Viernes, 13 de junio. 1:50 h
Sankt Pauli (Hamburgo)
El bajo vibraba implacable. Las luces estroboscópicas iluminaban a los cuatrocientos cuerpos sudados que se contorsionaban como una sola criatura con cada compás del ritmo de la música. Ella se apretó a él como si ambos fueran a la deriva en aquel océano de humanidad. Su lengua probó la boca de ella, y sus manos exploraron su cuerpo. Ella apartó los labios de los suyos, los acercó a su oreja y le gritó algo que quedó ahogado por la música ensordecedora. Él sonrió y asintió vigorosamente, indicando la salida con un par de movimientos de cabeza. Se apartó de ella, todavía cogiéndole las manos y sonriendo, y la guió a través de la multitud hacia la salida de la discoteca. Dios mío, qué guapo era. Y qué sexy. Tenía la camiseta empapada en sudor y se le marcaban las líneas duras de los músculos. Era alto y esbelto; tenía el pelo oscuro y lacio y los ojos de un verde increíble. Lo deseaba. Lo deseaba muchísimo.
Entrar en contacto con el aire fuera de la discoteca fue como sumergirse en una piscina. Los porteros ni siquiera miraron en su dirección cuando salieron, aún cogidos de la mano. La calle estaba en silencio, sólo se oía la vibración apagada de la discoteca, y ella se detuvo un momento; el aire fresco y el efecto decreciente del éxtasis que había tomado hicieron que de repente se volviera más cautelosa. Después de todo, ni siquiera sabía cómo se llamaba. Él percibió la resistencia de su cuerpo y se acercó a ella. Esbozó una sonrisa atractiva, mostrando unos dientes perfectos que brillaban como la porcelana bajo las farolas.
—¿Qué pasa, nena? —Por primera vez, oyó su voz con claridad. Tenía un poco de acento.
—Tengo sed. Antes me he tomado una pasti. No quiero deshidratarme.
—Pues vamos a mi casa a refrescarnos. En el coche tengo agua. Está a la vuelta de la esquina. Vamos. —La cogió con firmeza del brazo.
Su coche era un Porsche nuevo plateado y de líneas elegantes, y cayeron sobre él, entrelazándose de nuevo. Ella se apartó.
—Tengo mucha sed… Quizá deberíamos volver…
Él desactivó la alarma, buscó algo dentro del coche, y sacó dos botellas de medio litro de Evian. Desenroscó la tapa de una de ellas y se la pasó, y él bebió de la segunda. Ella cogió el agua y tragó con avidez.
—Está salada —dijo.
Él le recorrió el cuello con la lengua, desde el tirante de la camiseta hasta el lóbulo de la oreja.
—Tú también.
De repente, se sintió mareada y se desplomó sobre el coche. Él se movió con rapidez y la cogió, colocando las manos debajo de los brazos de la chica.
—Calma… —dijo solícitamente—. Será mejor que te sientes. —La guió hasta la puerta abierta del coche. Ella miró a un lado y a otro de la calle y luego a sus ojos. Habían cambiado: seguían teniendo el mismo verde increíble, pero ahora brillaban con vacía frialdad.
Sin embargo, ella no tenía miedo.