Posfacio

La brujería de Shirley Jackson:

Siempre hemos vivido en el castillo

«Nos tragamos el año. Nos comemos la primavera y el verano y el otoño.

Estamos esperando a que crezca algo para luego comérnoslo».

Merricat, Siempre hemos vivido en el castillo, página 68.

Entre los niños y adolescentes precoces de la literatura americana de mediados del siglo XX —un grupo deslumbrante, que incluye a la masculina Frankie de Frankie y la boda, de Carson McCullers (1946); a Scout de Matar un ruiseñor, de Harper Lee (1960); a la peligrosa Rhoda Penmark de ocho años de Simiente perversa, de William March (1954); al desafecto Holden Caulfield, un poco mayor, de El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger (1951); o a Esther Greenwood de La campana de cristal (1963), de Sylvia Plath—, ninguno es tan memorable como Merricat, la protagonista de dieciocho años de la obra maestra de la literatura gótica de suspense Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson. Niña salvaje y a la vez adolescente malhumorada, adivina como Casandra, Merricat se dirige al lector como si fuera alguien de confianza:

«Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto». (Página 9.)

Merricat habla con una autoridad que seduce y perturba, aunque nunca la emplea para justificar sus acciones sino solo para exponerlas. En Siempre hemos vivido en el castillo, uno espera encontrar una confesión, o algo parecido —al fin y al cabo, seis años atrás una de las hermanas Blackwood envenenó al resto de la familia—, pero Merricat no tiene nada que confesar, y menos aún de que arrepentirse; Siempre hemos vivido en el castillo es una novela con un final feliz inverosímil, mágico. Como lectores, no podemos sino sonreír ante la definición infantil que Merricat da de sí misma, cuando dice «no me gusta lavarme», muchas páginas antes de que entendamos la importancia de la Amanita phalloides y su deseo de ser una mujer lobo. Ya desde el comienzo, magistralmente orquestado, Shirley Jackson, la siempre comprensiva creadora/colaboradora de Merricat, da a su historia gótica una nota esencial de represión sexual y venganza rapsódica; al mismo tiempo que Siempre hemos vivido en el castillo se va desplegando de un modo inevitable y a la vez inesperado, se convierte en un cuento de hadas, situado en Nueva Inglaterra, de lo más malvado, con un «final feliz» que es tan irónico como literal, la consecuencia de la brujería impenitente y un sacrificio terrible: el de los otros.

Al igual que otras jóvenes protagonistas de Shirley Jackson, también hurañas y con una hipersensibilidad enajenada —la Natalie de Hangsaman (1951), la Elizabeth de The Bird’s Nest (1954), la Eleanor de La maldición de Hill House (1959)—, Merricat es socialmente torpe, retraída y despectiva en su trato con los demás. Es «especial»: su brujería puede parecer una invención propia, que expresa desesperación y un deseo de detener el tiempo sin ninguna relación con las prácticas satánicas, y menos aún con Satán. (Merricat es una bruja demasiado lista para alinearse con un supuesto poder superior, especialmente si se trata de un poder masculino). La suya es una voz aguda, divertida, convincente, y también burlona. A lo largo de más de cien páginas Merricat se burla de nosotros por lo que ella sabe y nosotros no; su relato de la trágica historia de la familia Blackwood es fragmentario, y en la intrincada historia previa que aparece como trasfondo hay un eco de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, esa obra maestra de la narración no fiable en la que somos testigos íntimos de la experiencia voyeurística de transgresión sexual y «pathos exquisito» de una joven ingenuamente reprimida.

Igual que las inocentes y púberas protagonistas de Frankiey la boda y Matar un ruiseñor, Merricat Blackwood se presenta como el producto típico de pequeño pueblo rural americano; pasa la mayoría de su tiempo al aire libre, con la única compañía de su gato Jonas; deambula por el bosque como un chico, sucia y sin peinar; desconfía de los adultos, y de la autoridad; aunque no ha estudiado, tiene una inteligencia sagaz, y es muy leída. A veces Merricat se comporta como si fuera un poco retrasada, pero es pura apariencia; en realidad, sus observaciones son afinadas, y está muy alerta ante cualquier amenaza a su bienestar. (Como cualquier persona herida, lo que más teme Merricat son los cambios en los rituales inalterables de su casa). Misteriosa amalgama de infantilismo y traición, Merricat solo puede ser «domesticada» por una persona, su hermana mayor Constance.

«—Ponte las botas si vas a salir a pasear —me dijo Constance.

[…]

—Te quiero, Constance —dije.

—Yo también te quiero, tontuela, Merricat». (Página 77).

