Fue la confusión de mi estado mental lo que me llevó a decir algo tan simple, cuando de hecho mi abrupta partida requería una explicación compleja si aspiraba a que se me comprendiera. La verdad era que todo el nerviosismo consecuencia de haber avistado un barco desconocido había hecho que me doliera la cabeza más que nunca desde que me la golpeó aquel cabo. Ahora había previsto un peligro para mi reputación y estaba confusamente decidido a conjurarlo. ¡Si permitía que aumentara, o incluso continuara, aquella grave incomodidad en la cabeza no me hallaría en condiciones de hacer frente al enemigo! ¡No era imaginable que, de todos los caballeros voluntarios, fuese yo el que se quejara de que, si bien desearía participar en nuestra defensa, me hallaba demasiado incapacitado por la jaqueca y tenía que reunirme con las damas en la cubierta del sollado! Dije a Phillips que me trajese algo para el dolor de cabeza y me lo tomé en la litera, donde, para mi gran sorpresa, advertí que se trataba de una dosis más del paregórico del sobrecargo, así que, afortunadamente, aunque me abstuve de tomármelo de un trago cuando comprendí lo que era, mi primer sorbo bastó para sacarme el dolor de cabeza a unas seis pulgadas de distancia y hacia la izquierda, según me pareció. También tuvo el efecto de provocarme el deseo y la capacidad de caer en la Fantasía, y al cabo de unos minutos me hallé componiendo (pero mentalmente y en la litera) cartas a mi madre y a mi padre, e incluso a mis hermanos menores, que sigo creyendo eran fragmentos de prosa no exentos de nobleza. ¡Pero el efecto más natural, y al mismo tiempo el más peligroso, de la droga (con un enemigo que cada vez se aproximaba más a nosotros en medio de la niebla) fue el de dejarme dormido! Me desperté de golpe de un sueño desagradable en el cual el pobre Colley, de un modo sobrenatural demasiado frecuente en aquel estado, había convocado al enemigo y hacía que éste se acercara por minutos. Más que bajarme de la litera, me caí de ella, con el dolor de cabeza aliviado, pero con más sensación de confusión que nunca. Corrí al combés. Al principio, pensé que la niebla se había hecho más densa, pero después vi que era la rápida caída de la noche tropical. Nuestras damas estaban agrupadas junto al saltillo de la toldilla, desde el cual supongo que podían descender inmediatamente a la cubierta del sollado. Estaban contemplando la amura de babor. Por encima de ellas, en la cubierta superior, estaban alineados unos cuantos de los soldados de Oldmeadow, con su jefe. A proa, pese a la oscuridad, logré distinguir unos grupos reunidos en el castillo. Los emigrantes estaban reunidos en el saltillo. Reinaba el mayor silencio.
Deverel vino a zancadas hacia popa a la cabeza de un grupo de emigrantes. El único ruido que se oía en el buque era el que hacían sus zapatos. Se hallaba en un estado de gran nerviosismo, aunque contenido. Llevaba la espada, enfundada, en la mano izquierda. Temblaba un poco.
—¡Pero, Edmund! ¡Creía que ya estabas con la artillería!
—¡Maldita sea, me quedé dormido!
Soltó una carcajada.
—¡Qué calma! Muy bien, compañero, pero todos los demás han bajado ya. ¡Buena suerte!
—Lo mismo digo.
—Ah, yo… ¡ahora mismo daría el brazo derecho por una buena batalla!
Siguió adelante y subió a saltos la escala de la toldilla. Yo fui en sentido opuesto, hacia la zona en desorden donde se hallaban los cañones.
Allí se evidenció inmediatamente algo lamentable. Yo era demasiado alto para aquella cubierta. La habían diseñado para una compañía de enanos, quizá de mineros, y yo no podía mantenerme erguido en ella. En consecuencia, esperé a recibir instrucciones. No había mucha menos luz que arriba, porque todas las troneras estaban abiertas. Nuestros seis grandes cañones estaban emplazados, pero todavía no estaban aparejados. Al lado de ellos había mucha gente, pero dando la espalda al mar, mientras el señor Askew, nuestro oficial de artillería, se paseaba arriba y abajo, hablando a la compañía. Llevaba un cinturón en el que se había puesto dos pistolas.
