Miércoles, 4 de junio. 7:30 h

Sankt Pauli (Hamburgo)

La sala de interrogatorios de la comisaría de policía de Davidwache era todo un ejemplo de minimalismo. La austeridad de las paredes encaladas quedaba sólo rota por la puerta y una única ventana que habría tenido vistas de la Davidstrasse si el cristal no hubiera sido opaco, como una lámina de leche helada, contra el cual la luz del atardecer quedaba reducida a un tenue resplandor. Un lado de la mesa de interrogatorios estaba contra la pared, y había cuatro sillas de tubo de acero, dos a cada lado de la mesa. Un casete grabador negro descansaba al final de la mesa, contra la pared. Encima, en la pared, había un cartel que señalaba las salidas y el procedimiento que seguir en caso de incendio. Encima de éste, había un cartel de prohibido fumar.

Fabel y Werner se sentaron a un lado de la mesa. Delante de Fabel había un hombre de unos treinta y cinco años, de pelo negro abundante y grasiento peinado hacia atrás en mechones relucientes que le caían continuamente sobre la frente. Era alto y de constitución fuerte; los hombros encajaban en la piel negra y barata de una chaqueta demasiado estrecha. Tenía el físico de un exatleta que se ha abandonado: una robustez incipiente se acumulaba en su cintura, los ojos cansados, la piel pálida frente al pelo negro, y barba de dos días; tenía un rostro aún cuadrado y fuerte, pero que ya empezaba a mostrar síntomas de envejecimiento.

—¿Es usted Hans Klugmann? —preguntó Fabel sin levantar la vista del informe.

—Sí… —Klugmann se inclinó hacia delante, encogió los hombros, apoyó las muñecas en el borde de la mesa y comenzó a tocarse la piel del pulgar con la uña del otro. Si no fuera por la intensidad nerviosa de la postura, casi parecería que estaba rezando.

—Ha encontrado a la chica… —Fabel pasó unas cuantas páginas del informe—. Monique.

—Sí. —Se clavó más la uña del pulgar. Comenzó a mover una pierna, que descansaba sobre la planta del pie, en un tic inconsciente. Aquella acción hizo que las manos se movieran rítmicamente.

—Debe de haber sido un golpe… muy desagradable para usted.

Había auténtico dolor en los ojos de Klugmann.

—Pues sí.

—¿Monique era amiga suya?

—Sí.

—Aun así, ¿afirma que no sabe cómo se apellidaba?

—No lo sé.

—Mire, Herr Klugmann, tengo que admitir que necesito imperiosamente que me ayude en esto. Estoy muy confundido y confío en que usted me ayudará a aclarar mi confusión. Hasta este momento, tengo el cuerpo de una chica anónima despedazada en un piso en el que no hay rastro alguno de objetos personales, a excepción de un conjunto que hemos encontrado en el armario… Ni bolso, ni documentación… En realidad, no hay más comida que un litro de leche en la nevera. También hemos hallado algunos de los artículos que uno esperaría encontrar en un piso destinado al ejercicio de la prostitución. Y el apartamento está situado bien cerca, pero no dentro, del barrio chino; sin embargo, no hay pruebas de que la chica recibiera demasiadas visitas masculinas. ¿Entiende por qué estoy confundido?

Klugmann se encogió de hombros.

—Y, para colmo, descubrimos que el piso está alquilado oficialmente a un exagente de las fuerzas especiales que afirma no saber el nombre completo de la persona a quien realquila su piso. —Fabel esperó a que sus palabras calaran. Klugmann estaba sentado impasible, mirándose las manos—. Así que ¿por qué no deja de marear la perdiz, Herr Klugmann? Tanto usted como yo sabemos que ese piso se utilizaba para el ejercicio de la prostitución, aunque una prostitución muy selecta, y que esta chica, Monique, no vivía allí. Oiga, no me interesa qué acuerdo tenía con la chica, excepto por la información que pueda proporcionarme sobre ella. ¿Me he expresado con claridad?

Klugmann asintió con la cabeza, pero no levantó la vista de sus manos.

—¿Cómo se llamaba?

