Miércoles, 4 de junio. 12:00 h
Depósito de cadáveres del Institut für Rechtsmedizin de Eppendorf (Hamburgo)
El Institut für Rechtsmedizin —el Instituto de Medicina Legal— era el responsable de la medicina forense de Hamburgo. Todas las muertes repentinas que se producían en la ciudad acababan en el depósito del Instituto.
El estómago de Fabel se estremeció al percibir el olor del depósito de cadáveres que tan bien conocía, pero al que no había logrado acostumbrarse: no era el olor a descomposición, como podría esperarse, sino el aroma rancio a desinfectante. No había ningún cadáver en las mesas de acero inoxidable, y los fluorescentes de luz blanqueadora bañaban el depósito con un resplandor triste e implacable. Cuando Fabel entró, Möller, que aún llevaba puesta la bata verde, estaba sentado a su mesa, consultando notas escritas a mano y luego mirando a la pantalla de su ordenador. Entre una cosa y la otra, se llevaba distraídamente a la boca un tenedor con ensalada de pasta precocinada que cogía de una fiambrera de plástico. No se dio cuenta de que Fabel había llegado.
—Creía que aquí estaba prohibido comer. —Fabel cogió una silla sin esperar la invitación.
—Y lo está. Deténme. —Möller no alzó la vista de sus notas.
—¿Qué tienes acerca de la chica?
—Te entregaré el informe esta tarde. —Möller dio unos golpecitos en la página que estaba escribiendo con el bolígrafo—. Lo estoy redactando.
—Dame los datos principales.
Möller lanzó el bolígrafo sobre la carpeta y se recostó en la silla, se pasó las manos por el pelo y luego las colocó detrás de la cabeza. Lanzó a Fabel su mirada estudiada de superioridad.
—¿Ya has tenido noticias de tu amigo por correspondencia?
—Möller, no tengo tiempo para esto. ¿Qué tienes?
—Es un caso muy interesante, Hauptkommissar. —Möller cogió sus notas—. La víctima es una mujer de entre veinticinco y treinta y cinco años, metro sesenta y cinco, ojos azules, pelo castaño teñido de rubio. La causa de la muerte fue una parada cardíaca provocada por una profunda conmoción y una pérdida masiva de sangre, a su vez resultado de un fuerte traumatismo en el abdomen. Ya estaba muerta cuando le extrajeron los pulmones. —Möller alzó la vista de sus notas—. ¿Crees que esta joven era prostituta?
—Sí. ¿Por qué?
—No había tenido relaciones sexuales en las 48 horas previas a su muerte. Además, es evidente que se cuidaba mucho.
—¿Sí?
—Tenía un tono muscular extremadamente bueno, y la proporción músculo/grasa es baja. Yo diría que era atleta o que iba con frecuencia al gimnasio. No fumaba, y no había restos de alcohol en su sangre. También parece que llevaba una buena dieta: su última comida fue algún tipo de pescado con legumbres, y los niveles de lípidos en sangre eran muy bajos. —Möller pasó las páginas del informe—. Hemos buscado drogas… Nada. Dejando de lado las influencias genéticas, si esta joven no se hubiera cruzado con tu «amigo por correspondencia», lo más probable es que hubiera muerto de vieja.
—¿Algo sobre el asesino?
—No he hallado pruebas forenses de la presencia del asesino. Como ya he dicho, no hay señales de relaciones sexuales o de cualquier otro tipo de actividad sexual. No hay duda de que se trata del mismo asesino que el otro; o al menos, el modus operandi es idéntico. El asesino realizó una sola incisión que llevó a cabo con un único golpe, fuerte pero increíblemente preciso, en el esternón, seguramente con un cuchillo pesado de hoja grande, o quizá con una espada. Después separó las costillas y extrajo los pulmones. Había señales de fuerza, y los huesos rotos estaban astillados, lo cual sugiere que le propinó un golpe fuerte de abajo arriba. Para separar las costillas, hace falta tener una fuerza física considerable, así como para realizar una incisión de este tipo con un único golpe. Se trata de un hombre, y el ángulo de penetración sugiere que seguramente no mide menos de uno setenta y que, como mínimo, es de constitución media.
—Eso reduce la lista de sospechosos al noventa por ciento de la población masculina de Hamburgo, más o menos —dijo Fabel, sin sarcasmo y más para sí mismo que a Möller.
—Yo sólo manejo las pruebas físicas, Fabel. Sin embargo, me intriga la evidente preocupación que tenía la víctima por su salud y forma física. —Möller se rió—. Yo no tengo tu experiencia en los bajos fondos de la vida de nuestra ciudad, pero nunca me habría imaginado que una prostituta media de Hamburgo diera tantísima importancia a su salud, o a la de sus clientes.
—Eso depende. Parece que era «de alto standing»; cuidar su cuerpo habría sido invertir en, bueno, su producto. Pero tienes razón. Hay muchas cosas en esta víctima que no encajan. ¿Mis hombres le tomaron las huellas dactilares?
—Sí, han venido antes.
