Martes, 17 de junio. 20:30 h

Harvestehude (Hamburgo)

Anna Wolff podría haber sido secretaria, peluquera o maestra de guardería. Era menuda y dinámica, y tenía una cara redonda y bonita que siempre estaba llena de energía y que normalmente se maquillaba con sombra de ojos oscura, rímel y pintalabios rojo intenso. Tenía el pelo corto y negro azabache y lo llevaba o peinado hacia atrás o de punta, engominado. Una de las cosas que alejaba a los que la observaban de cualquier pista que pudiera hacerles concluir que en realidad era Kriminalkommissarin era su juventud. Anna tenía veintisiete años, pero podría haber pasado por una joven de dieciocho o diecinueve.

Paul Lindemann, por otro lado, sólo podría haber sido policía. El padre de Lindemann, como el padre de Werner Meyer, había sido policía de la Wasserschutz, y patrullaba en barco la red circulatoria de Hamburgo de vías fluviales, canales, puertos y muelles. Paul era uno de esos alemanes del norte a los que Fabel describía como «luteranos limpios»: gente honesta, aseada y austera a la que a menudo le resultaba difícil adaptarse a los cambios. Paul Lindemann tenía más o menos el mismo aspecto que habría tenido si con la misma edad hubiera vivido en los años cincuenta o los sesenta.

Fabel normalmente emparejaba a Anna y Paul. Eran como el día y la noche, y siempre había creído en formar equipos de personas que veían las cosas de un modo totalmente distinto: si uno analizaba el mismo objeto desde dos ángulos opuestos, era probable que lo apreciara más en su totalidad. Anna y Paul hacían una extraña pareja, y durante meses aquella asociación impuesta no sentó bien a ninguno de los dos. Ahora trabajaban juntos y sentían respeto y admiración por el talento muy distinto pero complementario del otro. Era la clase de éxito que Fabel esperaba lograr con Maria y Werner, pero ellos aún no habían desarrollado su potencial como equipo.

Esta noche, Anna y Paul tenían los nervios a flor de piel. Fabel era más que un jefe. Había sido el mentor de ambos y, al seleccionarlos para su equipo de la Mordkommission, había elevado sus aspiraciones profesionales futuras. A ambos, Fabel les parecía invulnerable. Ahora yacía en una cama de hospital en el Krankenhaus Sankt Georg. Habrían dado lo que fuera por estar ahí fuera buscando al atacante de Fabel, en lugar de tener que vigilar a un yuppie británico.

Había un quiosco de periódicos y cigarrillos en la esquina de la calle de MacSwain. Detrás del mostrador había una máquina de café y, fuera, las habituales mesas altas de aluminio para que los clientes se tomaran el café. Anna estaba de pie junto a una de las cuatro mesas, desde la cual veía claramente el cruce y el edificio de MacSwain, así como la salida del Tiefgarage que había debajo. Si alguien salía, a pie o en coche, Anna podría ver qué dirección cogía y avisar por radio a Paul, que estaba aparcado más abajo, desde donde controlaba la otra dirección. Ya había oscurecido y Anna se estaba tomando el tercer café, intentándolo hacer durar. Si se tomaba uno más, pasaría la noche nerviosa y sin pegar ojo. El quiosquero huraño y obeso apenas se percató de su presencia, pero cuando tres cabezas rapadas con su uniforme de chaquetas militares se acercaron a comprar tabaco, les masculló algo y señaló con la cabeza en dirección a Anna. El quiosquero gordo y los cabezas rapadas se echaron a reír groseramente. Ella mantuvo la mirada fija en el edificio. Los tres cabezas rapadas se acercaron a su mesa, uno por un lado y dos por el otro. Uno de los skins, un chico alto de cuello corto y ancho y mal cutis, se inclinó sobre Anna.

—¿Qué pasa, guapa? ¿Te han dejado plantada?

Anna no respondió ni miró en su dirección. El cabeza rapada de cuello corto lanzó una mirada lasciva a sus colegas y se rió.

