Miércoles, 4 de junio. 4:30 h

Pöseldorf (Hamburgo)

Fabel estaba soñando.

El elemento de Hamburgo es el agua: hay más canales en Hamburgo que en Amsterdam o Venecia; el Aussenalster es el mayor lago urbano de Europa. También llueve durante todo el año. Aquella noche, después de un día en el que el aire se había posado sobre la ciudad como una capa húmeda y sofocante, los cielos descargaban con vehemencia.

Mientras la tormenta cruzaba el cielo de la ciudad llenándola de luces y rugidos, la mente de Fabel reproducía varias imágenes. El tiempo implosionaba y se replegaba sobre sí mismo. Personas y hechos separados por décadas se encontraban en un lugar fuera del tiempo. Fabel siempre soñaba las mismas cosas: el desorden de la vida real, los cabos sueltos, las piedras que se habían dejado por remover. Los finales resueltos de una docena de investigaciones asomaban la cabeza en cada recoveco de su cerebro dormido. En este sueño, Fabel caminaba, igual que había hecho en tantos otros sueños anteriores, entre las víctimas asesinadas a lo largo de quince años. Los conocía a todos, cada rostro palidecido por la muerte, del mismo modo en que la mayoría de personas recordaría las caras de sus familiares. La mayoría de muertos, aquellos a cuyos asesinos había atrapado, no lo reconocían y pasaban de largo; pero los ojos muertos de aquellos cuyos casos no había resuelto lo miraban acusadoramente y le mostraban afligidos sus heridas.

La multitud se abrió y Ursula Kastner apretó el paso para ir al encuentro de Fabel. Llevaba la misma chaqueta gris y elegante de Chanel que la última vez, la única vez, que Fabel la había visto. Fabel se fijó en una minúscula mancha de sangre que tenía en la chaqueta. La mancha fue creciendo. El rojo se hizo más intenso. Sus labios grises, sin vida, se movían y formaban palabras: «¿Por qué no lo has atrapado?». Por un momento, Fabel se quedó perplejo, de ese modo vago e indiferente que experimenta uno en los sueños; no entendía por qué no podía escuchar su voz. ¿Era porque nunca la había oído en vida? Entonces se dio cuenta: por supuesto, era porque le habían arrancado los pulmones y, por lo tanto, no había aire que transportara sus palabras.

Un ruido lo despertó. Oyó el estruendo de un trueno más allá de los ventanales y el suave golpeteo de la lluvia contra los cristales, luego el timbre urgente del teléfono. Frotándose los ojos, levantó el auricular.

—¿Diga…?

—Hola, Jan. Soy Werner. Será mejor que vengas, jefe… Ha habido otro.

La tormenta seguía rugiendo. Destellos eléctricos danzaban por el cielo de Hamburgo, destacando las siluetas negras de la torre de la televisión y de la torre de Sankt Michaelis como si fueran el decorado plano de un teatro. Los limpiaparabrisas del BMW de Fabel, activados en la posición más rápida, se esforzaban por retirar del parabrisas la cortina de gotas gordas y densas que se precipitaban contra el cristal y que convertían las farolas y los faros de los coches que venían en dirección contraria en estrellas fracturadas. Fabel había recogido a Werner Meyer en el Polizeipräsidium, y ahora el cuerpo voluminoso de Werner se apretujaba en el asiento del copiloto, llenando el coche con el olor del tejido empapado de su abrigo.

—¿Estás seguro de que se trata de nuestro hombre? —preguntó Fabel.

—Por lo que dijo el tipo de la Kriminalpolizei de Davidwache, sí, parece que es nuestro hombre.

Shit. —Fabel utilizó la palabra inglesa—. Entonces, no hay duda de que se trata de un asesino en serie. ¿Has llamado al forense?

—Sí. —Werner encogió sus anchos hombros—. Me temo que es ese capullo de Möller. Ya estará allí. Maria también está en la escena del crimen, y Paul y Anna nos esperan en Davidwache.

—¿Qué hay del correo electrónico? ¿Ya ha llegado algo?

—Aún no.

