Domingo, 18 de abril. 22:00 h
Ottensen, Hamburgo
Maria Klee apoyó la espalda contra la puerta de su apartamento, como si quisiera añadir su peso a la barrera entre su espacio interior y el mundo que estaba más allá. La comida había sido maravillosa; la cita, un desastre. Habían quedado para cenar en el restaurante Eisenstein, una antigua fábrica de hélices para barcos que había sido elegantemente reformada. Era uno de los lugares favoritos de Maria y, como estaba en Ottensen, le resultaba conveniente. La cita había sido con Oskar, un abogado al que había conocido a través de amigos que tenían en común. Oskar había demostrado ser un tipo inteligente, atento, encantador y atractivo. De hecho, como posible novio ella no habría podido encontrar a alguien mejor cualificado.
Pero cada vez que ella sentía que él estaba invadiendo su espacio personal, se echaba atrás. Siempre le ocurría lo mismo, desde que la apuñalaron. En cada cita. Cada encuentro con un hombre. Su jefe, Fabel, no tenía idea de ello; Maria no podía permitir que él se enterase jamás. Sabía que existía el riesgo real de que ello afectara a su capacidad como agente de policía. Y fuera lo fuese lo que le había quitado el bastardo que la había apuñalado, no iba a permitir que también le quitara su carrera. Ahora que Werner estaba de baja, recuperándose del ataque de Olsen, Maria era el único agente número dos que tenía Fabel. Y ella no lo defraudaría. No podía defraudarlo.
Pero en lo profundo de sus entrañas ardía un fuego oscuro e implacable de miedo: ¿qué ocurriría cuando se presentara la ocasión? ¿Qué pasaría cuando tuviera que volver a enfrentarse a un malhechor peligroso, lo que casi seguro tendría lugar tarde o temprano? ¿Sería capaz de volver a soportarlo?
Mientras tanto, en cada nueva cita, Maria tenía que afrontar el pánico que le provocaba cada amenaza de intimidad con un hombre. Oskar había sido cortés hasta el final, cuando por fin llegó el momento en que pudieron dar por terminada la velada sin que pareciera demasiado prematuro, lo que habría sido una vergüenza. La llevó en coche hasta su casa y la dejó en la puerta de su edificio. Se besaron brevemente cuando ella se despidió; no lo invitó a pasar a tomar un café y estaba claro que él no esperaba que lo hiciera.
Se quitó el abrigo y tiró las llaves en el cuenco de madera que estaba junto a la puerta. Casi sin darse cuenta su mano empezó a moverse en torno al tirante de su vestido y siguió hacia el pecho, justo debajo del esternón, y luego rozó la seda del vestido. No podía sentir nada a través de la fina seda pero sabía que estaba allí. La cicatriz. La marca que él le dejó cuando le hundió la hoja en el abdomen.
Se sobresaltó cuando oyó un golpe en la puerta. Luego lanzó un suspiro de irritación. Oskar. Creía que se había dado cuenta de cómo eran las cosas. Puso la cadena antes de abrir. Se sintió casi desilusionada al ver que no era la cita de esa noche. Sacó la cadena y abrió la puerta del todo para dejar pasar a Anna Wolff y Henk Hermann.
—¿Qué ocurre? —preguntó, pero ya estaba abriendo el cajón de la cómoda que estaba junto a la puerta, donde guardaba su Sig-Sauer reglamentaria.
—Nuestro literario amigo ha estado ocupado nuevamente. La víctima es un hombre. Esta vez en el parque Sternschanzen, bajo la torre de agua.
—¿Se lo habéis notificado a Fabel?
—Sí. Pero está en Osfriesland. Me dijo que te llevara al escenario del crimen de inmediato, para empezar a mover las cosas. Él ya está en camino y se reunirá con nosotros en el Präsidium más tarde. —Anna sonrió cuando vio que Maria, con la Sig-Sauer en una mano, se miraba su vestido de noche, como si acabara de darse cuenta de que no tenía dónde abrocharse la pistolera—. Bonito vestido. Esperaremos aquí mientras te cambias.
