Miércoles, 4 de junio. 21:00 h

Aussendeich, cerca de Cuxhaven

Era como si estuviera desconectada de su cuerpo, de su entorno inmediato, del mundo. Una capa espesa y viscosa envolvía su conciencia. A veces se aclaraba y percibía las cosas con mayor normalidad; luego, la cubría de nuevo y ofuscaba la realidad que la circundaba. Aquello la enfureció; sin embargo, incluso esa emoción cruda quedaba atenuada por el barro que rodeaba cada pensamiento, cada sensación, cada movimiento. Volvió a caer. Notó que las hojas húmedas se le pegaban a la cara; notó el sabor del mantillo fétido en la boca. Estaba rodeada de árboles. Sabía cómo llamar a un lugar así, pero la palabra «bosque» le quedaba demasiado lejos, recordarla requería un esfuerzo intelectual muy grande. Se quedó tumbada un momento y luego se puso de pie, tambaleándose. Dio unos pasos más y volvió a caer. El cieno cubrió su conciencia una vez más; en esta ocasión era denso y oscuro, y de nuevo se quedó inconsciente.

Cuando se despertó, había oscurecido. Le invadió un instinto demasiado fuerte como para que la droga pudiera aplacarlo, y se puso en pie con dificultad. Había luces delante de ella; unas luces que parpadeaban entre las siluetas de los troncos de los árboles. Fue su instinto lo que la empujó a dirigirse hacia las luces, no el hecho de ser plenamente consciente de que delante tenía una carretera, auxilio, rescate. Tropezó un par de veces más, pero ahora caminaba hacia las luces como si fuera siguiendo una cuerda. La tierra que tenía bajo los pies se hizo más regular, cada vez había menos raíces o ramas con las que tropezar. Las luces se hicieron mayores. Más intensas.

Justo antes de que el camión la embistiera, lo vio todo claro. Oyó el chirrido de los neumáticos y miró, con los ojos muy abiertos pero sin que la deslumbraran, los faros que se acercaban a toda velocidad hacia ella. El sentimiento abrumador que la embargó fue de sorpresa: no entendía por qué, sabiendo que iba a morir, no sentía ningún miedo.