(6)

EL GRAN DÍA

Realmente no puedo llamarlo de otra forma. Ojalá pudiera hacer que aquel día, desde que me levanté en mi extraño contexto, me acompañara con todos sus detalles hasta la tumba. No tengo suficiente arte para conservarlo. ¡Palabras, palabras, palabras! Daría todas ellas y viviría mudo por un momento de… no, no las daría. Soy absurdo.

Hace sólo un momento estaba recordando la larga carta inconclusa de Colley. No puedo imaginarme que se imaginara muy hábil en cuanto a descripción y narración, pero esa misma inocencia, sus sufrimientos y su necesidad de un amigo, aunque sólo fuera una hoja de papel, imbuían a su escritura de una fuerza que yo puedo admirar, pero no imitar.

Ahora, mientras escribo esto, con las piernas apoyadas en la estructura de la silla mientras la cubierta vibra y cruje… llevo el capote incluso cuando estoy en el camarote.

Pero volvamos. Me desperté sudoroso en aquel calor húmedo. Cuando me vestí fue únicamente porque el ruido del vestíbulo era intenso y me habría impedido dormir aunque yo hubiera sido capaz de ello. ¡Además, las exigencias de la naturaleza no hacen caso de pequeñeces como una brecha en la cabeza! Así que, después del vestíbulo, fui cuidadosamente recorriendo el pasillo hacia los retretes de estribor. Quiero decir de la derecha desde la trasera del barco… ¡y al volver fue como si estuviera en un bazar! No sólo había balas y cajas, baúles y bolsas, sino que por entre todo aquello se agitaban nuestras pasajeras. Manejaban un batiburrillo de cosas dignas de un mercado oriental. Por allí andaba Zenobia con la pequeña señora Pike. La señorita Granham se levantó en medio de un arcoiris de vestidos ¡y me sonrió! Yo me había propuesto utilizar mi dolor de cabeza como excusa para evitar el baile, pero aquella sonrisa, junto con una mirada altaneramente amable de la señora Brocklebank (y confieso todo esto sin ambages), me hizo cambiar de opinión. Dije a Wheeler que fuera a buscarme la levita con faldones y los calzones cortos, junto con el traje fresco, cuyo tejido me había recomendado un hombre que había estado destinado en la India. Cuando me puse este último, incluso el salón de pasajeros se había convertido en una tienda de modas. Allí estaba la señorita Granham. En el mismo lugar donde se había sentado el día anterior y no diré yo que guapa, pero indefiniblemente emocionada, de buen humor y atractiva. Llevaba un vestido de seda azul oscuro con un chal grande y complicado de color azul más claro cruzado sobre el pecho. Parecía más su gerente de lo que resultaba oportuno para una institutriz. Pero entonces, buen Dios, recordé a tiempo que ya no era institutriz, sino la prometida de un hombre que, por horribles que fueran sus ideas políticas, gozaba, no obstante, de medios considerables y sin duda era un caballero. ¡En resumen, era la señorita Granham salida de la crisálida!

—Buenos días, señorita Granham. Está usted radiante cual el día.

—Bellas palabras de nuestro valeroso defensor. Más lo serían si brillara el sol.

—La niebla es dorada.

—Eso ha sido casi poético. ¿Cómo va su cabeza, caballero?

—Ahora comprendo lo que significa el dicho de «corazón de roble»[1]. Parece que ahora yo tengo un techo de roble.

—La ropa que lleva usted es admirablemente acertada para este clima.

—He buscado la comodidad. Pero ustedes, las damas, están haciendo lo imposible por deslumbrarnos.

—Usted no tiene muy buena opinión del carácter de las damas, caballero. La triste verdad es que estamos preparándonos para todo un día de festejos. Comeremos en la cámara de oficiales del Alcyone. ¡Después daremos un baile en nuestra propia cubierta y nuestros propios marineros nos obsequiarán con una función!

—¡Cielo santo!

—Creo que quizá valga de algo en este, este…

—¿Barco que no es precisamente de la felicidad?