Fabel cogió la Ost-West Strasse que daba acceso a Sankt Pauli y dobló por Reeperbahn, la Sündige Meile de Hamburgo —la milla pecaminosa—, que aún brillaba lúgubremente bajo la lluvia de las cinco de la madrugada. Mientras Fabel se adentraba con el coche en la Grosse Freiheit, el aguacero se convirtió en una llovizna copiosa. La indecencia tradicional y la banalidad importada de nivel intelectual medio estaban en guerra, y aquella zona era la primera línea de la batalla. Las tiendas de porno y los clubes de striptease resistían la invasión de los bares de moda especializados en vino y los musicales importados de Broadway o del West End londinense: las promesas brillantes de Sexo en vivo, Peep Show y Películas de porno duro competían con los carteles aún más brillantes de Cats, El rey león y Mamma Mia. Por algún motivo, a Fabel la sordidez le resultó menos ofensiva.

—¿Te han pasado el mensaje de que un tal profesor Dorn ha estado intentado ponerse en contacto contigo? —le preguntó Werner—. Dijo que tenía que hablar contigo sobre el caso Kastner.

—¿Mathias Dorn? —preguntó Fabel con la vista fija en la carretera, como si el acto de seguir concentrado fuera a mantener a raya los fantasmas que se agitaban en algún lugar profundo y oscuro de su memoria.

—No lo sé. Sólo dijo que era el profesor Dorn y que lo conociste en la Universidad de Hamburgo. Tiene mucho interés en hablar contigo.

—¿Qué diablos tiene que ver Mathias Dorn con el caso Kastner? —se preguntó Fabel a sí mismo. Dobló a Davidstrasse. Pasaron por delante de la estrecha entrada de Herbertstrasse, oculta tras las pantallas. Fabel había trabajado en aquel distrito hacía años y sabía que, detrás de las mamparas, las prostitutas descansaban en sus aparadores bajo la luz sombría, mientras las formas vagas de los clientes que las miraban flotaban de forma incorpórea en la llovizna iluminada por las farolas. El amor del siglo XXI. Fabel siguió conduciendo, atravesando el ritmo de la música de baile que se filtraba en la noche desde el Weisse Maus de Taubenstrasse, y se detuvo delante de la fachada delantera de ladrillo rojo de la comisaría de policía de Davidwache. Una pareja se refugiaba en el portal: el hombre era alto y desgarbado y tenía el pelo rubio rojizo; la chica era menuda y guapa, llevaba el pelo negro de punta y los labios pintados de un rojo intenso. Llevaba una chaqueta de piel negra unas tallas demasiado grande. Al verlos en aquel contexto, Fabel no pudo evitar pensar en lo jóvenes que parecían los dos.

—Hola, jefe. —La Kriminalkommissarin Anna Wolff se dejó caer en el asiento trasero y se movió para que su compañero, Paul Lindemann, pudiera subir al coche y cerrar la puerta—. En la Kriminalpolizei de Davidwache me han explicado cómo llegar. Te iré indicando por dónde ir.

Salieron de Davidstrasse. El falso glamour de Sankt Pauli pasaba ahora a ser pura sordidez. Las promesas libidinosas en neón estridente tenían toda la noche para ellas y se reflejaban sombríamente en las aceras inundadas. El peatón ocasional caminaba arrastrando los pies, con los hombros encorvados bajo la lluvia, rechazando o aceptando las invitaciones que con un entusiasmo desabrido le ofrecían los porteros de los clubes de striptease. Doblaron otra esquina: la decadencia continuaba. Los portales estaban ahora ocupados por prostitutas delgaduchas y de aspecto triste, algunas terriblemente jóvenes, otras indudablemente viejas, o por vagabundos borrachos. Desde un portal, un grupillo animado de harapientos compartía una botella y gritaba obscenidades a los coches que pasaban, a las prostitutas, a todo el mundo y a nadie en particular. Y detrás de las puertas, detrás de aquellas ventanas opacas, se llevaba a cabo el negocio de la carne. Aquélla era la eterna zona decadente de Hamburgo: un lugar donde podía comprarse a seres humanos para cualquier propósito y por cualquier precio; un lugar de oscura anarquía sexual al que la gente acudía para explorar los recovecos más sucios de su alma.

