Viernes, 23 de abril. 7:30 h
Ohlsdorf, Hamburgo
La noche antes Fabel se quedó hasta tarde en el Präsidium y cuando llegó a su casa se sentía cansado, irritable e inquieto, con ese cansancio excesivo que le impedía dormir. Se quedó despierto mirando la televisión, algo que casi nunca hacía. Vio a Ludger Abeln presentando las noticias en un fluido Plattdeutsch, o bajo alemán, en el programa Hallo Niedersachsen, parte de la promoción de ese antiguo idioma que estaba llevando a cabo la cadena Norddeutscher Rundfunk. La voz Emsländer de Abeln lo había calmado, porque le recordaba su casa, su familia, las voces con las que había crecido. Volvió a pensar en lo que le había dicho a Susanne respecto de que Hamburgo ya se había convertido en su Heimat, que éste era su lugar. Sin embargo, en ese momento, desanimado y tan cansado que no podía dormir, el lenguaje y el acento de la región en la que había nacido lo arroparon como una confortable manta.
Después de que terminara el noticiario, Fabel pasó todos los canales sin buscar nada en especial. En 3-SAT daban Nosferatu, la película muda de F. W. Murnau, un clásico expresionista del cine de terror. Fabel se quedó sentado mientras las vacilantes imágenes en blanco y negro de la pantalla proyectaban su luz en las paredes de su apartamento y Orlok, el vampiro encarnado por Max Schreck, avanzaba hacia él con actitud amenazadora. Otra fábula. Otra historia de miedo sobre el bien y el mal que había sido elevada a la altura de una obra maestra alemana. Fabel recordó que también éste era un relato originado en otro sitio y del que los alemanes se habían apropiado; Murnau había plagiado desvergonzadamente la novela del irlandés Bram Stoker, que se llamaba Drácula. La viuda de Stoker logró interponer una orden judicial contra Murnau que lo obligó a destruir todas las copias del filme. Sólo se salvó una, que se convirtió en un clásico perdurable. Mientras veía al siniestro Orlok infectando toda una ciudad del norte de Alemania con su plaga de vampiros, Fabel recordó la letra de la canción de Rammstein que había leído en el apartamento de Olsen. Grimm, Murnau, Rammstein: diferentes generaciones, las mismas fábulas.
Weiss tenía razón. Todo seguía siendo lo mismo. Todavía necesitábamos cuentos de hadas para asustarnos, horrores imaginarios y temores reales. Y siempre estaban a nuestro alcance.
Fabel se acostó cerca de las dos de la mañana.
Durmió de manera intermitente, pero sabía que había soñado. Como Susanne le había explicado, sus constantes sueños eran una señal de estrés, de los frenéticos esfuerzos que hacía su mente para resolver problemas y cuestiones tanto de su vida personal como de su trabajo. Pero lo que Fabel más detestaba era saber que había soñado pero no poder recordar los sueños. Y los de esa noche se esfumaron en el momento que se despertó para atender la llamada de Anna Wolff, a las cinco y media de la mañana.
—Buenos días, chef. Yo me saltaría el desayuno, en tu lugar. El bastardo ya se ha cargado a otro. —Anna le hablaba con su franqueza habitual, que muchas veces lindaba con la falta de respeto—. A propósito, creo que he encontrado los ojos que le faltaban a Bernd Ungerer. Oh… Y tengo un par de repuesto, por si hace falta…
Más de la mitad de Ohlsdorf, Hamburgo, está ocupada por un parque. Un parque que es la zona verde más extensa de la ciudad: más de cuatrocientas hectáreas llenas de árboles, jardines primorosamente cuidados y magníficos ejemplos del arte de la escultura. Un lugar al que muchos residentes de Hamburgo acuden para empaparse de su verde tranquilidad. Pero el Friedhof Ohlsdorf es un parque con una función muy específica. Es el mayor cementerio del mundo. Las bellas esculturas que allí se encuentran están para adornar los mausoleos, tumbas y lápidas de los muertos de Hamburgo. Son casi medio millón de tumbas, lo que significa que casi todas las familias hamburguesas tienen algún miembro enterrado en el vasto Friedhof.