—Eso lo ha dicho usted, caballero, no yo.

—¡Pero un baile!

—Nuestros vecinos tienen una banda.

—¡Pero una función representada por la marinería!

—Espero que sea edificante, pero me temo que no.

—En todo caso el baile… Señorita Granham, ¿puedo solicitar que me conceda una danza?

—Me siento halagada, pero ¿no deberíamos esperar? A decir verdad, no estoy totalmente al tanto de lo que opina el señor Prettiman sobre esas actividades, y hasta entonces…

—Naturalmente, señora. No digo más, pero abrigaré esperanzas.

Se abrió la puerta y entró corriendo la guapa señora Brocklebank. Llevaba en los brazos un tejido vaporoso. Al cabo de un segundo, nuestras damas estaban unidas en una conversación de tal profundidad técnica que me retiré sin interrumpirlas. Si he calificado a la forma de hablar de nuestros marineros de «lobo de mar», entonces he de definir que lo que decían nuestras damas, ambas hablando al mismo tiempo, era perfecto idioma «de modista». Confirmaba lo que había sentido cuando Pike me había hablado del «bao de babor». Comprendí que mis esfuerzos por hablar igual que los marineros resultaban muy afectados. ¡Era como si me pusiera a hablar de dobladillos, sisas y bodoques! Que el resto de los pasajeros tratasen de hablar como marineros. ¡Yo me limitaría al lenguaje de la gente de tierra! De manera que adiós Falconer y su Diccionario Marítimo, sin el menor pesar, sino, por el contrario, un cierto alivio.

Fui a mi conejera a buscar el sombrero y salí al combés. Entre la niebla se percibía débilmente el sol, que no se había elevado más de su propio diámetro sobre el horizonte, pero ya estaban aparejando… quiero decir, llevándose a cabo, los preparativos para nuestro extraordinario día de festejos. Quizá sea permisible el término de «aparejando», como algo que ha perdido su sentido técnico y preciso y adquirido el general. Pero aunque estoy persuadido de que jamás olvidaré aquella escena, sin embargo, es preciso describirla. A partir de la cima de nuestra verga de mayor habían entoldado todo nuestro barco, fuese con velas utilizadas con ese fin o con auténticos toldos. Aunque el sol, que seguía subiendo rápidamente, todavía penetraba bajo ellos, más tarde darían una sombra muy de agradecer. El Alcyone tenía sus toldos al mismo nivel, aunque naturalmente en posición más alta en sus mástiles. Hacían el mismo efecto que dos calles vecinas: éramos una pequeña ciudad, o por lo menos un pueblo, un pueblo perdido aquí en medio del desierto. Era absurdo. El comportamiento desordenado, casi de motín, de nuestros marineros cuando se enteraron de la noticia de la paz había desaparecido y ahora trabajaban por todas partes en silencio y con aparente buena voluntad. Era la perspectiva de la función. Como si fueran niños, habían entrado en el mundo del «érase una vez» y, por así decirlo, estaban contentos en él. Estaban colgando de los toldos grímpolas y gallardetes. Había incluso flores, no procedentes del camarote del capitán, como pensé al principio, sino hechas de forma muy ingeniosa con pedazos de tela. ¡Desde el Alcyone llegaban las notas de una pequeña banda de música que ensayaba! Y pese a todo continuaba el trabajo permanente de los barcos: había dos marineros a nuestro inmóvil timón y otros dos al del Alcyone. Nuestro extraño navegante mayor recorría la toldilla, con un anteojo bajo el brazo, mientras un guardiamarina hacía lo mismo a bordo de nuestro vecino. A mí no me cabía duda de que por encima de los toldos seguían trabajando en los muñones de nuestros mástiles decapitados y que en algún punto del trinquete, del mayor o del palo de mesana el vigía contemplaba el horizonte del cual el sol ya iba haciendo que se levantara la niebla. Era todo tan inesperado y tan extraño que se me olvidó el zumbido de la cabeza y casi volví a ser el de siempre. Ahora advertí que nuestras dos calles se mantenían separadas por esos enormes hatos de madera que cuelgan a los costados de los muelles para impedir que los buques sufran excesivamente cuando se rozan con la piedra. La pasarela inclinada formaba una calleja que unía nuestras dos calles oceánicas. Era lo bastante ancha para que pasaran por ella incluso las damas. Había dos infantes de marina vestidos de rojo apostados al extremo de la calleja que daba al Alcyone, y de nuestro lado había dos de los soldados de Oldmeadows, evidentemente malhumorados, uniformados de verde. Fui al cairel y miré al otro lado. ¡Justo a tiempo para ver cómo se cerraba una tronera, o por lo menos la última pulgada furtiva! Así que aquélla era una de las formas en que la marinería de ambos barcos se comunicaba, tanto si sus oficiales lo permitían como si no, ¡y, naturalmente, de un mástil a otro, de una verga a otra, igual que los monos se desplazaban en la selva! ¡Qué difícil es mantener una perfecta disciplina cuando hay dos barcos juntos!

