Viernes, 20 de junio. 20:00 h
Sankt Pauli (Hamburgo)
Una gran furgoneta Mercedes Vario azul oscuro, con el logo de la empresa Ernst Thoms Elektriker a los lados, estaba aparcada frente a la entrada de la discoteca. Los transeúntes apenas habrían advertido su presencia: los asientos del conductor y del copiloto estaban vacíos, y no había más señal de vida que la rejilla de ventilación que giraba sin parar y en silencio. Lo que la mayoría de gente tampoco habría advertido es que la segunda rejilla no giraba, sino que estaba abierta, de cara a la discoteca.
Anna Wolff sonrió para sí misma mientras el portero le abría la puerta; era evidente que no reconoció en Anna a la misma mujer que había demostrado de un modo tan espectacular la flexibilidad de las articulaciones de su pulgar. Antes giró un poco la cabeza y miró con naturalidad hacia la furgoneta Mercedes. Se dio unos golpecitos con los dedos en el pecho en un gesto distraído, se dio la vuelta y entró en la discoteca. Sabía que Paul y Maria, sentados en la oscura parte trasera de la furgoneta, observando la imagen de la cámara de la rejilla en el monitor, la habrían visto dar los golpecitos y también la habrían oído. Si no había sido así, alguien iría a sacarla de ahí de inmediato. Era una sensación desconcertante. Estar sorda, pero no muda. Sus observadores de la furgoneta podían oír todo lo que pasaba a su alrededor, cada palabra que decía o que le decían; sin embargo, ella no podía escucharles. Si llevara un auricular, podrían detectarlo deprisa y con facilidad. Sabía, no obstante, que dentro de la discoteca ya había dos miembros del equipo, ambos equipados con radios con auriculares, que seguirían todos sus movimientos.
Anna respiró hondo y empujó la puerta que daba a la pista de baile principal de la discoteca. El ritmo de la música la envolvió, pero no logró hacer desaparecer la sensación de inquietud que sentía en el estómago.