Jueves, 5 de junio. 10:00 h
Pöseldorf (Hamburgo)
Ahora había una brecha de sueño ininterrumpido y tranquilo entre Fabel y los sucesos del día anterior. Aun así, cuando despertó, un cansancio que le provocaba dolor de huesos lo tenía agarrado y no lo soltaba. Se obligó a iniciar la rutina de afeitarse, ducharse y vestirse. El Hamburger Morgenpost descansaba sobre el felpudo; lo dejó encima de la mesa del recibidor sin abrirlo.
Se tomó un café junto a los ventanales, con la vista perdida en la ciudad de Hamburgo. Un cielo plomizo se cernía sobre la ciudad, absorbiendo el color del agua, los parques y los edificios, aunque una tonalidad rosada detrás de las nubes prometía algo mejor para las horas siguientes del día. «Estás en algún lugar ahí fuera —pensó—, estás bajo el mismo cielo y estás esperando a actuar de nuevo. Estás impaciente por actuar de nuevo. Y nosotros estamos impacientes de que cometas un error». Aquel pensamiento le agarró con fuerza el estómago.
Mientras Fabel miraba el cielo y bebía café, repasó mentalmente lo que tenían hasta ese momento. Tenía las piezas del puzzle y se suponía que debían encajar: un expoli corrupto; una prostituta asesinada de un modo horrible; una víctima anterior cuatro meses antes, sin ninguna historia en común u otra conexión con la segunda chica asesinada, y un sociópata egomaníaco que reivindicaba ser el responsable de las muertes a través del correo electrónico. Pero siempre que Fabel intentaba juntar las piezas mentalmente, se desenganchaban las unas de las otras. Todo tenía sentido en la zona más superficial de su mente; pero en algún lugar recóndito del cerebro de Fabel, donde todo se sometía a un análisis más profundo, parpadeaba una lucecita roja de advertencia. Fabel se terminó el café. Respiró hondo largamente, absorbiendo el aire y la vista del otro lado del Alster; luego, se dio la vuelta, cogió la chaqueta y las llaves y salió para el despacho.
Desde el momento en el que entró en el amplio vestíbulo del Präsidium, Fabel advirtió la actividad frenética. Una docena de agentes del MEK, espectros de gris y negro agarrando con firmeza sus gafas protectoras y cascos, pasaron trotando junto a Fabel y se dirigieron a la salida delantera donde un transporte blindado los esperaba. Pasó por delante de Buchholz y Kolski, que mantenían una conversación con uno de los Erstenhauptkommisars de la Schutzpolizei, quien sostenía una tablilla con sujetapapeles azul. Los dos miraron en dirección a Fabel y lo saludaron breve y gravemente con la cabeza. Fabel les devolvió el saludo; aunque se moría por saber qué estaba pasando, reconoció la determinación adusta en sus rostros y decidió no decirles nada. Gerd Volker, el hombre del BND, salió del ascensor con cuatro hombres de aspecto duro cuando Fabel estaba a punto de entrar. Volker sonrió por obligación, le dio a Fabel los buenos días y pasó rápidamente a su lado antes de que pudiera decirle nada.
Cuando Fabel salió del ascensor, se encontró a Werner en el vestíbulo de la Mordkommission.
—¿Qué demonios pasa?
Werner puso un ejemplar del Morgenpost, abierto en la página correspondiente, en las manos de Fabel.
—Ersin Ulugbay está muerto. Un trabajo muy profesional.
Fabel soltó un pequeño silbido. La imagen del Morgenpost mostraba a un hombre con un abrigo caro que yacía en el hormigón lleno de sangre y aceite. No había nada en el artículo que indicara un móvil, pero afirmaba que una de las tres víctimas era Ersin Ulugbay, «una figura muy conocida del hampa de Hamburgo». Las otras dos víctimas, dos hombres que se creía que eran de origen turco, aún estaban por identificar. A Fabel no le sorprendió haber encontrado una actividad tan adusta en la planta baja.
—Mierda. Va a haber una guerra terrible ahí fuera.
