Viernes, 13 de junio. 11:50 h

Alsterarkaden (Hamburgo)

Fabel se había marchado del Präsidium justo después de la reunión informativa. Habían revisado los progresos que habían hecho en el caso durante la semana anterior: ninguno. Klugmann aún no había aparecido, y como expolicía, sabría cómo seguir desaparecido; las pistas del último asesinato se habían enfriado y seguían sin conocer la identidad de la chica muerta; parecía incluso que el eslavo de ojos verdes de Fabel se había marchado de la escena del crimen y había desaparecido en la noche. Aparte del hecho de que Dorn hubiera dado un nombre y una procedencia al rito de la barbaridad de este asesino, no estaban más cerca de atraparlo. Fabel también estaba muy preocupado por Mahmoot, con quien todavía no había logrado contactar. Era bien sabido que localizar a Mahmoot era difícil, pero tenía que saber que no devolver las llamadas de Fabel dispararía todas las alarmas.

Fabel no era el único policía de Hamburgo que estaba desorientado. Casi todos los agentes de la ley de la ciudad estaban nerviosos porque la guerra entre bandas no había estallado. No se habían producido represalias por el asesinato de Ulugbay. De hecho, parecía que no había habido ningún episodio de violencia entre bandas, lo cual en sí mismo era algo muy extraño. El Präsidium aún era un hervidero de personal del BND y del LKA7, pero la intensidad cargada de adrenalina se había convertido en una prontitud intranquila y frustrada.

Aquel caso había comenzado a absorber la luz de la vida de Fabel. No era el primero que lo hacía, y Fabel sabía que no sería el último. Era como abrirse paso a machetazos por una jungla espesa, atravesando la maleza tenaz, sólo para ver que ésta se había cerrado detrás de él, obstruyendo el camino de regreso al exterior, a su vida y a su mundo, poblado de gente a la que quería. La única solución era seguir adelante, abriéndose camino hasta llegar a la luz.

Fabel llamó a Gabi, su hija. Habían planeado que pasaría el fin de semana con él, pero éste le explicó que tendría que trabajar como mínimo una parte del fin de semana. Odiaba tener que renunciar a su preciado tiempo con Gabi, pero, como siempre, ella lo había entendido. Renate, la exmujer de Fabel, había reaccionado menos positivamente; su tono por teléfono transmitía una buena dosis de ácida resignación.

En lugar de coger el coche, Fabel paró un taxi para que lo llevara al Alsterarkaden. Como el sol brillaba y no corría la brisa —algo poco habitual en Hamburgo—, fuera hacía un calor agradable. Igual que siempre, los soportales estaban repletos de compradores, y Fabel se abrió camino esquivando a la multitud con una determinación pausada. Su objetivo era la Jensen Buchhandlung, la librería de un amigo de Fabel de la universidad, Otto Jensen.

A Fabel le encantaba aquella librería. Otto había invertido en el más elegante de los diseños de interiores minimalistas —limpio, con estanterías y mesas de haya e iluminación intensa—, casi seguro que a instancias de su mujer Else, infinitamente más organizada y preocupada por el estilo. Otto, sin embargo, era un caos andante: una maraña de brazos y piernas desgarbada de un metro noventa de altura que siempre andaba tirándolo todo o al que continuamente se le caía de los brazos demasiado cargados una cascada de libros y papeles. Había libros amontonados en todas las superficies; las revistas se apilaban en el suelo o sobre el mostrador. Sin embargo, la variedad de títulos era increíble, y el desorden hacía de cada visita un viaje de descubrimiento. De algún modo extraño, la confusión caótica era el idioma más puro del bibliófilo. Era un idioma que Fabel hablaba.

Cuando Fabel entró, vio a Otto sentado detrás del mostrador. Tenía un libro en el regazo, los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. Era una pose que Fabel asociaba con Otto desde sus días de universidad; una postura que a Fabel le hacía pensar que Otto se escondía tras sus extremidades desgarbadas para formar una jaula, aislándose del mundo exterior y comprometiéndose exclusivamente con el universo que existía entre las cubiertas del libro que estuviera leyendo en aquel momento.

Fabel se acercó al mostrador y apoyó los dos codos en una pila de libros. Otto tardó un par de segundos en darse cuenta de que había alguien.

—Lo siento… ¿Puedo ayudarle…? —La pregunta terminó en una gran sonrisa—. Vaya, vaya, vaya…, pero si es un representante de la ley y el orden…

Fabel sonrió.

—Hola, desastre.

—Hola, Jan. ¿Cómo estás?

—Regular. ¿Y tú?

