Sábado, 21 de junio. 21:30 h
Polizeipräsidium (Hamburgo)
L os tres mensajes que había en el contestador de Fabel eran como vínculos con la vida de un mundo que existía más allá de la violencia y la muerte. El primero era de su hija Gabi. Mientras escuchaba el mensaje, oía el tintineo que había en su voz desde que empezara a pronunciar sus primeras palabras. Escuchar la voz de Gabi en momentos como aquél era como si alguien descorriera las cortinas pesadas y polvorientas de una habitación lóbrega y siniestra, inundándola de luz. Sin embargo, hoy tan sólo era una habitación dentro de una mansión tenebrosa.
Gabi quería recuperar el fin de semana que habían podido pasar juntos, quedándose el próximo, si a él le iba bien. Había un concierto al que quería ir, de Die Fantastischen Vier. Fabel no podía acabar de comprender el concepto de rap —un género musical nacido en los guetos de Nueva York, Chicago y Los Ángeles, anclado en una forma particular de inglés callejero— cantado en alemán. Pero eso era cosa de Gabi: uno de los incontables puntos de divergencia cada vez más numerosos a medida que los niños se hacen mayores y se convierten en una persona independiente de los padres. Suspiró profundamente. No tenía ninguna certeza de que la presión insidiosa que ejercía este caso en su vida hubiera disminuido el fin de semana.
El segundo mensaje era de Susanne, que le pedía que la llamara para decirle cómo estaba. El tercero era de su hermano, Lex.
Lex era el hermano mayor, pero a menudo Fabel sentía que el espíritu incontrolable, desafiador y juvenil de su hermano le hacía parecer diez años más joven. No era el único contraste fuerte: Lex era más bajo que él, tenía el pelo oscuro y un sentido del humor celta y mordaz que le hacía fruncir tanto la piel de alrededor de los ojos que se le habían quedado unas arrugas permanentes. Lex era propietario de un hotel restaurante en Sylt, una de las islas frisias del norte que en su día sólo fue conocida por la pesca, pero que ahora atrapaba en sus redes peces mucho más rentables: los poderosos, ricos y famosos de Hamburgo y Berlín. El restaurante de Lex descansaba sobre una cumbre de baja altitud tras las dunas, con unas vistas espectaculares de la ancha guadaña de arenas blancas y de la paleta cambiante del mar del Norte. Fabel había pasado muchas temporadas en el hotel de su hermano, que se había convertido en algo parecido a un refugio para él. Fue allí donde se había recuperado después de que le dispararan, y también fue allí donde hizo su retiro espiritual para intentar aceptar el hecho de que había dejado de ser miembro de una familia. Ya no era ni marido ni padre a jornada completa.
Lex no tenía ningún motivo especial para llamarlo. Era tan sólo un hermano que quería estar en contacto con su otro hermano: un intercambio que —se lamentó Fabel— no solía ser recíproco. Al escuchar la voz de su hermano, ardió en deseos de escapar de Hamburgo y pasarse semanas contemplando el océano, siempre mutable; de abandonar su ropa elegante y su estilo urbano y holgazanear sin tener que afeitarse y poder andar en sudadera, vaqueros y náuticos. En su cabeza veía una imagen con toda claridad: volver a su refugio preferido; pero esta vez la imaginación le añadía una compañera, Susanne. En aquel mismo instante tomó la decisión de que, en cuanto resolviera este caso escabroso, le pediría a Susanne que lo acompañara a Sylt.
Antes de devolver ninguna llamada, llamó al móvil de Mahmoot. Había estado con él cuando conoció al padre de Vitrenko en Speicherstadt. Dos de las cuatro personas entonces presentes estaban ahora muertas, y Fabel quería asegurarse de que Mahmoot no fuera la tercera. Cuando escuchó su voz, soltó un suspiro de alivio. Le explicó lo que había sucedido al volver al almacén y se sorprendió al notar que le temblaban las manos mientras se lo contaba. Mahmoot escuchó en silencio durante un rato.
—Joder, Jan. Creía que vivía en un mundo oscuro —dijo al final—, pero el tuyo me acojona. No puedo creer que estén muertos. No puedo creer que le hiciera eso a su propio padre. —Hizo una pausa como si estuviera pensando en algo—. Escucha, Jan, voy a desaparecer una temporada, me iré de Hamburgo. No sé si este supervikingo me considera un cabo suelto, pero no quiero acabar como una especie de brocheta nórdica.
—Lo entiendo —dijo Fabel. Mahmoot colgó.