Subió por la pasarela un guardiamarina del Alcyone que me saludó y, tras preguntarme cómo me llamaba, me presentó una nota blanca y levemente perfumada. La desdoblé. El capitán sir Henry y lady Somerset solicitan el placer de la compañía del señor Edmund Fitz H. Talbot en la comida que se celebrará a bordo del Alcyone al mediodía, si no lo impiden el viento y el tiempo. Innecesario ir de etiqueta, bastará con una respuesta verbal.

—Acepto complacido, naturalmente.

Volví a mi conejera. Recuerdo claramente cómo me dije que no se trataba de un sueño ni de una fantasía provocada por mis heridas en la cabeza. Pero con aquel extraordinario villorrio o aldea construido a mil millas de cualquier parte y envuelto ahora en una húmeda niebla que parecía invadirme el intelecto al igual que flotaba en nuestras cubiertas, lo que había ocurrido antes y lo que iba a ocurrir parecía carecer de importancia, ser incluso trivial, de forma que la Inglaterra a nuestras espaldas y las Antípodas ante nosotros no eran más que líneas trazadas en un mapa. Y había regresado Wheeler, interceptado por una fragata de una forma tan improbable como si un hilo lanzado contra el ojo de una aguja pasara por ese ojo. El aquí era lo único que importaba. Las dos calles adyacentes… y sonó la campana del Alcyone, a la cual hizo eco inmediatamente la nuestra, de forma que sonaban las cuatro campanadas de la guardia de la mañana, con el grito de «¡servicio de ron!» duplicado en nuestra cubierta a unas yardas de mí… las multitudes que se hacinaban en aquellas cubiertas y las cubiertas por debajo, las actividades agitadas pero sólo comprendidas a medias que se realizaban veinticuatro horas al día en ambos barcos para que la vida siguiera siendo soportable… la entabladura con sus hendiduras negras y a veces chisporroteantes… aquellas líneas paralelas que a veces imponían una sustancialidad monótona y enfermiza, de forma que su movimiento era algo maligno… aquello era lo único real.

¡Qué patético! He tratado de decir lo que quiero y no lo logro. Aquel lugar tropical inexistente era el mundo entero, el mundo imaginable entero. Nos hallábamos en un punto clave de la historia, al final de la mayor guerra, en medio del viaje más largo, en… ¡en la nada! Un todo, un asombro, una facticidad gélida. Estoy torturando el idioma a fin de esforzarme para decir lo que quiero, y no lo logro.

—Edmund.

Me volví en mi silla. Deverel se había asomado a la puerta. Debo confesar que no me agradaba su visita.

—¿Qué pasa, Deverel? Estoy a punto de…

—¡Cielo santo! ¡Y tiene su propia provisión de coñac! Por favor, una copa para el chico malo de la clase.

—Sírvete. Pero, ¿no te han…?

—¿Prohibido beber igual que al hijo del cura? Maldita sea, estamos en tiempos de paz y no soporto que me sigan maniatando. Si no me levanta el arresto, le voy a partir la espada en la cara, desembarco y que sea lo que Dios quiera.