—Jodido. Tengo una tienda llena de personas que buscan hasta que encuentran lo que les gusta, y luego se van a casa y lo piden a un minorista de precios rebajados de internet. Y el alquiler de este local es astronómico. Es el precio que hay que pagar por estar en una zona de moda, según Else.

—¿Cómo está? —preguntó Fabel—. ¿Aún no se ha dado cuenta de que es demasiado buena para ti?

—Qué va, si me lo recuerda todo el día. Al parecer, debería estarle eternamente agradecido por haberse compadecido de mí. —Otto esbozó su sonrisa de idiota.

—Y tiene razón. ¿Te ha llegado mi pedido?

—Sí. —Otto se agachó debajo del mostrador y buscó un instante. Se oyó el sonido de unos libros que caían al suelo—. Un segundo… —dijo Otto. Fabel sonrió. El viejo Otto: no cambiaría nunca.

Otto reapareció dramáticamente y soltó una pila de libros en el mostrador.

—¡Aquí lo tenemos! —Arrancó la hoja amarilla del pedido de debajo de la cinta elástica que envolvía los volúmenes—. Todo autores ingleses…, todos en sus versiones originales inglesas. —Otto miró a Fabel—. Una lectura ligerita, ¿no? ¿Cómo se me ha podido olvidar que eras tan anglófilo?… Claro, tu madre es inglesa, ¿verdad?

—Escocesa… —le corrigió Fabel.

—¡Eso lo explica todo! —Otto se dio un manotazo en la frente con un gesto dramático.

—¿El qué?

—¡Por qué nunca pagas tú cuando vamos a comer!

Fabel se rió.

—No es porque sea medio escocés; es porque soy frisio. Además, esta vez te toca pagar a ti. El último día pagué yo.

—Una mente tan brillante —dijo Otto en tono meditativo—, y una memoria tan mala… Ah, por cierto, tengo un regalo para ti. —Buscó de nuevo debajo del mostrador. Añadió una obra de referencia a la pila—. Alguien de la universidad lo pidió y no ha venido a recogerlo. Es un diccionario de apellidos británicos. Y pensé: ¿qué clase de aburrido sin vida propia me lo quitaría de las manos?… ¡Y pensé en ti!

—Gracias, Otto… Creo. ¿Qué te debo?

—Ya te lo he dicho, es un regalo. ¡Disfrútalo!

Fabel volvió a darle las gracias.

—Otto, ¿tienes algo sobre religión escandinava antigua?

—Claro. Aunque no te lo creas, hay bastante demanda.

—¿En serio? —dijo Fabel con incredulidad.

—Sí. Odinistas, principalmente.

—¿Odinistas? ¿Quieres decir que todavía hay gente que profesa esa religión? —Una leve corriente eléctrica recorrió la piel de Fabel.

—Asatru…, creo que la llaman. O simplemente odinismo. Tipos inofensivos, supongo. Bueno, un poco tristes, la verdad.

—No tenía ni idea —dijo Fabel—. ¿Y dices que por aquí vienen muchos?

—Un par de raritos. Raritos de verdad. Aunque hay un tipo que ha venido una o dos veces que no parece un bicho raro o un hippy.

Alguien intensificó la corriente que recorría la piel de Fabel.

—¿Cuándo vino por última vez?

Otto se rió.

—¿Me está interrogando la policía?

—Por favor, Otto, podría ser importante.

Otto reconoció la seriedad en el rostro de su amigo.

—Hará un mes, creo. Puede que haya venido alguna vez desde entonces, pero no lo he atendido yo.

—¿Qué compró?

Otto frunció la frente ancha al concentrarse. Fabel sabía que, a pesar de que exteriormente Otto era un caos, su mente era un superordenador de títulos de libros, autores y editoriales. El fruncido desapareció: procesamiento de datos completado.

—Te lo enseño. Tenemos otro ejemplar.

Fabel siguió a Otto hasta la sección New Age y Ocultismo de la tienda. Otto cogió un volumen grueso del estante y se lo dio a Fabel. Se titulaba Adivinación por runas: ritos y ceremonias de los vikingos. Era evidente que no se trataba de un tomo académico, sino que iba dirigido a un público más amplio. Fabel abrió el libro por el final y examinó el índice. Había una entrada para el Águila de Sangre. Echó un vistazo al texto, que dedicaba una página y media al ritual.

—Otto, necesito el nombre de este cliente. O al menos, una descripción.

—Será fácil. Creo que no tengo su dirección o algo parecido: la verdad es que nunca ha pedido ningún libro. Puedo mirar a ver si encuentro un resguardo de su tarjeta de crédito o algo así. Pero, como te he dicho, recordar el nombre es fácil. Hablaba alemán a la perfección, tenía sólo un ligerísimo acento, pero el apellido era británico o estadounidense: John MacSwain.