Sábado, 21 de junio. 1:04 h
Harburg (Hamburgo)
Pese a que la noche era suave, Hansi Kraus temblaba debajo de las sábanas pestilentes y raídas y del grueso abrigo militar que lo acompañaba a todas partes. Su cuerpo magro se convulsionaba, le castañeteaban los dientes y era como si una rata le royera constantemente las tripas. Quizá no tendría que haber vuelto a la casa abandonada; pero necesitaba un sitio cálido donde, tal vez, poder mendigar, pedir prestado o robar el dinero suficiente para pagarse el pico que tanto necesitaba. Desafortunadamente para Hansi, no había tenido la oportunidad de explotar ninguna de las tres opciones. Allí estaba expuesto, pero tenía que aclararse. Iría a ver al turco por la mañana y le diría lo que había visto en el Polizeipräsidium. Los turcos sabrían qué hacer; quizá, por una vez, incluso le anticiparían algo. También le había escrito una carta a su madre, la primera prueba que le daba en cinco años de que todavía respiraba. En ella, le expresaba lo más parecido a una disculpa de que era capaz; le pedía perdón por haber destruido a su único hijo y haber acabado con todas las esperanzas y sueños que había depositado en él. Era irónico que, después de una década de miedo y amenazas, y cinco años durante los cuales su madre y sus hermanas probablemente lo habían dado por muerto, Hansi aceptara que seguramente había llegado su hora. Ahora reparaba en el daño que había causado; ahora dejaba un mensaje que perduraría cuando él ya no estuviera.
Hansi tenía miedo. Hansi siempre tenía miedo, era su estado natural; pero ahora ese miedo había subido una marcha. En algún lugar, inyectados en sus huesos, tenía recuerdos de infancia que no se habían evaporado con la carne que en su día dio forma a su cuerpo. Cuando Hansi estaba enfermo o tenía miedo, su madre dejaba que durmiera con la luz de la mesilla encendida. El Hansi espectro recurría ahora al Hansi niño, y recordaba la luz tenue y cálida, el olor de las sábanas limpias, la sensación de piel aseada después del baño y el cosquilleo de alegría y seguridad acogedora que sentía al acurrucarse en la cama. Ahora, veinte años después, lo único que le quedaba a Hansi era una triste bombilla que brillaba sombría e ineficazmente en el techo, como un talismán frente a los escalofríos, los dolores y los miedos que convulsionaban su cuerpo débil y ansioso. Oyó unos pasos en el rellano. En circunstancias normales, no habría hecho caso: siempre había actividad en la casa, gente que entraba y salía, borracha o colocada, que se peleaba o gritaba en sueños. Sin moverse, escuchó con atención, pe ro los pasos se habían detenido. No se habían ido apagando. Se habían detenido.
Había comenzado a ponerse en pie apoyándose en un codo cuando la puerta se abrió despacio. A Hansi le dio tiempo de pensar que creía que abrirían la puerta de golpe, en lugar de empujarla suavemente y sin hacer ruido, como hacía su madre cuando entraba en su habitación para comprobar que todo estaba bien. El hombre más viejo sostuvo la puerta para que entrara el más joven, el que parecía culturista, que recorrió deprisa y silenciosamente la corta distancia que había hasta la cama. El grito que comenzó a salir de la garganta de Hansi quedó aplacado por la mano enorme y poderosa del joven que le tapó la boca con fuerza y firmeza. El anciano entró y cerró la puerta. Sonriendo a Hansi, sacó una cajita metálica del bolsillo de su abrigo de piel oscuro. Aún con una sonrisa y con la cabeza ligeramente ladeada, alzó la cajita alargada entre el dedo índice y el pulgar y la agitó, como un padre que provoca a su hijo con un caramelo.
—Hora de ponerse alegre, Hansi —dijo con una voz casi amable mientras sacaba una aguja hipodérmica desechable—. Más alegre que nunca…
Hansi intentó gritar, pero el joven le metió un trapo apestoso en la boca antes de obligarle a estirar el brazo y subirle la manga.
En la fracción de segundo que transcurrió antes de que la heroína letalmente pura entrara en su organismo, los ojos de Hansi miraron veloces de un hombre al otro. Las palabras «Sé quiénes sois… Os vi y sé quiénes sois…» murieron en su lengua inmovilizada por el trapo sucio que le habían metido en la boca. La heroína tan sólo tardó unos segundos en invadir el cuerpo magro de Hansi Kraus. Mientras le sacaban el trapo de la boca y le daban la espalda para dejarle morir solo, a Hansi le pareció percibir el olor de unas sábanas recién lavadas.