(3)

Pero, curiosamente, una vez en mi litera me sentí deseoso de quedarme en ella, y no sólo una o dos horas, sino varios días con sus noches. Summers me traía algunas noticias de nuestra situación. Estábamos volviendo de forma terriblemente inevitable a la zona de calma chicha, pues si nuestro navío con todo su aparejo apenas si lograba avanzar contra el viento, en su mutilado estado era impotente. Y tampoco podíamos abrigar la esperanza de recuperar todo nuestro velamen. Nos faltaban perchas, explicó Summers y la reducción en superficie de velamen era superior a la mejora que se conseguía gracias a la limpieza que ahora estaba logrando hacer de los sargazos que circundaban la línea de flotación. Quizá fuera otra de aquellas metáforas: estábamos «desarbolados». Pasaron tres días más antes de que pudiera levantarme salvo para los fines más esenciales. Fue un tambaleante Edmund el que por fin se dirigió al combés. Inmediatamente vi que habíamos vuelto a una zona desolada de calor, inmovilidad y neblina. No se veía ni nuestro propio bauprés, y si logré ver los masteleros fue porque ahora estaban más bajos que antes. La colocación de nuevos masteleros, provisionales, me aseguró Summers, era algo que exigía todos los recursos del buque tanto en madera como en energía humana. Entre tanto, estábamos reducidos a la impotencia.

Sin embargo, el cuarto día me sentí más recuperado, y pronto nos empezaron a pasar cosas que me hicieron olvidar el dolor de cabeza. Me despertó Phillips, al que despedí con un gruñido en cuanto oí que había puesto el agua en mi lavabo de lona. El aire estaba rancio, y parecía tan tibio y húmedo como el agua. Al irme acercando más a la superficie de la conciencia recordé con tristeza los días más húmedos y grises del invierno: lluvia, granizo, nieve, aguanieve, ¡cualquier cosa mejor que esta monotonía de densa inmovilidad! Para no andarnos con eufemismos, estaba yo buscando algún motivo para salir de mi litera cuando oí un grito lejano. No distinguí lo que decía, pero no parecía proceder del nivel de la cubierta. Además, tras aquel grito llegó una voz de casi inmediatamente encima de mí, y después otra réplica lejana. Oí un rugido atronador que no podía ser sino el propio Anderson, en su estado de ánimo habitual de admonición beligerante. Evidentemente, algo había cambiado en nuestras circunstancias, y sólo podía ser para mejor. ¡Quizá el viento! Salí de la litera con algún esfuerzo, y ya me había puesto la camisa y los pantalones cuando oí un jaleo de lo más extraordinario entre los pasajeros, que habían salido y llenaban el vestíbulo. Me había puesto la casaca cuando, tras una llamada puramente formal, Deverel abrió la puerta de mi conejera. ¡Pero ya no se trataba del mismo hombre rígido y distante, consumido interiormente por las llamas de su propia vergüenza y su resentimiento! Le brillaban los ojos y su cara y todo su porte revelaban placer y animación. Observé asombrado que llevaba en la mano izquierda la espada enfundada.

—¡Talbot, amigo mío! ¡Por Dios, Talbot! ¡Han terminado mis dificultades! ¡Ven conmigo!

—Ya iba a salir a cubierta. Pero ¿qué pasa?

—¿No lo has oído, hombre? ¡Una vela!

—¡Qué diablo! ¡Esperemos que sea de las nuestras!

—¿Y tu valor, hombre? ¡Le han visto los sobrejuanetes y son más blancos que un pañuelo de señora! ¡Es un barco enemigo, con toda seguridad!

—Summers nos había asegurado que los franceses estaban derrotados para siempre…

—¡Ah, eso! ¿Qué esperabas, una escuadra? Pero un solo barco… Quizá el Napo haya enviado una fragata a interceptarnos. Pero sea un gabacho, un maldito yanqui o un holandés, me da igual… Un combate sangriento borra todas las deudas. ¡Tu honorable John tiene suerte en el amor y en la guerra!

