Lunes, 16 de junio. 11:50 h

Hamburgo-Harburg (Hamburgo)

Fabel, Werner y Maria Klee estaban de pie en el borde desconchado de una piscina que no había visto agua en años. Volker los acompañó, pero Fabel le hizo esperar tras el cordón policial.

—Cuanta menos gente entre en la escena del crimen, mejor…, al menos hasta que los del equipo forense hayan acabado su trabajo —le había explicado Fabel a Volker sin demasiado entusiasmo. La verdad era que cada vez le resultaba más difícil soportar la presencia de Volker. Éste formaba parte de un grupo oscuro, del mundo de grises y sombras que Yilmaz había descrito, y Fabel no quería relacionarse con él o con su mundo más de lo estrictamente necesario.

A pesar de que casi era mediodía y de la ausencia prácticamente total de cristales en las ventanas, la piscina estaba oscura, como si la suciedad de las paredes y el suelo hubiera invadido el aire y matado la luz. Ahora, la mugre de la piscina estaba acentuada por la severidad de las luces de arco que había instalado el Tatort. Había jeringuillas usadas, preservativos, basura y, en una esquina, lo que parecían excrementos humanos. A Fabel no se le ocurrió un lugar más sórdido para morir.

Un equipo del Tatort integrado por seis hombres, con sus batas blancas de forense, examinaba la porquería. Brauner, el jefe del equipo, se puso en cuclillas junto al cuerpo. Klugmann tenía las manos atadas a la espalda y un saco en la cabeza. Brauner lo había cortado con cuidado; estaba medio acartonado por la sangre endurecida y seca. Alzó la vista y saludó con la cabeza cuando vio a Fabel detrás de él, de pie en el borde de la piscina.

—Estaba de rodillas donde te encuentras tú ahora cuando le dispararon —dijo Brauner—. Estilo ejecución y directo al tronco cerebral. Un trabajo muy profesional. Diría que murió en el acto. La bala salió por encima de la boca.

—¿Cuándo murió?

—Tendrás que preguntárselo a Möller cuando examine el cuerpo, pero por la temperatura, la lividez post mórtem y el relajamiento del rigor mortis, diría que como mínimo hace un par de días. Quizá tres.

Uno de los miembros del equipo gritó desde una esquina de la piscina.

—Herr Brauner. ¡Venga!

Fabel siguió a Brauner hasta donde estaba el técnico forense.

—Aquí… —El técnico señaló un pequeño cilindro de metal que brillaba entre el polvo y los escombros del suelo. Brauner se puso en cuclillas y cogió con cuidado el objeto.

—Un cartucho de nueve milímetros. —Brauner cogió con cuidado el casquillo con el pulgar y el índice enguantados en látex.

—Y por el lugar donde cayó, el asesino podía verlo perfectamente —dijo Fabel—. Con sólo echar un vistazo rápido a su alrededor, podría habernos negado fácilmente esta prueba. Un error de aficionado para un asesino tan profesional.

Brauner se encogió de hombros.

—Quizá estaba oscuro. O quizá pensó que estaba a punto de ser descubierto y tuvo que marcharse con más prisas de las esperadas.

—Podría ser… —Fabel no estaba convencido, ni mucho menos. Por las arrugas de la frente de Brauner vio que había algo que le preocupaba—. ¿Qué pasa?

—Este cartucho pertenece a una nueve milímetros, pero no a una automática corriente. ¿Qué llevas tú? ¿Una SIG-Sauer P6?

—Una Walther P99.

—Tampoco encajaría. La mayoría de nueve milímetros se basan en la configuración Smith & Wesson o en la Walther. Sospecho que es una nueve por nueve por diecisiete. Es una munición no estándar para un arma de fuego no estándar.

—¿Alguna idea sobre el arma?

—Por ahora no. Podremos reducir la lista a unas pocas marcas, pero nos llevará tiempo.

Llegó Möller, el patólogo. Fabel le saludó con la cabeza.

—Lleva muerto un par de días —le dijo Fabel mientras se dirigía a la puerta de salida de la piscina. Sonrió al ver la indignación de Möller y salió a respirar aire fresco. Volker estaba medio apoyado, medio sentado en el guardabarros de uno de los coches verdes y blancos de la Schutzpolizei.

—¿Es Klugmann?

—Eso parece. Pero tendremos que esperar a que Möller le dé la vuelta y le veamos la cara.

Pasaron un minuto en silencio antes de que Werner y Maria salieran, seguidos del cadáver, que estaba dentro de una bolsa negra y sobre una camilla con ruedas que llevaban dos técnicos patólogos.

—Seguro que es Klugmann —dijo Werner, con gravedad.

Volker dio un paso adelante y detuvo a los técnicos con un gesto de la mano. Respiró muy hondo como para prepararse y señaló bruscamente con la cabeza la bolsa del cadáver. Uno de los técnicos tiró de una larga lengüeta; la cremallera se abrió con un ruido áspero y resonante para descubrir el rostro púrpura de Hans Klugmann. Entre los dientes y la nariz estaba el cráter de una herida de salida. Volker hizo una mueca de dolor y otro gesto con la cabeza al técnico, que subió la cremallera para encerrar a Klugmann en su capullo de vinilo. Volker se volvió hacia Fabel; el brillo de sus ojos oscuros se debatía entre el dolor y la ira.

—Era un hombre valiente. Y un policía bueno y honrado. Eso puede entenderlo, Fabel. —Volker hizo una pausa y miró cómo subían el cuerpo a la furgoneta del depósito de cadáveres—. Lo recluté yo personalmente, Fabel. Yo le asigné esta operación y no insistí para que volviera cuando asesinaron a la chica. Es culpa mía que esté muerto.

—Creo que sí —dijo Fabel sin malicia alguna.