—Ya se lo he dicho, no lo sé… Le juro que es la verdad. Siempre la llamé Monique a secas, y ella a sí misma, también.

—Pero ¿era prostituta?

—Vale, quizá…, no lo sé…, puede que sí…, quizá a tiempo parcial. Nada que ver conmigo. Nunca me pareció que anduviera justa de dinero, o sea que igual sí.

—¿Cuánto hace que la conocía?

—Sólo tres o cuatro meses.

—Si usted no sabe su apellido —dijo Werner—, debe de haber otras personas que sí lo sepan. ¿Con quién andaba?

—No lo sé.

—¿No conoció nunca a ningún amigo suyo? —preguntó Fabel sin disimular su incredulidad.

—No.

Fabel le acercó una fotografía de la primera víctima, Ursula Kastner.

—¿Sabe quién es?

—No. Bueno…, sí…, pero sólo por los periódicos. ¿No es la abogada a la que asesinaron? ¿Se la cargaron igual?

Fabel hizo caso omiso a la pregunta y dejó la fotografía sobre la mesa. Klugmann no volvió a mirarla. Fabel tuvo la sensación de que evitaba deliberadamente mirar la cara de Kastner. Un instinto comenzó a despertar en algún lugar de su interior.

—¿Qué hay de la dirección de Monique antes de que se trasladara a vivir al piso?

Klugmann se encogió de hombros.

—Esto es ridículo —dijo Werner inclinándose hacia delante. Su corpulencia y la brutalidad de sus facciones daban a sus movimientos un aire amenazador que a menudo no era intencionado. Klugmann respondió irguiéndose en la silla y echando la cabeza hacia atrás con aire de desafío—. ¿Quiere que creamos que esta chica entró en su vida y en su apartamento sin que usted llegara nunca a saber su nombre completo o algo más sobre ella?

—Tiene que admitir, Herr Klugmann, como expolicía, me refiero, que todo esto parece un poco extraño —dijo Fabel.

Klugmann relajó la postura.

—Sí. Supongo que sí. Pero les estoy diciendo la verdad. Escuchen, ahí fuera el mundo es distinto. Monique tan sólo, bueno, una noche apareció donde trabajo y empezamos a hablar…

—¿Estaba sola?

—Sí. Por eso me puse a hablar con ella. Arno, mi jefe, pensó que era una puta cara que buscaba clientes en nuestro club y me dijo que la echara. Nos pusimos a hablar y me pareció buena chica. Me preguntó si sabía de algún sitio donde pudiera alquilar una habitación o un piso, y le hablé de mi casa.

—¿Por qué le ofreció su piso? ¿Por qué no vive usted en él?

—Bueno, tengo una especie de lío con una de las chicas del Tanzbar… Sonja. Me estaba quedando casi todas las noches en su casa porque está cerca del Tanzbar. Cuando alquilé el piso, me fui a vivir con Sonja mientras lo pintaban. Entonces conocí a Monique, y ella me dijo que estaba dispuesta a pagar bien, y por adelantado, por un lugar decente donde quedarse. También me dijo que quizá sólo sería de seis a nueve meses. Así que pensé que era una buena manera de ganar unos euros extra…

—¿Y usted tenía que mantenerse al margen? —preguntó Werner.

—Ése era el trato.

—Entonces, ¿qué hacía allí a esas horas de la noche?

—Subí a verla. Lo hacía de vez en cuando para comprobar que todo marchaba bien. Nos llevábamos bien…

—¿Iba a hacerle una visita a las dos y media de la madrugada? —preguntó Fabel.

—Ninguno de los dos tenía un horario normal.

—¿En qué trabaja usted exactamente, Herr Klugmann?

—Como ya les he dicho, trabajo en un club nocturno…, un Tanzbar. Soy el subdirector.

Fabel volvió a consultar el informe.

—Ah, sí, el Paradies-Tanzbar que está por la Grosse Freiheit… ¿Es ése?

—Sí.

—¿Así que trabaja para…?

—Ya sabe para quién trabajo. —Klugmann bajó la vista a la uña del pulgar que ahora estaba clavando en la otra.