—Para eso se están preparando. —Maria Klee se había acercado a Fabel, llevando una taza de café en la mano. Levantó la taza—. ¿Quieres uno? —Fabel negó con la cabeza—. Todo el Präsidium está lleno de agentes del LKA7 y del BND… —Maria soltó una risa—. Si lleva una chaqueta de piel negra y tiene iniciales, está aquí y tiene una abeja metida en el culo.
—No sé por qué se molestan —dijo Werner encogiéndose de hombros—. Dejemos que esos cabrones se maten entre ellos. Así nos ahorramos tiempo y problemas.
—Por desgracia, existe una cosa que se llama fuego cruzado, Werner —Fabel le devolvió el periódico—, y parece que fuego cruzado y transeúntes inocentes van siempre de la mano.
—Puede ser, pero a mí no se me caerá ni una lágrima por ese saco de mierda.
Fabel se dirigió a su despacho.
—¿Tenéis un minuto?
Fabel se acomodó detrás de la mesa e indicó a Maria y a Werner que se sentaran.
—¿Tenemos algo más sobre nuestra víctima de ayer?
—Nada —contestó Maria—. He comprobado las huellas, tanto con la policía de Hamburgo como con el Bundeskriminalamt. No tenía antecedentes penales. Y aún no hemos descubierto nada sobre la herida de bala. No hemos podido relacionarla con ningún tiroteo en el que hubiera mujeres implicadas en los últimos quince años en Hamburgo.
—Pues amplía el radio de búsqueda.
—Ya estoy en ello, jefe.
—Anna y Paul dirigen la vigilancia sobre Klugmann —dijo Werner—. Por ahora, ha ido directo a casa y se ha quedado en la cama. El último informe decía que las cortinas aún estaban bajadas y que no había señales de vida.
—¿Tenemos algo más sobre alguno de los vecinos del piso donde hallamos a la chica? ¿Alguien ha mencionado haber visto a un tipo mayor de aspecto eslavo?
—¿De quién estamos hablando? —preguntó Maria.
—Jan vio a alguien merodeando entre los morbosos cuando llegó a la escena del crimen —respondió Werner.
—¿Un tipo bajito, de sesenta años, quizá mayor, que parecía extranjero?
Tanto Werner como Fabel miraron fijamente a Maria.
—¿Lo viste?
—Llegué a la escena quince minutos antes que tú, ¿recuerdas? Ya se había congregado una pequeña multitud, y él estaba a unos cien metros, venía de Sankt Pauli. Me fijé en un anciano… Mi descripción sería que se parecía un poco a Krushchev…, ya sabéis, el anciano presidente soviético o lo que fuera… de los años setenta.
—Es ése —dijo Fabel.
—Lo siento, en aquel momento no pensé mucho en ello. No es que estuviera huyendo de la escena del crimen o algo así, y hacía al menos una hora que el lugar estaba lleno de gente, así que ni se me ocurrió que fuera un posible autor del crimen… ¿Crees que es el asesino?
—No. —Fabel frunció el ceño—. No lo sé; me pareció que destacaba. Seguramente no sea nada. Pero no es de la zona y tú lo viste llegando al lugar. Quiero encontrarlo por eliminación.
—Preguntaré un poco más por ahí —dijo Werner.
—También quiero que intentéis descubrir si alguno de los vecinos vio a un policía por la zona antes del asesinato. Pero por el amor de dios, tened cuidado… No quiero que nadie piense que sospechamos de uno de los nuestros.
—Por supuesto —dijo Maria—, puede ser que no lleve uniforme. Quizá sólo ha conseguido una placa o algún distintivo de la Kriminalpolizei.
—Ya lo sé… Como dices, eso sería en el caso de que estuviera haciéndose pasar por policía. Pero el uniforme le facilitaría la entrada sin necesidad de muchas preguntas, seguramente. Vale la pena intentarlo.
Después de que Werner y Maria se marcharan de su despacho, Fabel intentó llamar a Mahmoot al móvil. Estaba a punto de estallar una guerra de bandas a gran escala, y Fabel había mandado a Mahmoot, desarmado, a la primera línea de fuego. El teléfono sonó hasta que, al final, saltó el buzón de voz.
—Soy yo. Llámame. Y olvida el favor que te pedí. —Fabel colgó.