¡El rugido que siguió a aquellas palabras fue casi tan extraordinario como el ruido del cañonazo! Vi que el capitán Anderson se daba la vuelta y dirigía la bocina hacia el combés, pero era como si hubiera perdido la voz.
Nuestro barco estaba lleno de figuras en movimiento, e incluso diría que daban saltos. Acá y acullá aparecían luces, como por arte de magia, aunque las bengalas de señales habían ido cayendo al mar, una por una. Había quienes subían faroles al aparejo de nuestro navío. Alguien estaba quitando las pantallas de nuestros grandes fanales de popa. Por primera vez en mi experiencia nuestras cubiertas de toldilla y superior estaban ambas irradiadas por la gran iluminación de sus lámparas de aceite. El Alcyone se estaba acercando y, aunque parezca extraño, se iba haciendo más pequeño cuanto más se aproximaba. Vi que tenía más o menos la misma eslora que nosotros, aunque algo menos de puntal. Summers estaba de pie en nuestro castillo de proa, y estaba abriendo la boca y dando gritos, pero no se oía lo que decía. Había un suboficial o un contramaestre, o lo que fuera, que no paraba de aullar órdenes relativas a cabos y defensas, mientras una voz anónima (¿podría ser la de Billy Rogers?) exhortaba tres veces a gritar tres hurras, de forma que éstos resonaron incesantes con sus correspondientes respuestas del Alcyone. Ahora éste se hallaba tan cerca que yo podía distinguir barbas y cabezas calvas, caras negras, morenas y blancas, ojos y bocas abiertas y sonrisas a centenares. ¡Aquello era un manicomio, y yo, con las luces, los ruidos y la noticia estaba casi tan loco como los demás!
Entonces comprendí que aquello no era presunción mía y que efectivamente estaba loco. Antes de que se montara bien segura una pasarela entre nuestros dos barcos, un hombre pasó diestramente de su amurada a la nuestra. ¡Era, tenía que ser, una alucinación! Pues se trataba de Wheeler, aquel astuto criado que había caído al mar y ahogado hacía tantos días… Wheeler, que tanto sabía y tanto maquinaba. Era el mismo, con la cara, antes tan pálida, moteada de las lesiones causadas por tanta sal y tanto sol, con sus dos mechones de cabellos blancos igual de erguidos que siempre a ambos lados de su calva. Primero habló con Summers y después se dio la vuelta, dirigiéndose hacia la toldilla superior, donde estaba yo.
—¡Wheeler! ¡Maldita sea, te habías ahogado!
El hombre sufrió una gran convulsión. Sin embargo, no dijo nada, sino que se quedó mirando el machete que llevaba yo en la mano.
—¡Ahogado! ¡Qué diablos!
—Permítame, caballero.
Me quitó el machete de la mano con una inclinación de la cabeza.
—¡Pero, Wheeler! Esto es…
Una vez más, la misma convulsión.
—Me quedaba demasiada vida, caballero. Está usted herido, caballero. Le llevaré algo de agua al camarote.
De repente me di cuenta de que yo llevaba años con los pies fijos en el mismo sitio y en la misma postura. Parecía que se me hubieran quedado pegados a la cubierta. En la mano derecha tenía impresas las huellas de una empuñadura. Descubrí que tenía la cabeza en un estado terrible de dolor y confusión. De pronto comprendí qué aspecto debía presentar a tanta gente nueva y fui corriendo a arreglarme lo más posible. Al mirarme en mi diminuto espejo vi que efectivamente tenía la cara ensangrentada y el pelo todo empegotado. Wheeler trajo agua.
—¡Wheeler! Eres un fantasma. ¡Te he dicho que te habías ahogado!
Wheeler se dio la vuelta del lavabo de lona en el que había vertido una lata de agua fría. Me llegó con la mirada hasta el cuello, pero no más arriba.
—Sí, señor. Pero sólo al cabo de tres días, caballero. Creo que fueron tres días. Pero, naturalmente, tiene usted razón, caballero. Después me ahogué.
Se me pusieron los pelos de punta. Entonces levantó la mirada hasta cruzarla con la mía. No parpadeó.
—Sí, señor, me ahogué. ¡Pero me quedaba demasiada vida!