—Ahora, atención —estaba diciendo—, especialmente los que no tengan experiencia de todo esto. Ya han visto cómo se cargan y se ceban los cañones. Si hay que volver a cargarlos, dejen que lo hagan quienes ya tienen experiencia. Ustedes, caballeros, y también los emigrantes, agarrarán los cabos que les indiquen los jefes de pieza y cuando éstos digan «¡Halar!» —y en aquel momento la voz del señor Askew se convirtió en algo que cabría calificar de un rugido reprimido—, entonces halan ustedes hasta herniarse. ¡Quiero ver sus tripas desparramadas por ahí y por ahí y por ahí y por ahí y por ahí y por ahí! Y cuando monten los cañones para el primer disparo, ni un ruido, porque el señor Summers nos ha dicho que estemos más callados que las moscas para que los gabachos no se den cuenta de que nos acercamos. Así que —y su voz se convirtió casi en un susurro— cuando hayan ustedes montado los cañones en silencio, recogen ustedes las tripas desparramadas, se las vuelven a colocar y se quedan esperando. ¡Si abrimos fuego, ya verán ustedes el retroceso que hacen en los carriles! Caballeros, he visto cañones en las troneras y los he visto aquí atrás, en el punto de carga, pero nunca los he visto de camino, de lo rápido que se desplazan. Así que más les vale no quedarse al lado, porque si se quedan, cuando los gabachos nos aborden no van a ver de ustedes más que eso que ellos llaman confiture. Puré, señores, puré.
El pequeño Pike levantó la mano, como si todavía estuviera en la escuela.
—¿No estaría el enemigo disparando ya?
—¿Cómo voy a saberlo, señor mío, y qué me importa? Cuando se abre fuego, las cosas cambian, ¡ah, señor mío, no tiene usted idea de cómo cambian! Es curioso cómo cambian las cosas una vez que un cañón ha disparado en serio, como se suele decir. Así que entonces tienen ustedes la plena autorización de Su Graciosa Majestad el Rey, que Dios bendiga, para gritar y aullar y maldecir y cagarse en los pantalones y hacer todo lo que quieran, con tal de que haga ruido, y para reventarse las tripas y recomponerlas cuando se les diga.
—Dios mío.
El señor Askew siguió hablando en tono más tranquilo:
—En realidad, estoy exagerando. Los gabachos no se asustan tan fácilmente como quizá crean ustedes, caballeros. Sea lo que sea, tenemos que aguantar todo lo que podamos. Así que hemos de combatir, y si algún voluntario opina que el otro lado del navío es más tranquilo y está un poco más lejos del enemigo, estas dos amiguitas que llevo en el cinturón están cargadas. ¡Así que ahora, héroes, a armar los cañones!
Los momentos siguientes me resultaron complicados e irritantes. El hombre que me pareció debía ser el cabo del cañón más próximo indicó el extremo de un cabo que llegaba hasta detrás de Bowles, que era el último de los cuatro voluntarios que lo agarraban. Apenas me acerqué a gatas, cuando el cabo del cañón volvió a soltar un rugido, los voluntarios dieron un salto y Bowles me golpeó, chocó conmigo con tal fuerza que retrocedí dos pasos y caí, y di con la cabeza en el suelo con tal violencia que durante un momento el mundo entero quedó oscurecido por una miríada de luces brillantes. Traté de ponerme en pie y oí, como a lo lejos, al señor Askew que se dirigía a mí:
—Vamos, vamos, señor Talbot, ¿a dónde iba usted? Si hubiéramos estado en acción podría haberme visto obligado a meterle algo de plomo en la cabeza, de tanto que se acercaba usted a la línea central.