Sus observaciones, cuando está sola y al aire libre, son de un lirismo encantador:

«Fuera la luz del día era cambiante, y Jonas bailaba entre las sombras mientras me seguía. […] Caminábamos por el campo abierto, que ese día parecía un océano, aunque yo nunca había visto el océano; la hierba se agitaba con la brisa y las nubes oscuras iban y venían y los árboles se mecían a lo lejos. […] Estoy caminando sobre un tesoro enterrado, pensé, con la hierba rozándome las manos y sin nada a mi alrededor salvo la extensión del campo abierto, con la hierba balanceándose y el bosque de pinos al fondo; detrás de mí estaba la casa, y mucho más lejos, a mi izquierda, oculta tras los árboles y prácticamente fuera del alcance de la vista, la cerca de alambre que nuestro padre había colocado para mantener alejada a la gente». (Páginas 78-79).

Incluso en este escenario bucólico Merricat acaba volviendo inevitablemente a los prejuicios de su educación: el desprecio de los Blackwood hacia los demás.

Si Merricat está loca, la suya es una locura «poética», como la de la joven heroína de The Bird’s Nest, cuya apagada personalidad incluye muchos yoes, o la locura celebrada por Emily Dickinson: «Much Madness is divinest Sense—/ To a discerning eye—/Much sense —the starkest Madness— ’Tis the Majority». La actitud de Merricat apunta a una esquizofrenia paranoica, en la que cualquier cosa fuera de lo habitual se convierte en una amenaza y todo son señales o símbolos que deben ser descifrados. «Todos los augurios anunciaban un cambio». (Página 62). Merricat está decidida a evitar el «cambio» —la amenaza a su casa— con la brujería, una suerte de magia sencilla, simpática, basada en «amuletos»: «Los domingos por la mañana examinaba mis amuletos, la caja con dólares de plata que había enterrado junto al arroyo, y la muñeca enterrada en el campo, y el libro clavado en un árbol del pinar; mientras todo permaneciera donde yo lo había dejado, nada podía sucedemos». (Página 62). Merricat, así como seguramente su creadora, es una persona para quien las palabras tienen mucho poder:

«El domingo por la mañana el cambio estaba un día más próximo. Yo había decidido no pensar en mis tres palabras mágicas y evitar que me rondaran la mente, pero los aires de cambio eran tan intensos que resultaba imposible eludirlas; el cambio se extendía como la niebla sobre las escaleras y la cocina y el jardín. No olvidaría mis palabras mágicas: melodía Gloucester Pegaso, pero me negaba a que me rondaran la mente». (Página 77).

Poco a poco vamos sabiendo que Merricat no tiene permiso para hacer muchas tareas del hogar, como ayudar a preparar la comida o manejar los cuchillos. Las pequeñas frustraciones le causan un efecto violento:

«No podía respirar; me sentía agarrotada, tenía la cabeza a punto de explotar […]. Tuve que conformarme con hacer añicos la jarra de leche que estaba esperándome sobre la mesa; había sido de nuestra madre y dejé los pedazos en el suelo para que Constance los viera». (Página 44).

Es curioso que el desdén aristocrático de Merricat provenga de la identificación con su acaudalada familia de Nueva Inglaterra —ahora casi extinguida—, a la que tanto parece haber odiado cuando estaba viva. Quizá el castigo de los padres precipitó la tragedia familiar; como recuerda el tío Julian, Merricat era «una niña encantadora de doce años a la que enviaron a dormir sin cenar». (Página 53).

Al principio de la novela, en un capítulo cargado de suspense, Merricat debe ir desde la casa señorial en los confines del pueblo hasta la ciudad, haciendo de intermediaria entre los Blackwood que siguen con vida y el mundo exterior:

«Los viernes y los martes eran días horribles, porque iba al pueblo. Alguien tenía que ir a la biblioteca y al colmado; Constance nunca se alejaba más allá de su jardín, y el tío Julian no podía ir». (Página 10).

Aquí no hay ningún Grover’s Corners, como en el clásico sentimental de la América de provincias de Thornton Wilder, Nuestra ciudad: este es un pueblo de Nueva Inglaterra de «pequeñas casas sucias en la carretera principal» (página 13), un lugar de absoluta «fealdad» y «putrefacción» (página 16), cuyos habitantes están listos para atacarla «como una bandada de halcones; […] aves que descendían, me atacaban y me herían con sus garras afiladas» (páginas 17-18). Parece que la hostilidad hacia los Blackwood es previa al escándalo del envenenamiento:

«La gente del pueblo siempre nos ha odiado». (Página 14).