El cielo, cada vez más luminoso, estaba razonablemente despejado y surcado por los rojos dedos del inminente amanecer cuando Fabel llegó a la escena. Una unidad de la Ohlsdorfer SchuPo guió a Fabel a lo largo de la Cordesallee, la principal arteria que atraviesa el inmenso Friedhof y que llega, pasando el Wasserturn, a una gran zona que parece tener su propia entidad, como si fuera un cementerio por derecho propio. Estaba bordeada de árboles de hojas anchas que ya casi habían recuperado su follaje primaveral. Figuras de mármol blanco, bronce y granito rojo montaban guardia en silencio sobre las tumbas mientras Fabel se acercaba al sitio donde había sido descubierto el cuerpo. Anna ya se encontraba allí, así como Holger Brauner y su equipo de forenses, que habían asegurado el perímetro. Todos recibieron a Fabel con los sombríos saludos típicos de los escenarios de homicidios a primera hora de la mañana.
Había una mujer, tumbada boca arriba, como si estuviera durmiendo, con las manos dobladas sobre el pecho. A la altura de su cabeza había una escultura de gran tamaño de un ángel femenino con una mano extendida, como si estuviera contemplando a la mujer muerta y tratando de tocarla. Fabel miró a su alrededor. Todas las esculturas eran femeninas, así como todos los nombres en las lápidas.
—Éste es el Garten der Frauen —explicó Anna. Un cementerio exclusivo para mujeres. Fabel se dio cuenta de que el asesino intentaba decirles algo incluso con la elección del escenario. Volvió a mirar a la mujer muerta. Su postura era casi idéntica a la de Laura von Klostertadt. La diferencia era que esta mujer tenía pelo oscuro y no poseía la belleza de Laura. Y no estaba desnuda.
—¿Qué clase de traje es ése? —preguntó Anna.
—Es un traje tradicional de mujer, de Alemania del Norte. El que usaban las mujeres en el Speeldeel —explicó Fabel, refiriéndose a las numerosas asociaciones de danzas folklóricas de Plattdeutsch que había en Hamburgo—. Ya sabes, como la Finkwarder Speeldeel.
Pero Anna parecía que seguía sin entender.
—Y allí tienes tus ojos. —Señaló el pecho de la mujer, donde podían verse cuatro masas de tejido blanco y rojo—. Parece que tenemos de sobra para elegir. Específicamente, hay un par adicional de ojos.
Fabel examinó el cuerpo, bajando desde la cabeza hasta los pies. La mujer tenía un gorro tradicional, de color rojo subido, adornado con puntilla blanca y atado debajo de la barbilla. Había un colorido mantón sobre sus hombros y la blusa, blanca y de mangas amplias, y llevaba un canesú negro con bordados dorados y rojos. El canesú estaba manchado con el pegote viscoso de los globos oculares. La falda, roja y larga hasta los tobillos, estaba prácticamente oculta debajo de un delantal blanco y bordado. También llevaba gruesas medias blancas y zapatos negros de tacón bajo. A su lado habían dejado una pequeña cesta de mimbre, con unas hogazas de pan en el interior.
—Parece de verdad —dijo Fabel—. Estos trajes por lo general son confeccionados por miembros de la sociedad de Speeldeel, o pasados de madres a hijas. ¿Tenemos la identidad de la víctima?
Anna negó con la cabeza.
—Entonces creo que debemos hacer circular una fotografía de ella, así como detalles del traje. Alguien de alguna sociedad de Speeldeel la reconocerá a ella o al traje.
—¿Has visto el color del gorro? —Anna le pasó a Fabel una bolsa de evidencias transparente. En ella había otra tirita de papel amarillo. Fabel examinó la letra diminuta a la pálida luz de la mañana: «Rotkäppchen».
—Mierda. Caperucita Roja. —Puso la bolsa en manos de Anna—. El bastardo va a dar cuenta de toda la compilación de cuentos si no lo atrapamos pronto. El intervalo entre asesinatos está acortándose, pero sus pequeños y sangrientos retablos siguen siendo muy elaborados. Tiene todo esto planeado desde hace bastante.
