… ¡no, tampoco aquello, sino qué transformación! Pensé que debería sufrir, que ya sufría, pero no hubiera cambiado de lugar con ningún hombre del mundo, salvo que quizá hubiera algún hombre, algún otro hombre… ¡el Alcyone estaba lleno de ellos! ¡Ay, Dios mío!
¡Y no había descubierto cuál era la actitud de Anderson respecto de los duelos!