Miércoles, 4 de junio. 6:00 h

Sankt Pauli (Hamburgo)

Al salir, Fabel le dijo a Beller que lo acompañara al piso de abajo. En la casa ya había un agente de uniforme, tomando el té con una anciana con aspecto de pajarillo y piel de papel. El apartamento era una copia exacta, al menos en cuanto a la distribución, del de encima; pero en éste, décadas de asentamiento habían impregnado las paredes, hasta convertirlo en una extensión de la anciana que vivía en él. Por el contrario, era la muerte de alguien, no su vida, lo que había dejado la única marca dramática en el piso de arriba.

El agente se levantó del sillón cuando Fabel entró, pero éste le indicó que se relajara. Beller le presentó a la mujer, que se llamaba Frau Steiner. Ésta alzó la vista hacia Fabel y lo miró con unos ojos grandes, redondos y llorosos. La combinación de su mirada y su fragilidad de pajarillo hizo que Fabel pensara en una lechuza. Contra una pared, había una mesa y unas sillas. Fabel cogió una de las sillas y se sentó delante de la anciana.

—¿Se encuentra bien, Frau Steiner? Sé que habrá sido un golpe para usted. Es un asunto horrible. Y estoy seguro de que le molestará que andemos por aquí revolviéndolo todo. Todo este ruido…

Mientras Fabel hablaba, la anciana se inclinó hacia delante y frunció el ceño por encima de sus ojos de lechuza, como si se esforzara por concentrarse en sus palabras.

—No pasa nada, el ruido no me molesta… Estoy un poco sorda, ¿sabe?

—Comprendo —dijo Fabel, alzando un poco la voz—. Entonces, ¿anoche no oyó nada?

De repente, Frau Steiner pareció muy triste.

—Ésa es la cuestión, seguramente oí algo. Seguramente oí algo, pero no me di cuenta.

—No la entiendo —dijo Fabel.

—El acúfeno. Me temo que va con la sordera. Cuando me voy a dormir, me quito el audífono… Todas las noches oigo ruidos: golpes, aullidos agudos…, incluso sonidos que parecen gritos. Pero sólo es el acúfeno. Mejor dicho, nunca sé si se trata del acúfeno o no.

—Comprendo, lo siento. Debe de ser desagradable.

—No le hago caso. O me volvería loca. —Sacudió despacio la pequeña cabeza, de pajarillo, como si un movimiento demasiado brusco fuera a dañarla—. Lo tengo desde hace mucho, mucho tiempo, joven. Desde julio de 1943, para ser exactos.

—¿Desde el bombardeo británico?

—Me alegra que conozca su historia. Me temo que yo tengo que vivir con la mía. O al menos con los ecos de la misma. La primera incursión me sorprendió fuera. Me reventaron los dos tímpanos, ¿sabe? Y esto… —Se levantó la manga de lana negra para dejar al descubierto un brazo increíblemente delgado. Tenía la piel arrugada y con manchas rosas y blancas—. Tuve quemaduras en una tercera parte del cuerpo. Pero lo que más me ha marcado es el acúfeno. —Se quedó un momento callada; una gran tristeza pareció asomar a sus ojos de lechuza—. No soporto pensar que esa pobre chica estuvo gritando pidiendo ayuda y yo no la oí. —Fabel miró detrás de la mujer y observó la colección de fotografías en blanco y negro del aparador: la anciana de niña y de joven, ya con ojos de lechuza; la anciana con un hombre de pelo negro; otra fotografía del mismo hombre vestido con lo que al principio Fabel pensó que era un uniforme de la Wehrmacht y que luego vio que era el del batallón de la reserva policial en tiempos de guerra. Ningún hijo. Ninguna fotografía que tuviera menos de cincuenta años.

—¿La veía mucho?

—No. De hecho, sólo hablé con ella una vez. Yo estaba barriendo el descansillo y ella subió para arriba.

—¿Habló con ella?