Como parte de una investigación, una vez Fabel tuvo que ver una película snuff. Debido a la naturaleza de su trabajo, normalmente Fabel entraba en escena cuando el acto ya estaba terminado. Veía el cadáver, las pruebas, a los testigos, y a partir de todo aquello tenía que formarse una imagen del asesinato: imaginar lentamente el momento de la muerte. En aquel caso, por primera vez, Fabel se convirtió en testigo del crimen que estaba investigando. Había mirado fijamente la pantalla del televisor, con un torbellino de miedo y asco arremolinándose en su estómago, mientras una actriz porno que no sospechaba nada de lo que iba a sucederle interpretaba su papel habitual fingiendo como de costumbre un éxtasis insípido. A lo largo de toda la penetración cruda y sin amor que realizaban tres hombres con caretas de P.V.C., la chica emitía gemidos de embeleso claramente fingidos, ignorante del desenlace de aquel drama. De repente, con un único movimiento rápido y experto, uno de los hombres le ató una correa de cuero al cuello. Fabel advirtió la sorpresa y la vaga inquietud en el rostro de la chica: aquello no estaba en el guión, si es que había un guión para estas cosas; pero les siguió el juego, fingiendo una excitación sexual aún mayor. Entonces, a medida que apretaban la correa, el éxtasis simulado se convirtió en terror genuino. Su rostro se oscureció, y la chica se revolvió con fuerza mientras le arrebataban la vida.

No habían atrapado a los asesinos, y la chica se había unido a la legión acusadora de asesinados que circulaban por los sueños de Fabel. La cinta se había grabado por allí cerca, detrás de una de aquellas ventanas tapadas. Quizá estuvieran grabando una escena similar en ese mismo momento, mientras pasaban por delante.

Tras doblar otra esquina, Fabel se encontró en una calle residencial flanqueada por edificios de cuatro pisos. Aquella normalidad repentina desorientó a Fabel. Doblaron otra esquina: más pisos, pero aquí se acababa la normalidad. Una pequeña multitud se agolpaba alrededor del cordón policial, que a su vez rodeaba un puñado de coches de policía aparcados por fuera de un edificio achaparrado de los años cincuenta.

Fabel tocó la bocina y un Obermeister de uniforme se abrió paso entre la multitud. Era la mezcla habitual de don nadies, de rostros inexpresivos y que mostraban una curiosidad triste, algunos con pijama y zapatillas porque habían salido disparados de los apartamentos vecinos, otros de puntillas o moviendo la cabeza para ver más allá de sus compañeros de morbo. Quizá porque estaba acostumbrado a estas multitudes, Fabel se fijó en el anciano. Lo vio al pasar lentamente con el coche por entre el grupo de gente: tendría casi setenta años —no mediría más de metro sesenta y cinco—, pero era de constitución fuerte. Su rostro parecía un plano acabado en ángulos marcados, sobre todo en los pómulos altos debajo de unos ojos verdes pequeños y de mirada penetrante; unos ojos que, incluso a la luz débil procedente de las farolas y los faros de los coches, parecían brillar con intensidad y frialdad. Era un rostro de la Europa del Este, de los países bálticos o Polonia o más allá. A diferencia de las demás, la expresión del anciano reflejaba algo más que un ligero interés superficial y morboso. Y a diferencia de los demás, no estaba vuelto hacia el ajetreo de la actividad que la policía llevaba a cabo por fuera del edificio: miraba fijamente a Fabel a través de la ventanilla lateral del BMW. El agente de uniforme se interpuso entre el anciano y el coche de Fabel, se inclinó hacia delante y miró dentro cuando Fabel mostró su placa de la Kriminalpolizei. El policía saludó e hizo señas a otro agente para que levantara la cinta y permitiera pasar a Fabel. Cuando el policía se apartó, Fabel intentó encontrar al anciano de ojos luminosos, pero ya no estaba.

—¿Has visto a ese viejo, Werner?

—¿Qué viejo?

—¿Y vosotros? —les preguntó Fabel a Anna y a Paul mirando hacia atrás.

—Lo siento, jefe —contestó Anna.

—¿Qué pasa con él? —preguntó Paul.

—Nada. —Fabel se encogió de hombros y condujo hacia donde los otros coches de policía se apiñaban en torno a la entrada del edificio.

Había que subir tres tramos de escaleras para llegar al piso. El hueco de la escalera estaba iluminado por el resplandor lóbrego de los apliques en forma de semiglobo, uno en cada descansillo. Mientras subían, Fabel y su equipo tuvieron que detenerse y pegarse a las paredes de las escaleras para dejar pasar a los agentes de uniforme y a los técnicos forenses. En cada ocasión, advirtieron la seriedad adusta de los rostros silenciosos, la palidez de algunos de los cuales era consecuencia de algo más que la lúgubre luz eléctrica. Fabel supo que algo bastante malo los esperaba al final de las escaleras.