—No sé de qué me hablas.

—Pero, mi querido Edmund, ¿qué puede hacer él? ¿Conseguir que el Primer Lord del Almirantazgo manifieste su desagrado por escrito y en pergamino? Que se deshaga de mí; no se deshará más que de mi espada, una mierda de cuchillo que ya no me vale de nada ahora que reina la paz.

—La espada de un caballero…

—Al este de Suez basta con que uno sea hombre blanco.

—No estamos al este de Suez.

Deverel se bebió una parte extraordinaria del vaso de coñac. Le hizo toser. Después…

—No puedo suplicarle a ese tipo. Sería como renunciar a mí mismo además de a mi espada. He de mantener la dignidad.

—Todos hemos de hacerlo.

—Te explicaré mi plan. Tienes que decirle lo que me propongo.

—¿Decírselo yo?

—¿Y quién si no? Los demás son como conejos. Además, ¿qué tienes que perder tú?

—¡Muchísimo!

—Dile que me comprometo a no crear problemas hasta que lleguemos a puerto.

—Eso está bien.

—Espera. Entonces renunciaré a mi despacho.

—O te lo quitarán, Deverel.

—¿Qué apuestas? No estás bebiendo Edmund y hoy estás muy aburrido. Si prefieres, dile que en cuanto haya dejado de ser oficial le llevarás mi desafío…

—¿Yo?

—¿No entiendes? ¿Te imaginas al viejo gruñón ante un desafío?

—Sí.

—Pero si cuando se creyó que el Alcyone podía ser gabacho temblaba como una vela al viento.

—¿Lo dices en serio?

—¿No lo viste?

—Subestimas a ese hombre.

—Eso es asunto mío. Pero, ¿vas a decírselo?

—Mira… Deverel… Jack. Eso es una locura.

—¡Vas a decírselo!

No dije nada durante un brevísimo momento, al cabo del cual me resolví:

—No.

—¿No? ¿Sin más?

—Lo siento.

—¡Juraría que no es verdad! ¡Tenía mejor idea de ti, Talbot!

—Escucha. Trata de ser sensato. ¿No comprendes que no puedo en ninguna circunstancia comunicar al capitán algo que no es ni más ni menos que una amenaza abierta? Si no estuvieras demasiado excitado…

—¿Crees que estoy bebido? ¿O demasiado enfadado?

—Claro que no. Cálmate.

Deverel se sirvió otra copa, no tan llena como la primera, pero bastante. La botella chocó contra la copa. Era fundamental impedir que se emborrachara de verdad. Permití que se me disparase la mano y le quitase la copa.

—Gracias, muchacho.

Durante un momento pensé que estaba a punto de darme un golpe. Después, con una extraña risa:

—«Lord Talbot». Debo confesar que eres muy tranquilo.

—¿Era para ti? Lamento…

—No, no. Tómatela.

—Primer día de paz. ¡Que corra el ron!

Me dio un ataque de tos. Deverel me contempló en silencio y después se sentó lentamente en el extremo más alejado de la litera.

—Edmund…

Lo miré por encima del borde de la copa.

—Edmund… ¿qué debo hacer?