Maria sonrió con gratitud y se dirigió hacia el dormitorio.
—Ah, Maria —dijo Anna—. Éste es especial… El bastardo le arrancó los ojos.
La Schutzpolizei y el Spurensicherungsteam ya habían puesto una barrera de mamparas blancas a cincuenta metros del escenario del crimen. El cuerpo también estaba protegido por una segunda barrera de mamparas forenses. La escena estaba iluminada por lámparas de arco voltaico y al fondo podía oírse el grave zumbido del generador transportable que las alimentaba. El parque Sternschanzen seguía siendo un campo de batalla entre las familias jóvenes de clase media-alta, que se mudaban a esa zona cada vez más de moda, y los traficantes de drogas y adictos que merodeaban de noche por el parque. Esa noche, los árboles iluminados por los reflectores se cernían amenazadoramente sobre la escena y, más allá de los éstos, la Wasserturm, la torre de agua de ladrillos rojos, se elevaba hacia la noche. Maria notó que era una disposición casi idéntica a la del último escenario de un crimen, el Winterhuder Stadtpark a la sombra del Planetario, que también había sido originalmente una torre de agua. El asesino estaba tratando de decirles algo. Maria se maldijo por no tener el talento de Fabel para interpretar el perverso vocabulario de los psicópatas.
El jefe del SpuSi, el equipo forense, que estaba de servicio a esa hora no era Brauner, sino un hombre más joven a quien ella nunca había visto antes. Maria apartó de su cabeza el pensamiento de que aquélla era la noche de los sustitutos. Cuando entró en la escena protegida, con las manos metidas en guantes de látex y los pies cubiertos por chanclos, ella y el jefe del equipo forense se saludaron formalmente con un movimiento de cabeza y él se presentó como Grueber. Llevaba unas gafas detrás de las cuales brillaban unos ojos grandes y oscuros; tenía un aspecto casi juvenil, una tez muy pálida y el pelo muy oscuro que le caía descuidadamente sobre una frente alta y amplia. Maria lo bautizó mentalmente como «Harry Potter».
En el centro de la escena protegida había un hombre tumbado, como si lo hubiera dejado allí el enterrador, con un traje gris claro, una camisa blanca y una corbata dorada. Tenía las manos dobladas sobre el pecho y entre ellas alguien había dejado un mechón de cabello rubio, en la misma posición en que había aparecido una rosa entre las manos de Laura von Klostertadt. En la camisa, debajo de las manos, Maria pudo ver una pequeña mancha oscura y roja.
Los ojos no estaban. Los párpados magullados caían sobre las cuencas, sin cubrirlas del todo. La sangre se había coagulado alrededor de la zona en donde habían estado los ojos, pero no tanta como Maria esperaba. Maria se dio cuenta de que no podía dejar de mirar ese rostro sin ojos. Era como si, al quitarlos, también le hubieran quitado su humanidad. Incluso si hubiera estado allí tumbado con los ojos cerrados, habría quedado algo humano en el cadáver.
—¿Un disparo? —le preguntó a Grueber, señalando la mancha de sangre debajo de las manos. No había ninguna otra herida obvia en el cuerpo que sugiriera una lucha o un ataque frenético con un cuchillo.
—Aún no lo he examinado —dijo Grueber, el jefe forense; dio la vuelta alrededor del cuerpo y se agachó a su lado—. Podría ser una bala, o una única puñalada. Pero los ojos no fueron arrancados con un elemento afilado. Mi suposición es que el asesino los arrancó con sus pulgares. Éste es uno de esos asesinos que hacen las cosas con sus propias manos. —Se puso en pie y se volvió para mirar a Maria directamente—. La víctima tiene entre treinta y cinco y cuarenta años, varón, evidentemente, un metro setenta y siete de estatura, y yo diría que pesa unos setenta y cinco kilos. Hay ruptura capilar alrededor de la nariz y los labios, así como el evidente traumatismo por estrangulación en el cuello, lo que parece ser la causa de la muerte.