El joven policía de uniforme estaba medio inclinado hacia delante en una postura parecida a la de un atleta que acaba de finalizar un maratón: la rabadilla apoyada en el marco de la puerta, las piernas ligeramente dobladas, las manos sujetándose las rodillas y la cabeza gacha. Respiraba despacio y pausadamente, mirando fijamente al suelo como si absorbiera cada arañazo y rozadura del hormigón. No advirtió la presencia de Fabel hasta el último momento. Fabel le mostró la placa oval de la Kriminalpolizei, y el joven policía se irguió con rigidez. Cuando echó para atrás el pelo rubio rojizo e indisciplinado, reveló un semblante pálido tras una constelación de pecas.

—Lo siento, Herr Kriminalhauptkommissar, no lo había visto.

—No pasa nada. ¿Estás bien? —Fabel examinó el rostro del joven y le puso la mano en el hombro. El joven policía se relajó un poco y asintió con la cabeza. Fabel sonrió—. ¿Es tu primer asesinato?

El joven Polizeimeister miró a Fabel fijamente a los ojos.

—No, Herr Hauptkommissar. No es el primero; es el peor. Nunca he visto nada igual.

—Me temo que seguramente yo sí —dijo Fabel.

Paul Lindemann y Anna Wolff ya habían llegado al final de las escaleras, y se unieron a Fabel y Werner. Un policía científico, que llevaba su tabardo del Tatort, les entregó a cada uno un par de chanclos azul claro y unos guantes blancos de látex. Cuando se hubieron puesto los guantes y los chanclos, Fabel señaló la puerta del piso con un movimiento de cabeza.

—¿Vamos?

Lo primero que advirtió Fabel fue lo reciente de la decoración. Era como si hubieran pintado hacía poco el corto pasillo. Era del color de la mantequilla clara: agradable pero soso, neutro, anónimo. En el pasillo había tres puertas. Justo a la izquierda de Fabel había un baño. Un breve vistazo en su interior reveló un espacio compacto y, como el pasillo, limpio y nuevo. No parecía que lo hubieran utilizado mucho. Fabel advirtió que en las superficies y los estantes escasos no había los pequeños adornos que tienden a personalizar un cuarto de baño. La segunda puerta estaba abierta del todo y revelaba lo que sin duda era el cuarto principal del piso: el dormitorio y el salón en un mismo espacio. También era pequeño y aún parecía haber menos sitio por culpa del grupo de policías y forenses que había dentro. Cada cual desempeñaba su trabajo mientras mantenía un extraño baile con los demás, alzando los brazos, pasando los unos junto a los otros y creando una torpe coreografía. Al entrar, Fabel advirtió que todos los rostros reflejaban la solemnidad que cabría esperar en una situación como aquélla, pero que, en realidad, pocas veces se daba. Normalmente habría un elemento de humor negro: la inadecuada frivolidad negra que, de algún modo, permite que la muerte no afecte a quienes se enfrentan a ella. Sin embargo, no era el caso de estas personas. No en este piso. Aquí la muerte había tendido su mano y los había alcanzado, agarrándoles el corazón con dedos huesudos.

Cuando Fabel miró hacia la cama, supo el porqué.

Scheisse! —murmuró Werner en algún lugar detrás de él.

Había una explosión de rojo. Una mancha de sangre teñía la cama de color carmesí y había salpicado la moqueta y la pared. La cama misma estaba empapada de sangre oscura y pegajosa, e incluso el aire parecía haberse impregnado de su olor intenso a cobre. En el corazón de aquella erupción sangrienta, Fabel vio el cuerpo de una mujer. Era difícil calcular su edad, pero probablemente tendría entre veinticinco y treinta años. Estaba con los brazos y las piernas extendidos, las muñecas y los tobillos atados a los postes, el abdomen deformado de modo grotesco. Le habían abierto el pecho y separado hacia fuera las costillas hasta que parecieron la superestructura de un barco. La blancura de las costillas rotas relucía a través del revoltijo de carne viva y vísceras oscuras y brillantes. Dos masas negras y sangrientas —los pulmones—, salpicadas de sangre espumosa y brillante, descansaban por encima de los hombros.