—Es posible que esto te sirva para un ascenso, Deverel, y lo celebro por ti, pero en cuanto a mí, ¡al diablo con todos los franceses!

Deverel no había esperado hasta oír estas últimas palabras, y debo reconocer que no eran muy heroicas. Pero recién salido de la litera y apenas curado de mi dolor de cabeza… si alguien pudiera actuar como un héroe en un momento así sería un auténtico Nelson. Sin embargo, puse mis ideas en orden y me dirigí hacia el combés. Nuestros pasajeros estaban agrupados, o quizá debiera decir refugiados, junto al saltillo de la toldilla. Los emigrantes estaban similarmente refugiados frente al saltillo del castillo de proa. El silencio era total en nuestro universo, que la neblina reducía a sólo una parte de nuestro buque. Summers estaba en la toldilla con Cumbershum. El Capitán Anderson estaba inclinado sobre la barandilla de la cubierta superior, escuchando a Cumbershum, que hablaba en tono moderado para él.

—Ese hombre es un imbécil, señor mío, y no sabe ni indicar bien una marca. He mandado subir al señor Taylor con instrucciones de no decir nada, pero sí de señalar dónde está si lo vuelve a ver.

—¿No ha dado muestras de habernos visto él?

—No, mi capitán. Pero con dos masteleros caídos hay posibilidades de que escapemos.

—¿Escapar, señor Cumbershum? No me agrada la palabra «escapar». Yo no voy a escapar, señor mío. Si se acerca y es enemigo, combatiré.

—Naturalmente, mi capitán.

—Señor Summers, tenemos seis cañones grandes por banda. ¿Disponemos de servidores experimentados para todos ellos?

—No, mi capitán. Apenas para una banda, y de hecho ni siquiera eso, con los botes en el agua de proa a popa y grupos en cubierta para repeler un abordaje. Acabo de decir que recojan las redes, mi capitán. Pero en cuanto al resto… El señor Taylor está haciendo señales.

Podíamos ver al señor Taylor por encima de nosotros, entre la neblina. Se aferraba a un amasijo indescriptible de cuerdas encima del mastelero de mayor. El Capitán Anderson miró a la bitácora.

—Sudeste por este, media al sur.

Con todo respeto, mi capitán, visto desde aquí, el señor Taylor parece señalar justo sudeste por este.

—Botes al agua, señor Summers. Después, que gire. Creo que podríamos prolongar nuestro período de preparación si giramos a noroeste por oeste.

—No creo, mi capitán.

—Bastaría con una rizadura para zozobrar. No, señor Summers. Que gire.

—A sus órdenes, mi capitán. Señor Deverel…

Siguió una serie confusa de órdenes que no pude seguir ni en su décima parte. Oí cómo se decía a las damas el camino que debían seguir para llegar a cubierta del sollado y que debían tomar refugio allí en cuanto se lo dijeran. Parecían estar extraordinariamente tranquilas. La señorita Granham parecía capaz de rechazar un abordaje sólo con un gesto. El señor Prettiman, para ser un republicano confeso, por no decir un jacobino, ostentaba un aire de truculencia indignada que quizá se derivase de sus dudas acerca de cuál debería ser su actitud. De no haberme sentido deprimido e irritado por esta interrupción posiblemente rápida, e incluso terminación, de la carrera de Edmund Talbot, me había agradado preguntárselo. Pero no hablaba nadie. Estábamos mudos, y después, de común acuerdo, fuimos yendo al salón de pasajeros, donde, según observé con interés, se consumió algo de vino antes de la comida y durante ella. Traté de olvidar mi propia debilidad y el regreso de mis dolores con objeto de elevar los ánimos de la compañía, declarando que como a dos barcos en un océano así les resultaría difícil encontrarse incluso a propósito, no había perspectiva alguna de que chocáramos accidentalmente. Pero si así ocurriera, declaré, entonces habríamos de combatir. ¡Y en consecuencia levanto mi copa en un brindis por la victoria! ¡Pero jamás he asistido a una reunión más triste y menos marcial! Lo único que ocurrió fue que el pequeño Pike tiró el tenedor y el cuchillo y rompió a llorar.