El dolor y la sensación de haber hecho el ridículo eran demasiado. Me puse en pie de un salto y me di en la cabeza un segundo golpe, todavía más doloroso, en las planchas del techo. Esta vez no vi luces ni sentí nada hasta que en medio de un malestar confuso oí que el señor Askew acallaba unas risotadas atronadoras:
—¡Vamos, malditos, a callar y atentos! El pobre caballero se ha dado un golpe muy fuerte, y no me cabe duda que tiene el corazón y la cabeza más firmes del navío. Dios sabe el golpe que se habrán llevado las planchas. Debe de haberse desmantelado la mitad de la tablazón de cubierta. ¡Silencio he dicho! ¿Cómo se encuentra ahora, caballero?
Lamento decir que mi respuesta consistió en tratar de hallar todas las imprecaciones que recordaba. Me corría la sangre por la cara. Me senté y el artillero me tomó del brazo.
—Calma, señor Talbot. Esta cubierta no es lugar para usted. Pero si usted, con Billy Rogers y el señor Oldmeadow, deben de ser los tres hombres más altos del barco. Mejor será que suba usted a cubierta, caballero, donde los gabachos puedan verlo, todo ensangrentado y furioso. Agache la cabeza al salir, caballero. ¡Muy bien! ¡Un aplauso, muchachos, por el gallo de pelea de la guardia de popa!
Yo no sabía que la furia pudiera vencer al dolor y al vértigo en tan poco tiempo. Subí la escala a trompicones. La primera persona (por la voz) que me vio fue Deverel.
—¡Qué diablos! ¡Edmund, muchacho! ¡Eres nuestra primera baja!
—Soy demasiado alto para la cubierta de baterías, ¡maldita sea! ¿Dónde están las damas?
—Abajo, en la cubierta del sollado.
—Gracias a Dios por eso, al menos. Deverel, dame un arma, ¡la que sea!
—¿No tienes suficiente? Estás completamente blanco, por debajo de la sangre, como un cadáver.
—Ya me siento mejor. ¡Un arma, por el amor de Dios! Un hacha de cortar carne, un martillo, lo que sea. ¡Me comprometo a descuartizar y comerme crudo al primer francés que me encuentre!
Deverel soltó una carcajada y después se contuvo. Temblaba de emoción.
—¡Has hablado como un auténtico británico! ¿Quieres ir al abordaje conmigo?
—Lo que sea.
—¡Señor Summers, mi comandante, un arma para mi último recluta!
Alguien le puso un machete en la mano que tenía desocupada. Lo tiró al aire, lo agarró por la hoja y me presentó la empuñadura.
—Ahí está, señor mío. La guía del marinero raso hacia el ascenso. ¿Sabes utilizarlo?
Como respuesta hice los tres movimientos básicos del sable y después lo saludé. Me devolvió el saludo.
—Muy bien, Edmund. Pero recuerda que lo que importa es la punta. ¡Ven con nuestros camaradas!
Lo seguí a la toldilla, donde en la oscuridad se hallaba el señor Brocklebank sentado en su taburete de campaña, con un cuaderno sin abrir en las rodillas. Tenía la cabeza apoyada en el pecho, o debiera decir en la parte superior del estómago. El sombrero le caía sobre los ojos. Por encima de él, en la cubierta superior, el capitán hablaba con Summers en tono bajo y furioso.
—¿Es éste el silencio que he ordenado, Summers? ¿Le he dado yo las órdenes a gritos? Exijo silencio y me responde un vendaval, un auténtico huracán de risas, órdenes dadas a gritos, conversaciones… ¿Esto es un barco, señor mío, o un manicomio?
—Lo siento, mi capitán.
El viejo gruñón se calmó un poco.
—Muy bien, continúe usted con lo que estaba haciendo.
Summers se puso el sombrero y se dio la vuelta. El capitán Anderson se acercó al cairel y contempló la bitácora iluminada.
—Señor Summers, ha derivado media cuarta al norte.
Summers corrió al cairel de popa y llamó al bote que permanecía inmóvil bajo nuestra popa.
—¡Williams, por la popa media cuarta a estribor, y rápido!