Era como si hubiera estallado por dentro.

A Fabel el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo la sensación de que también a él iba a estallarle el pecho. Sabía que se había quedado blanco, y cuando Werner se acercó a él, pasando con dificultades junto al fotógrafo de la policía, Fabel vio la misma palidez en su rostro.

—Otra vez él. Pinta mal, jefe. Tenemos a la madre de todos los psicópatas que andan sueltos.

Por un momento, Fabel se dio cuenta de que no podía apartar la mirada del cadáver. Luego, cogiendo aire, se volvió hacia Paul.

—¿Algún testigo?

—Ninguno. No me preguntes cómo pudo montar esta carnicería sin que nadie lo oyera, pero la han encontrado así. Sólo tenemos al tipo que la ha encontrado. Nadie vio ni oyó nada.

—¿Hay alguna señal de que forzaran la entrada?

Paul negó con la cabeza.

—El tipo que la ha encontrado dice que la puerta estaba entreabierta, pero no, no hay ninguna señal de que forzaran la entrada.

Fabel se acercó al cuerpo. Parecía una crueldad que hubiera abandonado la vida de una forma tan violenta y terrible sin que nadie lo advirtiera. Su terror había sido un terror solitario. Su muerte —una muerte que Fabel no podía imaginar, tanto daba lo gráfica que se presentara ante sus ojos— había sido sombría, solitaria; se había producido en un universo que sólo había llenado la violencia fría de su asesino. Miró más allá de la devastación de su cuerpo, hacia el rostro. Estaba salpicado de sangre; tenía los labios ligeramente separados y los ojos abiertos. Su mirada no era de horror, ni de miedo ni odio, ni siquiera de paz. Era una máscara inexpresiva que no daba idea alguna de la personalidad que en su momento había vivido detrás de él. Möller, el patólogo, con mascarilla y su uniforme de forense blanco, estaba examinando el abdomen abierto. Hizo un gesto impaciente con la mano para que Fabel se retirara.

Fabel desvió su atención del cuerpo. El cadáver no era sólo un objeto físico; era una entidad temporal: un punto en el tiempo, un hecho. Representaba el momento en que se había cometido el asesinato y, en la escena sellada del crimen, todo lo que lo rodeaba pertenecía al tiempo anterior o al tiempo posterior a ese momento. Examinó la habitación, intentando imaginársela sin el remolino de policías y técnicos forenses. Era pequeña, pero no estaba recargada. Faltaba algo de personalidad en ella, como si fuera un espacio funcional más que un hogar. Una fotografía pequeña y descolorida descansaba en el tocador junto a la puerta, apoyada contra la lámpara; la fotografía llamaba la atención porque era el único efecto realmente personal del dormitorio. Había un grabado en la pared, un desnudo femenino reclinado, con los ojos medio cerrados en una actitud de éxtasis erótico: no era algo que normalmente una mujer habría escogido para su disfrute. La cama se reflejaba en un espejo ancho de cuerpo entero, fijado a la pared que separaba el dormitorio de la habitación que había más allá, la cual Fabel supuso que sería la cocina. Advirtió un pequeño cesto de mimbre en la mesita de noche: estaba lleno de preservativos de varios colores. Se volvió hacia Anna Wolff.

—¿Era puta?

—Eso parece, aunque nadie… nadie de antivicio de la comisaría de Davidwache la conoce. —El rostro de Anna estaba pálido bajo el pelo negro. Fabel advirtió que hacía un gran esfuerzo por no mirar en la dirección del cuerpo destrozado—. Pero sí conocemos al tipo que llamó.

—¿Ah, sí?

—Un tal Klugmann. Es exagente de la policía de Hamburgo.

—¿Un expoli?

—De hecho es exagente del Mobiles Einsatz Kommando. Afirma que era amigo suyo… Tiene alquilado el piso.

—¿«Afirma»?

—Los chicos de la policía local creen que debía de ser su chulo —contestó Paul.

—A ver, espera un… —La expresión impaciente de Fabel insinuaba que hacía responsable a Paul de su confusión—. ¿Decís que este tipo es un antiguo miembro del Mobiles Einsatz Kommando y que ahora es un chulo?