—¡Mis hijas! ¡Ay, mis hijas! ¡La pequeña Arabella! ¡La pobre Phoebe!

Su mujer le puso una mano en un hombro para tranquilizarlo. Me dirigí a él en tono sincero, de hombre a hombre:

—Vamos, Pike, ¡no tenga usted miedo, hombre! ¡Estamos todos en el mismo problema y vamos a combatir bien! En cuanto a sus hijas, tranquilícese… ¡son demasiado pequeñas para los franceses!

Debo reconocer que esta última observación fue lamentable por lo que implicaba. La señora Pike prorrumpió en grandes sollozos. Zenobia y la señora Brocklebank chillaron al unísono. La señorita Granham dejó en la mesa el tenedor y el cuchillo y me contempló con una mirada pétrea.

—Señor Talbot —dijo—, se ha superado usted a sí mismo.

—Sólo quería decir…

Pero interrumpió Prettiman:

—Señor mío, no se crea usted las historias que circulan acerca del comportamiento de los franceses. Son tan civilizados como nosotros. ¡Podemos esperar que nos traten con la misma e incluso más generosidad y liberalidad que nosotros a ellos!

—¿Hemos de quedarnos aquí y dejar que nos pastoreen como a ovejas? Señor Bowles, creo que tiene usted algunos conocimientos de derecho.

—Como pasante de abogado, caballero.

—¿No podemos los paisanos combatir?

—Ya había yo considerado la cuestión. Creo que los pasajeros podemos «servir un cañón», como lo llaman, lo cual comporta tirar de una cuerda. Podemos decir que nos obligaron. Pero si nos ven en cubierta espada y pistola en mano, jurídicamente tienen derecho a cortarnos el cuello.

—Habla usted con mucha claridad —repliqué—. Cabría incluso decir que con sangre fría.

—Existe una salida, caballero. También la he considerado. Los pasajeros podríamos presentarnos voluntarios, prestar juramento, figurar en el cuaderno de bitácora, como dicen. No estoy seguro de cuál sería la situación en materia de emolumentos de la Armada en tal caso.

—¡Una copa de vino para usted, señor Bowles! ¡Nos acaba de indicar cuál es nuestro deber!

La señorita Granham tuvo la bondad de dedicarme una de sus sonrisas lunares de Minerva.

—Una noble decisión, señor Talbot. Estoy segura de hablar en nombre de todas las damas presentes si digo que eso nos tranquiliza en gran medida.

Se oyeron comentarios de asentimiento y algunas risas. Pero después su prometido, el cómico Prettiman, exclamo por encima de todas las voces, con el tono apasionado que a menudo provoca en él la filosofía del gobierno:

—¡No, no, no! Con todo respeto, señorita Granham; señor Talbot, ¿cómo puede usted presentarse voluntario sin saber a qué enemigo nos enfrentamos? ¿Y si ese buque no es el cruel emisario de un tirano, sino un barco que se ha liberado de su yugo y ahora está al servicio del país de la libertad? ¿Y si es de los Estados Unidos de América?

—¿Qué importa eso? ¡Estamos en guerra con los Estados Unidos!

Se produjo una discusión muy confusa.

—¿Va usted a presentarse voluntario, señor Bowles?

—En determinadas condiciones, señor Talbot.

—He de reconocer que hallo la perspectiva de entrar en combate con una nave yanqui menos exultante que la de una batalla con los franceses. Después de todo, son como nosotros, ¡qué diablo! ¡Aquel condenado sinvergüenza de Paul Jones tenía en su barco más marinos británicos que americanos!

