(2)

Es necesario suponer un espacio de nada menos que tres días entre la palabra con que de forma tan inescrutable termina el capítulo uno y las que escribo hoy. Me vi interrumpido. ¡Dios mío, cómo me duele la cabeza aunque no haga más que mover el cuello! No cabe duda de que me he pegado un buen golpe, de la forma más imprevisible. Si logro escribir en mi litera es porque Phillips me ha dado una tabla que apoyar en las rodillas y hecho algo que él califica de «afirmarme» la espalda con una o dos almohadas graníticas más. Por fortuna, o por desgracia, supongo que debería decir, el barco se mueve muy poco que yo sepa, aunque el viento está volviendo a llevarlo hacia zona de calma chicha, ¡maldita sea veinte mil veces! A esta velocidad llegaremos a las Antípodas cuando allí ya sea invierno, perspectiva que no me agrada, ni a los marineros tampoco, que han oído decir demasiadas cosas sobre los horrores del Océano del Sur en esa estación. Summers vino a verme en cuanto me repuse lo suficiente para hablar, y me dijo con una sonrisa de desagrado que el Capitán Anderson había rechazado la sugerencia del Río de la Plata, pero que ahora había aceptado la posibilidad de fondear en el Cabo de Buena Esperanza, si es que podemos llegar.

—¿Entonces corremos peligro?

Tardó algún tiempo en contestarme.

—Un poco. Como siempre. Te ruego que no…

—¿Difunda la inquietud entre los pasajeros?

Aquello le hizo reír.

—Vamos, ya estás mejor.

—Si pudiera conectar mejor la lengua con el interior de mi cerebro… ¿Sabes, Charles, que sólo puedo hablar con la parte de fuera?

—Son los efectos del golpe. Dentro de poco te sentirás mejor. Pero te pido por favor que no realices más actos altruistas de heroísmo.

—Me estás echando una reprimenda.

—En todo caso, tu cabeza no soportaría más golpes, y no digamos tu espina dorsal.

—Es muy cierto que tengo siempre dolor de cabeza, o estoy a punto de tenerlo, si prefieres, y basta con que mueva el cuello… ¡ay, qué diablo!

Se fue y yo me puse a reseñar nuestra aventura. Estaba yo sentado ante mi tablero, jugueteando con la pluma, cuando empezó a cambiar el ángulo de la cubierta bajo mi silla. Como llevábamos varios días seguidos haciendo una serie de zig-zags, o bordadas, o viradas, o como quiera que se diga en el idioma de los lobos de mar, al principio no me extrañó. Pero después mi trasero (que se ha hecho perfectamente marinero por sí solo) consideró que el movimiento era más rápido de lo acostumbrado. Y tampoco se daban los concomitantes habituales de la situación, como los silbatos de los contramaestres, las advertencias a la guardia, los ruidos de pisadas ni el flamear de las velas. En cambio, se oyó un restallido repentino, claro y atronador del velamen, que cesó en un momento, y al cesar, mi perfecto marinero me informó de que nuestra cubierta se inclinaba, y cada vez con más rapidez, con más urgencia. Me he convertido en un escritor, y mi primer movimiento consistió en cerrar la pluma en su estuche y tapar el tintero. Cuando lo logré, caí en mi litera… ahora se oían muchos ruidos: gritos, silbatos, golpes, choques, y chillidos en la conejera de al lado, donde mi ex inamorata, Zenobia, chillaba más o menos a coro con la supuesta esposa del señor Brocklebank. Me puse en pie como pude, logré abrir la puerta y fui, a cuatro patas, hacia la luz del combés.