—Muy bien. Gracias, Herr Doktor Möller. —Fabel se dirigió hacia la puerta—. Esta tarde me entregas el informe completo.
—Fabel.
—¿Sí?
—Hay una cosa más…
—¿De qué se trata?
—Tiene una herida antigua en el muslo derecho, en la parte de fuera. Una cicatriz.
—¿Lo bastante visible como para que sea una marca distintiva que pueda ayudarnos a identificarla?
—Bueno, sí, creo que aumenta considerablemente tus posibilidades. Pero es más importante que eso…
—¿Qué quieres decir?
Möller se volvió hacia el ordenador y tocó algunas teclas.
—He añadido la fotografía de la cámara digital a mi informe. Aquí está.
Fabel miró la pantalla. Una foto del muslo de la mujer, con la piel blanca. Había una marca redonda con una cicatriz lateral y algunas arrugas alrededor. Parecía un cráter lunar antiguo y apenas visible. Möller tocó una tecla y apareció otra imagen. Esta vez era el reverso del muslo. En lugar de estar pálido, estaba de un rojo-púrpura refulgente. Lividez post mórtem: al estar el cuerpo tumbado boca arriba, la gravedad había atraído la sangre a los puntos más bajos.
—¿Ves esto? —Möller dio un golpecito en la pantalla con el bolígrafo—. ¿La cicatriz correspondiente por el otro lado? Son unas cicatrices muy tenues…, quizá tengan cinco o seis años. ¿Sabes de qué son?
—Sí, lo sé —dijo Fabel. Después de todo, él también tenía dos cicatrices parecidas.
Möller volvió a recostarse en la silla.
—Creo que esto limitará un poco los parámetros de su identificación. Porque a ver, en los últimos diez años, ¿a cuántas jóvenes se habrá atendido en Hamburgo de una herida de bala?
Llovía con fuerza. A pesar del aguacero, Fabel sintió el impulso de salir al exterior, de dejar que la lluvia y el aire húmedo purgaran su ropa y sus pulmones del olor a moho del depósito de cadáveres. Tenía el coche aparcado a un par de calles y cuando llegó a su refugio, tenía el pelo rubio pegado al cuero cabelludo. Condujo hasta los muelles del barrio del Hafen. En pocos minutos, las enormes grúas que flanqueaban los márgenes y dársenas del Elba comenzaron a dominar el horizonte. Fabel llamó a su despacho desde el móvil y pidió hablar con Werner; pero en su lugar le pasaron con Maria Klee, quien le contó que Werner estaba hablando con el equipo de vigilancia que seguía a Klugmann. Fabel informó a Maria sobre la herida de bala del cadáver y le pidió que llevara a cabo una investigación minuciosa de los archivos referentes a hospitales y clínicas de Hamburgo de quince a cinco años para acá. Por ley, cualquier hospital o profesional médico que hubiera tratado una herida de bala estaba obligado a informar de ello a la policía. Maria señaló que existía la posibilidad de que si la chica era prostituta y había resultado herida en algún tipo de tiroteo en los bajos fondos, podía ser que algún médico poco ético le hubiera tratado la herida «extraoficialmente». Fabel le dijo a Maria que creía que era posible, pero no probable.
—¿Algún otro mensaje? —le preguntó a Maria.
—Werner ha dejado una nota para decirte que mañana tienes una cita con el profesor Dorn. A las tres. —Maria levantó las cejas—. ¿El profesor Dorn es algún tipo de experto forense?
—No —dijo Fabel—. Es historiador. —Se quedó un momento callado antes de añadir—: Creía que era historia. ¿Algo más?
Maria le contó que una periodista había llamado un par de veces: una tal Angelika Blüm. A Fabel el nombre no le dijo nada.
—¿La has remitido al departamento de prensa?
—Sí. Pero ha insistido bastante en que tenía que hablar contigo. Le he dicho que todas las informaciones para la prensa las llevaba el Polizeipressestelle, pero me ha contestado que no quería datos para un artículo, sino que tenía que hablar contigo de un tema muy importante.
—¿Le has preguntado de qué tema se trataba?
—Por supuesto. Y básicamente me ha dicho que me metiera en mis asuntos.
—¿Ha dejado un número de teléfono?
—Sí.
—Vale. Te veo cuando vuelva. Tengo una reunión con la división de crimen organizado a las dos y media.
El puesto de comida rápida Schnell-Imbiss estaba situado junto a las dársenas del Elba, empequeñecido por el montón de grúas que sobresalían a su alrededor. Era una caravana con una gran ventana abierta, desde la cual se servía la comida, y un toldo de colores claros. Estaba rodeado, a intervalos regulares, por mesas con parasoles a las que se sentaba un puñado de clientes a comer Bockwurst o a beber cerveza o café. Había un pequeño expositor de periódicos al lado de la ventana. A pesar de lo soso que era el entorno y del tiempo, el Schnell-Imbiss se las arreglaba para parecer alegre y escrupulosamente limpio.
