Celebré mi cumpleaños haciéndome yo mismo un regalo, dado que nadie más parecía animarse a hacérmelo. Naturalmente, se lo compré al señor Jones, el sobrecargo. Cuando salí a cubierta para liberarme un rato del hedor de las entrañas del buque me encontré con Charles Summers, mi amigo y primer oficial del navío. Cuando me vio con el gran cuaderno en la mano se echó a reír.
—Edmund, el barco sabía que habías terminado, es decir, llenado el libro que te había regalado tu noble padrino.
—Pero, ¿cómo?
—¡Vamos, no te sorprendas! En un barco no se puede ocultar nada. ¿Pero tienes todavía más noticias para él?
—No es la continuación, sino una nueva empresa. Cuando lo haya llenado con una relación de nuestro viaje, pretendo quedármelo para mí solo y nadie más.
—Debe de haber muy poco que merezca la pena reseñar.
—¡Todo lo contrario, señor mío, todo lo contrario!
—¿Más motivos de autosatisfacción?
—Y, ¿cómo he de interpretar esas palabras?
—Pues… levanta la nariz, como de costumbre. Mi querido Edmund, si supieras lo horriblemente superior que te pones a veces… ¡y ahora encima vas a hacerte escritor!
No me agradaba mucho aquella mezcla de familiaridad y de irritación divertida. Pues verdaderamente me consideraba curado de un cierto comportamiento altanero, una conciencia de mi propio valor que quizá hubiera exhibido demasiado descuidadamente en los primeros días del viaje. Me había granjeado entre los marineros del común el apodo de «Lord Talbot», aunque naturalmente no tengo derecho a que se me llame más que «señor» o «caballero».
—Me entretengo. Paso el tiempo. ¿Qué otra cosa puede hacer un pobre diablo de tierra adentro para estar ocupado en un viaje del principio al fin del mundo?
—Es lo que se llama tamaño folio, ¿no? Muchas aventuras vas a necesitar para llenarlo. El primero, para tu padrino…
—Colley. Wheeler. El Capitán Anderson…
—Y otros. ¡Te digo sinceramente que ojalá te cueste más trabajo llenar tu segundo volumen!
—De momento, tus deseos están cumplidos, porque no se me ocurre nada. A propósito, ¡hoy es mi cumpleaños!
Hizo un gesto grave con la cabeza, pero no dijo nada y continuó su camino hacia la proa de nuestro navío. Suspiré. ¡Creo que fue la primera vez que nadie más que yo se había dado cuenta de que era mi cumpleaños! En casa, las cosas habrían sido diferentes, con felicitaciones y regalos. Aquí, en este lento barco, esas modestas diversiones, esas agradables costumbres caen por la borda.
Fui a mi «conejera» o camarote, aquel pequeño «refugio» que había de servirme para dormir y para mis horas íntimas hasta que llegáramos a las Antípodas. Me senté en mi silla de lona ante mi «tablero de escribir», mi único escritorio, y abrí el cuaderno. La superficie era inmensa. Si bajaba la cabeza y contemplaba la superficie en blanco —como había de hacer en todo caso, dada la poca luz que entra por la rejilla o persiana de la puerta de mi conejera—, parecía extenderse en todos los sentidos hasta constituir todo mi mundo. Lo contemplé, pues, con la esperanza de que apareciese algún material digno de la permanencia, ¡pero nada! Hasta después de una larga pausa no descubrí mi presente estratagema con todo su resultado de dejar constancia de mi incapacidad, sin duda pasajera. Aquel pobre hombrecillo, el Cura Colley, había, sin embargo, en su carta a su hermana, utilizado inconscientemente, que yo recordara, el gigantesco instrumento de la lengua inglesa con una destreza que retrataba a nuestro barco y sus habitantes —yo incluido— como por arte de magia. Lo había reproducido tal cual, zarandeándose al viento.