—Creemos que puede serlo perfectamente. Trabajó en la unidad de operaciones especiales MEK adscrita a la Sonder Kommission de drogas y crimen organizado, pero lo echaron.

—¿Por qué?

—Al parecer, le tomó el gusto a las sustancias —contestó Anna Wolff—. Lo pillaron con una pequeña cantidad de cocaína y lo largaron. Le acusaron y se libró con una suspensión. El fiscal del estado se cuidó mucho de mandar a un miembro del MEK a la cárcel y, de todas formas, sólo eran unos gramos de coca… para consumo propio, según declaró.

—Parece que conoces bastante bien la historia.

Anna se rió.

—Mientras Paul y yo te esperábamos en la comisaría de Davidwache, uno de los polis nos contó toda la historia. Klugmann intervino en un par de redadas en Sankt Pauli. Las típicas operaciones sorpresa en las fábricas de droga de la mafia turca que llevan a cabo las unidades especiales del MEK. En ambos casos encontraron los locales limpios como una patena… Obviamente, les habían dado el chivatazo. Como eran operaciones conjuntas con la Kriminalpolizei de Davidwache, el MEK intentó echar la culpa a la policía local por descuidar la seguridad. Cuando pillaron a Klugmann, todo encajó.

—¿Compraba la droga con algo más que dinero?

—Es lo que creen. El MEK intentó demostrar que había estado vendiendo información a la organización Ulugbay, pero no pudieron presentar ninguna prueba sólida.

—Así que Klugmann sólo se llevó un tirón de orejas.

—Sí. Y ahora trabaja en un club de striptease propiedad de Ulugbay.

Fabel sonrió.

—Y hace de chulo.

—Bueno, eso es lo que sospecha la policía local… y más.

—Me lo imagino —dijo Fabel. Un expolicía de las fuerzas especiales sería muy valioso para Ulugbay: fuerza e información sobre la policía—. ¿Deberíamos considerarlo sospechoso de este asesinato?

—Habrá que hacer unas comprobaciones, pero lo dudo. Al parecer, estaba en un verdadero estado de choque cuando llegaron los policías locales. Hemos hablado un poco con él en la comisaría Davidwache. El cabrón parece un tipo duro, pero se veía claramente que no había elaborado una historia creíble. Tan sólo repetía que era amigo suyo y que había pasado a verla.

—¿Sabemos cómo se llamaba la chica?

—Ése es el problema —contestó Paul—. Me temo que tenemos entre manos a una mujer misteriosa. Klugmann dice que sólo la conocía como Monique.

—¿Es francesa?

Paul esbozó una media sonrisa, mirando a Fabel para comprobar si había algún rastro de ironía en su expresión: había oído que der englische Kommissar tenía fama de recurrir al sentido del humor británico. Nada de ironía. Tan sólo impaciencia.

—Según Klugmann, no lo era. Creo que se trataba del nombre que utilizaba para trabajar.

—¿Qué hay de sus efectos personales? ¿Tenemos un carné?

—Nada.

Fabel advirtió que ya habían esparcido los polvos por la mesita de noche para tomar huellas. Abrió uno de los cajones. Había un consolador enorme y cuatro revistas pornográficas, una de las cuales estaba especializada en bondage. Volvió a mirar el cuerpo: las muñecas y los tobillos estaban atados con fuerza a los postes de la cama con lo que parecían unas medias negras. Era una elección más práctica e improvisada que erótica y premeditada; tampoco había ningún otro rastro de la parafernalia habitual del bondage. En el siguiente cajón había más preservativos, una caja grande de pañuelos de papel y un frasco de aceite de masajes. El tercer cajón estaba casi vacío, sólo había un bloc de notas y dos bolígrafos. Fabel se volvió hacia el jefe del equipo forense.

—¿Dónde está Holger Brauner? —preguntó, refiriéndose al jefe del departamento forense.

—No trabaja hasta el fin de semana.

Fabel deseó que Brauner hubiera estado de servicio. Brauner interpretaba la escena de un crimen como un arqueólogo interpreta un paisaje: veía los rastros, invisibles para todos los demás, de quienes habían pasado antes por allí.

—¿Puede alguno de tus chicos meter todo esto en bolsas?

—Por supuesto, Herr Hauptkommissar.

—¿En el cajón de abajo no había nada más?

El jefe del equipo forense frunció el ceño.