—Yo sí que te la plantaría bien, nena…

—¿Ah, sí? ¿Los diez centímetros enteros? —dijo Anna con un suspiro y aún sin mirar en dirección al cabeza rapada. Los dos compañeros de Cuello Corto soltaron una carcajada, señalándolo con sorna. Su semblante se nubló, se acercó más a Anna, metió una mano por debajo de su chaqueta de piel y le cogió un pecho.

—Quizá veamos hasta dónde te cabe…

Todo pasó tan deprisa que Cuello Corto ni se enteró. Anna se giró para zafarse del cabeza rapada y luego volvió a encararle mientras le apartaba la mano como si ejerciera una fuerza centrífuga. Al darse la vuelta para ponerse frente a él, sus manos realizaron dos movimientos veloces. La mano izquierda agarró la entrepierna del skin mientras el codo derecho le propinaba un golpe en la mejilla, y luego, con un movimiento perfecto, Anna metió la mano derecha debajo de la chaqueta, sacó la SIG-Sauer automática y la apretó con fuerza contra la cara del tipo. Le dio un empujón, por lo que fue tambaleándose sin poder agarrarse a nada hasta que dio con el mostrador del quiosco. Anna ladeó la cabeza y giró la boca del arma mientras hablaba.

—¿Quieres jugar con Anna? —dijo con voz coqueta, ladeando la cabeza a un lado y a otro y haciendo un mohín. Cuello Corto la miró con terror en los ojos, examinando su rostro como para evaluar hasta dónde llegaba su locura y, por consiguiente, hasta qué punto corría él peligro. Anna apuntó con el arma a los dos otros cabezas rapadas, extendiendo el brazo, muy tieso.

—¿Y vosotros, chicos? ¿Queréis jugar con Anna?

Los compañeros de Cuello Corto levantaron las manos y retrocedieron unos pasos antes de echar a correr. Anna se volvió de nuevo hacia Cuello Corto y le puso otra vez la boca de la pistola en la nariz, girándola y haciéndola rotar como si jugara con ella. Al skin, la sangre que empezaba a gotearle de la nariz le manchó la cara. Anna puso cara de niña decepcionada.

—No quieren jugar con Anna… —Dejó de poner voz afectada—. ¿Y tú, pichacorta? ¿Seguro que no quieres jugar?

El cabeza rapada negó con la cabeza enérgicamente. Anna entrecerró los ojos; su mirada se oscureció.

—Si me entero algún día de que vuelves a tocar a una mujer de esta forma, iré a por ti personalmente. ¿Dónde tienes el carné de identidad?

El cabeza rapada buscó en los bolsillos de la chaqueta y sacó el carné de identidad. Anna le soltó los testículos apretujados y examinó el carné.

—Muy bien, Markus, ahora ya sé dónde vives. Quizá vaya a visitarte y podamos jugar un poco más. —Se inclinó sobre su cara y le dijo entre dientes—. ¡Lárgate!

Lanzó el carné al suelo, por lo que el skin tuvo que agacharse para recogerlo, agarrándose la entrepierna, antes de salir corriendo en dirección contraria a la que habían tomado sus colegas. Anna enfundó el arma y se volvió hacia el quiosquero.

—¿Algún problema, gordinflón? —dijo esbozando su sonrisa de colegiala más dulce.

El quiosquero negó con la cabeza y levantó las manos.

—Ninguno en absoluto, Fräulein.

—Pues ponme otro café, gordito. —Anna se volvió para mirar al edificio. Las luces de MacSwain estaban apagadas. Examinó la salidas y la calle. Nada. Sacó la radio del bolsillo de la chaqueta.

—Paul… Creo que MacSwain se mueve… ¿Lo has visto salir?

—No. ¿Y tú?

—No. He estado liada. —Soltó el botón de la radio y volvió a pulsarlo de inmediato cuando vio que un Porsche plateado asomaba el morro y salía del Tiefgarage—. Nos movemos. Pasa a recogerme, Paul, ¡deprisa!

En cuestión de segundos, Paul apareció con el viejo y abollado Mercedes que utilizaban para la vigilancia. Abollado por fuera, pero trucado debajo del capó para maximizar su rendimiento.