—Eso de los ojos. ¿Pre o post mórtem?
—Es difícil de decir ahora mismo, pero la relativa ausencia de sangre sugeriría que fue hecho después de la muerte o inmediatamente antes. Aunque de todas formas habría grandes cantidades de sangre.
Anna Wolff llegó a la zona protegida acompañada de Henk Hermann. Reprimió un grito cuando vio la cara sin ojos. Hermann se agachó junto al cuerpo.
—Apuesto a que los análisis nos dirán que ésta es la parte que falta del pelo de Laura von Klostertadt. —Se volvió hacia Grueber—. ¿Puedo moverle las manos? Creo que encontraremos una nota del asesino en una de ellas.
—Déjeme hacerlo a mí —dijo Grueber—. Como he dicho, me parece que este asesino es muy proclive a hacer las cosas manualmente. Es probable que la víctima consiguiera, a su vez, ponerle las manos encima. Podría haber células de la piel del asesino debajo de las uñas. —Con cuidado, separó una de las manos y metió el mechón de pelo en una bolsa para pruebas. Levantó la segunda mano. Debajo había una tirita de papel amarillo.
—Ahí está —dijo Hermann. Grueber levantó la tirita con unas pinzas y la metió en una bolsa de plástico transparente. Se la entregó a Hermann, quien la giró bajo la lámpara de arco voltaico y examinó su contenido. «Rapunzel, Rapunzel, Lass mir dein Haar Herunter». También aquí la caligrafía era pequeña, apretada y con la misma tinta roja.
—«Rapunzel, Rapunzel, tu trenza deja caer» —leyó Hermann en voz alta.
—Genial —dijo Maria—. De modo que ya tenemos al número cuatro.
—El número cinco —acotó Anna—. Si incluyes a Paula Ehlers.
Grueber examinó la pechera de la camisa, desabrochando un botón con mucho cuidado y mirando la herida que estaba debajo. Movió la cabeza.
—Qué extraño… No le dispararon. Parece la herida de una sola puñalada. ¿Por qué no se defendió?
—¿Y qué es eso de los ojos? —preguntó Hermann—. Da la impresión de que nuestro hombre ha empezado a coleccionar trofeos.
—No —dijo Maria, mirando la torre de agua—. No se los ha llevado como trofeo. Éste —señaló al cadáver con un mínimo movimiento de la cabeza— se supone que es el príncipe. En el cuento «Rapunzel», la princesa es encerrada en una torre por su madrastra, que es una hechicera. Cuando descubre que Rapunzel y el príncipe se encuentran en secreto, la hechicera engaña al príncipe y él cae desde la torre. Las espinas le atraviesan los ojos y queda ciego.
Anna y Henk la miraron, impresionados.
Maria sonrió amargamente.
—Fabel no es el único que ha estado leyendo cuentos de hadas.
Cuando Fabel llegó al Präsidium, ya habían identificado al hombre del parque Sternschanzen —Bernd Ungerer, un vendedor de equipamiento de restauración de Ottensen— y las fotografías del cuerpo se habían procesado y estaban colgadas en el tablero de las investigaciones en curso. Fabel había llamado a Maria desde su teléfono móvil y le había pedido que reuniera a todo el equipo, incluyendo a Petra Maas, Hans Rödger y Klatt, el agente de la KriPo de Norderstedt.
Eran las dos de la mañana cuando se reunieron en la sala principal de la Mordkommission. Todos parecían estar bajo la influencia del mismo cóctel de cansancio, adrenalina y café. Todos excepto el miembro más reciente del equipo, Henk Hermann, quien no podría haber presentado un aspecto más descansado, o más entusiasta.