—En realidad, no. Me saludó, me dijo algo sobre el tiempo y siguió subiendo. La habría invitado a pasar a tomar el té, pero me pareció que tenía prisa. Parecía una mujer de negocios o algo así; iba muy elegante. Llevaba zapatos caros, me parece recordar. Unos zapatos preciosos. Extranjeros. Aparte de ese día, sólo la oía de vez en cuando en las escaleras. Pensé que seguramente pasaba mucho tiempo fuera en viajes de negocios o algo así.

—¿Recibía muchas visitas? ¿Hombres, en concreto?

Su rostro volvió a concentrarse.

—No… no, no puedo decir que viera mucho a nadie.

—Sé que es un asunto muy desagradable, pero tengo que preguntárselo, Frau Steiner. ¿Hubo algo que le hiciera pensar que la chica pudiera ser prostituta?

Parecería imposible, pero los ojos de lechuza de la anciana se abrieron aún más.

—No. Por supuesto que no. ¿Lo era?

—No lo sabemos. Si lo era, cabría esperar que usted hubiera visto a más hombres entrando y saliendo.

—No, puedo decir con toda sinceridad que sólo vi que tuviera dos o tres visitas. Pero ahora que lo menciona, todos eran hombres. No vi nunca a ninguna mujer.

—¿Puede describirlos?

—No, la verdad es que no. —Volvió a negar con la cabeza, despacio—. Ni siquiera puedo estar segura de si fueron más de dos los hombres que la visitaron… Puede que viera a la misma persona más de una vez. —Señaló más allá de Fabel, por el pasillo, hacia el panel de cristal de bronce opaco de la puerta del piso—. Sólo vi unas formas a través de la puerta, unas figuras más bien.

—Entonces, ¿no podría reconocer a ninguno de ellos?

—Sólo al joven que le realquilaba el piso.

—Debe de referirse a Klugmann, señor —terció Beller—. Fue quien descubrió el cuerpo y nos llamó.

—¿Venía a menudo? —preguntó Fabel.

La anciana encogió sus hombros insignificantes.

—Sólo lo vi un par de veces. Como le he dicho, pudo ser una de las figuras que vi subir y bajar, o quizá sólo estuvo aquí el par de veces que lo vi. —Miró en dirección al panel de cristal de la puerta que había al final del pasillo—. Eso es lo que significa hacerse viejo, joven. Tu mundo se encoge y se encoge hasta que queda reducido a unas sombras que pasan por delante de tu puerta.

—¿Cuándo fue la última visita de Herr Klugmann, que usted sepa?

—La semana pasada… o quizá la anterior. Lo siento, la verdad es que no presté mucha atención.

—No pasa nada, Frau Steiner. Gracias por dedicarnos su tiempo. —Fabel se levantó del sillón.

—¿Herr Hauptkommissar? —Los ojos llorosos de lechuza parpadearon.

—¿Sí, Frau Steiner?

—¿Sufrió mucho?

No tenía sentido mentir. Pronto saldría todo en los periódicos.

—Me temo que sí. Pero ahora descansa en paz. Adiós, Frau Steiner. Si necesita algo, por favor, pídaselo a alguno de nuestros agentes.

Aquellas palabras no parecieron convencerla; la anciana simplemente se quedó sentada sacudiendo la cabeza con incredulidad.

—Qué tragedia.

Al salir del piso, Fabel se volvió hacia Beller.

—¿Has dicho que has sido el primero en llegar a la escena?

—Sí, señor.

—¿Y no había nadie merodeando por aquí?

—No, señor…, sólo el tipo que nos llamó… y después la pareja de jóvenes del primer piso.

—¿No has visto a un hombre mayor merodeando por aquí?

Pensativo, Beller negó con la cabeza.

—¿Incluso después, cuando han empezado a llegar los curiosos? ¿Un hombre bajito, corpulento, de setenta años? De aspecto extranjero…, eslavo…, quizá ruso.

—No, señor… Lo siento. ¿Es importante?

—No lo sé —dijo Fabel—. Seguramente no.