Sí, el viento, Edmund, ¡el viento, idiota! ¿Por qué no empiezas con eso? Por fin hemos salido de la calma chicha. Duró demasiado para nuestro gusto. Por fin hemos salido de las calmas de las regiones ecuatoriales y ahora avanzamos hacia el sur, con el viento de babor, de forma que vuelve a existir una cierta inestabilidad en cubierta, una constante escora a la derecha a la cual ya estoy tan acostumbrado que la acepto, y mis extremidades la aceptan como cosa normal de la vida. El viento actual define claramente nuestro horizonte con un denso azul y obedece a la famosa orden de Lord Byron y sigue rolando inacabablemente, ¡tan grande es la fuerza de la poesía! Debo ponerme a ella alguna vez. Un viento suficiente y quizá en aumento (creo recordar que no incluido por Mylord) nos hace avanzar escorados, o debería hacerlo, pero parece tener menos efecto en nuestro barco del que debiera. Basta ya de viento. Colley lo hubiera integrado. Pero, que yo pueda apreciar, no tiene otro efecto que el de refrescar algo nuestro aire y hacer que también la tinta del tintero esté algo inclinada. ¡Edmund, te lo imploro! ¡Actúa como escritor!
Pero ¿cómo?
Existe una diferencia inevitable entre este diario, destinado a, a, no sé a quién, y el primero destinado a que lo leyera un padrino que es menos indulgente de lo que yo pretendí. En aquel volumen, todo mi trabajo me lo dieron hecho. Por una notable serie de golpes de fortuna, Colley murió porque «deseaba morir» y «mi sirviente», Wheeler, se ahogó, ¡y el resultado fue el de llenar mi libro! No puedo consultarlo, pues miente, ahí envuelto en papel de estraza, recubierto de lona, sellado y estibado en el más bajo de mis cajones. Pero recuerdo haber escrito hacia el final que era una especie de relato marino. Era un diario que se convirtió en relato por accidente. Ahora no hay relato que narrar.
Ayer vimos una ballena. O, mejor dicho, vimos el chorro de espuma que se levantó cuando el animal resopló, pero el bicho en sí permaneció oculto. El Teniente Deverel, ese amigo del que, a decir verdad, deseo distanciarme, observó que aquello era exactamente igual que el impacto de una bala de cañón. Al oírlo, Zenobia Brocklebank pegó un chillido y le rogó que no mencionara cosas tan aterradoramente horribles, exhibición de la oportuna debilidad femenina que permitió a Deverel acercarse, tomarle una mano pasiva y murmurar algo tranquilizador, que contenía una especie de eco de asunto amatorio. La señorita Granham, nuestra ex institutriz, los contempló con una mirada si no mortífera por lo menos hiriente, y se fue hacia donde el señor Prettiman, su prometido, explicaba los beneficios sociales de la revolución a nuestro artista marino, el borrachín del señor Brocklebank. ¡Todo aquello en la toldilla y a la vista del teniente Cumbershum, con quien compartía la guardia el joven señor Taylor! ¿Qué más? ¡Esto son pequeñeces!
Ayer tendieron parte de un cable en el combés, después lo embutieron, lo precintaron y lo forraron para alguna operación misteriosa de náutica. Fue lo único que reseñar, pero se trató de un espectáculo muy aburrido.
¡Qué diablos! Necesito un héroe cuya carrera pueda seguir en el segundo volumen. ¿Podría ser nuestro sombrío Capitán Anderson? No lo creo. Pese a su uniforme tiene algo de indomablemente antiheroico. ¿Charles Summers, mi amigo, el primer oficial? Es nuestro Hombre Bueno, y por ende sólo puede ser trágico si cae de esa pequeña eminencia, cosa que no preveo ni deseo. Los demás, el señor Smiles, el distante navegante mayor, el señor Askew, el artillero, el señor Gibbs, el carpintero… ¿Por qué no nuestro comerciante, el señor Jones, el sobrecargo? ¿Oldmeadow, el oficial del ejército, con su fila de hombres uniformados de verde? Me exprimo los sesos, invoco a Smollet y Fielding, les pido consejo y veo que no tienen ninguno que darme.