Verdaderamente era desconcertante y molesto que me hablara así. Además, aquel hombre necesitaba que se le calmara.
—Bueno, Wheeler, eres un tipo con suerte. Te han recogido y se acabó. Dile a Bates que ya no necesitaré sus servicios.
Wheeler hizo una pausa. Abrió la boca y durante un momento pensé que tenía algo más que decir, pero la volvió a cerrar, hizo una leve inclinación y se retiró. Me quedé en mangas de camisa y me quité toda la sangre que pude de la cara y las manos. Cuando terminé, me derrumbé en mi silla de lona, exhausto. Se estaba haciendo evidente que iba a pasarme toda esta extraña temporada herido y que todo iba a ser como un sueño. Traté de comprender lo que significaba la noticia y no lo logré. La guerra (salvo la breve y engañosa paz del año ocho) había sido el único estado que conocía yo. Ahora la guerra había terminado, ese estado había cambiado y yo no podía llenar aquel vacío con nada que tuviera sentido. Traté de pensar en un Luis XVIII en el trono de Francia y no lo logré. Traté de pensar en todas las glorias del antiguo régimen (¡que ahora sin duda se llamaría el nuevo régimen!) y advertí que no podía creer que jamás se repitieran: ¡el sentido común, la conciencia política no lo permitirían! El estado del mundo estaba demasiado cambiado por las catástrofes: el estado de Francia, la ruina de sus grandes familias, una generación expuesta primero a la seducción de una libertad y una igualdad imposibles y después a los sufrimientos impuestos por la tiranía, la pobreza y la sangre derramada por sus soldados, y pensé sin quererlo que el mundo que nuestra gente del común estaba celebrando con tanto ruido sería triste. Pero me seguía atronando la cabeza con sus propios ruidos, y aunque nadie podía pensar en dormir en aquellos momentos, ¡no sabía si mis fuerzas serían suficientes para la ordalía de nuestra celebración! Traté una vez más de comprender lo que había pasado: un punto clave de la historia, una de las grandes ocasiones del mundo, estábamos en una divisoria de los tiempos, etcétera, pero de nada valió. Se me convirtió la cabeza en escenario de imágenes y pensamientos confusos. Una hilera de balas de cañón como aquélla junto a la que me había agachado yo en la cubierta de baterías parecía ser el emblema de los millones de toneladas de hierro viejo que yacían en las cuatro esquinas del mundo civilizado… que ahora jamás se utilizarían, cañones oxidados que sólo valdrían para amarrar a ellos los caballos, los mosquetes y las balas se venderían como curiosidades, las espadas, mi famoso machete… parecía que no tenía sitio en la cabeza para tanto hierro y tanto plomo. ¡Y los barcos recién construidos, pero que ahora jamás se botarían!
Debo reconocer que en aquellas circunstancias tuve una sensación muy excéntrica. Fue de temor. Durante un momento por fin penetró en mi confusa conciencia la realidad de la situación. El temor no era un miedo grosero y vulgar como el que me había inmovilizado en la cubierta cuando escuché lo que creía ser el primer disparo de mi vida hecho para matar, ¡sino un temor más amplio, casi universal, ante la perspectiva de la paz! Los pueblos de Europa y nuestro propio país estaban ahora liberados del deber sencillo y comprensible de combatir por su patria y su rey. Era una extensión de aquella libertad que ya había convertido a sociedades ordenadas en imágenes del caos. Me dije que alguien perteneciente al «sector político» debería celebrarlo, pues ahora los asuntos ya no quedaban librados al arbitraje mortal de las espadas. Le había llegado su vez al político, nuestra vez, ¡mi vez! Pero había pasado el momento de claridad y volvía a tener la cabeza de lo más confusa. El hecho es que durante un momento creo que lloré.