—No. Todo lo que hemos cogido para examinar y buscar huellas ha sido devuelto a su sitio. No había nada más.

—¿Habéis encontrado su agenda de citas? —De nuevo, el técnico parecía atónito.

—Era puta, pero no de la calle —le explicó Fabel—. Daría hora a sus clientes, probablemente quedaba con ellos por teléfono. Debía de tener una agenda de citas.

—Nosotros no hemos encontrado ninguna.

—Yo diría que, si tenía una agenda, estaba ahí dentro —dijo Fabel señalando el tercer cajón todavía abierto—. Si no la encontramos en otro sitio, diría que nuestro hombre se la ha llevado.

—¿Para protegerse? ¿Crees que se la ha cargado un cliente? —preguntó Paul.

—Lo dudo. Nuestro hombre, porque se trata de él, no sería tan estúpido como para elegir a alguien que lo conociera de antes.

—Así que no hay duda de que se trata del mismo tipo que se cargó a Kastner.

—¿Quién podría ser si no? —respondió Werner, señalando el cadáver con la cabeza—. Es evidente que ésta es su firma.

Se hizo un silencio mientras cada uno se sumía en sus pensamientos sobre las implicaciones que tendría el hecho de que se tratara de un asesino en serie. Todos sabían que no acortarían la distancia entre ellos y aquel monstruo hasta que volviera a matar; y más de una vez. Cada escena del crimen los acercaría un poquito más: serían pequeños pasos en la investigación que pagarían con la sangre de víctimas inocentes. Fue Fabel quien rompió el silencio.

—En cualquier caso, si nuestro hombre no se llevó la agenda, quizá fue Klugmann, que se la afanó para proteger las identidades de sus clientes.

Möller, el patólogo, seguía inclinado sobre el cuerpo, examinando la grieta vacía del abdomen de la chica. Se puso derecho, se quitó los guantes ensangrentados y se volvió hacia el Hauptkommissar.

—Es obra del mismo hombre, Fabel… —Con una dulzura sorprendente, Möller apartó el pelo rubio de la cara de la chica—. Exactamente el mismo modus operandi que en la otra víctima.

—Eso ya puedo verlo yo mismo, Möller. ¿Cuándo murió?

—Este tipo de despedazamiento tan brutal hace que las lecturas de la temperatura sean…

Fabel le cortó.

—¿Tú cuándo calculas?

Möller echó la cabeza hacia atrás. Era bastante más alto que Fabel y lo miraba como si examinara algo que no merecía su atención.

—Calculo que entre la una y las tres de la madrugada.

Una mujer alta y rubia, que llevaba un elegante traje pantalón gris, entró desde el pasillo. Daba la impresión de que se sentiría más cómoda en la sala de juntas de un banco corporativo que en la escena de un crimen. Era la Kriminaloberkommissarin Maria Klee, la adquisición más reciente que Fabel había hecho para su equipo.

—Jefe, será mejor que veas esto.

Fabel la siguió por el pasillo hasta una cocina pequeña y sumamente estrecha. Como el resto del piso, parecía que la cocina apenas había sido utilizada. Había una tetera y un paquete de bolsas de té sobre la encimera. Una sola taza limpia descansaba boca abajo en el escurreplatos. Aparte de eso, no había rastro alguno del arte de la cotidianidad: ni platos en la pila, ni cartas sobre la encimera o encima de la nevera; nada que sugiriera que aquel espacio contenía el ciclo de una vida humana. Maria Klee señaló la puerta abierta de un armario empotrado. Cuando Fabel miró dentro, vio que habían retirado el enlucido y que un cristal proporcionaba una vista diáfana del dormitorio. Fabel se descubrió mirando directamente a la cama empapada en sangre.

—¿De una dirección? —le preguntó Fabel a Maria.

—Sí. En el otro lado está el espejo de cuerpo entero. Mira esto. —Maria se apretó contra Fabel, metió la mano enguantada en el armario y sacó un cable eléctrico—. Creo que aquí dentro había una cámara de vídeo.

—¿Así que podrían haber grabado a nuestro hombre?

—Sólo que, ahora, aquí dentro no hay ninguna cámara —dijo Maria—. Quizá la ha encontrado y se la ha llevado.

—De acuerdo. Pide a los chicos del equipo forense que lo examinen bien.

Fabel se dispuso a marcharse, pero Maria lo paró.