Una vez que Maria repasó todo lo que se sabía sobre la víctima y los detalles forenses hasta el momento, Fabel examinó el tablero de incidentes. Revisó una y otra vez las imágenes del escenario del homicidio de Von Klostertadt y de la escena de Sternschanzen, luego las otras imágenes tomadas en los asesinatos del Naturpark Harburger Berge y el cuerpo de Martha Schmidt en la playa de Blankenese. Durante todo ese tiempo hubo un silencio que parecía interminable. Después se volvió hacia su gente.
—Nuestro asesino está tratando de decirnos algo —dijo por fin—. No podía deducir qué era, hasta que lo descubrí por las torres de agua. Está relacionando los asesinatos. No sólo con la temática de los cuentos de hadas de los Grimm. Está informándonos de lo que hará a continuación… O al menos está dejando indicios. —Fabel pasó a las imágenes de Martha Schmidt. Golpeó la mano contra la fotografía de la chica muerta—. Siempre hemos sospechado que él mató a Paula Ehlers. Bueno, ahora estoy convencido de que así fue. Por eso utilizó la historia del niño cambiado para Martha Schmidt. Escogió a Martha porque se parecía muchísimo a Paula Ehlers y organizó esa muerte según el tema del cuento «El niño cambiado» de los Grimm… para mostrarnos que hay un cuerpo que aún no hemos encontrado. Utilizó el rostro de Martha como anuncio de que había matado a Paula. —Fabel hizo una pausa y posó la mano en una segunda imagen: una toma general de la playa de Elbstrand, donde se halló a Martha—. Pero sus confesiones no eran retrospectivas, eran predictivas. —Fabel señaló el fondo de la fotografía, donde los empinados bancales de Blankenese se elevaban desde la orilla. Parte de un edificio asomaba por encima de los árboles y arbustos—. Éste es el anexo de la mansión de Laura von Klostertadt, donde está la piscina. Él ya había elegido a Laura como víctima y puso el cuerpo de Martha a la vista de la casa de Laura. Ella ya era su Bella Durmiente, aislada de la gente como la pobre Martha, la niña cambiada de la «gente subterránea»; su riqueza y su posición social la habían ubicado en una posición elevada. —Pasó al sector del tablero dedicado al homicidio de Von Klostertadt—. Y aquí nos encontramos con una víctima ubicada debajo de un icono de dos de los cuentos de hadas de los Grimm: la torre. Está mezclando las metáforas, pero de una manera controlada. El planetario del Winterhude Stadtpark hace las veces de la torre de Rapunzel y también del castillo de Dornröschen… —Pasó al primer plano de la parte de la cabeza de Laura von Klostertadt donde faltaba un pedazo de pelo—. Y luego coloca el pelo en las manos de su víctima siguiente, y le arranca los ojos para que encaje con la historia de Rapunzel.
—¿Y qué hay del doble homicidio del Naturpark Harburger Berge? ¿Cómo se conecta eso? —preguntó Anna.
Fabel se frotó el mentón, pensativo.
—Podría ser que la conexión se limite a la ubicación. Dos homicidios, un lugar; dos personajes, una historia. El nexo es la historia, «Hänsel y Gretel». Pero no creo que sea ésa la respuesta. Al principio yo llegué a pensar que los asesinatos del Naturpark no estaban relacionados con los otros; que habían sido causados por los celos sexuales de Olsen. Pero tampoco es eso. Creo que los homicidios del Naturpark son un solo acto y que se conectan con otro u otros, pero no con los homicidios que tenemos hasta ahora. El nexo es un asesinato que aún no se ha cometido, y creo que nos encontraremos con una referencia cruzada, con otra conexión con un cuento de hadas que remita a uno o más de los asesinatos que ya hemos visto. Y tengo la sensación de que ese nexo, cuando aparezca, tendrá algo que ver con ojos desaparecidos.