Pero oía a nuestras damas que reían y charlaban al pasar junto a mi puerta y salían hacia el combés. Incluso oí que la señorita Granham exclamaba en voz muy alta: «¡Y esta falda, que ya no se puede ni limpiar ni coser!» Era hora de salir. Huí hacia el combés, que ahora estaba lleno de luz y de gente ocupada, y ya no histérica de gozo. Nuestros dos barcos estaban ahora unidos por cables, y aunque el Alcyone era más bajo que el nuestro, sólo había una cubierta de diferencia. Toda la esfera de nuestro pequeño mundo se había ampliado. ¡Había tanta gente nueva! ¡Dios mío, si ni el emperador de China reinaba sobre un país más poblado y confuso! Pero nuestro «recogimiento de bocas» y el suyo mantenían unos pies de distancia entre la gente. Nuestros oficiales se hallaban en un estado de grave irritación con la marinería, y los suboficiales, por primera vez en mi experiencia, blandían sus «gatos» en serio. ¡Naturalmente, era la perspectiva de una liberación de la disciplina del servicio, junto con aquellos minutos de total indisciplina, lo que había causado el daño! Me recordé a mí mismo, creo que egoístamente, que ya podíamos dejas nuestras armas y dejarnos dominar por el sentido común. Subí a la toldilla y después al saltillo de popa. El capitán Anderson estaba junto al cairel, sombrero en mano. Sir Henry Somerset, caballero corpulento y de tez un tanto encendida, estaba apoyado en los obenques de mesana del Alcyone, de forma que él y nuestro capitán estaban a la misma altura. Sir Henry tenía un pie en cada obenque, se sentaba en el tercero, sostenía el cuarto con la mano derecha y el sombrero con la izquierda. Estaba hablando.
—… rumbo a la India a toda vela y quizá llegue a tiempo para prevenir una buena batalla. ¡Maldita sea, mi comandante, si lo logro seré la persona más impopular al este de Suez!
—¿Y qué pasará con la Armada, mi comandante?
—Dios mío, mi comandante, no pasa un solo día que no llegue la orden de desaparejar otra docena de barcos. Las calles están llenas de marineros que esperan su paga y piden limosna. ¡No sabía que tuviéramos tantos bellacos en nuestros barcos! Ha acabado todo, mi comandante. Pero ésa es la paz, maldita sea. ¿Quién es este caballero?
El capitán Anderson, con la mano apoyada en el cairel donde la espada de Deverel casi lo había partido en dos, me presentó. Mencionó a mi padrino y su hermano y mi futuro empleo. Sir Henry estuvo afable. Esperaba conocerme más y presentarme a lady Somerset. El capitán Anderson interrumpió nuestro intercambio de cortesías con su habitual falta de savoir-faire. Esperaba disfrutar del placer de la compañía de sir Henry y lady Comerset hasta que nos llegara el viento. Pero ahora los marineros, o por lo menos los suyos, tenían que sufrir una vuelta en las cadenas y un par de cotes. Entre tanto…
Sir Henry estaba de acuerdo y bajó por los obenques con la destreza despreocupada de un viejo marino, y fue a hablar con uno de sus oficiales de cubierta.
El capitán Anderson soltó su rugido:
—¡Señor Summers!
El pobre Summers iba corriendo a popa como un guardiamarina. Al resplandor de las luces de ambos barcos vi que tenía la cara, generalmente tan serena, encendida y sudorosa. Apartaba de su camino a los hombres en su tentativa de obedecer a la llamada del capitán. Me pareció indigno y extraño en él.
—¡Señor Summers, la marinería está abandonando el barco!
—Ya lo sé, mi capitán, y hago todo lo posible.
—¡Pues más vale que haga algo más! ¡Mire eso… y eso! Maldita sea, hombre. ¡Nos van a robar como si esto fuera un gallinero!
—Su alegría, mi capitán…
—¿Alegría? ¡Diga más bien saqueo! ¡Puede usted comunicarles que el último que vuelva del Alcyone recibirá una docena de latigazos, y prometo que sir Henry hará lo mismo!
Summers saludó y volvió a irse corriendo. Anderson me dirigió una sonrisa por la que se le entreveía un diente y después se dedicó a dar zancadas arriba y abajo del costado de babor del saltillo, con las manos a la espalda, y un gesto agrio mientras miraba acá y acullá. Una vez se detuvo junto al cairel de popa y volvió a rugir. Summers le respondió desde el castillo de proa, pero al contrario que el capitán utilizó una bocina.
—El señor Askew ha metido los sacos de pólvora, mi capitán, y ha estibado las mechas. Ahora se encarga de las balas.