Deverel ya no tenía aspecto feroz. Resultaba extraño, pero después de todas las actividades temerarias de las últimas veinticuatro horas, era como si tuviera ante mí un joven mucho menos seguro de sí mismo, en lugar del que yo conocía. Observé ahora que, pese a poseer una estatura superior a la media, era delgado y poco musculoso. En cuanto a la cara… Advertí asombrado que la forma en que hacía que la barba se le proyectara hacia adelante era una tentativa, de la cual quizá no tuviera conciencia, de compensar una barbilla débil y ligeramente hundida. ¡El caballero Jack, el honorable Jack el temerario! Había sido un paroxismo de rabia y, sí, de miedo, lo que había dado a su brazo derecho la fuerza momentánea para hundir tanto la hoja de su espada en el cairel. Mi comprensión de ello fue tan completa que me sentí tan perdido y tan asustado como lo había estado él. El saber demasiado es algo terrible. Comprendí que de no haber sido por el apoyo de su apellido y un aire que se derivaba más de la imitación que de la dignidad, podría haber sido un tabernero, un lacayo, un valet. Resultaba inquietante contemplar a aquel hombre a quien una vez había considerado el más caballero de los oficiales… Lo cual verdaderamente… Todo resulta tan confuso… ¡Lo cual verdaderamente era! Su negligencia y su intemperancia no tenían nada que ver con lo que yo veía y comprendía ahora. Su último plan demencial, al depender como dependía de una cobardía física del capitán Anderson, de la cual no existía ni la más mínima prueba, era una fantasía. Anderson recibiría un desafío de Deverel, civil o no, con menosprecio, y nadie se lo reprocharía. ¡No se debía permitir a Deverel que siguiera adelante!

—¿Hacer, señor Deverel… Jack? Déjame pensar.

Se echó atrás, con la espalda un poco inclinada, como si se hubiera disipado una parte de la tensión. ¡Parecía casi respetuoso, como si se hallara ante un Pensador! Pero la verdad era…

—Mira, Deverel…

—Hace un momento era Jack, y no digamos cuando estábamos a punto de saltar al abordaje.

—¡Cierto! Ése es un momento que recordaremos, ¿eh? Jack, pues. Pero mira. Me he dado un golpazo, o mejor dicho tres golpazos en la cabeza… La verdad es que no estoy en condiciones de pensar. Me sigue doliendo.

—Una copa…

Hice un gesto involuntario e impaciente con la mano derecha.

—Ya sabes que me gustaría… que haré todo lo que pueda. Lo primero es hablar con Summers.

—¡Por Dios! ¡Ese tipo es un puritano!

—¿Es verdad? Sabía que le preocupaban mucho las cuestiones morales, pero no había creído…

—¿Es lo mejor que se te ocurre?

—Es el primer paso. Tengo que enterarme de cuál es la situación, quiero decir en derecho naval. Tú estás implicado demasiado personalmente y todavía no ves las cosas con claridad.

—¡Estabas tú delante!

—Físicamente sí, pero estaba inconsciente. Aquel cabo, me dejó sin sentido.

—¿Y en esto consiste tu ofrecimiento de ayuda?

—Lo que te pasa, Deverel, es que quieres que todo se haga inmediatamente.

—¡Muchas gracias, señor Talbot!

—Estoy tratando de ayudarte. No puedes esperar de mí que actúe inmediatamente, como un oficial de la marina.

—¡Desde luego que no, vive Dios!

—¡Cálmate otra vez! No puedes actuar en esto como si saltaras al abordaje de un enemigo. Si corres demasiado lo fastidiarás todo.

—¿Cómo? ¿Con dos capitanes de navío y media docena de oficiales de grado superior al mío en estos barcos? ¡Me pueden organizar un consejo de guerra más fácil que la puñeta! ¡Al diablo con ellos y contigo!

—¡Jack!

Su nombre lo calmó. ¡Qué raro, otra vez! Aunque parecía malhumorado y jadeaba, sin embargo siguió hablando en tono más bajo:

—Son suficientes para organizarme un consejo de guerra ahora mismo.

—¿Cuándo es posible que el viento nos vuelva a poner en marcha en cualquier momento? Ya sabes que no tengo instrucción en asuntos navales, pero juraría que no te pueden juzgar en alta mar. Ya no es tiempo de guerra, y no es como si hubiera habido un motín. ¡No te has portado con violencia con ese hombre! Además, maldita sea, mientras se mantenga este tiempo, vamos a celebrar un baile y asistir a una función, ¡y por si no bastara, tengo que ir a comer con sir Henry! Maldita sea, hombre, ¿no entiendes que con la paz y la abdicación y esta solución de una gran crisis en los asuntos del mundo civilizado…?

Deverel se irguió al borde de la litera.