Los músculos de la cara normalmente inexpresiva de Paul se esforzaban por contener una sonrisa irónica mientras Anna subía al coche. Con el pelo de punta, el maquillaje meticuloso y la chaqueta de piel dos tallas grande, parecía una colegiala no habituada aún a las sutilezas de la cosmética que iba por primera vez a una discoteca.

—¿Qué te hace tanta gracia, Schlaks? —le preguntó utilizando una palabra del dialecto del norte de Alemania que significaba «larguirucho».

—Has estado jugando de nuevo, ¿verdad?

—No sé a qué te refieres —dijo Anna, con la vista clavada en el Porsche plateado, dos coches por delante.

—Mientras estaba aparcado en la calle, dos cabezas rapadas pasaron corriendo como si hubieran visto al diablo. No sería por tu culpa, ¿verdad?

—No tengo ni idea de a qué te refieres. —Se detuvieron detrás de la cola en un semáforo. Paul estiró el largo cuello para comprobar si el Porsche había cruzado. Seguía allí. Se volvió para mirar a Anna, pero vio, por la ventanilla del copiloto, a un skin fornido, encorvado, con las manos en las rodillas, que intentaba recobrar el aliento. Tenía sangre en la cara. Iba mirando calle abajo como para asegurarse de que no lo seguía nadie. Volvió la mirada y se cruzó con la de Paul. Luego vio a Anna. Ella le lanzó un beso largo y sensual con los labios carnosos, color rojo intenso. El cabeza rapada se quedó paralizado por el terror y miró a su alrededor buscando una ruta de escape. El semáforo cambió a verde, y el Mercedes comenzó a moverse. Anna arrugó la nariz en dirección al skin y movió los dedos graciosamente para decirle adiós.

—No tengo ni idea —dijo Anna, adoptando una expresión de inocencia exagerada. Paul miró por el retrovisor. El cabeza rapada mostró su alivio dejando caer los hombros mientras miraba perplejo cómo el coche se alejaba.

—Anna, ten cuidado, ¿vale? Un día de éstos se te irá la mano.

—Sé lo que hago.

—Un día de éstos vas a acabar con una querella por acoso o abuso de poder.

Anna soltó una carcajada. Con la mano, le indicó a Paul que en el próximo cruce girara a la izquierda: el intermitente del Porsche parpadeaba.

—Ningún listillo neonazi con amor propio va a reconocer que una Jüdin de metro cincuenta y ocho le ha dado una patada en el culo. Y si lo hiciera, se reirían de él.

Paul meneó la cabeza con desaprobación. Sabía que Anna procedía de una familia de supervivientes, de judíos de Hamburgo a quienes una familia compasiva había escondido hasta que los británicos y los canadienses tomaron Hamburgo. Había crecido construyéndose defensas; defensas que había afilado con artes marciales y tres años de servicio en el ejército israelí.

El cielo se había vuelto color azul terciopelo. Paul se centró en el Porsche plateado; MacSwain los llevó a la Hallerstrasse. Los altos pisos subvencionados de las Grindelhochhäuser sobresalían en la oscuridad. Podrían estar en una zona de viviendas de protección oficial de Londres, Birmingham o Glasgow. De hecho, los pisos habían sido construidos después de la guerra para alojar a las familias de los soldados de las fuerzas de ocupación británicas. Cuando los británicos se marcharon, entregaron los pisos a las autoridades de Hamburgo. Ahora, las Grindelhochhäuser, rechazadas por la población de Hamburgo, estaban ocupadas por familias de inmigrantes. Se rumoreaba que en esta jungla importada de hormigón reinaban las bandas ucranianas.

MacSwain tomó Beim Schlump y pasó por delante del Sternschanzen-Park. Siguió por Schanzenstrasse.

—Va hacia Sankt Pauli —dijo Anna.

—Donde hallamos a la segunda víctima. —Paul lanzó una mirada rápida a Anna—. Pero seguramente sólo ha salido de fiesta…

Es casi como si Sankt Pauli permaneciera latente durante el día, absorbiendo la energía del sol. Por la noche, estalla de vida. Además del negocio del sexo y los espectáculos musicales, tiene uno de los ambientes discotequeros más dinámicos de Europa, con locales como The Academy, PAT, Location One y Cult, que atraen a marchosos de toda la ciudad y de fuera. Incluso un lunes por la noche, seguramente el día menos destinado al ocio para la psique del alemán del norte, la fiesta se alarga hasta el amanecer.