El capitán Anderson hizo un gesto y reanudó su paseo desusadamente rápido arriba y abajo. No me hizo caso y pensé que lo mejor era retirarme. Cuando llegué al combés comprendí al menos en parte la preocupación de nuestro sombrío capitán. Los marineros se reían con demasiada alegría. Era evidente que algunos de ellos, por medios para mí desconocidos, o creo que desconocidos para sus oficiales, habían obtenido una bebida fuerte. La acción de las leyes de Newton, si de eso se trataba (¿de qué otra cosa se podía tratar?), al reunir a dos barcos que no se habían propuesto encontrarse, estaba planteando a la Rígida Armada (como llamaba yo a la Real Armada) algunos problemas que no figuraban en los reglamentos. Pues vi cómo volaba una botella de un barco al otro y desaparecía entre un grupo de hombres que se ocupaban de colocar el puente, o quizá debiera decir la pasarela, entre los dos barcos, y aunque miré con toda la atención que me permitía el dolor de cabeza, nunca vi que volviera a salir de entre ellos. Desapareció tan total y misteriosamente como las cartas en manos de un prestidigitador. No pude por menos de pensar que la pasarela hacía que el intercambio ilegal de nuestras tripulaciones fuera todavía más fácil que antes. Pero continuaba la confusión, y entre nosotros se había abierto el espacio para una relación social y para el robo. Mi inquietud parecía infinita. Pese a lo que me zumbaba la cabeza y a lo cansado que estaba, no soportaba la idea de volver a mi litera. ¿Cómo dormir cuando este espacio vacío en medio de las calientes nieblas de los trópicos estaba iluminado con tanta brillantez como un ferial y tan ruidoso como otro? Recuerdo que en mi estado de confusión consideré necesario hacer algo, pero no se me ocurría qué hacer. Pensé en beber algo y fui por el vestíbulo hacia mi conejera, pero casi me tiró al suelo un muchacho que salió corriendo. Phillips, Wheeler y otro de la marinería venían tras él, pero renunciaron cuando me vieron. Me pareció que de la persona de Phillips emanaba un leve aroma, no de ron, sino de coñac. Me habló sin aliento.
—Ese maldito era del Alcyone, caballero. Más le vale cerrarlo todo con llave.
Le hice un gesto y fui inmediatamente al salón de pasajeros. ¡Quién iba a estar allí sino el pequeño Pike, con las lágrimas ya secas y con el pecho henchido como el de un palomo torcaz! Inmediatamente manifestó su esperanza de que me hubiera recuperado de mis lesiones, si bien creía que tenía mal aspecto. Sin embargo, no me dejó tiempo para la réplica. Normalmente, yo había advertido en él una gran modestia en presencia de otros hombres, pero ahora no había forma de pararlo.
—¡Imagínese, señor Talbot, he servido los cañones! Después me quedé junto al aparejo de fuerza mientras metían la carga.
—Mi enhorabuena.
—Bueno, claro que no fue nada. De todos modos… el señor Askew observó antes de que rompiéramos filas que con unos días de instrucción nos habría convertido en perfectos artilleros.
—¿De verdad?
—¡Pero si dijo que podríamos pelear con todos los gabachos del mundo, por no mencionar a los malditos yanquis!
—Celebro oírlo. Sí, el coñac, Bates. Bates…, ¿querrías consultar a Wheeler para dejarme una botella de coñac con una copa en el camarote?
—Muy bien, caballero.
—Una copa de coñac para aquí, el señor Pike.
—¡Ah, no, caballero, no puedo! No estoy acostumbrado al coñac, señor Talbot. Me quema la boca. Cerveza, por favor, caballero.
—¿Has oído, Bates? Nada más.
—A la orden, caballero.
—Lamenté mucho ver cómo caía usted, señor Talbot. Cuando se pegó usted con la cabeza en el techo, o debería decir en la entabladura, tuve que reírme porque pareció cómico, aunque naturalmente debe de haberle dolido mucho.
—Efectivamente.
—Pero estábamos, cómo diría yo, más tensos que cuerdas de violín y la menor cosa nos hacía reír, igual que en la oficina, cuando a veces nos resultaba tan difícil no reírnos del señor Wilkins, y cuando el señor Askew dijo que se había usted acercado tanto al punto de en medio… bueno…
—Lo recuerdo, señor Pike.
—Por favor, caballero, llámeme de tú; en la oficina me llamaban Dicky o incluso Dickybird…
—¡Señor Pike!