—¿A comer? ¡Pues, hombre, ésa es tu oportunidad! ¡Puedes estar seguro de que también irá Anderson! Si le dices algo en presencia de sir Henry cuando hayan servido las copas…

—Casi no bebe. Además…

De golpe me di cuenta de que la herida de la cabeza me zumbaba. ¡No… me cantaba!

—¡Si supieras cómo me duele esta maldita cabeza!

—Entonces no vas a hacer nada.

—Tengo que ver cómo está el terreno, ¡suponiendo que esa expresión signifique algo en este limbo de agua infinita! Es mucho lo que podemos hacer si actuamos con cuidado.

—Quieres decir que espere. ¡Soportar esta humillación de un hombre a quien mi padre no admitiría a su mesa!

—Trataré de hacer todo lo posible por ti, por poco que sea ese todo.

—¡No te me emociones!

Aquel lugar común me divirtió. Era verdad que yo había hablado de forma emotiva. Pero, no sé por qué, hacía que Deverel me resultara más agradable. Vio mi sonrisa involuntaria, la interpretó mal y estaba a punto de indignarse otra vez, de manera que hablé deprisa y casi sin pensarlo.

—Si está Anderson, llevaré la conversación hacia el tema de los duelos y averiguaré cuál sería su reacción a un desafío.

—Pues… ¡es muy posible que le horrorice la idea de que disparen contra él!

Lo miré muy asombrado. ¡Anderson, un capitán de navío que según los informes había participado en batallas tan sangrientas! ¡Anderson, que había saltado al abordaje cuando era guardamarina y que después había metido un brulote en el Golfo de Vizcaya a las órdenes de Cochrane! Aquel asunto contenía aspectos imprevistos para mí. Deverel estaba muy excitado, de una forma que no se podía explicar por una sola copa de mi coñac. Estaba muy animado, se frotaba las manos y sonreía. Trate de calmarlo.

—Lo que es más importante, querido amigo, es que quizá tenga la fortaleza… algunos lo llamarían presencia de ánimo… para rechazar de plano todo desafío. En el país es mucha la gente que piensa que es una locura jugarse la vida por un asunto trivial. Claro que no estoy diciendo que tu asunto sea trivial. Pero otros quizá lo pensarían.

—Lo piensan, lo piensan.

—Trataré de averiguar lo que opina.

—¿Nada más?

—De momento, no puedo hacer nada más.

—De momento. Una frase muy cómoda, señor mío.

No dije nada. Deverel me miró con gesto crítico. Después adoptó una expresión francamente burlona. Me limité a decir:

—Repito. De momento no puedo hacer nada más.

Se quedó callado un momento, pero contemplando el espejo que había encima de mi lavabo de lona. Después:

—Igual que los demás.

Yo no comenté nada. Él siguió diciendo:

—Vamos, ya sé lo del caballero Jack y el temerario Jack, pero, ¿no ves que es en burla? ¿Recuerdas que cuando lanzamos al mar a Colley Summers aplazó deliberadamente darme la orden de echar la cangreja a popa hasta que casi perdimos el codaste? Pero creía que tú eras un caballero, no uno de esos malditos lampazos chusqueros y que tú por lo menos te pondrías de mi parte y no aspirarías a hundirme…

—¡Debes de estar loco!

No respondió nada, pero al cabo de unos momentos se puso en pie lentamente. Me miró de lado e inició una sonrisa desagradable, una especie de sonrisa hacia sus adentros o reprimida, como la de alguien que es capaz de una percepción y una cautela infinita al hallarse entre sus enemigos. Abrió la puerta del camarote, miró rápidamente a un lado y al otro y después prácticamente desapareció de mi vista. Me dejó sumido en un estado de gran perplejidad y confusión. Lo peor era que yo me había comprometido a una cierta intimidad con aquel hombre y ahora me sentía poco inclinado a intervenir en contra de su castigo por algo que yo no podía interpretar sino como el resultado justo de su abandono del deber. Sobre todo, no deseaba perjudicar en modo alguno el grado de comprensión y de tolerancia mutua que existía ahora entre el capitán Anderson y yo. Todo aquello era muy irritante. Yo no tenía nada que ganar en meterme a defenderlo en aquel asunto, y estaba cada vez más convencido, por utilizar una expresión brusca, de que Deverel sencillamente no se lo merecía.