Después de la presentación del informe, Fabel se quedó solo en su despacho. La única luz que había provenía de la lámpara de su escritorio, que proyectaba un círculo brillante sobre la madera. En ese charco de luz, Fabel puso el cuaderno en el que ya había copiado el tablero de la investigación en curso, añadiendo sus propios comentarios, más subjetivos.
Todo lo demás quedó fuera. La totalidad de su actividad consciente se concentró en ese foco pequeño y brillante. Fabel actualizó el cuaderno con los detalles del homicidio más reciente. En los próximos días conseguirían más datos sobre la nueva víctima, pero por el momento sabían que Bernd Ungerer tenía cuarenta y dos años y trabajaba como vendedor para una empresa de equipamiento de restauración cuya sede estaba en Frankfurt. Al parecer Ungerer era el único representante de la empresa para el área de Hamburgo y el norte de Alemania. Estaba casado, tenía tres hijos, y vivía en Ottensen. Fabel contempló los hechos desnudos que había desplegado: ¿en qué clase de mundo un vendedor de mediana edad terminaba apuñalado en el corazón y con los ojos arrancados de la cabeza?
Fabel miró fijamente y durante un largo rato la brillante hoja blanca con anotaciones hechas en rotulador negro y líneas trazadas con el rojo, que conectaban nombres, ubicaciones, comentarios. Comenzó a escribir la bizarra fórmula de la investigación:
Paula Ehlers + Martha Schmidt = «El niño cambiado».
Martha Schmidt «puesta abajo» + Laura von Klostertadt «puesta arriba» = «El niño cambiado»/«La bella durmiente».
Hanna Grünn + Markus Schiller = «Hänsel y Gretel».
Bernd Ungerer + Laura von Klostertadt = «Rapunzel».
Faltaba por lo menos una ecuación. Contempló la página, obligándose a deducirla. Escribió:
Grünn/Schiller + Bernd Ungerer? =?
Pero la tachó y anotó:
Grünn/Schiller +? =?; Ungerer +? =?
Por mucho que Fabel contemplara la página, ésta se negaba a darle más. Sintió que la tensión le apretaba el estómago; las piezas que faltaban llegarían bajo la forma de más muertes. Alguien más tendría que pagar con miedo, dolor y con su vida su incapacidad para ver la escena completa.
Olsen. Fendrich. Weiss. ¿Había otra ecuación allí? ¿Acaso se equivocaba Fabel al pensar que era un asesino solitario? ¿Serían Olsen más Fendrich, Weiss o algún otro? Abrió un cajón de su escritorio y sacó un ejemplar del libro de Weiss. Ya había leído Die Märchenstrasse desde la primera hasta la última página, pero ahora estaba buscando algo específico. Weiss había titulado un capítulo «Rapunzel». También aquí la narración estaba a cargo de la voz del Jakob Grimm de la ficción.
En Rapunzel, como en cada uno de estos relatos, se esconde una articulación del Bien y el Mal más elementales; la comprensión de las fuerzas de la Creación y la Vida; de la Destrucción y la Muerte. Dentro de estas fábulas y cuentos antiquísimos he descubierto numerosos temas en común que me permiten sugerir que sus orígenes no se encuentran solamente en nuestro pasado analfabeto y pagano, sino en las más tempranas articulaciones de las fuerzas más elementales. Seguramente el nacimiento de algunos de estos cuentos se relaciona con alguna de las primeras comunidades humanas, en una época y un lugar en que había pocos de nosotros en la Tierra. ¿Cómo, si no fuera así, podríamos explicar la razón de que el cuento de Cenicienta aparece con una forma casi idéntica no sólo en toda Europa sino también en China?
