Sábado, 21 de junio. 13:30 h
Polizeipräsidium (Hamburgo)
Markmann vestía acorde a su cargo: era más contable que policía. Era un hombre bajito y pulcro cuyo traje azul inmaculado parecía buscar unos hombros más robustos en los que asentarse. Estrechó la mano de Fabel con exagerada firmeza.
—He repasado los detalles de las cuentas que me ha suministrado, Herr Fabel. —Markmann ceceaba un poco—. No hay duda de que plantean cuestiones suficientes como para conseguir una orden de incautación de los archivos de todas las empresas y todos los individuos principales implicados. Sin embargo, no creo que podamos retener a los Eitel mucho más tiempo sin, como mínimo, comenzar a hablar de una acusación específica. Empiezan a intensificar las presiones, o mejor dicho, su equipo de caros abogados empieza a ganarse la minuta. A menos que tenga algo…
Fabel sonrió.
—Sólo una sospecha… y un farol. Veamos al menos si puedo picarles un poco. Primero lo intentaremos con el padre.
La escena era la que cabía esperar en una sala de interrogatorios. Cuatro hombres, dos a cada lado de la mesa. Un hombre de pie, con los brazos extendidos y apoyados sobre la mesa, miraba al que tenía delante, quien, a su vez, con aire de desafío, intentaba transmitir que no le intimidaba el acoso del otro. Sin embargo, había algo que no encajaba en la imagen. Eran los policías que estaban sentados a la sombra de Wolfgang Eitel. Fabel advirtió que a lo largo de toda la entrevista, la balanza psicológica se había ido inclinando lenta, hábil y decididamente a favor de Eitel. Se dio cuenta de que tenía que dar un golpecito rápido al platillo.
—¡Siéntese! —dijo Fabel al entrar en la sala.
Eitel se puso derecho irguiendo toda la longitud considerable de su cuerpo y miró a Fabel alzando la nariz aguileña.
—Deje ya esa pose aristocrática, Eitel. —La voz de Fabel estaba llena de desprecio—. Todos sabemos que es hijo de un campesino bávaro. Es fácil mirar a la gente por encima del hombro cuando te has pasado media infancia metido entre la mierda de los cerdos. ¡He dicho que se siente!
A Fabel le sorprendió que el asesor legal de Eitel fuera Waalkes, el jefe de asuntos jurídicos del Grupo Eitel. El abogado se enfureció y se puso en pie de un salto.
—Usted no puede… No puede… —Las palabras se le encallaron por la indignación—. Esto es intolerable. No voy a permitir que le hable así a mi cliente. Es insultante…
Eitel sonrió de manera cómplice y le indicó a Waalkes que se sentara, y éste le obedeció. Fue como ver a un pastor dirigiendo en silencio a su perro.
—No pasa nada, Wilfried. Creo que Herr Fabel intenta alterarnos a propósito.
Dichas estas palabras, Eitel volvió a ocupar su asiento. Markmann indicó con un movimiento de cabeza a los dos agentes que llevaban el interrogatorio que se marcharan, y él y Fabel ocuparon su lugar.
—Vaya, cambio de equipo —dijo Eitel—. Ahora merezco un interrogador de rango superior.
—Lo cual, Herr Fabel —dijo Waalkes—, sugiere que cada vez está más desesperado por encontrar alguna razón para seguir acosando a mi cliente. —Otro gesto de la mano de Eitel silenció una vez más a Waalkes.
—No me dejo intimidar con facilidad —dijo Eitel, echando de nuevo la cabeza hacia atrás y sacando todo el provecho de su mayor estatura, incluso sentado—. Cuando acabó la guerra, todos probaron sus técnicas. Los norteamericanos eran groseros y directos: también recurrían mucho al insulto y la amenaza. Los británicos eran en general más sutiles y profesionales: indefectiblemente corteses, pero infatigables e implacables. Hacían que te sintieras respetado, incluso admirado, mientras intentaban que les dieras lo suficiente para colgarte. Como puede ver, Fabel, ninguno lo consiguió.
Pareció como si Fabel no hubiera oído nada de lo que había dicho Eitel. Levantó el teléfono y marcó el número de extensión de Maria. Cuando ésta contestó, le pidió que le llevara los archivos del FBI y demás a la sala de interrogatorios. Luego se quedó sentado en silencio. Waalkes abrió la boca para protestar.
—Cállese —dijo Fabel, con tranquilidad y sin ira.
—Ya está —dijo Waalkes, y volvió a ponerse de pie—. Nos vamos.
—¡Siéntate! —ladró Eitel—. ¿Es que no ves que Herr Fabel intenta provocar alguna clase de incidente?