Como dicen prácticamente todos los libros de viajes que he leído, lo que ahora presenciaron mis ojos me heló la sangre, me puso el pelo…, etc. Todo el escenario había cambiado de modo irreconocible. Las planchas que antes habían estado relativamente a nivel estaban ahora más inclinadas que la pendiente de un tejado, y cada vez se acercaban más a la perpendicular. Observé, con el tipo de razón fría que se derivaba de mi propia impotencia, que estábamos perdidos. Estábamos volcando, zozobrando. Todas nuestras velas estaban henchidas en la mala dirección, todos los cabos que debían estar flojos estaban tensos, y los que debían estar tensos se movían como las de las ataduras de la cobertura de un almiar deshechas por una tormenta. Nuestras amuradas de sotavento estaban casi en el agua. Y entonces llegó, no tanto de «allí arriba» como de «allá fuera», un lento roce, rasguido, astillado. A proa por alguna parte, esos enormes maderos que parecen tan pequeños y a los que llaman «masteleros de gavia» oscilaban y caían, formando una auténtica trama de cabos y de lonas rotas. En las amuradas de barlovento había unos cuantos hombres que trataban de manejar unos cabos. Vi a uno de ellos junto al saltillo del castillo de proa, que no paraba de dar hachazos. Por encima de mí vi algo que todavía me resulta difícil de creer: la rueda del timón del barco giraba de tal modo que los dos hombres encargados de ella salieron despedidos como gotas de agua, el más distante de mí al aire, por encima de la rueda para aterrizar del otro lado; el más próximo derribado a cubierta como fulminado por un rayo. Con el girar de la rueda llegó del timón en sí un ruido espantoso. Vi que el propio Capitán Anderson soltaba un cabo de una cabilla y se lanzaba temerariamente a tirar de otro… Me abalancé hacia allí y tiré yo también. Sentí que el cabo se movía por efecto de nuestras fuerzas sumadas, pero (según me han dicho) el cabo que había soltado él estaba restallando por aquella parte, pues sentí un golpe terrible en la cabeza y la espalda. No seré yo quien suscriba ese lugar común de «y perdí de repente el conocimiento», pero desde luego lo que conocí a partir de entonces era muy confuso y borroso. Creo que, sin saber cómo, me quedé enredado en cubierta con el joven señor Willis. Salvo un dolor tremendo en la espalda y un enorme zumbido en la cabeza, casi me sentía a gusto. Claro que yo yacía encima del señor Willis. En cualquier otra circunstancia, no habría escogido ni soportado al señor Willis como colchón, pero entonces me sentí decididamente irritado por los esfuerzos que hacía aquel muchacho por salirse de debajo de mí. Después, alguien tiró de él, y en un momento me encontré con que ya no tenía almohada, sino una cubierta que ahora parecía haber recuperado la horizontal. Abrí los ojos y miré hacia arriba. Había unas nubes blancas y un cielo azul. Estaba el palo de mesana, con las velas no recogidas, sino tensas contra las gavias. Más a proa, parte del palo mayor seguía en pie, con las velas de abajo todavía tensas, pero con el mastelero de gavia caído y el aparejo enredado de esa forma para la que los marineros tienen tantas expresiones. También había caído el mastelero de velacho, pero éste totalmente, y yacía en parte fuera de la borda y en parte sobre el castillo de proa, encima del cabrestante. Me quedé esperando a que se aliviaran algunos de mis múltiples dolores. Oía, aunque a lo lejos, al Capitán Anderson que profería un torrente incesante de órdenes. Nunca lo he comprendido menos ni me ha agradado más. Su voz resonaba con calma y confianza. Y entonces, aunque parezca increíble, llegó un momento en medio de aquella andanada o granizada de órdenes en que hizo una pausa y observó con un tono de voz más localizado y normal: «Que alguien se encargue del señor Talbot». ¡Qué honor! Se me acercó Phillips, pero yo no estaba dispuesto a quedarme atrás en nobleza.

—Déjalo, hombre. Habrá otros en peor estado que yo.

Celebro decir que aquello no surtió ningún efecto en Phillips, que estaba tratando de introducir algo blando entre mi cabeza y la cubierta. Eso me hizo sentir un poco mejor. Los latidos escarlata que sentía bajo la frente fueron convirtiéndose en sonrosados.

—¿Qué diablo ha pasado?

Una pausa. Después…

—No lo sé, caballero. En cuanto recuperamos el equilibrio he venido en busca de usted.

Flexioné una pierna y luego la otra. Parecían estar bien, igual que los brazos. El cabo no había hecho más que despellejarme un poco las palmas de las manos. Parecía haberme salvado de la catástrofe, fuera la que fuera, con sólo un dolor de cabeza y unas contusiones.

—Phillips, tendrías que ocuparte de las damas.

En lugar de replicar, introdujo otro pliegue de tejido entre mi cabeza y la cubierta. Volví a abrir los ojos. Ya estaban bajando, pulgada a pulgada, el mastelero roto. Había un grupo de marineros en medio de lo que quedaba de nuestro aparejo. Levanté la cabeza dolorida justo a tiempo para ver cómo recuperaban el mastelero de velacho y lo soltaban del cabrestante. Estaba astillado y sobresalía una yarda o dos más allá del combés. Por encima de mí habían vuelto a colocar en su botalón el pico de cangreja de popa. Recordé las enormes velas henchidas por encima de mí cuando el buque bajaba las amuradas hasta rozar la espuma del mar.

