Jueves, 5 de junio. 12:00 h

Polizeipräsidium (Hamburgo)

Fabel supo por la mirada encendida de Werner que se trataba de algo importante.

La forma que Werner tenía de enfocar el trabajo policial era metódica y minuciosa, lo cual contrastaba con la de Fabel, que era más intuitiva. Werner se centraba en los detalles; Fabel adoptaba una perspectiva más general. Gracias a este contraste, formaban un equipo muy bueno. Lo único que frustraba a Fabel era la poca disposición de Werner a abrirse a las aptitudes analíticas complementarias de Maria Klee. Y ahora Werner tenía esa mirada que le decía a Fabel que había estado escarbando en algún recoveco de la investigación y había encontrado una pista que podían seguir.

—¿Qué tienes, Werner?

Werner se sentó delante de Fabel y soltó una risita al ver lo fácil que le resultaba leer su rostro.

—Dos cosas. Primero, y aunque cueste de creer, nuestro amigo Klugmann no ha sido nada sincero con nosotros.

—Vaya, no me digas.

Werner le enseñó a Fabel una copia de lo que parecía una factura de teléfono sin los costes, tan sólo con los números marcados y la duración de las llamadas.

—Tengo los detalles de la cuenta del móvil de Klugmann… —Werner entendió las cejas levantadas de Fabel—. No ha sido fácil. —Dio unos golpecitos sobre una entrada con la punta rolliza del dedo índice—. Mira esto… Llamó a este número a las 2:35 de la madrugada… Es el número de la policía local. Tal como nos dijo y tal como quedó registrado en la comisaría. —Werner bajó el dedo por la página—. Ahora mira esto. Las 2:22…

Fabel levantó la vista de la entrada y sostuvo la mirada de Werner.

—Cabrón.

—Exacto. Estuvo al teléfono doce minutos hablando con este número. Debió de colgar y entonces llamó a la policía local. Bueno, ¿a quién llama uno antes que a la policía cuando acaba de encontrar el cuerpo de una supuesta amiga despedazada? ¿Al repartidor de pizzas?

—¿A quién llamó? ¿De quién es el número?

Werner recostó la ancha espalda en la silla y la echó un poco hacia atrás.

—Ahí está la cosa. Lo he comprobado y verificado de nuevo con todos los departamentos federales pertinentes, con la Deutsche Telekom, con los operadores de telefonía móvil… Este número… —dejó caer la silla hacia delante y clavó el dedo en la entrada— no existe.

—Tiene que existir.

—Es evidente que sí, porque Klugmann habló con él doce minutos, pero no está registrado en ningún sitio. Sólo podemos hacer una cosa.

—¿Ya lo has probado?

—He pensado dejarte a ti los honores, jefe.

Fabel cogió su móvil y marcó. Descolgaron después del segundo tono, pero nadie habló.

Fabel esperó un instante antes de hablar.

—¿Hola?

Silencio.

—¿Hola? —A Fabel le pareció escuchar a alguien respirar al otro lado. Estaba bastante seguro de que había llamado a un teléfono móvil. Al cabo de unos segundos volvió a hablar—. Hola…, soy yo… —Colgaron. Fabel volvió a marcar el número. Dejó que sonara varios minutos antes de colgar. Miró a Werner—. Vale… ¿Anna y Paul aún están vigilando a Klugmann?

Werner asintió con la cabeza.

—Que lo traigan.

Era más un callejón que una calle. También era oscuro, porque era muy estrecho e iba de este a oeste, y ninguno de los edificios de arenisca roja que lo flanqueaban tenía menos de tres pisos de altura. Sólo estaba permitido estacionar a un lado de la calle, y el BMW de Anna Wolff y Paul Lindemann estaba aparcado en la mitad. No quedaban más huecos libres, así que Fabel, con Werner en el asiento del copiloto, tuvo que dejar el coche a la vuelta de la esquina.

Sonja Brun apareció en la esquina, con dos bolsas de la compra del Aldi llenas a rebosar. Era alta, delgada, de piernas largas y bronceadas. Tenía el pelo oscuro y largo, y las gafas de sol que llevaba a modo de cinta improvisada en la cabeza se lo sujetaban hacia atrás. Fabel pensó en los comentarios que Möller, el patólogo, había hecho sobre la forma física de la segunda víctima. Sonja era bailarina de barra en el Paradies-Tanzbar, entre otras cosas. Era obvio que aquello la mantenía en forma, o bien que hacía ejercicio. Puede que, después de todo, Monique fuera puta.