Las campanas del barco me hicieron volver a la realidad inmediata. ¡Era la hora exacta para la que estábamos citados al festín! Me miré en el espejo, me atusé el cabello en torno a la herida (titubeé un momento: ¿para qué ir? ¿por qué no acostarme?). Sin embargo, me arreglé la ropa y me abrí camino por la nueva tienda de modas. Al hacerlo, escuché, en medio de todos aquellos pies desnudos que se arrastraban, el ruido de unas pisadas firmes y conocidas por encima de mi cabeza. Seguí al capitán a la ancha pasarela que estaba atravesando. Al llegar al final se quedó inmóvil, con el sombrero sostenido frente al pecho. Como yo lo seguía muy de cerca, me costó trabajo no chocar con él. Sin embargo, tuve el buen sentido de agarrar con la mano izquierda una cuerda que colgaba, sacarme el sombrero con la derecha y después ponerme casi tan rígido como el capitán. En torno al pie de la pasarela la cubierta estaba llena de gente, y la ceremonia fue casi tan complicada como la del funeral de Colley. En este caso había grumetes de guante blanco, contramaestres con silbatos, infantes de marina con mosquetes, más infantes de marina con tambores y trompetas, algunos guardiamarinas y un teniente o dos, y resplandeciente al final de aquel ceremonioso pasillo estaba sir Henry Somerset, que había tenido la poca amabilidad de vestir su uniforme de gala, con la banda de su orden del mérito trazando arrugas en medio del esplendor de su curva de la felicidad. Sonaron las trompetas, vibraron los tambores, chillaron los silbatos y todos nuestros grupos de marinería se pusieron firmes mirando hacia la niebla. ¡Todo aquello porque un hombre pasara de una plancha a otra! Terminó la ceremonia. El capitán Anderson había sido reglamentariamente recibido a bordo del Alcyone y las dos tripulaciones podían seguir con sus asuntos, que a mí me parecían sorprendentemente diversos y complejos, habida cuenta del estado del tiempo, pues desde la pasarela casi no se distinguían las proas y las popas de ambos barcos. Di un paso adelante para recibir un saludo afabilísimo de sir Henry, que no había tenido el honor de conocer a mi padrino, aunque, al igual que todo el mundo… etcétera. Nos llevó hacia sus aposentos, hablando en todo momento con nuestro capitán. ¡La guerra naval es una lotería! Sir Henry es más bien corpulento que impresionante. Su riqueza se apreciaba por todas partes. Las molduras de la toldilla estaban sobredoradas. Fuimos hacia la escala (no, me niego a ser seducido), a la escalera, por un camino de esteras de fibra de coco tendidas para que no nos mancháramos los zapatos con la brea que se derretía. Había chimeneas de lona que subían desde el saltillo y estaban arranchadas en el aparejo de mesana (¡maldita sea, veo que mi determinación de no hablar como un lobo de mar es casi imposible de mantener!), para tratar de sustituir el hedor del interior del barco por un aire más puro. Llegamos al saltillo de popa y al extremo de las esteras miré hacia abajo y empecé a tratar, cuidadosamente y sin éxito, de evitar las costuras de brea, cuando sir Henry se dio cuenta de lo que hacía.

—Señor Talbot, le ruego que no se moleste. Aquí no hay nada que pueda mancharle los zapatos.

También el capitán Anderson se había detenido y miraba hacia abajo.

—¡Amoldado, por todos los diablos!

Parecía que mi lenguaje de lobo de mar iba a ampliarse justo cuando yo había decidido abandonarlo.

—¿Amoldado, sir Henry?

Sir Henry hizo con la mano un gesto como para quitarle importancia.