MacSwain aparcó en el Spielbudenplatz Parkhaus. Paul dejó a Anna en la entrada para que viera salir a MacSwain, y estacionó el coche más abajo. Luego, se apostó frente a la entrada, delante del Schmidt’s Tivoli. MacSwain salió del Parkplatz. Llevaba ropa informal pero cara y caminaba con convicción relajada. No se fijó en Anna, que se dio la vuelta y cruzó la calle antes de volverse de nuevo para seguirlo. Mientras tanto, Paul había alcanzado a MacSwain y caminaba unos tres metros detrás de él, pero por la otra acera.

MacSwain dejó la Spielbudenplatz, cruzó en diagonal la Davidstrasse por delante de la comisaría de Davidwache y entró en la Friedrichstrasse. Anna alcanzó a Paul y se colgó de su brazo, en un gesto sencillo de intimidad que los transformó al instante en pareja. Pasaron por el Albers-Eck, con su característica puerta en la esquina. En alguno de los pubs era la noche Schlager, y la insipidez entusiasta de la música alemana inundaba la calle. MacSwain cruzó la Hans Albers Platz y entró en una discoteca; uno de los dos porteros, que parecían mantener en pie ellos solos la industria de esteroides alemana, lo saludó con la cabeza.

—Mierda —dijo Anna—. ¿Qué opinas?

Paul tomó aire por entre los dientes.

—No lo sé… Ahí dentro va a estar a tope. Si entramos, podría salir antes de que lo encontremos. Y si nos quedamos por aquí fuera, vamos a desentonar muchísimo. —Examinó deprisa la plaza—. Podríamos pedir refuerzos y que aparcaran por aquí fuera, pero mientras esperamos, estamos expuestos… Entremos a ver si lo encontramos. Si no, quedamos en la puerta dentro de quince minutos. ¿De acuerdo? —Anna asintió con la cabeza.

Anna subió primero los escalones que llevaban a la discoteca. Uno de los enormes porteros miró la chaqueta de piel de Anna y se rió con sorna. Al pasar por delante de él, la detuvo colocándole una mano en el hombro izquierdo. La mano derecha de Anna se movió a toda velocidad en diagonal y agarró el pulgar grueso del gorila. El portero ladeó la cabeza, y soltó un «ahhhh» mientras se miraba el pulgar, asombrado de que pudiera doblarse tanto.

—¡No me toques! —dijo Anna con dulzura. El otro gorila de la puerta se acercó. Paul se colocó delante de él, y le puso la placa de Kriminalpolizei en toda la cara. El gorila retrocedió y le abrió la puerta a Anna, que soltó el pulgar del portero, y éste se lo agarró con la otra mano.

—Va a clases para controlar la ira… —Le dijo Paul al portero del dedo hinchado, y se rió de su propia gracia.

Cuando abrieron las puerta del vestíbulo que daba a la pista de baile principal, el ruido apagado que oían por fuera de la discoteca se convirtió en una explosión ensordecedora de música de baile. Las luces estroboscópicas y los láseres brillaban al ritmo de la música. Había cientos de personas bailando en la pista, que estaba más baja que las pasarelas que la rodeaban; pero la masa bulliciosa de cuerpos no era tan impenetrable como lo hubiera sido en fin de semana, o incluso un miércoles o un jueves. Aun así, encontrar a alguien concreto entre aquella multitud era una tarea desalentadora.

Anna se volvió hacia Paul y encogió los hombros demasiado grandes de su chaqueta de piel.

—¿Qué es lo primero que hace uno cuando entra en una discoteca?

—¿Pedir una copa?