He descubierto que, de todas estas fuerzas elementales, la Naturaleza, tanto en su aspecto más pródigo como en el más destructivo, es la que adquiere con más frecuencia forma humana. La Madre. Las fuerzas maternales y naturales muchas veces aparecen como paralelas, y en los antiguos relatos y fábulas folklóricas la Madre encarna a ambas. La Naturaleza da vida, nutre y sustenta; pero también es capaz de exhibir furia y crueldad. Esta dicotomía del carácter de la Naturaleza se resuelve en estos relatos a través de una representación doble (y a veces triple, si uno añade el motivo de la Abuela) de la Maternidad. Está la imagen de la Madre misma, que por lo general representa el calor del hogar y todo lo que es bueno e íntegro; ofrece seguridad y protección; alimenta y socorre; da la vida. El motivo de la Madrastra, por otra parte, suele emplearse para representar la negación de los impulsos maternales normales. Es la Madrastra quien persuade a su marido de que abandone a Hänsel y Gretel en el bosque; es la Madrastra, impulsada por una envidia y una vanidad insanas, quien procura la muerte de Blancanieves. Y, bajo la forma de la perversa Hechicera, la Madrastra es quien secuestra y atormenta a Rapunzel.
En la ciudad de Lübeck había una hermosa y adinerada viuda, a quien llamaremos Frau X. Esta mujer no tenía hijos, pero era la tutora de Imogen, hija de un matrimonio anterior de su difunto marido. Imogen era por lo menos tan bella como su madrastra pero, desde luego, poseía además una riqueza que en la madrastra disminuía diariamente: su juventud. En este punto debo dejar claro que ni yo ni ninguna otra persona tenía la más mínima razón para sospechar de que Frau X le tuviera envidia a Imogen, o que estuviera predispuesta en su contra de cualquier otra manera. En realidad, Frau X siempre pareció tratar a su hijastra con solicitud y afecto, como si fuera su propia hija. Pero esto no tiene la menor importancia; bastaba el hecho de que yo acababa de encontrar a una hermosa madrastra y a una hija igualmente bella, una de las situaciones más frecuentes en los cuentos de hadas. Como Imogen no tenía el pelo oscuro, no podía usarla para recrear la historia de Blancanieves; en cambio, poseía un cabello dorado y resplandeciente del que estoy seguro que estaba muy orgullosa. ¡Había hallado a mi Rapunzel! Me aseguré de no tener ningún contacto ni con Frau X ni con Imogen que pudiera incriminarme en el futuro y me dispuse a planear la ejecución de mi recreación.
En los meses anteriores, había adquirido una gran cantidad de láudano, que iba acumulando en pequeñas cantidades visitando a distintos médicos en mis viajes, a quienes me quejaba falsamente de falta de sueño. También en este caso tomé nota de los movimientos del sujeto y escogí la mejor oportunidad para actuar. Todos los días, Imogen daba un paseo por el boscoso parque del norte de la ciudad. Como era una joven de cierta alcurnia, siempre estaba acompañada por una mujer. Yo no conocía ni me importaba la identidad de la carabina de Imogen, pero era esa clase de acompañante sosa y desagradable que las mujeres bellas solían escoger para que contrastaran con su propia hermosura. Me di cuenta de que yo mismo despreciaba a la acompañante por la absurda prenda con que se cubría la cabeza: un sombrero ridículo y pintoresco que, según podríamos suponer, había elegido en la equivocada convicción de que mitigaba la fealdad de sus facciones.