—Los ojos, chef —preguntó Anna—. ¿Qué hay de los ojos? Tenemos un par que no sabemos a quién pertenecen. Eso significa que hay otra víctima de la que no sabemos nada.
—A menos que sean los ojos de Paula Ehlers, y él los haya guardado congelados o algo así.
—No. No lo creo. —Holger Brauner ya se les había unido—. Dos pares de ojos. Ambos humanos, extirpados por la fuerza, no quirúrgicamente. Por lo que puedo ver, los dos pares están en proceso de desecación, pero uno está más seco que el otro. Eso daría a entender que se los arrancó poco antes del segundo par. Pero no veo ninguna marca de que intentara conservarlos, ni en vinagre ni en frío.
—Entonces ¿por qué no hemos hallado otro cuerpo? —preguntó Anna.
Fabel chasqueó los dedos.
—Hans el listo… Maldita sea… Eso es: Hans el listo.
Anna parecía confundida.
—Llevo muchos días leyendo estos condenados cuentos de hadas —dijo Fabel—. Son tantos que el asesino podría elegir cualquiera entre casi doscientos para basar sus homicidios. Pero recuerdo el de Hans el listo. No sé si se supone que es la misma persona que aparece en «Hänsel y Gretel», pero la chica del cuento «Hans el listo» se llamaba Gretel. En cualquier caso, la madre de Hans le dice que vaya a ver a Gretel en varias ocasiones, y en cada una de ellas él tiene que realizar una tarea muy sencilla, básicamente para darle un regalo a Gretel. Pero Hans siempre se equivoca; en lugar de darle el regalo a Gretel, regresa con algo que ella le ha dado a él. En el último viaje, su madre le asigna la más sencilla de todas las tareas. Le dice: «Hans el listo, Hans el listo… ¿por qué no le pones ojos tiernos a Gretel?». En otras palabras, que la mire con ternura. Que sea amable con ella. Pero Hans el listo se toma las instrucciones literalmente: va al campo, entra en un establo y les arranca los ojos a todas las vacas y ovejas. Luego va a ver a Gretel y se los tira encima.
—Mierda… —Anna contempló el cuerpo—. De modo que ésa es la conexión a la que te referías. Así como relacionó a la Bella Durmiente con Rapunzel a través de Von Klostertadt, ha conectado a Rapunzel con Hans el listo a través de Bernd Ungerer.
—Exacto. Y ahora tenemos a Caperucita Roja.
Fabel examinó el rostro de la mujer muerta. Estaba muy maquillado, lo que le daba un aspecto antinatural que chocaba con el traje tradicional. Se volvió a Brauner, el jefe del equipo forense. Su tono era casi suplicante.
—Holger, cualquier cosa. Por favor. Dame algo que me permita aproximarme a este tipo. —Suspiró—. Anna, voy a regresar al Präsidium. Ven a mi despacho tan pronto termines de procesar todo esto.
—De acuerdo, chef.
Fabel se dirigió hacia la salida, sobre Cordesallee. Los pájaros ya estaban cantando a pleno pulmón. Recordó haber leído en alguna parte que en el Friedhof Ohlsdorf había una cantidad asombrosa de aves muy raras, así como colonias de murciélagos que anidaban en los mausoleos. De hecho, el Friedhof era una zona natural protegida. Tanta vida en un lugar diseñado para recibir a los muertos. La idea se vio interrumpida por el grito de Anna a sus espaldas.
—¡Chef!, chef… Ven a ver esto… —Le hizo un vigoroso gesto a Fabel de que se acercara. Él regresó al cuerpo casi corriendo. Lo habían desplazado de donde se encontraba para colocarlo sobre una camilla para cadáveres. El ángel femenino seguía mirando y señalando hacia abajo, pero ya no a la mujer asesinada con un Tracht tradicional del norte de Alemania. En su lugar, el dedo extendido del ángel apuntaba a una losa de mármol blanco que tenía un nombre grabado:
Emelia Fendrich. 1930 – 2003.