Sábado, 21 de junio. 21:00 h
Eimsbüttel (Hamburgo)
Anna se sumergió en el lago tibio, oscuro y profundo de un sueño tranquilo. Cuando regresó a su apartamento desde el Präsidium, no esperaba poder dormir: se sentía exhausta, y las escenas de la velada con MacSwain le pasaban ante los ojos como secuencias dispares, como si cambiara los canales de televisión al azar. El cansancio había entorpecido los dedos de Anna y había hecho que sintiera los brazos y las piernas como si fueran de plomo mientras llevaba a cabo las tareas que se interponían entre ella y el sueño. Le había dado de comer a Mausi, su gato atigrado, se había desmaquillado y se había metido en la cama.
Cuando se despertó, eran casi las cinco de la tarde, y Mausi estaba sentado al pie de la cama, mirándola con arrogancia e indiferencia. Ya no sentía la pesadez en las extremidades, pero una franja de dolor se había instalado ahora en su cabeza mientras dormía. Se levantó y se tomó dos codeínas antes de sumergirse en un baño tibio. Yacía inmóvil, con una toallita sobre los ojos, y dejó que el agua que la envolvía le pusiera la carne de gallina. El silencio que reinaba en el lavabo era casi perfecto, roto tan sólo por el sonido del agua al moverse y por el momento en que gritó «¡Mausi!» en el tono más severo que pudo, y sin quitarse la toallita de los ojos, al oír ruido en la cocina.
Anna se examinó las yemas de los dedos, arrugadas y blanquecinas, y se levantó sin ganas de la bañera. Se secó el cuerpo y el pelo con la toalla y se dirigió a la cocina, donde vio a Mausi sentado en una esquina, con un aire de inusitada timidez.
—¿Qué has hecho, Spitzbube?
Anna miró la cocina en busca de las pruebas del crimen felino. Abrió de par en par la ventana de la cocina por la que Mausi accedía al pequeño balcón, y el gato salió de un brinco. Se encogió de hombros y fue a la nevera a por agua fría, que bebió a pequeños sorbos. Volvió a la habitación y acababa de vestirse cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. Debía de ser algún vecino, porque los visitantes solían usar el portero electrónico. Antes de abrir la puerta, supo que sería Frau Kreuzer, la anciana que vivía en el piso de arriba. Como sabía a qué se dedicaba, la mujer solía ir a contarle historias sobre personajes sospechosos que había visto en el supermercado del barrio, en la biblioteca o merodeando por la calle del edificio. Anna siempre la escuchaba con paciencia, le ofrecía una taza de té verde y dejaba que desviara el tema de su supuesto interés por el bien comunitario hacia la cháchara y el cotilleo general. Era consciente de que las inquietudes de la anciana eran tan sólo una treta para crear un oasis de compañía en el desierto solitario de sus días, pero no le importaba. Sin embargo, hoy podría apañárselas sin aquella distracción. De hecho, a pesar de haber dormido durante tanto rato, al ir hacia la puerta se sintió muy mareada.
—Buenas tardes, Frau Kreuz… —empezó a decir Anna mientras abría la puerta. Le pareció que se le paraba el corazón y se le congelaba la voz al mismo tiempo al encontrarse el fuego verde y frío de la mirada de John MacSwain.
—Hola, Anna —dijo MacSwain.
Anna parecía confundida. A modo de respuesta, MacSwain levantó las llaves y las hizo oscilar en su dedo índice. Anna se volvió. Al mover la cabeza, se mareó y se le nubló la vista. Buscó la SIG-Sauer de nueve milímetros que usaba en el trabajo y que había tirado, con funda y todo, sobre la mesa del recibidor de al lado de la puerta; pero ya no estaba. En ese instante ató cabos: los ruidos en la cocina, el agua, el nerviosismo del gato. Se volvió hacia MacSwain y tuvo que ladear la cabeza momentáneamente para poder verle bien la cara. No pudo evitar comparar su fría mirada verde con el desinterés que Mausi solía manifestar al mirarla. «Eso es —confirmó para sus adentros—: él no es humano». Eso era lo que había intentado explicarle a Fabel: que a MacSwain le faltaba un elemento esencial y decisivo para ser humano. Se tambaleó y fue a apoyarse en el canto del armario de la cocina, pero MacSwain se adelantó y la cogió por debajo de los brazos.
—Cuidado —dijo él, sin pretender ser solícito—. Creo que te irá bien beber un poco más de agua.
Mientras el preparado de droga que MacSwain había echado en el agua empezaba a nublar la conciencia de la chica, Anna se vio obligada a hablar.
—No me encuentro bien —dijo de modo que sólo él pudo oírla, y sin poder recordar por qué tenía que decirlo.