Sonja pasó por delante del coche de Fabel, aparcado al otro lado de la estrecha calle, y éste la vio mejor. Llevaba ropa barata, una camiseta blanca corta que le marcaba los pechos y dejaba al descubierto su estómago moreno, una minifalda vaquera descolorida y unas sandalias de tela que se ataban a las torneadas pantorrillas. Fabel sólo le vio la cara de perfil, pero supo que era guapa. Con otra ropa, habría tenido un toque de clase. Cruzó la calle dos coches por delante del de Fabel y entró en el callejón. Fabel utilizó la radio para hacer saber a Anna y a Paul que Sonja se dirigía hacia ellos.

—La seguiremos hasta arriba. Tengo autorización de la fiscalía para entrar y proceder a la detención. Cuando abra la puerta, entramos nosotros. —Sacó la Walther de la funda y echó la cureña hacia atrás para llenar la recámara. Comprobó que había quitado el seguro antes de enfundar de nuevo. Se volvió hacia Werner—. Es mejor que tengamos cuidado con este tipo. Estoy seguro de que Klugmann no va a darnos ningún problema; pero si no es así, sabrá cómo hacerlo.

Werner comprobó el arma que llevaba colgada en el costado.

—No le dejaremos.

Salieron del coche y siguieron a Sonja a pie. Cuando pasaron por delante del BMW aparcado, Anna y Paul se bajaron y se colocaron detrás de ellos. Sonja, cargando aún las bolsas de la compra, se dio la vuelta y empujó con la espalda la pesada puerta de entrada. Al hacerlo, miró en dirección al grupo que la seguía y no pareció fijarse en ellos. La siguieron hasta el interior adoquinado, y Fabel oyó cómo las sandalias de Sonja repiqueteaban deprisa mientras subía los escalones de piedra hacia su apartamento. La siguieron haciendo el menor ruido posible. Sonja estaba en la puerta, con las bolsas del supermercado en el suelo, buscando las llaves. Fue entonces cuando los vio.

—¡Hans! —Su grito recorrió el patio. A Fabel le impresionó ver la cara de terror de Sonja. Se dio cuenta de que la chica pensaba que eran otra gente. Levantó la mano en un gesto que habría sido más apaciguador si no fuera por la Walther negra automática subcompacta que llevaba en la otra mano.

—Sonja…, tranquila. Somos policías y sólo queremos hablar con Hans…

Ahora la cara de terror era también de incertidumbre. Fabel y los demás subieron corriendo las escaleras, y la menuda Anna Wolff empujó hacia atrás a Sonja con tanta fuerza que casi pierde el equilibrio. Anna inmovilizó a Sonja contra la pared, apartándola de la línea de fuego potencial. Fabel y Paul pegaron la espalda a la pared, uno a cada lado de la puerta. Fabel gritó:

—¡Policía de Hamburgo! —Y con un movimiento de cabeza le indicó a Werner que diera una patada a la puerta justo por debajo de la cerradura.

Fabel, Werner y Paul recorrieron el apartamento, haciendo turnos de dos para cubrir al tercero, que examinaba la habitación, moviendo de lado a lado los brazos extendidos como si las armas fueran linternas. Una cocina, un salón, un baño y dos dormitorios daban todos a un pasillo corto. El apartamento estaba limpio, era luminoso y estaba ordenado, pero los muebles eran baratos. También estaba vacío. Fabel guardó la automática en la funda que llevaba debajo del brazo y le hizo una seña a Anna Wolff, quien sonrió a Sonja y la condujo con delicadeza al interior del piso. Fabel le dijo a Paul que cogiera las bolsas de la compra y las llevara a la cocina. Solícitamente, Anna acompañó a Sonja hasta el salón y la sentó en el sofá. Sonja estaba temblando y parecía estar a punto de echarse a llorar. Fabel se agachó delante de ella.

—Sonja, ¿dónde está Hans?

Sonja se encogió de hombros y sus ojos marrones se llenaron de lágrimas.

—No lo sé. Estaba aquí cuando me he marchado esta mañana. No me ha dicho que fuera a ir a ningún sitio. No ha salido desde que mataron a esa chica. Está muy alterado por lo sucedido. —Detrás de las lágrimas, su mirada se endureció—. ¿Han venido por eso?