—¿Qué ha pasado?

—Que el barco está lleno de marineros de agua dulce de mierda, si permite usted la expresión, caballero.

No me sentía nada inclinado a mover el cuerpo, y me limité a levantar más la cabeza para mirar en mi derredor. El resultado fue un dolor repentino como jamás había experimentado: como si me hubieran asestado una puñalada en la cabeza. Renuncié a toda nueva tentativa y yací inmóvil. Summers y el capitán mantenían una fluida conversación de lobos de mar, muy serios. Si los muñones no estaban demasiado tensos… si el barco no estaba demasiado reventado. Moví experimentalmente los ojos para mirar a los dos oficiales y comprobé que aquello no me causaba demasiado dolor. El señor Talbot había tratado con gran valentía de ayudar al capitán con el briol de la mayor de mesana hasta que una escota de foque lo dejó sin sentido. El señor Summers no hubiera esperado menos de mí. El señor Summers solicitaba permiso para seguir con sus obligaciones, permiso que se le concedió. Estaba yo a punto de tratar de sentarme cuando volvió a hablar el capitán:

—Señor Willis.

El señor Willis se hallaba junto a la abandonada rueda del timón, que ahora giraba suavemente a izquierda y derecha. Estaba yo a punto de señalar al capitán aquel terrible descuido cuando subieron corriendo por la escala dos marineros que la agarraron cada uno de un lado.

—¡Señor Willis!

Normalmente, el señor Willis, uno de nuestros guardiamarinas, es de tez pálida. O el golpe en la cabeza me había estropeado la vista, o efectivamente el señor Willis se había puesto de un verde brillante.

—¿Cuántas veces tengo que llamar a usted para que me responda?

El pobre chico, Willis, cerró la boca y la volvió a abrir. Juntó las rodillas para no caerse, creo.

—Mi capitán.

—Estaba usted de guardia.

—Mi capitán, señor, él, el señor…

—Ya sé qué señor, señor Willis. Estaba usted de guardia.

De la boca del señor Willis no salió más que un leve cloqueo. ¡El Capitán Anderson blandió el brazo derecho y le pegó una sonora bofetada! Pareció dar un salto en el aire, desplazarse de costado y derrumbarse.

—¡Levántese usted, señor mío, cuando le hablo! ¿Ve usted esos masteleros, idiota? ¡Levántese! ¿Tiene usted idea de cuánta lona se ha hecho pedazos, de cuánto cáñamo no vale ya más que para estopa? ¡Le juro señor mío, que cuando volvamos a disponer de un mastelero de mesana, se va usted a pasar el resto del viaje ahí arriba!

—Mi capitán, el señor, el señor…

—Vaya a buscarlo, Willis, ¿me oye? ¡Quiero verlo aquí, delante de mí, y ahora mismo!

Yo no hubiera creído que pudieran expresarse en dos palabras tanta ira y tanta amenaza. Era el famoso rugido del Capitán Anderson, un sonido terrible, y pensé que lo mejor era quedarme allí yacente, con mi recién hallado valor. Seguí con los ojos cerrados, y por eso pude escuchar la siguiente conversación sin ver a ninguno de los participantes. Sonaron unos pasos titubeantes, y después la voz de Deverel, al mismo tiempo borrosa y sin aliento:

—¡Maldita sea lo que ha hecho ahora ese chico, Dios lo confunda!

Anderson respondió airado, pero en voz baja, como si no quisiera que lo escuchara nadie:

—Señor Deverel, estaba usted de guardia.

Deverel respondió, en voz igual de baja:

—Estaba el joven Willis…

—¡Por Dios, el joven Willis, so idiota!

—No estoy…

—Va usted a escucharme. Existe una orden permanente en contra de dejar de guardia en alta mar a un guardiamarina.

De pronto, Deverel empezó a gritar:

—¡Todo el mundo lo hace! ¿Si no, cómo van a aprender los chicos?

—¡Para que el oficial de guardia pueda largarse y emborracharse! ¡Yo vine a cubierta mientras todo se hacía añicos y juro por Dios que usted no estaba en su puesto! Llega usted tambaleándose, so borracho…

—¡No tolero que me llame eso ni usted ni nadie! Voy a hacer…

Anderson alzó la voz:

—Teniente Deverel, su ausencia de cubierta mientras estaba usted de servicio constituye imprudencia criminal. Considérese usted arrestado.