—¿Caballero?
—Desearía olvidar todo ese lamentable episodio. En consecuencia, le agradecería…
—Ah, naturalmente, caballero, si es lo que desea. La verdad es que al señor Askew todos le parecíamos cómicos. Una vez estaba yo allí junto al cañón con la boca abierta, supongo, aunque no me daba cuenta, pero el señor Askew me dijo: «Y ahora, señor Pike, caballero, ¿se ha tragado usted el tapabocas del cañón?» ¡Cómo se rieron los demás! Ya sabrá usted, señor Talbot, que el tapabocas es como esa especie de tapón…
—Sí, ya lo sé. La cerveza es para el señor Pike, Bates.
—Bueno, señor Talbot, mueran los… Ay, ahora ya no debemos brindar así, ¿verdad? Entonces, a la salud del rey Luis. Dios mío, me voy a embriagar…
—Está usted todavía nervioso, señor mío.
—Bueno, lo he estado y lo sigo estando. Ha sido emocionante y sigue siéndolo. ¿No me permite que le invite a un coñac?
—Ahora no. Quizá más tarde.
—¡Pensar que he servido un cañón! He servido un cañón en el… el bao de babor, ¿así se llama, no?
—Sabe Dios, señor Pike. Que yo recuerde, los cañones estaban como a mitad de camino a la izquierda del barco según se va hacia adelante… hacia proa, la parte delantera.
—Señor Pike.
Era la señorita Granham. Nos pusimos en pie.
—La señora Pike me ha pedido que me sirviera decirle que apreciaría su ayuda con las gemelas. Están muy excitadas.
—¡Naturalmente, señora!
Pike salió corriendo, transportando consigo sus emociones adonde quizá no se apreciaran tanto. Que yo pudiera ver, no había probado la cerveza.
—Le ruego se siente, señora. Permítame. Este cojín…
—Esperaba encontrar a mi… al señor Prettiman. Phillips tenía que cortarle el pelo.
Resultaba un tanto cómico oír cómo titubeaba en pronunciar la palabra «prometido». Oso decir que era algo levemente humano e imprevisto.
—Si quiere usted se lo busco, señora.
—No, por favor, de verdad que no. Siéntese, señor Talbot. Insisto. ¡Así! ¡Dios mío, está usted verdaderamente herido! ¡No tiene usted un aspecto nada bueno!
Reí e hice una mueca de dolor.
Todavía tengo en el cráneo un gran fragmento de la cubierta del buque.
—Es una contusión lacerada.
—Le ruego, señora…
—Pero creo que a bordo del barco de sir Henry habrá un cirujano.
—Señora, me han dado golpes más fuertes boxeando. Le ruego que no le dé importancia.
—Me dijeron que el episodio había sido algo cómico, pero ahora que veo el resultado me reprocho haberme reído de él.
—Parece que me he cubierto de sangre, pero no de gloria.
—No en lo que respecta a las damas, caballero. Nuestra diversión inicial pronto quedó anulada por una admiración teñida de lágrimas. Parece que llegó usted de los cañones con la cara bañada en sangre e inmediatamente se presentó voluntario para la empresa más peligrosa que pueda imaginar mente humana.
Naturalmente, hablaba de mi machete, además de cómo se me habían adherido los pies tan firmemente al lugar en que se encontraban cuando se disparó el cañón de señales en la niebla. Me pregunté un momento cómo aceptar aquel homenaje imprevisto a mi valor. Quizá fuera el gesto igualmente imprevisto y levemente humano en la faz severa de la señorita Granham lo que me determinó en aquel caso a decir la verdad.
—En realidad, señora, no es cierto sino en parte —dije, volviendo a reír—. Pues cuando lo recuerdo veo que cuando aquel tipo tan cómico salió tambaleándose de entre los cañones, ¡había perdido tanto el sentido que lo presentaron voluntario antes de que él se diera cuenta de lo que pasaba!
¡La señorita Granham me miró con amabilidad! Aquella dama que yo creía hecha de vinagre, pólvora, sal y pimienta me observó con gesto amable.
—Lo comprendo, señor Talbot, y mi admiración no se reduce en lo más mínimo. Como mujer, debo agradecer a usted su protección.