Quizá debiera contar la historia de un joven caballero de gran inteligencia y más sensibilidad de la que él mismo creía, que hace un viaje a las Antípodas, donde va a ayudar al gobernador de la nueva colonia, con su indiscutible talento para, para lo que sea. El, el… ¿qué? Hay una mujer en el castillo de proa, entre los emigrantes. ¿No podría ser nuestra heroína, una princesa disfrazada? ¿No podría él, nuestro héroe, rescatarla… pero, de qué? Después está la señorita Brocklebank, de la cual no deseo escribir nada, y la señora Brocklebank, que para mí es por ahora casi una perfecta desconocida, y que es demasiado joven y guapa para ser la mujer de ese barril ambulante.
¡Se busca! Un héroe para mi nuevo diario, una nueva heroína, un nuevo malvado y algún detalle cómico que alivie mi inmenso, inmenso aburrimiento.
Tendrá que ser Charles Summers, después de todo. Por lo menos, hablamos, y lo hacemos con una cierta regularidad. Como es el primer oficial y se encarga del barco en general, no hace guardias. Parece recorrer el barco algo así como dieciocho horas al día y ya conoce a la tripulación entera, por no mencionar a los emigrantes y los pasajeros, persona por persona y nombre por nombre. Creo que también conoce cada plancha del barco; pulgada por pulgada. Su única pausa, que yo sepa, es por la mañana, durante una hora, quizá de once a doce, cuando recorre la cubierta como si se estuviera dando un paseo en tierra. Algunos pasajeros hacen igual, ¡y me siento feliz e incluso bastante orgulloso de decir que habitualmente Charles me escoge a mí como compañero de paseos! El hábito convertido en costumbre. Él y yo paseamos una vez tras otra por el combés del lado de babor del barco; el señor Prettiman y su prometida, la señorita Granham, hacen lo mismo del lado de estribor. Por común acuerdo, no nos paseamos como un cuarteto, sino como dos parejas. ¡Así, justo cuando ellos dan la vuelta del frontón del castillo de proa, nosotros damos la vuelta del frontón del castillo de popa! Al ir avanzando hacia el medio, la masa del palo mayor oculta a cada pareja de la otra, ¡de forma que no tenemos que quitarnos los sombreros ni inclinar las cabezas con una sonrisa al cruzarnos! ¿No resulta una trivialidad absurda? ¡La interposición de una columna de madera es lo único que nos salva de tener que realizar todos los actos de un comportamiento de residentes en tierra!
Eso fue lo que le dije a Charles la otra mañana, y se echó a reír.
—No lo había pensado, pero supongo que así es, ¡y muy bien observado!
—Es el «estudio acertado del hombre», y muy necesario para alguien que pretende dedicarse a la política.
—¿Tienes prevista una carrera?
—Sí, claro. Y con más precisión que la mayoría de los jóvenes de mi edad.
—Me provocas la curiosidad.
—Bueno, pues… pasaré unos años… no muchos… en la administración de la colonia.
—¡Espero verlo!
—Atención, señor Summers, estoy convencido de que en este siglo las naciones civilizadas van a hacerse cargo cada vez más de la administración de las partes más atrasadas del mundo.
—¿Y después?
—El Parlamento. Mi padrino tiene en el bolsillo uno de esos que llaman «burgos podridos». Envía dos miembros a la Cámara, y los únicos electores son un pastor borracho y un campesino que se pasa las semanas después de las elecciones en una orgía indescriptible.
—Y, ¿crees que debes aprovecharte de tamaños excesos?
—Bueno, hay dificultades. Nuestras malditas tierras están empeñadas, y como para tener un escaño en la Cámara se necesita dinero, tendré que buscarme alguna sinecura.
Charles se rió a carcajadas y después se interrumpió abruptamente.
—No debería resultarme tan divertido, Edmund, pero la verdad es que sí. ¡Alguna sinecura! ¿Y después?
—¡Hombre, al gobierno! ¡Un ministerio!
—¡Cuánta ambición!
—¿Consideras criticable ese aspecto de mi carácter?
Charles se quedó callado un momento y después habló gravemente:
—No tengo derecho a criticarlo. También yo soy así.
—¿Tú? ¡Ah no!
—En todo caso, me pareces muy interesante. Espero sinceramente que tu carrera se desarrolle a tu entera satisfacción y en beneficio de tus amigos. Pero, ¿no empieza el país a cansarse de los «burgos podridos»? Porque, ¿no va en contra de la razón y de la equidad que un puñado de ingleses elija a la Asamblea que nos gobierna a todos?