«Los Blackwood nunca tuvieron nada que ver con la degradación del pueblo; la gente del pueblo pertenecía a allí y ese era el único lugar apropiado para ella. Siempre pensaba en la putrefacción al acercarme a la hilera de tiendas; pensaba en quemar la podredumbre negra y dolorosa que lo corrompía todo desde dentro y tanto daño hacía. Eso era lo que deseaba para el pueblo». (Página 16).

Las fantasías de Merricat son infantiles, inquietantemente sádicas:

«Estoy caminando sobre sus cuerpos». (Página 21).

«Les pondré veneno en la comida y observaré cómo mueren». (Página 155).

«Me habría gustado llegar al colmado una mañana y verlos a todos, incluso a los Elbert y a los niños, agonizando en el suelo entre gritos de dolor. Entonces yo misma me serviría los productos […] esquivando los cuerpos, agarraría de los estantes todo lo que me apeteciera». (Página 19).

Un odio tan profundo, absolutamente desmesurado en relación con cualquier causa como el que aparece en Siempre hemos vivido en el castillo, sugiere una indignación salvaje swiftiana que va más allá de la sátira social, como la escrita por los contemporáneos un poco mayores que Jackson, Sinclair Lewis y H. L. Mencken, para adentrarse en el mundo de la caricatura psicopatológica. (Las dificultades de Jackson con sus conciudadanos en North Bennington, Vermont, quedan bien documentadas en la desgarradora biografía de Judy Oppenheimer, Private Demons (1988): la hipótesis es que Jackson y su esposo, el extravagante «intelectual judío» y crítico cultural Stanley Edgar Hyman, despertaban resentimiento, si no un abierto antisemitismo, entre sus vecinos cristianos y más convencionales). La animosidad de la gente del pueblo contra los Blackwood recuerda el rencor mojigato que Jackson presenta sutilmente en el cuento «El jardín de las flores», en el que un recién llegado a un pueblo de Nueva Inglaterra traba imprudentemente amistad con un hombre negro, así como el brutal comportamiento de los habitantes del pueblo del cuento más conocido de Jackson, «La lotería», en el que un ritual que se celebra anualmente, según el cual se apedrea hasta la muerte a un chivo expiatorio, se decide por sorteo. Aquí, en un lugar muy parecido al North Bennington cotidiano de Shirley Jackson, un tono como de canto fúnebre de origen desconocido prevalece generación tras generación, sin ser cuestionado por los descerebrados lugareños:

«Lotería en junio, el trigo estará listo pronto».

En Siempre hemos vivido en el castillo, un canto burlón sigue los pasos de Merricat cuando se aventura a la ciudad:

«Merricat, dijo Connie, ¿una taza de té, querrás?

Oh, no, dijo Merricat, me envenenarás». (Página 29).

En el pueblo, la vida es burda, cruel, ruidosa y fea; en la casa solariega de los Blackwood, la vida es tranquila, solitaria, está regida por las costumbres y los rituales diarios de las comidas, sobre todo dentro de la casa:

«La mayor parte de nuestra vida transcurría en la zona posterior de la casa, en el césped y el jardín, adonde nunca iba nadie más.

[…] cuando estábamos juntas usábamos las habitaciones del fondo» (páginas 33-34).

La casa de los Blackwood no está embrujada del mismo modo que la casa Hill («Ningún organismo vivo puede existir mucho tiempo bajo condiciones de absoluta realidad sin enloquecer. La casa Hill, que no estaba sana, se erigía contra las colinas, trayendo la oscuridad consigo…»; La maldición del House Hill, página 1.), pero sus habitantes anteriores, ahora muertos, aparecen en varias ocasiones proféticas, en los sueños de Merricat, llamándola por su nombre; ¿para advertirla?, ¿para atormentarla? Poco a poco vamos descubriendo el secreto de la casa Blackwood: el envenenamiento, con arsénico, seis años atrás, de toda la familia salvo Constance, que por aquel entonces tenía veintidós años, Merricat, que tenía doce, y su tío Julian. Constance, que había preparado la comida ese día, y que se ocupó de lavar el azucarero antes de que llegara la policía, fue acusada de los envenenamientos, juzgada y absuelta por falta de pruebas; a Merricat la enviaron fuera durante el juicio y luego volvió a vivir con Constance y su tío; en familia, aunque menguada. (Julian, que nunca se recuperó del trauma de los envenenamientos, sigue creyendo que Merricat murió en el «orfanato», a pesar de que él y su sobrina viven en la misma casa). El tío de Merricat está ocupado escribiendo su relato de los envenenamientos:

«En cierto sentido […] yo he sido un grandísimo afortunado. He sobrevivido a uno de los casos de envenenamiento más espectaculares del siglo. Guardo todos los recortes de prensa. Conozco a las víctimas, a la acusada, e íntimamente, como solo podría conocerlos un pariente que viviera en la misma casa. He tomado notas exhaustivas sobre todo lo que sucedió. Desde entonces no he vuelto a estar bien». (Páginas 50-51).