Se dio la vuelta. Yo tenía los ojos llenos de agua. Seguía mareado y tenía un dolor de cabeza horroroso. Una rabia contenida me había hecho pasar de mí, si oso decirlo, habitual actitud calculadora a otra de no desear nada en el mundo tanto como una oportunidad de lanzarme físicamente contra alguien. Algunos de los hombres de Oldmeadow estaban arrodillados junto al antepecho de babor con los mosquetes dispuestos. Yo apenas distinguía que el combés estaba lleno de hombres con picas para repeler a cualquier loco que fuera lo bastante imbécil para tratar de escalar nuestras redes. De hecho, todo el lado de babor de nuestro buque se hallaba en estado de defensa. Se me ocurrió la absurda idea de que quizá el anónimo navío que se nos acercaba en una deriva inexorable llegaría, después de todo, de nuestro lado, totalmente indefenso, de estribor, de forma que el capitán Anderson tendría que disparar su artillería pesada contra el vacío si deseaba que se le reconociera una tentativa de presentar combate.
Pero Deverel me estaba hablando, o, más bien, como estábamos tan cerca del capitán, me murmuraba a la oreja:
—Y ahora, muchacho, sígueme bien cerca. Tienes que ir rápido, ¿comprendes? Pero espera a que hayan disparado los hombres de Oldmeadow o te llenarán de plomo. No te olvides de las botas.
—¿Las botas, Jack?
—Para dar patadas en los huevos. Duele mucho. Cuida de los tuyos. ¡Baja la punta! Pero sea lo que sea terminará en unos segundos. Nadie combate mucho tiempo seguido. Eso sólo pasa en los periódicos y en los libros.
—Qué diablo.
—Si al cabo de un minuto sigues vivo serás un héroe.
—Qué diablo.
Me dio la espalda mientras hablaba y susurró a los otros hombres:
—¿Estáis listos?
La respuesta fue una especie de gruñido ronco, y con ella llegó una densa vaharada de un aroma que casi me tiró de espaldas. Era ron, y decidí mentalmente no meterme jamás en el menor peligro sin llevar mi frasco de caza lleno a rebosar. Yo estaba demasiado sereno para esta aventura, y el efecto calmante del paregórico ya estaba desapareciendo.
—¿Qué crees que va a pasar, Jack?
Me susurró al oído:
—La muerte o la gloria.
Oí a Summers decir al capitán:
—Todo listo, mi capitán.
—Muy bien, señor Summers.
—¿Puedo sugerirle que se digan unas palabras de aliento a los diversos grupos de hombres en sus puestos, mi capitán?
—¡Pero, Summers, ya se les ha dado el ron!
—Trafalgar, mi capitán.
—Bueno, señor Summers, si lo considera usted oportuno, haga que se les recuerde la señal inolvidable.
—Muy bien, mi capitán.
—Otra cosa, señor Summers.
—¿Mi capitán?
—Recuérdeles que tal como va la guerra es muy posible que sea la última oportunidad de cobrar una prima de presa.
El señor Summers se llevó la mano al sombrero. Tras comunicar rápidamente aquella información a los marineros de la toldilla elevada, bajó la escala y desapareció en la oscuridad. Oí una sucesión de ruidos, aquel mismo gruñido ronco que corría por el combés y seguía hacia proa hasta llegar al castillo. ¡Heroísmo y ron! La idea de aquella mezcla me liberó parcialmente de mi locura y me dio conciencia de la estúpida situación en que me había colocado. Yo sabía que Deverel era el individuo idóneo, despreocupado, valeroso, para una empresa de aquel tipo. Además, estaba impulsado por el hecho indiscutible de que una hazaña lo exoneraría de sus dificultades. Ni siquiera el capitán Anderson sería tan mezquino como para seguir adelante con el consejo de guerra y el castigo de un oficial joven que había encabezado un grupo desesperado al abordaje; pero yo, ¿qué podía yo ganar? ¡Sólo tenía que perder!
Y después huyó de mi mente toda capacidad de reflexión. De en medio de las tinieblas de la noche y la niebla llegó el sonido de una especie de chirrido susurrante y multiplicado. Le siguió inmediatamente una serie de golpes sordos.
Deverel me murmuró al oído:
—¡Ha preparado los cañones!