Cuando Maria llegó con los archivos, el ambiente en la sala silenciosa estaba cargado de electricidad.
—Maria —dijo Fabel en tono alegre—, ¿por qué no te unes a nosotros?
Maria acercó una silla que estaba junto a la puerta y la colocó al final de la mesa de interrogatorios. Eso suponía una invasión del territorio neutral que hizo que Waalkes chasqueara la lengua y ladeara la silla un poco hacia Eitel. Fabel vio que el hecho de que Waalkes cediera un centímetro de terreno enfurecía a su cliente.
—¿Podemos empezar ya? —dijo Waalkes—. ¿O quiere invitar al resto de su departamento?
Fabel no le hizo caso. Le cogió la carpeta a Maria, la abrió y habló sin alzar la vista.
—Herr Eitel…, hace usted negocios con la mafia de Odesa, como la llaman nuestros amigos norteamericanos, ¿verdad?
Waalkes fue a hablar. Eitel hizo otro movimiento con la mano.
—No tengo ningún contacto con ningún tipo de mafia, Herr Fabel. —Su voz era tranquila y serena, pero tenía un tono amenazador—. Y le sugiero que tenga un poco más de cuidado con sus acusaciones.
—¿Tiene usted negocios con John Sturchak?
—Pues sí, los tengo, igual que los tenía con su padre, de lo cual estoy muy orgulloso.
Fabel levantó la vista del expediente.
—Pero Sturchak es una especie de padrino, una especie de jefe… —Fingió esforzarse por recordar la palabra.
—Pakhan —dijo Maria, sin dejar de mirar a Eitel.
—Sí; una especie de Pakhan importante. ¿No es así? Alguien que se dedica al fraude, a clonar teléfonos móviles, a la prostitución y al tráfico de drogas…
La mirada de Eitel se endureció y en su voz apareció ahora un tono gélido.
—Eso es una calumnia. Es una calumnia injustificada, infundada, difamatoria y no contrastada contra un hombre de negocios respetable.
Fabel sonrió. Había conseguido su objetivo: sacar de quicio a Eitel.
—Venga ya. John Sturchak sólo es un estafador ruso, igual que su padre.
A Eitel se le encendieron las mejillas; el fuego le subió hasta las sienes.
—Roman Sturchak fue un soldado valiente y un genio militar. Y un verdadero patriota ucraniano, añadiría. No voy a permitir que alguien… —Eitel adoptó un aire despectivo: el tipo de cara que pone alguien cuando aparta algo nocivo y maloliente de su cuerpo— que alguien como usted le difame.
Fabel se encogió de hombros con tanta indiferencia como pudo.
—Venga ya. Roman Sturchak era un mercenario de los nazis. Mató a sus propios compatriotas a instancias de una panda de gánsteres de Berlín.
Era como si Eitel estuviera agarrándose a una cuerda, intentando refrenar airadamente la ira que crecía en su interior.
—Roman Sturchak luchó por su país. Lo único que le preocupaba era liberar Ucrania de Stalin y sus secuaces. Era un guerrero de la libertad y un hombre mejor de lo que usted pueda soñar ser algún día.
—¿En serio? ¿Y cómo mide esa calidad? ¿Por el número de compatriotas a los que asesinó? ¿O por la cantidad de dinero sucio que ha amasado en Estados Unidos gracias al fraude y la corrupción? No, tiene razón. Creo que nunca podré aspirar a ser un Roman Sturchak.
Eitel comenzó a levantarse de su asiento. Fue entonces cuando Waalkes empezó a ganarse el sueldo.
—Herr Fabel, lo único que está consiguiendo es enfadar a mi cliente. No voy permitir este acoso ni un segundo más. A menos que tenga preguntas específicas relacionadas con irregularidades financieras, doy por terminado el interrogatorio.
—Creo que su cliente está blanqueando dinero para las mafias rusa y ucraniana, seguramente a través de empresas falsas que monta con John Sturchak. —Mientras hablaba, Fabel notó que Markmann se ponía tenso. Sabía que estaba mostrando las cartas. Y no llevaba una mano ganadora—. Pero hay otros delitos, más graves incluso, que tenemos que tratar.
—¿Como cuáles? —Eitel había recobrado la compostura. Fabel vio que el anciano se daba cuenta de que se estaba marcando un farol.
—Ya volveremos a eso. Mientras tanto, voy a dejarle en manos de Herr Markmann. —Fabel se puso de pie, y Maria hizo lo mismo—. Volveré dentro de un momento, y hasta entonces se quedará aquí.