Paul asintió, examinando la periferia de la pista de baile. Al fondo, había una barra larga e imponente ligeramente elevada. Se separaron y rodearon la pista de baile uno por cada lado, escudriñándola por si había rastro de MacSwain. Llegaron a la vez a los extremos opuestos de la barra con forma de herradura. Barrer un espacio en busca de un sospechoso sin llamar la atención requiere un arte especial; Paul no lo tenía. Su naturaleza y genética de alemán del norte se habían confabulado para que pareciera que el uniforme de la Schutzpolizei era su atuendo natural. Aquí, rodeado de discotequeros modernos y a menudo ligeritos de ropa, Paul sabía que lo mejor que podía hacer era confundirse al máximo entre la maleza del ambiente. Se abrió paso hasta la barra y pidió una cerveza.

Desde su posición estratégica, Paul veía a Anna. Ella sí era una experta. Lograba que pareciera que tenía la atención puesta en la música y en la pista de baile, mientras iba mirando a la barra sólo de vez en cuando y sin demostrar mucho interés. Caminaba en dirección a Paul cuando vio a MacSwain. Lo primero en que se fijó Anna fue en su físico; no lo había visto nunca de cerca y había utilizado de referencia la fotografía tamaño carné que Fabel había obtenido de inmigración. Tenía la cara ancha y de facciones marcadas, una mandíbula rígida y ancha y pómulos pronunciados. Los ojos eran de un color verde esmeralda brillante.

MacSwain estaba conversando en la barra con dos rubias, quienes parecían escuchar atentamente lo que decía, reírse con todo y mirar hipnotizadas sus ojos de joya verde. Anna se dio cuenta de que llevaba mirándolo demasiado rato y dio la espalda al grupo. Recorrió lentamente con la mirada la pista de baile hasta que se detuvo en Paul. Con un movimiento sutil de ojos le indicó la posición de MacSwain, y Paul asintió con la cabeza. Con total tranquilidad, se volvió para comprobar si MacSwain seguía allí. Sí. Y la estaba mirando con sus ojos verdes y penetrantes. Anna notó un nerviosismo en su interior, pero lo dejó bien encerrado dentro de ella, asegurándose de que su rostro no exteriorizara nada. Apartó la vista de MacSwain y miró a todas partes menos a Paul, puesto que eso hubiera señalado a aquél dónde estaba su otro observador. El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho, pero logró mostrarse relajada por fuera.

Permitió que su mirada volviera a MacSwain. Seguía con los ojos clavados en ella. Las dos rubias hablaban entre ellas y se reían nerviosamente. «Mierda —pensó Anna—, me ha pillado». Las comisuras de la boca de MacSwain esbozaron una sonrisa de complicidad. Anna esperó que si desaparecía sigilosamente, Paul podría seguir vigilándolo mientras ella solicitaba por radio caras nuevas. Maldijo para sí. Ya se habían cargado otra vigilancia. Fabel yacía en la cama de un hospital, y cuando volviera al Präsidium, descubriría que había dejado que MacSwain la viera. La sonrisa de complicidad del rostro de MacSwain se convirtió en una sonrisa burlona. «Vamos, listillo de mierda —pensó Anna—, restriégamelo». Entonces se dio cuenta: «Joder, no me ha pillado… ¡El muy cabrón me está tirando los tejos!».

Anna le devolvió la sonrisa. MacSwain dijo algo a las dos rubias y se excusó con un gesto; no había duda de que aquello no les gustó nada, y se marcharon en busca de una presa menos evasiva. MacSwain dio unos pasos en dirección a Anna y, sin mirar, ella supo que Paul se estaría acercando para cerrarle el paso. Anna fue hacia la barra, y despistó a MacSwain pasándole por delante y apoyándose en el mostrador. Le pidió al camarero un whisky con ginger ale. MacSwain se volvió hacia la barra y sonrió.

—¿Puedo invitarte a la copa?

—¿Por qué? —Anna respondió con voz fría y sin mostrarse impresionada. Por encima del hombro de MacSwain vio que Paul se acercaba. Hizo un movimiento de lo más sutil con los ojos, que Paul interpretó al instante, pues se ocultó de nuevo entre el follaje de la ropa de diseño de la discoteca.

—Porque me gustaría.