—No le estamos acusando de nada. Sólo tenemos que hacerle unas preguntas.

Los ojos marrones seguían brillando con una mezcla de miedo y rabia.

—Sonja, ¿nos disculpa un momento? —Fabel se volvió hacia sus agentes—. Anna, Paul… Charlemos. Fuera.

Fuera en el descansillo, las expresiones de Anna Wolff y Paul Lindemann mostraban que ya sabían qué iba a decirles. Anna Wolff decidió adelantarse a Fabel y levantó las manos.

—Lo siento, jefe… Es imposible que se nos haya escapado. Lo hemos vigilado de cerca.

—No lo suficiente, al parecer. —Fabel se esforzaba por contener la frustración y la rabia que sentía—. Klugmann es la única pista que tenemos… y le habéis dejado escapar. —Los señaló con el dedo—. Lo habéis perdido. Encontradlo.

—Sí, jefe —dijeron los dos al unísono.

—Y comenzad por ver si algún vecino está en casa.

Fabel volvió al salón. Se sentó junto a Sonja en el sofá y apoyó los codos en las rodillas.

—¿Se encuentra mejor?

—Váyase a la mierda.

—¿Quién creía que éramos?

Sonja se volvió hacia Fabel y parpadeó.

—¿Qué? ¿Qué quiere decir? —En ese instante, Fabel supo que la chica escondía algo.

—Sé que es muy inquietante que policías armados irrumpan en la casa de uno, pero ha pensado que éramos otra gente, ¿verdad?

Sonja bajó la mirada a sus rodillas.

—Mire, Sonja, ¿está Hans metido en algún lío? Si está en peligro, podemos ayudarle. Ayúdenos a encontrarlo. Que nosotros sepamos, no ha hecho nada malo excepto ocultarnos información. Pero necesitamos hablar con él.

Sonja se desmoronó. Grandes sollozos incontrolables. Fabel le pasó el brazo por los hombros.

—No sé dónde está… —Sonja señaló un teléfono móvil que había encima de la mesa de café—. Es su móvil… Nunca sale sin él. —Se volvió hacia Fabel; tenía los ojos grandes y redondos. Fabel recordó lo que Mahmoot le había dicho sobre ella: que era buena chica. Cogió el teléfono y comprobó el último número marcado. Era el mismo número al que Klugmann había llamado después de descubrir el cuerpo de Monique. Giró la pantalla hacia Werner, quien la leyó y lanzó a Fabel una mirada elocuente. Fabel se guardó el teléfono móvil en el bolsillo de la chaqueta y volvió a dirigirse a Sonja.

—Sonja, ¿quién creía que éramos?

—Hans ha estado haciendo unos negocios. Con extranjeros. Rusos o ucranianos, creo. Intentó mantenerme al margen, pero sé que son gente peligrosa. Quizá las cosas con ellos no hayan ido del todo bien. Estos últimos dos días me ha dicho que no abriera la puerta a nadie, que si venía alguien ya iría él. —Soltó un sollozo—. He pensado que quizá ustedes eran esas personas…

—Ahora está a salvo, Sonja. A partir de este momento, habrá un agente de policía vigilando el piso… hasta que Hans vuelva o hasta que lo encontremos.

Ucranianos. Fabel recordó lo que Mahmoot había dicho sobre la nueva organización que se había instalado en la ciudad. Debían de ser los responsables de la ejecución de Ulugbay. Y Klugmann trabajaba para Ulugbay. Pero Klugmann era un don nadie en lo que se estaba perfilando como una gran guerra entre bandas. Fabel sonrió a Sonja para tranquilizarla.

—¿Dónde cree que podría estar? Quizá sólo ha salido un momento.

Sonja volvió a encogerse de hombros, pero su expresión era de profunda preocupación.

—Si hubiera tenido que salir esta mañana, me lo habría dicho. Sabía que iba a comprar la comida… —Miró hacia las bolsas de la compra, que estaban en la cocina. Le tembló el labio inferior.

—No te preocupes, cielo —dijo Fabel—, lo encontraremos.

Y le rogó a Dios estar en lo cierto.