—¿Y los holandeses?

—Que vengan todos juntos. Haremos una defensa notable. Usted, señor Bowles, derramará cualquier cantidad de sangre con tal de que el contrato esté bien redactado. El señor Prettiman nos ayudará contra los franceses o los holandeses o los piratas o incluso los esclavistas, pero dejará marcharse a cualquier americano que tenga la temeridad de interponerse en su camino.

Tal y como yo había esperado, volvieron a oírse risas cuando dije aquello. Pero sufrieron una interrupción cuyo origen era de lo más inesperado. El pequeño Pike se puso en pie de un salto y me empezó a gritar como si padeciera un ataque de histeria:

—¿Cómo puede usted bromear así? ¿Qué importa cuál sea el barco que está ahí escondido en medio de la niebla, salvo que tiene cañones y puede dispararlos contra nosotros? Yo soy capaz de combatir como el mejor, sea cual sea su condición. ¡Pero no voy a combatir por mi país! ¡Me he marchado de él! No voy a combatir por mi barco, ni por mi rey, ni por mi capitán. Pero sí combatiré contra cualquier barco o cualquier país del mundo en defensa de mí, mi familia…

Prorrumpió en sollozos perfectamente audibles en el silencio que se había producido mientras hablaba. La señorita Granham alargó una mano en dirección a él y después la retiró. La señora Pike lo tomó de una mano y se la llevó a una mejilla. Él se sentó y sus sollozos se fueron apagando lentamente. Creo que todo el mundo tenía la mirada fija en sus platos respectivos ante aquella exhibición emocional tan poco inglesa. Pensé que ya era hora de olvidar fantasías marciales e historias. Pese a lo agotado que me sentía, me consideré obligado a perseverar.

—Vamos —dije—. Consideremos la situación. Quizá exista un barco, unas velas vistas durante unos segundos en medio de la niebla. Lo más probable es que no tenga nada que ver con nosotros. Lo más probable es que nos haya visto. Después de todo, hemos perdido los masteleros. Si nos ve…; bueno, después de todo somos, en apariencia, un navío de línea de la Armada Real, ¡el ingenio de destrucción más temido y más terrible del siglo actual! Créanme que las posibilidades de que haya un combate son remotas. Si, por mi parte, he parecido inconscientemente alegre ante la perspectiva de una batalla, ruego el perdón de las personas presentes que tienen responsabilidades por otras vidas además de las suyas. Pero no se inquieten. Apuesto mil contra uno a que no vamos a volver a ver ni a oír a ese barco.

—Me temo que no va a ser así.

Alcé la vista, asombrado, y volví a sentir una punzada de dolor en la cabeza. Summers estaba en el umbral de la puerta, sombrero en mano.

—Damas y caballeros, pese a los encomiables esfuerzos del señor Talbot por calmar sus naturales aprensiones, me temo que no va a ser así. Ese barco, sea el que sea, está atrapado por la calma chicha, igual que nosotros. Cuando la calma se prolonga, y me refiero a tres días o incluso semanas, los barcos se van aproximando entre sí por la atracción mutua de los objetos pesados cuando no existe nada que los separe más que un fluido ligero y fácil de recorrer. Si no se levanta el viento, nos iremos acercando hasta hallarnos el uno junto al otro.

Ahora el silencio era mortal.

—Charles, no me parece creíble.

—Pero es verdad. El capitán Anderson cree que podrán ustedes conducirse mejor si se les explican los datos de la situación. Como ya saben ustedes, hemos avistado, o mejor dicho vislumbrado, un barco que quizá nos haya avistado y quizá no. Es posible que sea francés, enviado para interceptarnos…

Brocklebank lo interrumpió:

—¿Cómo diablo iban a saber…?

Summers me miró a mí.

—Pueden estar seguros —dije— de que su Ministerio de Marina sabe tanto de nosotros como nosotros mismos.