Ella se encogió de hombros, y MacSwain pagó cuando llegó la copa. Anna intentó que sus movimientos fueran relajados, casi de indiferencia, pero su cerebro trabajaba a toda velocidad, intentando asimilar la nueva situación. La operación de vigilancia se había convertido en una operación secreta. Y no estaba preparada para aquello. Los únicos refuerzos de que disponía eran la frágil línea de visión que Paul mantenía sobre ella. Y por lo que sabía, MacSwain podía ser el loco que se dedicaba a despedazar a mujeres por diversión. «Céntrate, Anna —se dijo a sí misma—. Sigue respirando despacio y con calma. No dejes que vea que estás asustada». Bebió un sorbo del whisky con ginger ale.

—No te había visto nunca por aquí —dijo MacSwain.

Anna se volvió hacia él, con una burla en su rostro.

—¿No se te ha ocurrido nada mejor?

—Lo he dicho de verdad. Quería iniciar una conversación, yo no digo las cosas para ligar. —Mientras hablaba, Anna detectó por primera vez un ligero acento extranjero en su voz. Tenía un alemán perfecto, aunque un poco forzado, y sólo le quedaba un ligero acento tras años de aprendizaje.

—¿Eres extranjero? —le preguntó sin rodeos.

MacSwain se rió.

—¿Tanto se nota?

—Sí —dijo Anna, y bebió otro trago.

«Eso no te ha gustado, ¿verdad?», pensó. Era evidente que MacSwain no estaba acostumbrado a que las mujeres no se quedaran embobadas escuchándole. Relajó el semblante y adoptó una expresión de cortesía resignada.

—Disfruta de la copa —dijo—. Siento haberte molestado. —Y comenzó a marcharse.

«Mierda —pensó Anna—, ¿y ahora qué? Si se va, no podré seguirlo, pero no puedo quedarme con él el resto de la noche. Piensa».

—El viernes por la noche vendré… por si quieres invitarme a otra copa —le dijo sin volverse hacia él—. Sobre las ocho y media. —Se dio la vuelta. Quizá el viernes era demasiado tarde para los planes de MacSwain; quizá tendría que haber dicho mañana por la noche, pero si Fabel iba a apostar por aquella idea espontánea, necesitarían tiempo para preparar un plan y montar un equipo de refuerzo. MacSwain volvió a ofrecerle una sonrisa.

—Vendré. Pero ahora ya estoy aquí…

—Lo siento —dijo Anna—. Tengo cosas que hacer mañana.

—El viernes a las ocho y media, entonces.

MacSwain no dio muestras de moverse. Anna se acabó la copa demasiado deprisa, y le quemó la garganta. De nuevo, no dejó que se reflejara en su rostro.

—Hasta el viernes.

Notó los ojos de MacSwain sobre ella mientras se alejaba; pasó por delante de Paul y le lanzó una mirada. Él interpretó la señal como «ahora estás solo». Se levantó y se dirigió a la barandilla de acero que delimitaba la pista de baile, pasó cerca de Anna sin mirarla y dejó que le cogiera las llaves del coche que tenía en la mano.

Anna se quedó sentada encogida en el coche durante dos horas antes de ver a MacSwain volviendo en dirección al Spielbudenplatz Parkhaus. Lo acompañaba una chica, una rubia alta y atractiva que se apoyaba en él y se reía o lo besaba cada pocos pasos.

—Ahhh… —dijo Anna para sí misma—, o sea que ya me engañas…

Vio que Paul los seguía a cierta distancia. Había bastantes noctámbulos por Spielbudenplatz, y Paul dejaba que algunos de ellos se colocaran entre él y su objetivo. Anna se hundió en el coche cuando MacSwain y su trofeo pasaron por el otro lado y entraron en el Parkplatz. Paul se dejó caer en el asiento del copiloto.

—¿Qué opinas? ¿Debería entrar a pie y vigilarlo?

—No. Podríamos perderlos cuando salieran. Tenemos que asegurarnos de que su cita llega a casa.

Paul rió con amargura.

—Bueno, se ha jodido todo. Ha descubierto tu tapadera.

—Yo no diría que ha sido un desastre total —contestó Anna con una sonrisa ufana—. Después de todo, tengo una cita con él…