Nuevamente el silencio, y con él, claramente, un leve lamer y rizar y chapotear, como si un objeto pesado se estuviera desplazando de lado por el agua, dos cuerpos, dos barcos, nosotros y ellos… ¡A Deverel se le notaba en la voz la feroz anticipación de un animal de presa que oye acercarse a su víctima! Pero yo… ¡Inmediatamente comprendí con vividez que allá en la oscuridad había unas bocas redondas de cañones apuntándome! No podía respirar. Y luego, de repente, quedé cegado por un relámpago brillante, no por la daga que tenía clavada en la cabeza, sino algo que había allí, en la oscuridad; y al relámpago siguió, no, lo acompañó, la terrible explosión de un cañón… una especie de enorme rugido dotado de una especie de punta acerada e instantánea. Aquel rugido no era como una salva de saludo. Rebotó horrorosamente en el propio cielo, con una réplica metálica que me dejó tiritando y tembloroso de nerviosismo. Se me cayó el machete de la mano, y debe de haber resonado en cubierta, aunque no oí nada debido al ruido que hacía la sangre al latirme en la cabeza. Traté de encontrar la empuñadura, pero tenía la mano derecha paralizada, y no podía abrirla para recogerlo ni para asir el pomo. Tuve que utilizar ambas manos, y después volví a ponerme en pie como pude.
El capitán Anderson estaba diciendo algo, aparentemente dirigiéndose al cielo:
—¡Eh, ahí arriba!
Desde el aparejo contestó el joven Willis:
—Listo, mi capitán. Nos ha fallado, mi capitán.
—¡Era un cañonazo de señal, jovenzuelo idiota!
—Un cañonazo de señal —musitó Deverel— es exactamente lo que dispararían los gabachos para obligarnos a mostrarnos. ¡Todavía quedan esperanzas de combatir, muchachos! ¡Aquí viene!
Ante mis ojos se estaba disipando la impresión visual verdosa de la explosión. Contemplé hacia donde señalaba Deverel con la espada. Como colinas que aparecieran entre la niebla, o…, pero no puedo encontrar una comparación. Como cualquier cosa, cuyo aspecto es dudoso y gradual y después indiscutiblemente aparece, se presentó ante nosotros la masa oscura de un barco enorme. Nos daba el flanco. Dios mío, pensé, y pese a que traté de evitarlo me temblaron las rodillas: es de la misma clase que L’Orient, ¡120 cañones!
Y luego, en lo alto de su aparejo, aparecieron unas chispas. Justo a popa las chispas prendieron, se convirtieron en tres luces cegadoras, dos luces blancas con otra roja en medio. Las luces bailaron, chisporrotearon, echaron humo y desparramaron gotas y chispas que se unieron con sus propios reflejos en el agua. Oí que Willis gritaba algo, y después por encima de mi cabeza, pero fuera de borda, se produjo una llamarada de respuesta: ¡dos luces blancas y otra azul! Cayó ante mí una cascada de chispas, como una lluvia de fuego. Vi que Deverel miraba de un juego de luces al otro. Tenía la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas, la cara demacrada por el efecto de la luz. Después, con una serie de imprecaciones a gritos, quizá a chillidos, hundió la espada varias veces en nuestro cairel. El capitán Anderson estaba empleando una bocina para hablar, pero yo no había oído lo que decía. Del otro barco llegó una voz, de sonido fantasmal porque también hablaba con una bocina, de forma que parecía como si el hombre estuviera suspendido en medio de la lluvia brillante que caía de todas aquellas luces.
—Fragata de Su Majestad Alcyone. Capitán Sir Henry Somerset. Zarpamos de Plymouth hace veintisiete días.
La espada de Deverel seguía clavada en el cairel. El pobre muchacho seguía allí al lado, tapándose la cara con las manos. La voz aislada siguió hablando por la bocina:
—Capitán Anderson, noticias para usted y toda la tripulación de su navío. Ha terminado la guerra con los franceses. Napo está derrotado y ha abdicado. Va a ser rey de Elba. ¡Dios bendiga a nuestra Graciosa Majestad y Dios bendiga a Su Cristianísima Majestad el Rey Luis de Francia, decimoctavo de ese nombre!