—Mira, Charles, en eso creo que puedo ilustrarte. Ese aparente defecto constituye el auténtico genio de nuestro sistema…
—¡Ah, no! ¡Imposible!
—Pero, amigo mío, la Democracia no es, y no puede ser, la representación de todos. Vamos, señor mío, ¿hemos de dar el voto a los niños, a los hombres sin hacienda? ¿A los locos? ¿A los delincuentes comunes? ¿A las mujeres?
—¡Que no te oiga la señorita Granham!
—Por nada del mundo denigraría yo a esa respetable dama. Reconozco la excepción. ¿Denigrarla yo? ¡No osaría!
—¡Ni yo!
Reímos los dos. Después seguí con mi explicación:
—En la época más brillante de Grecia, el voto estaba limitado a una fracción de la población. Los bárbaros pueden elegir a sus jefes por aclamación y batiendo en sus escudos con las espadas. ¡Pero cuanto más civilizado es un país, menor es el número de personas capaces de comprender las complejidades de su sociedad! ¡Una comunidad civilizada siempre hallará formas de limitar prudentemente el electorado a un cuerpo de electores de alta cuna, muy educados, profesionales capaces y hereditarios que procedan de un nivel de la sociedad que haya nacido para gobernar, espere gobernar y siempre gobernará!
Pero Charles estaba haciendo gestos de apaciguamiento con las manos. Creo que efectivamente yo había levantado la voz. Me interrumpió:
—¡Edmund! ¡Calma! ¡Yo no soy el Parlamento! Estás haciendo un discurso. ¡Cuando nos cruzamos con el señor Prettiman junto al palo mayor, estaba rojo de ira!
Bajé la voz:
—Estoy dispuesto a moderar el tono, pero no el contenido. Ese hombre es un teorizante. ¡O algo peor! ¡El error que siempre cometen los teorizantes es el de suponer que se puede adaptar un sistema perfecto de gobierno a la pobre faz imperfecta de la humanidad! No es así, Summers. Hay circunstancias en las que sólo funcionan las imperfecciones de un sistema contradictorio y lento como el nuestro. ¡Vivan los burgos podridos! Pero en las manos idóneas naturalmente.
—¿Detecto algunos de los elementos de un proyecto de primer discurso en la Cámara?
Sentí que un súbito calor me encendía las mejillas.
—¿Cómo lo has adivinado?
Charles me dio la espalda un momento y le hizo una advertencia a un marinero que estaba entretenido con unas cuerdas, algo de grasa y un pasador de cabos. Después:
—Pero, ¿y tu vida personal, Edmund… toda la parte de ella que no esté consagrada tan absolutamente al servicio de tu patria?
—Bueno… supongo que la viviré como todos. Algún día (ojalá tarde en llegar) tendré que ocuparme de las tierras, salvo que pueda convencer a alguno de mis hermanos para que se ocupe él. Debo reconocer que cuando me lanzo a pensar sobre mi futuro, me veo liberando a las tierras de su pesada carga gracias —y ahora fui yo quien se rió— ¡a una donación de la patria agradecida! ¡Pero vas a pensar que soy un soñador!
También Charles se echó a reír.
—¡No tiene nada de malo, siempre que sean sueños del futuro y no del pasado!
—Sin embargo, mi propuesta práctica no es ningún sueño. En un momento adecuado de mi carrera me casaré…
—¡Ah! Me lo estaba preguntando. ¿Puedo preguntarte si ya has escogido a la dama?
—Imposible. ¿Acaso crees que me propongo ser el Romeo de alguna Julieta? Déjame diez años, y entonces alguna señorita que tenga diez o doce años menos que yo, de buena familia, rica, bella…
—Y que ahora todavía es una niña.
—Exactamente.
—Espero que seas muy feliz.
Reí.
—¡Vendrás a bailar a mi boda!
Se produjo una pausa. Charles ya no sonreía.
—Yo no bailo.