—Bien, los franceses —dijo Bowles—. ¡El Napo debe de tener designios de conquista en las Antípodas!

—Está demasiado ocupado en Rusia para eso —comenté—. ¿Y los yanquis, Charles?

—Lo único que sabemos es que esas velas blancas no pueden ser británicas.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? Estos caballeros se han comprometido a ayudaros en todo lo posible.

Summers sonrió.

—No esperaba menos, y daremos a todos ustedes misiones adecuadas. El señor Askew, el artillero, está organizando unos preciosos fuegos artificiales con yesca y unos paquetitos de pólvora. Junto con los pocos cañones de gran calibre que tenemos, es posible que dé la apariencia de una andanada completa del costado visible de nuestro barco, siempre que el enemigo no pueda vernos sino a medias en medio de la niebla. Hemos de esperar que con una salva lo hagamos huir, porque desde luego debemos de tener un aspecto horrible.

—Pero ¿y si no nos ve ni a medias en medio de la niebla? ¡Está cayendo la noche!

—¿Cómo van a saber que somos el enemigo? Pondrán faroles de señales y esperarán nuestra respuesta. Si esas señales no figuran en nuestra lista secreta de reconocimiento, entonces responderemos con nuestra andanada.

—¿Y después?

—Una andanada y jamás se podrá acusar al Capitán Anderson de rendir la nave sin combatir.

—¡Y un diablo que no!

—Calma, Edmund. Somos un barco de la Armada de su Majestad y haremos lo que podamos.

Sonrió a todo el mundo, se puso el sombrero y se retiró. El pequeño Pike, al que se le iban pasando los sollozos, me gruñó literalmente desde el otro lado de la mesa:

—¡Vea de lo que valen sus tentativas de tranquilizarnos, señor Talbot!

—Lo ha hecho mejor Summers. Yo no tengo espada. ¿Tiene usted una espada, Bowles?

—¿Yo? Dios mío, caballero, no. No dudo de que las haya en el barco. Quizá se trate de machetes.

—Señor Brocklebank, perdóneme si comento que es usted una persona bastante corpulenta. ¿Querría usted bajar con las damas?

—Señor mío, me siento inclinado a permanecer en cubierta. Después de todo, si bien he representado en múltiples ocasiones la guerra en la mar, nunca había tenido, hasta ahora, una oportunidad de tomar notas en medio de una batalla. Me verá usted, señor mío, cuando rujan los disparos, sentado en mi taburete de campaña y observando con ojo entrenado todo lo que merezca la pena observar. Por mencionar un ejemplo, muchas veces he preguntado a militares (y en el término de «militares» incluyo a los marinos) cómo aprecia exactamente el ojo humano el desplazamiento de una bala de cañón. Evidentemente, cuanto más se acerca la bala al observador, más lentamente parecerá que avanza. Imposible estar mejor situados para la observación. Sólo espero que no haya caído demasiado la noche antes de que comience el combate.

—Según sus cálculos, caballero, quien tendría la idea más precisa de cómo es una bala de cañón sería el hombre a quien una de esas balas le vuele la cabeza.

—Lo que llegue llegará. «La madurez lo es todo»… De hecho, en mi propio caso, si puedo referirme a él, el exceso de madurez lo es todo. ¿Qué es la vida, señor mío? Un viaje en el que nadie… en el que no sabemos, no sé si me explico…

Era evidente que el señor Brocklebank se estaba aproximando a su habitual estado de embriaguez. En consecuencia, me puse en pie e hice un saludo a la compañía. Se me había ocurrido una idea extrañísima. ¡Era posible que me mataran! Acababa de comprender algo que puede parecerle raro a quien no se haya encontrado en un caso parecido. O digamos que lo había comprendido y no lo había comprendido. Pero ahora la conciencia de aquello resultaba… opresiva.

—He de pedir a la compañía que me excuse. Tengo que escribir unas cartas.