Llamó a Gabi. Fue la típica conversación corta y animada que solía tener con su hija. Tenían una jerga especial que consistía en condensar los párrafos de sus historias y los significados en tan sólo unas palabras. A Fabel le preocupaba que este caso siguiera robándole gran parte del tiempo, pero quería que fuera a verlo. Ella le dijo que no se preocupara si tenía que trabajar. El tiempo que pasaba con su hija era más valioso que el oro, y apreciaba cada oportunidad para estar con ella. La misma economía que usaban para las palabras les permitía condensar un gran valor en muy poco tiempo.
Después de colgar, se dio cuenta de que no había comido. Fue a la cocina y se preparó una ensalada y un café solo demasiado fuerte. Mientras preparaba la cena, empezó a marcar el número de Lex; pero colgó antes del primer tono porque cayó en la cuenta de que, posiblemente, aún estaría entretenido en la cocina o en el comedor. Decidió llamar a Susanne. Se mostró horrorizada al escuchar el relato de los hechos sucedidos en el Speicherstadt e insistió en ir a su casa de inmediato; pero él la disuadió, explicándole que tenía que volver al Präsidium para asistir a una reunión sobre el caso. Estaba bastante alterada y preocupada, pero cuando Fabel le comentó su idea de pasar un tiempo juntos en Sylt, su voz se relajó.
—Me encantaría, Jan. Y creo que sería una idea excelente para los dos. Estoy preocupada por el precio psicológico que vas a tener que pagar por todo este horror.
«Yo también», pensó Fabel.
Después de hablar con Susanne, se comió la ensalada sin entusiasmo, se preparó otro café y fue al salón. Encendió la luz y se sentó en el sofá, observando su propio reflejo en los cristales de la ventana. Suspiró profundamente y miró la hora. Necesitaba aliviar la gran tensión acumulada en el cuello y los hombros antes de volver al Präsidium. Se inclinó hacia la mesa de café y cogió el diccionario de apellidos ingleses que Otto le había regalado. Soltó una risita. Sólo Otto podía saber que Fabel encontraba paz en los volúmenes de etimología inglesa o alemana. Le encantaban las obras de referencia. Eran océanos en los que se podía navegar sin rumbo; en un principio buscando cierto conocimiento, y luego desviándose en otra dirección siempre tangencial, pero igualmente seductora. Por pasar el rato, empezó por su apellido. Sabía que «Fabel», además de en Alemania, también se encontraba en Dinamarca y en los Países Bajos. Se desilusionó un poco al no encontrarlo listado entre los apellidos de las islas Británicas. Se devanó los sesos en busca de apellidos británicos que hubiera oído recientemente. Hubo uno que se le ocurrió al instante porque estaba relacionado con el caso. Fue pasando las páginas hasta que encontró la prolija sección dedicada a los apellidos que empezaban por «Mc» y «Mac», que predominaban en Irlanda y Escocia.
Encontró la entrada de «MacSwain».
Fabel se quedó de piedra. La taza de café se quedó suspendida a medio camino entre el platillo y sus labios. El silencio era sepulcral. Entre latidos, se vio atrapado en aquel momento, con la sangre congelada en sus venas. Entonces se rompió el encantamiento. Colocó la taza de café sobre el plato con decisión, derramando un remolino de líquido negro y viscoso. Se había puesto de pie y ya estaba cruzando la habitación antes de darse cuenta de que ya no estaba sentado. Aún tenía el libro abierto en la mano izquierda y los ojos fijos en la entrada. Su mano derecha encontró el inalámbrico y pulsó una única tecla, que marcaba automáticamente el número de teléfono de la Mordkommission.
—Mierda, mierda… —murmuró Fabel, ya que el tono de llamada parecía no tener fin. Fue Maria quien cogió el teléfono. Fabel ni siquiera se identificó.
—Maria, Anna tenía razón… Dios mío, estábamos equivocados del todo. Es MacSwain. MacSwain es el Hijo de Sven.
Maria parecía confundida y poco convencida, pero Fabel disipó su incredulidad con un torrente de palabras.
—Nos ha estado diciendo desde el principio quién era. Y no lo vimos. Nos lo ha pasado por las narices en cada mensaje de correo electrónico. ¿Aún tenemos un equipo vigilando a MacSwain?
—Sí, al menos hay un agente ahora mismo. Está delante de su apartamento.
—¡Que alguien vaya allí de inmediato! Diles que esperen hasta que lleguemos, a menos que MacSwain intente escapar, en cuyo caso quiero que lo detengan bajo el cargo de sospechoso de asesinato. Que todo el mundo vaya a la sala de investigación. Y dile al abogado de Eitel que voy a hablar con Norbert dentro de diez minutos, esté él presente o no. Os veré allí dentro de quince minutos.