Fabel sacó un segundo expediente de debajo del primero. Lo abrió y examinó la primera página. Klugmann vio su propia fotografía en la esquina superior derecha. Sus hombros encorvados se desplomaron.

—Sí… —Fabel se recostó en la silla y miró a Klugmann pensativo—. Actualmente trabaja para Ersin Ulugbay. No es precisamente el ciudadano del mes de Hamburgo, ¿verdad?

—Supongo que no.

—Un cambio de profesión extraño —dijo Werner—. De estar en una unidad de elite de la policía a trabajar para la mafia turca.

—No me dieron muchas opciones para retirarme de la policía. —Klugmann sonrió con cinismo—. Como usted seguramente ya sabe. En cualquier caso, no trabajo para ninguna «mafia». Sé en qué anda metido Ulugbay, pero yo no participo en sus asuntos. Puede que Ulugbay sea el propietario del bar, pero mi jefe es Arno Hoffknecht, el director. No es mucho; se supone que soy el subdirector, pero en realidad sólo soy un segurata con un poco más de responsabilidad. Pero no meto las narices en nada.

—¿En serio? —dijo Werner—. Ha elegido una expresión interesante. No sé si creerme eso de que no mete las narices en nada. Y no hablo metafóricamente.

—¿Qué quiere decir?

—¿Cuándo se ha metido la última raya?

Los tendones del cuello grueso de Klugmann se tensaron.

—Váyase a la mierda, Arschloch.

Werner echó fuego por los ojos y pareció que su enorme cuerpo iba a estallar con violencia. Fabel tomó la iniciativa.

—Espero que no se demuestre que no ha colaborado con nosotros, Herr Klugmann. Su situación podría complicarse.

—¿Qué quiere decir con que «mi situación podría complicarse»? Yo no tengo que ver una mierda con todo esto. Y no tienen pruebas de lo contrario.

—Nos está ocultando algo.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, ¿dónde está la agenda de citas de Monique?

—No sé de qué me habla.

—¿O la cámara de vídeo que escondió detrás del espejo? ¿De qué iba todo eso? ¿Hacía chantajes, o simplemente se dedicaba a grabar pornografía?

Por un segundo, Klugmann pareció sorprendido.

—Mire, no tengo ni idea de qué está hablando. Ni puta idea.

Fabel se recostó. Werner reconoció la señal e inclinó su cabeza ovalada de pelo erizado hacia delante, sonriendo.

—No me gusta usted, Klugmann…

—¿En serio? —Klugmann se fingió algo dolido por aquella sorpresa—. Y yo que pensaba que quizá teníamos un futuro juntos…

—No me gusta usted porque es un traidor y un sinvergüenza. Echó mierda sobre la policía cuando empezó a venderse a Ulugbay. —Werner se recostó e hizo una mueca de desprecio—. Apesta. Apesta a cloaca asquerosa. Vive con una puta…

Klugmann se puso tenso e hizo un movimiento repentino hacia delante. Fabel levantó la mano.

—Tranquilo…

Werner prosiguió, imperturbable.

—Vive con una puta, le alquiló su piso a otra puta para que un puto maníaco pudiera despedazarla, y trabaja en un antro para un padrino turco. ¿Cómo es, Klugmann? ¿Cómo es mirarse al espejo todas las mañanas? Por el amor de dios, era policía, y por lo que hemos visto en su historial, era bueno. En su día, debió de tener aspiraciones. Y ahora se ha convertido en… —Werner hizo un gesto hacia Klugmann, estirando los brazos como si quisiera mantener a raya algo pernicioso— esto. —Acercó aún más la cara a la de Klugmann—. Es una alimaña, Klugmann. No tengo ninguna duda de que podría ser usted quien ha dejado así a esta chica. Y no me creo toda esta mierda sobre que no sabe nada de ella excepto su nombre de pila.