—Una de mis presas fue un cargamento de maderas raras. Tuve suerte. Ya saben, es ébano.

—Pero, ¿amoldado, sir Henry?

—Significa sustituir la filástica alquitranada que suele utilizarse y que tanto nos mancha los pies por planchas de maderas duras. Las más estrechas son de caoba. Se me ocurrió la idea por lo que vi a bordo del yate real cuando tuve el honor de que me presentaran a Su Alteza Real. ¡Aquí todo es de lo mejor, se lo aseguro! Pasen ustedes, capitán Anderson, señor Talbot.

—Pase usted, mi comandante.

—Le ruego, mi comandante…

Descendimos a la cámara. La dama que vino hacia nosotros no andaba, ni siquiera flotaba, sino que nadaba. Lady Somerset merecía la atención inmediata de cualquier caballero. Era una mujer hermosa, casi bella, e iba vestida a la última moda… De hecho, me pareció que su atavío era más adecuado para la noche que para el mediodía. ¿Era esto lo que ella llamaba «no ir de etiqueta»? Sobre el escote le resplandecía un verdadero cúmulo de zafiros, iguales que los que llevaba en las orejas y las muñecas. ¡Sir Henry debe de haber interceptado al joyero de la Sublime Puerta! Llevaba el vestido de cintura muy alta bajo el pecho en lo que… pero todavía no he aprendido a hablar el lenguaje de la moda. Tampoco dispuse más que de un momento para absorber su aparición, pues se inclinaba hacia mí y gemía. No puedo describir con ninguna otra palabra la forma en que tras aceptar el brusco saludo de Anderson, una brusca inclinación de cabeza, se apartó de él, se insinuó en mi dirección, me miró absorto a los ojos, como si nos halláramos asistiendo a un momento de gran emoción, después volvió a insinuarse de regreso hacia nuestro capitán y murmuró con una honda voz de contralto: «¡Tanto gusto!». Como parecía estar a punto de desmayarse ante la idea de tanto gusto, quizá resultara oportuno que nos alargara una mano a cada uno, como si pidiera nuestro apoyo. Sin embargo, estaba un poco demasiado fragante para mi gusto. Estaba levantando mi mano hacia la suya, cuando con un movimiento como el de un alga en el agua, movió ambas manos en el otro sentido y volvió a gemir:

—¡Nuestra querida, nuestra inapreciable Janet!

No cabía duda del motivo por el que Janet era tan inapreciable. En una mano llevaba un bastidor de bordado con su género (la aguja y el hilo todavía metidos en el dibujo), junto con un abanico apuntando al suelo, y en la otra mano un libro en el cual señalaba con un dedo la página que había estado leyendo. Bajo un brazo llevaba un cojín, y como si no le bastara con aquella carga, en los dientes llevaba una cinta. Me pareció una hembra de extraordinaria fealdad. Al clasificar a toda velocidad a aquellos nuevos conocidos conforme a la información de que disponía, la coloqué inmediatamente en el compartimento etiquetado «dama de compañía». Entre tanto, ella me hizo una gran reverencia y después salió corriendo de la cámara.

—La señorita Oates —murmuró lady Somerset—, una pariente.

—Una pariente lejana —explicó sir Henry—. Lady Somerset no quiere separarse de ella. Tiene un corazón muy generoso. Quiere tenerla a su lado, y ¿cómo voy a decir yo que no?

—¡Mi querido sir Henry no me niega nada, nada en absoluto!

Estaba yo a punto de dar la respuesta galante adecuada cuando a sir Henry se le iluminó la cara y habló con voz más enérgica:

—¡Entra, Marion, entra! ¡Estaba seguro de que ya estarías despierta y activa!

El rayo que dio en la cofa de la mesana fue cayendo y fundió al conductor en gotas al rojo blanco. El mástil se partió y saltaron astillas en todas las direcciones en medio de la niebla. Se abrió la escotilla de golpe y el fluido eléctrico me destruyó. Enmarcó a la joven que estaba ante mí en un halo de luz blanca.