—Recuerdo que, cuando era pequeña, fuimos de excursión con el colegio a los estudios de la cadena de televisión NDR. Nos enseñaron el plató de una serie de televisión, ya sabes, un culebrón del tipo Lindenstrasse o Gute Zeiten Schlechte Zeiten. Recuerdo lo real que parecía esa habitación…, hasta que te acercabas. Entonces te dabas cuenta de que el cielo que veías por las ventanas estaba pintado y de que las puertas del armario no podían abrirse…

—¿Qué intentas decir, Maria?

—Todo el mundo esperaría que el piso de una prostituta tuviera todo lo que hay aquí…, pero es como si fuera la idea que tendría un diseñador artístico de cómo debe ser el piso de una prostituta. Y es como si nadie hubiera vivido aquí en realidad.

—Por lo que sabemos, aquí no vivía nadie. Simplemente podría ser el local de «negocios» de un grupo de chicas…

—Ya lo sé…, pero aun así hay algo que no parece real. ¿Sabes qué quiero decir?

Fabel respiró hondo y aguantó la respiración un instante antes de soltar el aire.

—La verdad es que sé exactamente qué quieres decir, Maria.

Fabel volvió a la habitación principal. El fotógrafo de la escena del crimen estaba tomando instantáneas detalladas del cuerpo. Había colocado una lámpara sobre un soporte; la luz blanqueadora enfocaba el cuerpo, lo cual provocaba que la sangre que salpicaba la habitación tuviera un color más intenso y se sumara a la sensación de violencia explosiva. El joven policía de uniforme seguía en la puerta, con la mirada fija en el cadáver. Fabel se colocó entre el joven agente y el cuerpo.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Beller, señor. Uwe Beller.

—Muy bien, Beller. ¿Has hablado con algún vecino?

Beller había empezado a desviar la mirada más allá del hombro de Fabel para fijarla de nuevo en el horror de la habitación. Reaccionó.

—¿Qué? Ah, sí. Lo siento, señor, sí. En la planta baja vive una pareja, y en el piso de abajo, una anciana. Nadie oyó nada. Pero, bueno, la Oma de abajo está prácticamente sorda.

—¿Te han dado un nombre para la chica?

—No. Tanto la anciana como la pareja dicen que apenas la habían visto. Antes el piso pertenecía a otra anciana que murió hará un año. Estuvo vacío unos tres meses, y luego volvieron a alquilarlo.

—¿Han visto entrar o salir a alguien esta noche?

—No. Sólo al tipo que llegó a las 2:30… El que nos llamó. La pareja de la planta baja se despertó por el golpe que da la puerta de la entrada al cerrarse; hay una bisagra que está floja y al cerrarse hace un ruido que retumba un poco en el vestíbulo… Pero antes de eso nadie oyó nada. Además, la pareja de la planta baja estaba durmiendo y, como le he dicho, la anciana de abajo está un poco sorda. —Beller ladeó la cabeza para mirar por encima del hombro de Fabel hacia el cuerpo—. El que ha hecho esto es un verdadero psicópata. Claro que la chica se estaba buscando problemas al dedicarse a la prostitución, trayendo aquí a toda clase de pervertidos que encontraba en la calle.

Fabel cogió la fotografía con la esquina doblada que estaba apoyada en la lámpara del tocador. Un fragmento raído de la vida de alguien, de una vida real. No pegaba nada en aquel apartamento sin alma. A Fabel le pareció que la fotografía la habían sacado en el parque Planten un Blomen de Hamburgo un día soleado. Era una foto vieja, la calidad no era buena y la habían tomado desde cierta distancia, pero podía adivinar las facciones de una adolescente de unos catorce años de pelo castaño. No era una cara ni bonita ni fea, simplemente un rostro que pasaría desapercibido por la calle. Con ella había un chico mayor, de unos diecinueve años, y una pareja de unos cuarenta y cinco años. Se percibía entre ellos esa familiaridad y esa paz que llevaba de inmediato a deducir que se trataba de una familia.

—Aun así es una persona —contestó Fabel sin mirar al joven Polizeimeister—, la hija de alguien. La cuestión es de quién. —Sacó una bolsa del bolsillo de la chaqueta y metió la fotografía dentro. Luego se volvió hacia Möller.

—Entrégame el informe lo antes posible.