Fabel detuvo el coche y corrió bajo la lluvia hasta el refugio que ofrecía el toldo. Un hombre rechoncho de cincuenta años, de mejillas rubicundas y con un delantal blanco y un gorro de cocinero estaba detrás del mostrador. Se inclinó hacia delante apoyándose en los codos cuando Fabel se acercó.
—Buenos días, Herr Kriminalhauptkommissar —le dijo, con un acento que era tan cerrado y llano como el paisaje frisio al que pertenecía—. Y permítame decirle que hoy tiene usted un aspecto horrible.
—He tenido una noche dura, Dirk —contestó Fabel, cambiando del duro Hochdeutsch a su Frysk natural—. Ponme una Jever y un café.
Dirk le sirvió la cerveza frisia y el café.
—¿Has visto a Mahmoot últimamente?
—No, hace bastante que no lo veo, ahora que lo mencionas. ¿Pasa algo?
Fabel dio un sorbo a la cerveza.
—Tengo que hablar con él, eso es todo. Si no lo localizo, luego lo llamo. Ya sabes cómo es. —Fabel dio un sorbo al café solo y espeso. Se quemó los labios, así que lo dejó y dio otro sorbo a la Jever.
—¿Vas a almorzar eso? —Dirk señaló con la cabeza la cerveza y el café.
—Vale, dame un Käsebrot para acompañar. Si ves a Mahmoot, ¿puedes decirle que lo estoy buscando? Ya sé que no hace falta que te diga que seas discreto. —Fabel miró detrás de Dirk; en la pared de la caravana había una fotografía suya, unos quince años más joven y más delgado, con su uniforme verde de la Schutzpolizei. Fabel señaló con la cabeza la fotografía—. ¿No te da mal rollo?
Dirk le dio a Fabel un panecillo partido por la mitad con queso y pepinillo dentro y se encogió de hombros. Le sonrió aún más.
—De vez en cuando. A veces alguien se pone violento, pero me he dado cuenta de que normalmente mi diplomacia da resultado… —Metió la mano debajo del mostrador y sacó una pesada Glock automática. Fabel se atragantó con la cerveza y miró a su alrededor para comprobar que los demás clientes no lo habían visto.
—Por el amor de dios, Dirk, guarda eso. Voy a fingir que no lo he visto.
Dirk se echó a reír y alargó la mano para darle un bofetón cariñoso a Fabel en la mejilla.
—Venga, venga. No te pongas nervioso, Jannik… —Pequeño Jan. Era el apodo que Dirk le había puesto a Fabel cuando sirvieron juntos.
A pesar del rango inferior de Dirk, que era Obermeister, y del hecho de que estaba en la sección uniformada, la Schutzpolizei, el joven Kommissar Fabel había reconocido rápidamente la riqueza de experiencia que tenía por ofrecer aquel policía mayor que él. Dirk le había enseñado de buena gana a Fabel cómo funcionaba todo. Había hecho lo mismo por Franz Webern, el joven policía que murió el mismo día que dispararon a Fabel. La muerte de Franz afectó mucho a Dirk. La única vez que Fabel no había visto a Dirk exhibir su contagioso buen humor fue cuando lo visitó en el hospital.
Ahora había dejado de llover, y un rayo de sol se colaba por entre las nubes, grabando la sombra enrejada de la superestructura de las grúas sobre el aparcamiento. Fabel pagó la cerveza y el café. Dejó unas monedas de más.
—También cojo el Schau Mal! —dijo, y sacó un ejemplar del expositor de periódicos.
—No pensaba que leyeras el Schau Mal! —dijo Dirk.
—Y no lo leo… —Fabel abrió el tabloide. El titular lo cogió desprevenido.
¡EL DESTRIPADOR MANÍACO ACTÚA DE NUEVO!
¡LA POLICÍA DE HAMBURGO, INCAPAZ DE DETENER AL LOCO!
Debajo del titular había una fotografía de Horst Van Heiden con el siguiente pie:
EL KRIMINALDIREKTOR VAN HEIDEN:
EL HOMBRE QUE NO PUEDE GARANTIZAR
LA SEGURIDAD DE LAS MUJERES DE HAMBURGO.
—Scheisse… —dijo Fabel entre dientes.
Van Heiden se subiría por las paredes. El editorial arremetía contra la policía de Hamburgo y ofrecía una recompensa a quien pudiera aportar algún dato. Las páginas centrales también estaban dedicadas a aquella historia. Otro titular estridente proclamaba:
¿A QUIÉN LE INTERESA ATRAPAR A ESTE MONSTRUO?
A SCHAU MAL! ¡PAGAREMOS 10 000 EUROS
A QUIEN PROPORCIONE INFORMACIÓN QUE LLEVE
AL ARRESTO Y CONDENA DE ESTE MANÍACO!
—¿Qué pasa? —preguntó Dirk. Fabel lanzó el periódico sobre el mostrador para que Dirk lo viera—. Vaya, ya veo… Deja que lo adivine. ¿Es tu caso?
—Bingo. —Fabel se acabó la cerveza y luego el café y dejó el panecillo sin tocar en el mostrador—. Mejor me marcho ya. Antes de que Van Heiden ponga precio a mi cabeza.
—Tschüss, Jan.