Al salir, Fabel hizo un gesto con la cabeza a los dos detectives de delitos económicos y empresariales, que volvieron a unirse a Markmann en la sala de interrogatorios.
—Nos estamos agarrando a un clavo ardiendo, jefe —dijo Maria.
—Tienes razón —dijo Fabel en tono grave—. Vamos a ver al Eitel número dos.
Esta vez, cuando Fabel entró en la sala de interrogatorios, lo hizo sin decir nada y ocupó un lugar en la pared del fondo. Maria se colocó a su lado. La intención era señalar que era un observador del interrogatorio, no un participante, pero también inquietar a Norbert Eitel. Después de todo, ¿por qué un policía de homicidios estaría interesado en una investigación por fraude?
Otro abogado con otro traje caro estaba sentado junto a Norbert Eitel. Los dos Kommissars de delitos empresariales revisaban una copia de la hoja de transacciones. Al cabo de diez minutos, Fabel se acercó a uno de los agentes y le susurró algo al oído. El policía asintió con la cabeza, y dejaron su sitio a Fabel y Maria.
—Gracias, chicos… —dijo Fabel—. Será sólo un momento.
Norbert puso cara de sufrida indulgencia cuando Fabel le preguntó una vez más sobre la conexión con los Sturchak. Sin embargo, esta vez no logró provocar en Norbert más que una impaciencia irritada.
—Esto no nos lleva a ninguna parte —dijo el asesor de Norbert. Y Fabel no pudo evitar estar más de acuerdo con él. No tenía absolutamente nada sobre el padre o el hijo con lo que poder sacarles información sobre Vitrenko. Fabel se puso en pie e indicó con un gesto de la cabeza a los dos agentes antifraude que podían reanudar su interrogatorio. Fue entonces cuando Norbert Eitel sonrió en señal de victoria. Olvidó su actitud desinteresada y se levantó, con una mueca de odio y desprecio en el rostro. Clavó en el pecho de Fabel el dedo índice de la mano izquierda.
—Voy a acabar con usted, Fabel. —Norbert habló apretando los dientes—. Esto no va a quedar así. —Volvió a clavar el dedo en el pecho de Fabel, dándole un empujón adicional como si apartara de sí algo despreciable. Fabel alzó la mano con rapidez y agarró la muñeca de Norbert.
—No me toque.
Norbert intentó soltarse, pero Fabel le sujetaba la mano con fuerza. El policía bajó la vista y se dispuso a devolverle la mano a Norbert empujándola contra su pecho. Pero en lugar de eso, se quedó paralizado. Fabel se quedó mirando perplejo el puño cerrado de Norbert, y éste intentó zafarse de nuevo. Y de nuevo, sólo se movió de un lado a otro como si estuvieran echando un minipulso. Fabel agarró con más fuerza la muñeca de Norbert, y el puño se volvió rojo intenso. Levantó la vista del puño y miró a Norbert a los ojos. Sonrió con frialdad y malevolencia.
—Le tengo —dijo Fabel, y su voz destilaba un triunfo sereno y amargo—. Ya le tengo.
Los ojos de Norbert Eitel examinaron el rostro de Fabel para entender qué quería decir. Fabel se permitió mirar otra vez. Allí estaba, en el dorso de la mano izquierda de Norbert Eitel. Una cicatriz. O más bien dos cicatrices que se cruzaban para formar el dibujo de una espoleta ligeramente deformada. Como había descrito Michaela Palmer.
Fabel consiguió borrar la sonrisa de sus labios antes de abrir la puerta de la sala de interrogatorios número uno. No entró; sólo se asomó. Wolfgang Eitel, Waalkes y los dos agentes de delitos empresariales detuvieron su intercambio de palabras y se volvieron hacia la puerta, como sorprendidos por los faros de un vehículo que se aproximara.
—Sólo quería hacerle saber que, en lo que a mí respecta, es libre de marcharse cuando estos caballeros acaben su interrogatorio. —Un gesto de triunfo frío y malicioso iluminó el rostro de Wolfgang Eitel. Fabel se dispuso a marcharse, pero entonces se detuvo en seco y volvió a asomarse, como si acabara de ocurrírsele de repente un detalle secundario—. Ah, por cierto, su hijo Norbert está acusado de violación e intento de asesinato y es sospechoso de complicidad en un asesinato.
Fabel cerró la puerta y permitió que la sonrisa regresara a sus labios mientras oía el estallido de voces en la sala de interrogatorios.
Había recorrido medio pasillo cuando Paul Lindemann se le acercó corriendo.
—Jefe, acabo de hablar con Werner por teléfono. Quiere que vayas a Harburg. Ha encontrado a Hansi Kraus. Muerto.