Había una parte del sendero en que las dos caminantes quedaban temporalmente fuera de la vista de los otros viandantes del parque (aquel día en particular, el aspecto poco alentador del cielo había disuadido a muchos de dar un paseo) y que, por casualidad, me permitiría salir del parque totalmente oculto por los árboles. Me acerqué a las mujeres desde atrás y, no sin cierto regocijo, asesté un golpe en la cabeza absurdamente ornamentada de la acompañante con una pesada barra de hierro que había escondido en mi abrigo. Tenía tanta prisa por someter a Imogen que sólo pude detenerme fugazmente a contemplar con satisfacción la forma en que aquel ridículo sombrero se había hundido en su cráneo aplastado. Pero Imogen comenzó a gritar, y me vi obligado a propinarle un fuerte golpe en la mandíbula. Eso me preocupó mucho, puesto que cualquier daño a su belleza pondría en peligro el éxito de mi recreación. La levanté y la llevé hacia los árboles, lo bastante lejos como para que nadie pudiera verme. Luego arrastré a la acompañante muerta hacia el bosquecillo. Se había formado un charco de sangre alrededor de su desagradable cabeza, que manchó el pavimento cuando el sombrero se separó del cráneo destrozado y la materia gris se derramó hacia fuera. Me avergüenza admitir que pronuncié una maldición bastante indecente mientras la ocultaba fuera de la vista. Luego junté algunas ramas cargadas de hojas y regresé para tratar de limpiar la suciedad, pero sólo conseguí extender más la mancha. Sabía que no podría evitar que descubrieran el cuerpo de la acompañante —lo que muy probablemente sería inminente—, pero eso no me preocupaba; lo que tenía que lograr era sacar rápido a Imogen del parque sin que me vieran. Había dejado un coche de caballos al otro lado del bosque; alcé a Imogen sobre los hombros y la trasladé con la mayor velocidad que la carga y el terreno me permitieron. Imogen había comenzado a agitarse cuando la ubiqué en el interior del carruaje y la paralicé obligándola a tragar un poco de láudano.
Yo me había vestido como un cochero y, después de sujetar a Imogen en el compartimento, subí al pescante del coche y me marché del escenario con toda tranquilidad. Había llevado a cabo el secuestro sin que nadie lo notara. De hecho, tuve la gran suerte de que el cuerpo de su acompañante no fuese descubierto minutos después, como había temido, sino mucho más tarde aquel día, en una búsqueda emprendida por algunos vecinos preocupados por la suerte de las damas desaparecidas.
Habiendo anticipado la necesidad de un lugar donde esconderme, me había asegurado de obtener un alojamiento en Lübeck separado del de mi hermano, una pequeña casa en las afueras de la ciudad. Después de que anocheciera, entré en la casa a Imogen, a quien a partir de ahora me referiré como «Rapunzel», y luego la bajé al sótano. Allí la até firmemente, le administré un poco más de láudano y la amordacé, por si en mi ausencia conseguía despertarse y alertar a los viandantes con sus gritos.
Luego me reuní con mi hermano y tuvimos una espléndida cena de venado «direkt von der Jagd». Me permití un momento de regocijo ante la idea de consumir carne «directamente de la caza» cuando yo mismo había llegado «directamente de la caza». Sin embargo, cuando pensé en el botín que mi caza había producido, experimenté una viril molestia y aparté de mi mente ese pensamiento.
Al regresar a mi alojamiento, descubrí que mi hermosa Rapunzel se había despertado. ¿Rapunzel o la Bella Durmiente? Ese dilema ya se me había ocurrido antes: estos relatos son, en esencia, variaciones, más que historias separadas. En ambos casos, mi hermano había insistido en que los «civilizáramos» un poco, haciendo que la Bella Durmiente se despertara con un beso. En el original que habíamos descubierto, en realidad la persona que la encuentra en su sueño de cien años no es un príncipe sino un rey casado, quien tiene conocimiento carnal de ella varias veces mientras duerme. Sólo cuando ella da a luz a dos mellizos y uno de ellos, intentando mamar, le chupa la astilla del dedo, se despierta de su sueño encantado. En el cuento de Rapunzel la joven princesa de la torre tampoco es tan casta como dan a entender las versiones posteriores, incluso la que nosotros compilamos. Se corre un velo sobre el hecho de que Rapunzel tiene dos hijos después de sus encuentros con el príncipe. He ahí la moral de una época previa, en la que los valores cristianos tenían una influencia menor o ninguna. Tanto Rapunzel como la Bella Durmiente, en sus versiones originales, tienen hijos de relaciones extramaritales…
Fabel dejó el libro sobre la mesa. Recordó lo que le había dicho Heinz Schnauber sobre el embarazo secreto y el aborto de Laura von Klostertadt. Si el asesino estaba siguiendo o bien versiones auténticas, originales, de los cuentos de hadas, o bien el libro de Weiss, entonces eso la hacía todavía más «adecuada» como víctima. Pero había sido un secreto celosamente guardado: si el asesino lo sabía, entonces tenía que tener algún conocimiento íntimo de la familia Von Klostertadt. O podía haber sido el padre. Fabel siguió leyendo.