Hizo un breve gesto y se fue, desapareciendo en el castillo de proa. Me di la vuelta para saludar al señor Prettiman y a su prometida, pero vi que se metían por el saltillo de popa. Volví a mi conejera y me senté ante el tablero, pensando que aquélla había sido una conversación que podría reseñar en mi diario. También pensé en qué amigo tan agradable e íntimo se había hecho Charles Summers.
Todo aquello fue ayer. Y, ¿esta mañana, qué? No ha pasado nada. He hecho una comida vulgar, he rechazado la bebida, porque bebo demasiado, he hablado, o mejor dicho he intercambiado monosílabos con Oldmeadow, que no sabe qué tareas hallar para sus hombres, dado un corte a Zenobia Brocklebank, que ha adquirido la costumbre de hablar con los marineros del común… y me he vuelto a encontrar una vez más ante esta enorme superficie blanca, con las ideas vacías. Ahora que lo pienso, tengo un tedioso asunto que contar. Acabo de volver a pasearme por cubierta con Charles Summers. Comentó que el viento soplaba más, a lo que le repliqué que no había logrado detectar aumento alguno de nuestra velocidad. Asintió y dijo gravemente:
—Ya lo sé. Tendría que haber aumentado, pero no puede porque lo impide el aumento de nuestros sargazos. Hemos pasado demasiado tiempo en la calma chicha.
Me acerqué a la borda y miré hacia abajo. Se veían hierbajos, como cabellos verdes. Cuando nos balanceábamos, se veía más abajo algo oscuro que sugería unas hierbas igual de largas, pero de otro color. Después nos balanceábamos del otro lado y los rizos verdes se volvían a extender en la superficie del agua, todos extendidos en una dirección por nuestro ligero avance.
—¿No os podéis deshacer de eso?
—Si estuviéramos anclados podríamos utilizar la rastra. Podríamos meternos en una ría y carenar y frotar.
—¿Se ponen así de hierbajos todos los barcos en estas aguas?
—Los barcos modernos, los construidos en el siglo diecinueve, no. Tienen quillas de cobre en las que tardan más en fijarse los elementos marinos.
—Es una lata.
—¿Tanto deseas llegar a las Antípodas?
—Se me hace muy largo el tiempo.
Sonrió y se fue. Recordé mi nuevo empleo y volví a mi conejera. Esto de escribir un diario que quizá no lea nadie más que yo tiene sus ventajas. ¡Todo lo decido yo! ¡Si quiero, puedo ser totalmente irresponsable! No tengo que andar buscando frases ingeniosas para divertir a mi padrino, ni estar seguro de que me presento, por así decirlo, con mi mejor aspecto, como una novia que posa para su retrato de bodas. Quizá fuera demasiado honesto en mi diario para mi padrino, y a veces he pensado que en lugar de persuadirlo para que viera qué persona tan noble soy, es posible que haya aceptado el sentido literal de mis palabras y decidido que me he mostrado indigno de su protección. Que me lleve el diablo si consigo encontrar una forma de evitarlo, pues no puedo destruir lo escrito sin destruir el regalo que me hizo mi padrino, con su encuadernación innecesariamente espléndida. He sido un idiota. No. He calculado mal.
Cumbershum y Deverel han exhortado a Summers a que exponga al Capitán Anderson la conveniencia de cambiar el rumbo hacia el Río de la Plata, donde podemos carenar y deshacernos de las hierbas. Me lo ha dicho el joven señor Taylor, ese guardiamarina más que animado y que a veces se me adhiere. Pero Summers no quiere. Sabe que Anderson quiere hacer todo el viaje sin recalar en un solo puerto. He de reconocer que a Summers, pese a ser tan buen hombre y tan excelente marino como estoy seguro de que lo es, no le agrada en absoluto contradecir a su capitán. El señor Taylor dice que se negó señalándoles algo que esta mañana es indiscutible: que el viento ha aumentado considerablemente y que en consecuencia ha aumentado nuestra velocidad. El viento sigue llegando por la amura de babor, el horizonte ha perdido algo de su anterior claridad y ahora a veces suben salpicaduras de espuma hasta cubierta. Todos los tripulantes y los pasajeros se sienten animados con esto. Las señoras están literalmente relucientes de salud y