Domingo, 15 de junio. 9:45 h

Harburg (Hamburgo)

Hansi Kraus era más un galgo que un hombre: una conjunción pequeña y sonora de huesos que se mantenían unidos gracias a la piel gris y curtida. Los ojos, hundidos en una cara de rata, habían sido azul claro en la infancia, pero se habían ido apagando hasta adquirir un tono gris azulado sin vida tras quince años consumiendo heroína en cantidades prodigiosas. Hansi estaba tumbado en un colchón manchado y sin sábanas que llenaba el dormitorio de la casa de un olor rancio a suciedad; un olor que Hansi no notaba, principalmente porque lo llevaba encima todo el día. Estaba tumbado con un brazo doblado, sujetándose la cabeza con una mano, mientras con la otra se llevaba el cigarrillo a los delgados labios.

Hansi necesitaba colocarse. Y pronto. Sabía que el dolor que comenzaba a despertar en su cuerpo magro pronto sería un tormento que le provocaría convulsiones. Colocarse quería decir dinero, y Hansi estaba sin blanca. Y a pesar del volumen y la regularidad de sus compras, era improbable que sus proveedores le facilitaran alguna clase de crédito. Putos turcos. Pero la posición de negociador de Hansi había recibido un impulso inesperado. Movió las piernas y se sentó en el borde de la cama. Arrugando con fuerza el entrecejo por culpa del humo del cigarrillo, buscó debajo de la cama con las dos manos. Seguía allí. Aguantó aquella posición unos segundos, escuchando con el entrecejo arrugado los sonidos procedentes de otra parte de la casa: una tos tuberculosa en el piso de abajo, una radio en el dormitorio de al lado. Hansi sacó un pequeño fardo envuelto en un par de trapos sucios y lo puso sobre el colchón. Con cuidado, apartando la tela, descubrió una reluciente pistola automática de nueve milímetros. Hansi no sabía nada de armas, pe ro sabía que ésa era especial. Parecía cara. Tenía la parte lateral labrada con motivos decorativos que parecían incrustaciones de oro. La marca del fabricante era extranjera; estaba escrita en mayúsculas cirílicas —«rusas o alguna mierda de ésas», pensó Hansi—, seguida del número doce en cifras. Hansi volvió a doblar la tela, procurando no tocar el arma: por nada del mundo quería que lo relacionaran con lo que le había pasado a aquel pobre desgraciado en la piscina.

Había sido hacía dos noches. Hansi estaba comprándole material al turco. Solía hacer sus trapicheos en la piscina abandonada. Cuando tenía dinero suficiente, compraba un excedente de heroína y vendía una parte. A los turcos no les importaba, siempre que no ampliara el negocio o se metiera en su zona. El viernes no tenía dinero de sobra y sólo pudo comprar la cantidad suficiente para ir tirando. El turco acababa de marcharse para seguir con su ronda cuando Hansi sintió la necesidad apremiante de defecar. Estaba acostumbrado a los retortijones alternos de estreñimiento y diarrea que acompañaban a la adicción prolongada. Acababa de vaciar los intestinos en el suelo cuando oyó que el coche se detenía. No había tenido la advertencia de los faros; era obvio que el coche había subido hasta allí con las luces apagadas. Años de vida en la calle habían dotado a Hansi de un sexto sentido que le decía cuándo hacerse invisible, así que, subiéndose los pantalones a toda prisa, se escondió detrás de la puerta que en su día había conducido a los bañistas a los vestuarios.

Su instinto había acertado. Tres hombres entraron en la piscina: un hombre mayor, un tipo joven que parecía culturista y un pobre desgraciado con una bolsa de lona en la cabeza y las manos atadas a la espalda. Hansi supo al instante que habían entrado tres hombres, pero que sólo saldrían dos. Los había observado a través de la ventana semicircular de la mitad superviviente de unas puertas dobles. El tipo joven, con una pistola en una mano enguantada y una linterna en la otra, se había acercado a la puerta. Hansi tuvo el tiempo justo de esconderse, saltando hacia atrás, asegurándose con cuidado de no tropezar o hacer algún ruido en el suelo lleno de basura desparramada, y agachándose entre los restos de una caseta. El hombre joven barrió los vestuarios con su linterna para asegurarse de que estaban despejados. Hansi soltó el aire despacio. Oyó que el hombre mayor hablaba y regresó con cuidado hacia la puerta. Habían obligado al tipo encapuchado a arrodillarse en el borde de la piscina, y Hansi oyó que gritaba «¡No!». La pistola soltó un fogonazo y un ruido sonoro. Hansi había esperado un fogonazo más intenso y un ruido más fuerte, y se fijó en el cañón alargado del arma: un silenciador. Oyó un tintineo sonoro cuando el casquillo rebotó en las baldosas agrietadas.

No le pareció que los dos hombres se marcharan con prisas. Fue entonces cuando Hansi vio que hacían algo rarísimo. Al salir, levantaron la tapa de un viejo cubo de basura que había al lado de la puerta y el hombre joven echó la pistola dentro. Era evidente que no les preocupaba que alguien hallara el arma homicida. A unos cien metros de allí, había un canal que seguramente ya era el depósito de docenas de pruebas. Tirar el arma allí era invitar a que la encontraran. Y cuando se fueron, Hansi ya había decidido hacerles el favor.

Ahora Hansi tenía algo que ofrecer que no era dinero. Se sabía el número del móvil del turco de memoria y sabía que era la mejor hora para encontrarlo. Se levantó de la cama y se puso el viejo abrigo militar, que llevaba lloviera o hiciera sol, en verano o en invierno. Cogió el fardo que cuidadosamente había vuelto a envolver y se lo metió en uno de los amplios bolsillos del abrigo. No le gustaba la idea de llevar el arma encima, pero sabía que cualquier cosa que se dejara por la casa tenía la costumbre de desaparecer.

Hansi salió al descansillo, bajó las escaleras destartaladas y salió a la calle, intentando pensar dónde estaría la cabina de teléfono no destrozada más cercana.