—Dios mío, señora, no siga hablando… cualquier caballero… inglés además… de hecho… ¡Dios mío! ¡Pero deben ustedes de haberse sentido muy inquietas en el entrepuente del sollado!
—Era inquietante —dijo sencillamente—, pero no por el peligro, sino porque daba asco.
Se abrió la puerta de golpe y entró a saltos la pequeña señora Brocklebank.
—Leticia… señor Talbot… ¡nuestra obra! ¡La fiesta!
—Lo había olvidado.
—¿Una obra, señora? ¿Una fiesta?
—No estamos nada preparadas —dijo la señorita Granham, que recuperó parte de su acritud habitual—. El tiempo no durará.
—¡Futesas! Podríamos hacerlo inmediatamente, como hacen los italianos, podríamos hacerlo esta noche…
—Ya es «esta noche».
—¿Entonces mañana?
—Mi querida señora Brocklebank…
—Cuando estábamos en aquel lugar horroroso me llamabas «Celia» cuando te lo pedí e incluso me tuviste de la mano, señor Talbot, porque soy lo más cobarde imaginable y entre los olores y la oscuridad y los ruidos y los… los… casi casi me desmayé.
—Seguiré llamándote «Celia» si lo deseas —dijo la señorita Granham en tono distante—, aunque no sé en qué…
—Bueno, entonces resuelto. Pero lo más emocionante: nuestros capitanes han convenido que si el tiempo, no sé repetir cómo lo describió sir Henry, pero si seguimos veinticuatro horas sin viento…, ¿qué opina usted, caballero?
—No sé qué pensar, señora, salvo que quizá se pongan de acuerdo en que todos nos pongamos a silbar juntos a ver si llega el viento.
—Vamos, vamos, señor Talbot, siempre tan chistoso. Es usted igual que el señor Brocklebank.
Debe de haberse producido en mi cara un cambio inmediato de expresión que mostró a las damas cuán poco me agradaba aquella comparación. Hizo sonreír a la señorita Granham e incluso acalló un momento a la señora Brocklebank.
—Quiero decir, caballero, en lo de los chistes. Pero si apenas pasa un día en que el señor Brocklebank no haga un chiste que me hace desternillarme de risa. De hecho, a veces temo hacer tanto ruido que irrito a los demás pasajeros.
La cabeza me zumbaba, se abría y se cerraba. Las damas estaban muy lejos de mí.
—Dijo usted que nos traía noticias, señora.
—¡Ah, sí! ¡Pues que si seguimos inmóviles mañana, están de acuerdo en que celebremos un baile! ¡Imagínense! Los oficiales con uniforme de gala y la pequeña banda del Alcyone para hacernos música… ¡Será una ocasión de lo más elegante!
La confusión que sentía yo en la cabeza se convirtió en credibilidad.
—¿Que el capitán Anderson está de acuerdo con que se celebre un baile? ¡Imposible!
—No, al principio, no, caballero, dicen que se opuso mucho. Pero después lady Somerset convenció a sir Henry, que visitó al capitán Anderson… pero, qué notable… ¡divino! ¡Más que eso!
—¿Más, señora? ¿Qué puede ser más divino que la oportunidad…?
—Esto fue inesperado… dicen que cuando sir Henry obtuvo el asentimiento del capitán Anderson dijo que suponía que ya habían subido todos nuestros baúles cuando llegamos a los trópicos y se quedó estupefacto cuando le dijeron que no. Aparentemente, todos los barcos que llevan pasajeros declaran un día para ventilar, cambiar y ordenar y… ¡pero tú lo comprenderás perfectamente, Leticia, aunque el señor Talbot no! Dicen que el capitán Anderson omitió esa ceremonia sólo por mal humor porque le habían… ¿qué crees que lo llamó? Me dijo la señorita Chumley, a quien se lo había dicho lady Somerset, a quien se lo había dicho con el mayor secreto sir Henry, que el capitán Anderson dijo que le fastidiaba transportar a los emigrantes, supongo, ¡cómo si le hubieran obligado a transportar cerdos! Pero el resultado de todo es que podemos hacer que nos suban los baúles y las cajas al amanecer y que el baile empezará a las cinco de la tarde, al atardecer.
—Si se mantiene el tiempo. Supongamos que llega el viento. ¡No podemos zarpar juntos y bailar al mismo tiempo!