Werner calló bruscamente. La sala quedó en silencio. Klugmann se dejó caer hacia atrás en la silla, extendiendo una pierna mientras la otra seguía con su baile nervioso. Fabel examinó el rostro de Klugmann. Vio la esperada máscara del desinterés: un aburrimiento estudiado que tantísimos otros habían adoptado con Fabel a lo largo de los años sentados a la mesa de interrogatorios; una expresión que pretendía transmitir falta de preocupación, pero que Fabel siempre podía penetrar. Mientras observaba a Klugmann, se dio cuenta de que, en su caso, no podía ver más allá de la máscara.

Werner continuó.

—No era amigo suyo, y no era cliente suyo… No subió a echar un buen polvo de cuatrocientos euros, ¿verdad? Por lo que sabemos, Monique jugaba en otra división… y estaba lejos de sus posibilidades económicas. —Klugmann no respondió y se quedó mirando el borde de la mesa—. Y no creo que sólo sea el casero desafortunado de una chica anónima que aparece destripada en el piso que le alquila. Así que ¿dónde nos deja eso? —Werner insistió—: No era amigo suyo. No era cliente suyo. Eso nos deja… Bueno, o la mató usted, o es usted un empleado de Ulugbay… el chulo de Monique, vaya. Creo que iba al piso a cobrar, y me refiero a algo más que el alquiler. Y si la chica protestaba, le daba un bofetón. ¿No es eso?

Silencio.

—Quizá le guste su trabajo. Quizá se le ponga dura cuando les da a estas chicas su merecido. Quizá lo de esta noche lo hizo usted, para divertirse…

Klugmann estalló.

—No sea estúpido. Ya ha visto cómo estaba la habitación. Si hubiera sido yo, estaría todo manchado de sangre.

—Quizá se quitó la ropa antes de darse el gustazo… Quizá tendríamos que pedirle al equipo forense que lo examinaran bien.

—Hagan lo que les dé la puta gana… Muy bien, trabajo para Ulugbay. Eso no tiene nada que ver con lo que ha sucedido esta noche en el piso. No tiene nada que ver con él, y no lo voy a implicar. No me dan ustedes tanto miedo como los putos turcos. Ya saben cómo funciona esto… Si creen que he hablado con ustedes, acabaré en el bosque con la cara rajada.

Fabel sabía a qué costumbre se refería Klugmann, una de las preferidas de la mafia turca: si alguien se la jugaba en un negocio de drogas, o daba información a la policía, aparecería muerto en el bosque al norte de Hamburgo. Sin manos, con los dientes destrozados y el rostro cortado. Aquello dificultaba, y a veces hacía imposible, la identificación de la víctima, y retrasaba las investigaciones hasta el punto de que a menudo el rastro se enfriaba tanto que impedía lograr una condena.

—Vale, vale…, cálmese —dijo Fabel—. Pero tiene que comprender que usted es la única persona que podemos situar en el apartamento.

—Sí, claro…, durante treinta segundos, joder. En cuanto la he visto… así… he salido pitando a llamarlos.

—¿No ha utilizado el teléfono de la casa?

—No. He llamado desde el móvil. No he podido quedarme ahí dentro. He tenido que salir.

—¿Ha llegado sobre las 2:30? —preguntó Fabel.

—Sí.

—¿Y no ha tocado nada?

—No. Tal como he entrado, he salido.

—¿Cómo ha entrado? ¿Tiene llave?

—No. Bueno, sí, sí tengo llave, pero no la he utilizado. La puerta no estaba cerrada, estaba entreabierta.

—Su llamada a la Polizeidirektion está registrada a las 2:35. ¿Dónde se encontraba antes de ir al apartamento?…

—En el Paradies-Tanzbar, trabajando.

—¿Hasta qué hora, exactamente?

—Hasta la 1:45, más o menos.

—No se tardan tres cuartos de hora en ir de la Grosse Freiheit al piso.

—Tenía unos asuntos pendientes…

—¿Qué asuntos?

Klugmann abrió las manos, con las palmas hacia arriba, y ladeó la cabeza. Fabel cogió su bolígrafo y lo movió entre los dientes.

—Si no puede o no quiere decírnoslo, eso le da la oportunidad de matar a la chica, limpiarse y afirmar que acababa de llegar cuando ha encontrado el cuerpo.