Por el bien de la fidelidad a la fábula, me vi obligado, por lo tanto, a violar a mi Rapunzel, pero sólo cuando estuvo dormida. Ella me miró con ojos suplicantes, lo que la despojaba de buena parte de su atractivo. Cuando le quité la mordaza comenzó a rogar por su vida. Me pareció interesante que una mujer de su alcurnia no intentara rogar por su virtud, e incluso percibí que la hubiera entregado de buen grado si con eso aseguraba su supervivencia. Le hice beber más láudano y su rostro recuperó la tranquilidad y la belleza. Una vez que la despojé de la ropa me sentí embriagado por la belleza de su cuerpo y he de admitir que me satisfice en su carne varias veces mientras dormía. Luego, con suavidad, le coloqué un cojín de seda sobre la cara. No se debatió amargamente por su vida y su alma la abandonó.
Una vez más, Fabel se apartó del libro, en esta ocasión para buscar el informe de la autopsia de Von Klostertadt: lejos de presentar alguna señal de traumatismo sexual, había indicios de que Laura podría haberse mantenido célibe en los últimos tiempos. Volvió a Die Märchenstrasse.
La noche siguiente regresé al parque y dejé a mi Rapunzel bajo la torre ornamental del centro. La luna brillaba con fuerza, iluminando su hermosura. Le cepillé el resplandeciente cabello, que refulgía como oro blanco a la luz de la luna. La dejé allí, a mi Rapunzel, para que la encontraran y recordaran los viejos cuentos.
Yo había considerado que mi recreación era completa y había quedado muy satisfecho con ella. Cuál no sería mi sorpresa y mi alegría cuando, unos días más tarde, se supo que Frau X se había convertido en el centro de rumores e hipótesis sobre su papel en la muerte de su hijastra. Tales eran las sospechas —aunque ninguna se confirmara oficialmente— que no sólo su posición social entre la elite de Lübeck quedó completamente destruida, sino que incluso la gente de la calle la abucheaba cuando la veía pasar. Una prueba concluyente no sólo de que el prejuicio de los campesinos pervive en el denominado mundo civilizado, sino de la verdad esencial de aquellos antiguos relatos.
Fabel cerró el libro, apoyando la mano sobre la cubierta como si esperara que le revelara más cosas por ósmosis. Se trasladó en su mente más allá de la sobrecubierta ilustrada, del producto comercial editorial que descansaba bajo su mano, hasta el momento de la creación. Imaginó la mole amenazadora de Weiss encorvado sobre su ordenador portátil, el resplandor de aquellos ojos demasiado oscuros en ese estudio suyo que absorbía toda luz. Recordó la escultura del lobo/hombre lobo, probablemente tallada por el hermano loco de Weiss, atrapada en su muda furia mientras Weiss cometía sus asesinatos en serie en la página.
Fabel se puso de pie, cogió su cazadora Jaeger y apagó la luz de su escritorio. Hamburgo resplandecía al otro lado de la ventana de su despacho. Allí fuera un millón y medio de almas dormían, mientras otros exploraban la noche. Pronto. Tuvo la certeza de que el próximo asesinato tendría lugar muy pronto.