—Lady Somerset declara que no soplará el viento… ¡Está segura de que no! Tiene poderes. Sir Henry declara que confía en su «brujita» para hacer que el tiempo se porte bien. Son una pareja encantadora y deliciosa. Dicen que nos van a invitar a algunos a comer o a cenar.
Siguió un denso silencio. Ni la señorita Granham ni yo parecíamos dispuestos a romperlo. Por fin lo rompió la propia señora Brocklebank:
—Lady Somerset tiene un fortepiano, pero declara que, por desgracia, hace mucho que no lo toca. Quiere que lo toque la señorita Chumley, que lo hace tan bien.
—¿Cómo sabe usted todo esto, señora?
—¿Y quién es la señorita Chumley? —preguntó la señorita Granham.
—La señorita Chumley es una huérfana y el prodigio de lady Somerset.
—Dios mío, señora —dije—. ¿Puede ser tan buena música?
—La llevan con ellos a la India, donde vivirá con una pariente lejana, pues carece totalmente de fortuna, salvo su arte.
¿He registrado aquella conversación donde procede? No lo recuerdo. Desde luego, en algún momento me encontré pensando… pero esto es absurdo, no puede estar ocurriendo… lo que me marcha mal es la cabeza. ¿Cómo me escapé? Recuerdo que la señorita Granham me insistió en que tratara de probar el efecto del reposo, pero, por el contrario, pasé junto a mi conejera sin entrar en ella, salí al combés y después subí por las escalas a la toldilla superior. No sé cuánto tiempo me quedé allí contemplando el horizonte invisible y tratando de pensar. ¡Nunca me he hallado en un estado tan extraño! Comprendo ahora que era el efecto de las emociones, el temor y la serie de golpes que me tenían la cabeza resonando como una campana. En algún momento apareció Wheeler y sugirió que me fuese a dormir, pero lo despedí malhumorado. Oí un rugido sordo que llegaba de más abajo y pronto llegó Bates a pedirme que no me paseara por la toldilla, pues el capitán tenía su litera justo debajo de mí y se acababa de acostar. Así que me fui a la deriva en una especie de ensueño. Se volvió a acercar Wheeler.
—Hace mucho tiempo que se han acostado todas las damas y los caballeros, y están dormidos.
—Wheeler, ¿sabes lo que opino de la señora Brocklebank?
—Me han dicho que se dio usted un golpe, caballero. Pero no se preocupe. Me quedaré a su lado.
—¿Es ésta una daga la que veo dentro de mí, su empuñadura…?
—Venga conmigo a acostarse, caballero, me quedaré…
—¡Quítame las manos de encima! ¿Quién está de guardia?
—El señor Cumbershum, caballero.
—Entonces estamos a salvo.
¡Cuánta inconsecuencia! Pero Wheeler debe de haberme persuadido para ir al vestíbulo, u obligado. Me sentí sorprendido al ver cómo había cambiado el vestíbulo. ¡Para empezar, estaba iluminado por nada menos que dos potentes lámparas de aceite! Había baúles, cajas y sacos apilados junto a los camarotes, entre ellos los míos y, según advertí, la caja que contenía el resto de mi biblioteca de viaje. Wheeler me hizo sentar y me sacó las botas.
—Ahora que recuerdo. Eres un imprudente, Wheeler. ¿Cómo fue que caíste por la borda?
Se produjo una larga pausa.
—¿Wheeler?
—Me resbalé, caballero. El viento me quitó de la mano el trapo de los dorados y lo llevó a las cadenas de la mayor. Para buscarlo salté al cairel. Entonces me resbalé, caballero, como le he dicho.
En medio de la confusión que sentía yo en la cabeza creí comprender lo que en verdad había ocurrido. Su muerte había resultado muy cómoda. Había delatado a Billy Rogers y lo había pagado en la horrible moneda de los criminales. Pero tan extraño era mi estado que me limité a asentir y lo dejé que siguiera con su trabajo.
—Eres un fantasma, Wheeler.
—No, señor.
—Vete a dormir.
—Me quedaré aquí, caballero, no puede usted quedarse solo. Me echaré aquí en el suelo.
Creo que le pegué un grito y se fue. En cuanto a mí, caí en mi litera.