—Pues a la mierda, Anderson, ¡so cabrón!

Se produjo una pausa, durante la cual no osé ni siquiera respirar. Anderson respondió fríamente:

—Y, señor Deverel, le queda prohibido beber.

Phillips y Hawkins, el camarero del capitán me llevaron a la litera. Como cuestión de política, hice todo lo posible por parecer inconsciente. Pensé que ahora tendría que celebrarse un consejo de guerra, y no quería participar en él como testigo ni en ningún otro aspecto. Me dejé reanimar con coñac y después agarré a Phillips de la manga para que no se marchara.

—Phillips, ¿tengo sangre en la espalda?

—No que yo haya visto, caballero.

—Una escota de foque me ha dado en la cabeza y en los hombros y me ha dejado totalmente inconsciente. Me duelen todos los huesos del cuerpo.

—¡Ah! —exclamó muy animado—, lo que pasó es que le dio en la espalda un cabo suelto… lo que nosotros llamamos un largador, caballero. Es el que le da el azote al último en bajar, en la espalda o en el trasero, con perdón por la expresión. No deja más que una rozadura.

—¿Qué más ha pasado?

—¿Cuándo, caballero?

—El accidente, hombre, los mástiles rotos… ¡qué dolor de cabeza!

Y Phillips me lo contó.

Cogidos en facha, casi hechos una facha tú, él, ella o todos hechos una facha. Recuerdo a mi madre diciéndole a su doncella:

«… pero cuando oí lo que pedía aquella mujer por una yarda del paño, aunque precioso, ¡te aseguro, Forbes, que antes iría hecha una facha!». ¡Y lo decía mi querida madre, que me había permitido viajar por el Continente durante la última paz, pero me había advertido en contra de asomarme a la barandilla del barco! ¡Qué idioma el nuestro, qué diverso, qué directo cuando es indirecto, cuán completa y, por así decirlo, inconscientemente metafórico! ¡Recordé mis años de traducir versos ingleses al latín o el griego, y la necesidad de encontrar alguna forma sencilla que comunicara el sentido de lo que el poeta inglés había envuelto en el brillante obscurecimiento de sus propias imágenes! ¡De todas las actividades humanas, como hemos escogido una vez tras otra recurrir a nuestra experiencia del mar! Llegar a buen puerto, quedarse uno desarbolado, lanzar una andanada, encallar, echar el ancla, navegar a toda vela, ir a viento en popa, naufragar… ¡Dios mío, podría escribirme un libro entero sobre el efecto del mar en el idioma! Y ahora la metáfora regresaba a su origen. ¡Nosotros, nuestro barco, tomados por delante, nos habíamos quedado cogidos en facha! Acostado en mi litera, me lo representé todo. Deverel había bajado a tomar algo, dejando el barco al cargo del tonto de Willis. Dios mío, al pensarlo me volvió a saltar el corazón. Mi país, me dije, tratando de ponerme de buen humor, mi país podía haber sufrido una notable pérdida. ¡Podía haberme ahogado yo! Y así, con Willis de guardia, se había producido un cambio, una confusión del oleaje en las amuras de sotavento, una espuma, un torbellino, el agua, el agua golpeada rápidamente por dos manos invisibles que se juntaron con todavía más rapidez: los dos muchachos al timón mirarían de los apagapenoles de mayor que se destrozaban, a la brújula, quizá en busca de Deverel y no verían más que a Willis con la boca abierta, en busca de autoridad sin hallarla, habrían girado la rueda para presentar la proa al oleaje que temían azotaba nuestro costado, pero no, no habrían hecho nada porque Willis no hacía nada, y el oleaje golpearía en el lado vulnerable de nuestras velas, que al estar desplegadas lo recibirían de plano, y entonces las destrozaría, las haría caer, y nuestras amuradas irían inclinándose hasta rozar el mar, ¡con nuestro timón vuelto del revés!

Y así, mientras la tripulación trabajaba para deshacer lo que Deverel y Willis habían hecho a medias con un descuido de unos segundos, yo yacía esperando a que se me pasaran los latidos de la cabeza, y por fin se fueron pasando, sobre todo cuando logré dormirme. ¡Lo último que recuerdo haber pensado antes de que llegara el sueño fue cuántas ideas imprevistas me había sugerido aquella sencilla frase de «quedar cogidos en facha»!