—Vale, vale… He ido a ver a un tipo que conozco en el Hafen…, he comprado material…

—¿A quién?

—No hablará en serio…

Fabel le lanzó una fotografía de la escena del crimen deslizándola por la mesa. La escena había sido captada a pleno color, con tanta intensidad que parecía irreal.

—Esto no es una broma.

Klugmann se quedó helado, y su rostro, blanco. Era evidente que los recuerdos acudían en tropel a su mente.

—Era una amiga. Eso es todo.

Werner soltó un suspiro. Klugmann no le hizo caso y miró fijamente a Fabel.

—Y usted sabe que no la he matado yo, Herr Fabel… —La intensidad desapareció de sus ojos y de su pose—. De todas formas, he cogido un taxi para ir del club al Hafen. El taxista me ha esperado mientras me reunía con ese tipo y luego me ha llevado al apartamento. Me ha dejado allí sobre las 2:30. Puede informarle de todos mis movimientos desde que he salido del club hasta que he llegado al piso. Hablen con la empresa de taxis.

—Estamos en ello.

Fabel cerró la carpeta y se levantó. Parecía claro que Klugmann no era el asesino; no tenían una base sólida para retenerlo, ni siquiera como testigo relevante. Sin embargo, el interrogatorio había inquietado a Fabel.

Klugmann parecía exactamente lo que se suponía que era, pero Fabel tenía la impresión de estar mirando un mapa al revés: todos los puntos de referencia estaban ahí, pero desorientaban en vez de guiar. Con las dos carpetas debajo del brazo, Fabel se dirigió hacia la puerta y habló sin volverse para mirar a Klugmann.

—De todas formas, le pediremos al equipo forense que lo examine y analice su ropa.

Todo en Maria Klee era energía y perspicacia, desde el acento cortado de Hamburgo hasta el pelo rubio corto y estiloso. Cuando Fabel salió de la sala de interrogatorios, ella estaba esperándolo en el pasillo. Tenía un folio en la mano.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó con brío.

Fabel estaba a punto de contestarle cuando un agente de uniforme de la Schutzpolizei llegó para escoltar a Klugmann hasta el departamento forense. Los ojos de Klugmann y de Maria se encontraron un instante; pareció que Klugmann tenía la mirada perdida, como si Maria no estuviera allí, mientras que ella frunció el ceño, como si intentara descifrar algo.

—¿Lo conoces? —le preguntó Fabel cuando Klugmann y su escolta ya no podían oírlos.

—No lo sé… Me parece que me suena, pero no sabría decirte de qué…

—Bueno, es posible. Es exagente de la policía de Hamburgo.

Maria volvió a encogerse de hombros, esta vez como si se sacudiera de encima una incoherencia irritante.

—Bueno, ¿cómo ha ido la cosa?

—Es evidente que no es nuestro hombre, pero no es trigo limpio. Tiene algo raro. Hay algo que no nos ha contado. De hecho, hay muchas cosas que no nos ha contado. ¿Cómo te ha ido a ti?

—He hablado con el director del Tanzbar, Arno Hoffknecht. Ha confirmado que Klugmann estuvo allí hasta la 1:30.

—¿Es posible que Hoffknecht lo esté encubriendo?

—Bueno, si no lo ves no te lo crees. Qué tipo más sórdido. Se me ha puesto la piel de gallina. —Maria hizo como si se estremeciera—. Pero no, no está encubriendo a Klugmann. Hay demasiada gente que lo vio durante su turno. La Kriminalpolizei de la comisaría de Davidwache ha comprobado también la declaración de Klugmann de que fue a todas partes en el mismo taxi…

—Acaba de contarnos la misma historia.

—En cualquier caso, el taxista confirma que recogió a Klugmann en el club a la 1:45, que lo llevó a una Kneipe del Hafen (Klugmann le dijo que esperara) y luego lo dejó en el piso a las 2:30.

—Muy bien. ¿Algo más?

—Sí, me temo que sí —dijo Maria, y le dio a Fabel la copia impresa del mensaje de correo electrónico que tenía en la mano.