Se estaba yendo todo al garete, y sabía que tenía los nervios a flor de piel. Tenía que concentrarse y estar atento. La concentración era buena; los nervios te mataban. La puerta de entrada al piso tenía una cadenita —se había cargado la cerradura principal con las prisas por entrar—, y pasó la cadenita, con la esperanza de que no se fijaran mucho en la cerradura cuando llegaran a la puerta, porque seguro que llegarían.

Klugmann se escapó por los pelos. Estaba preocupado por Sonja: llegaba tarde del supermercado y la estaba esperando, con el cuerpo pegado a la pared de la ventana para que los dos detectives de la Kriminalpolizei —un hombre y una mujer— del BMW marrón claro no lo vieran. Cuando reconoció el caminar garboso de Sonja, sonrió para sí: era una buena chica, y había intentado mantenerla al margen de todo aquello. Entonces vio a los dos policías que le habían interrogado, Fabel y Meyer, siguiéndola. Después de pasar por delante del BMW, los otros dos policías también se bajaron y se colocaron detrás de Sonja. Era una redada. No sabía qué habían descubierto, pero ahora no era buen momento para que se lo llevaran y le sometieran a un interrogatorio prolongado. Estaba demasiado cerca. Le había costado demasiado —tiempo, esfuerzo, una vida— como para que lo quitaran de la circulación en el último minuto. Atravesó la habitación, cogió la chaqueta y se guardó el arma en el bolsillo. Cerró la puerta con rapidez, pero no tan fuerte como para que pegara un portazo, y bajó los escalones de dos en dos. El casero había utilizado las mismas puertas en todos los apartamentos. La seguridad dependía de la puerta de la calle y no de las de los pisos, que técnicamente sólo tendrían que haberse utilizado como puertas interiores. Abrió la navaja y manipuló la cerradura, haciendo fuerza con el hombro. Era un arte preciso: requería la fuerza suficiente para abrir la puerta sin astillar la endeble madera. Oyó el chirrido del muelle de la puerta de la calle: Sonja estaba entrando, y ellos estarían a unos pocos pasos de distancia. La puerta cedió, Klugmann cayó dentro del apartamento y cerró la puerta con suavidad. Entonces oyó el chillido de Sonja, los gritos de Fabel y el sonido de los movimientos y voces en el piso de arriba. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en la puerta y articuló la palabra «mierda». El móvil. Se había dejado el móvil en el piso. Y eso quería decir que había dejado su cuerda de salvamento en el piso. Tendría que buscar un teléfono, y rápido.

Sin embargo, ahora lo único que podía hacer era esperar.

El propietario de aquel apartamento era un yugoslavo de unos sesenta años. Klugmann había supuesto que seguramente era un inmigrante ilegal; pero después había descubierto que trabajaba de jardinero para el Ayuntamiento en el Sternschanzen-Park, arreglando parterres y recogiendo las jeringuillas usadas. Trabajaba siempre el turno de día, que empezaba a las once. El yugoslavo no llegaría a casa hasta las ocho. Klugmann tenía tiempo hasta entonces para intentar fugarse.

Ahora habría un poli apostado en la calle todo el día, lo cual le dificultaría salir de allí. La mayor ventaja que tenía es que pensaran que ya había abandonado el edificio y estuvieran esperando a que volviera, no a que saliera. Se sentó con la espalda contra la puerta y examinó la habitación. Quizá encontraba algo que ponerse; que le hiciera parecer mayor. El poli no ataría cabos. Estaría demasiado ocupado buscando a un joven que entrase, no a un viejo que saliera. Oyó voces en el descansillo: Fabel estaba echando la bronca al equipo de vigilancia por haberlo perdido. Klugmann se permitió una sonrisa. Oyó unos pasos y se pegó con fuerza a la puerta. Llamaron: el golpe con el puño de un policía. Klugmann respiraba despacio y de forma regular. Volvieron a llamar.

—Policía. ¿Hay alguien en casa?

Le pareció que pasaba una eternidad antes de oír los pies de los policías moviéndose por el descansillo y luego el eco de sus pasos bajando los escalones de piedra. Llamaron a la puerta de abajo. Klugmann sabía que aquel piso también estaría vacío a esa hora. Oyó que una mujer decía «mierda», y luego el sonido del muelle de la puerta principal. Dos polis fuera, y Fabel y Meyer arriba. Escudriñó el piso buscando cualquier cosa que pudiera servirle de disfraz para cuando más tarde se marchara. Y se quedó esperando.