Por qué nadie parece sospechar, como sí hace el lector de inmediato, que la inestable Merricat, y no la amigable Constance, es la responsable de los envenenamientos es una de las curiosidades de la novela, igual que es un misterio por qué Constance es tan indulgente con Merricat, que no ayuda lo más mínimo en la casa. No cabe duda de que Merricat no recurre a subterfugios para burlarse de los demás al aludir a los distintos tipos de venenos; cuando atormenta a su primo Charles le lanza una amenaza abierta:

«La Amanita phalloides —empecé— contiene tres sustancias venenosas. Está la amanitina, que actúa despacio y es la más potente. Está la faloidina, que hace efecto al instante, y está la falolisina, que disuelve los glóbulos rojos […]. Los síntomas comienzan con violentos dolores de estómago, sudor frío, vómitos… […] La muerte llega entre cinco y diez días después de ingerirla». (Página 105).

Y el dulce reproche de Constance:

«Tontuela».

En gran parte de la narrativa de Shirley Jackson la comida está fetichizada en grado extremo; resulta irónico, pues, que la familia Blackwood sea envenenada por uno de sus propios miembros, y usando un azucarero que es una reliquia familiar. Que el fetiche de la comida evoca un componente erótico queda sugerido por los tipos de veneno —Amanita phalloides— y por la absoluta dependencia de Merricat hacia su hermana mayor, que es su proveedora de comida, como si fuera una criatura sin destetar y no una «niña mayor» que ya se ha hecho adulta. La atracción sexual per se prácticamente no existe en las ficciones de Jackson: el único episodio sexual de toda su obra parece un abuso, una especie de violación, y se encuentra en una de las primeras escena de Hangsaman («Oh, por Dios —pensó Natalie, y sintió tanto asco que casi lo dijo en voz alta— ¿va a tocarme?»), pero el episodio no se describe, y la joven afligida, que poco a poco sucumbe a la esquizofrenia, nunca lo reconoce. En ninguna otra obra de Jackson la comida está tan fetichizada como en Siempre hemos vivido en el castillo, en la que los tres miembros restantes de una familia en otros tiempos aristocrática no tienen prácticamente nada que hacer salvo vivir en su casa arruinada y «tragarse el año» con cada una de las comidas que prepara la hermana mayor, tres veces al día, como un reloj; como en una parodia gótica de los autorretratos cómicos que Jackson creaba para las destinatarias de las revistas femeninas en los cincuenta, incluidos en Life Among the Savages (1953) y Raising Demons (1956), con un hábil giro transforma las frustraciones de una madre y ama de casa no en un relato sombrío de desintegración y locura, y menos aún el envenenamiento de su propia familia, sino en una comedia desenfadada. (Irónicamente, Shirley Jackson murió a los cuarenta y nueve años, poco después de la publicación de Siempre hemos vivido en el castillo, a causa de la adicción a las anfetaminas, el alcoholismo y la obesidad mórbida; negligente con su salud durante años, se dice que declaraba abiertamente que no creía que llegara a cumplir los cincuenta, y en los últimos meses de su vida sufrió una agorafobia tan extrema que no era capaz de abandonar su sórdida habitación; como si se hubiera mimetizado con la agorafobia de las hermanas de Siempre hemos vivido en el castillo).

Como Merricat siente con inquietud, el «cambio» es inminente, y traerá consigo la invasión del hogar de los Blackwood. Sin ser invitado, llega Charles, el grosero primo de las hermanas, resuelto a robarles el dinero del padre fallecido, que cree que está en una caja fuerte; se atreve a ocupar el lugar del padre en la cabecera de la mesa («incluso se parece a nuestro padre», dice Constance). Imprudentemente, Charles amenaza a su prima pequeña Merricat:

«Todavía no he decidido qué voy a hacer contigo, pero sea lo que sea te vas a acordar». (Página 128).

A pesar de que Charles no es un hombre muy atractivo, valga como muestra de la desesperación de Constance el que ella se sienta atraída por él, como si fuera la posibilidad de una vida nueva, una perspectiva que aterra a Merricat. Ante el menor asomo por parte de Constance de otro deseo que no sea su anquilosada vida de robot, Merricat reacciona amenazadoramente, pues el secreto de las hermanas es el lazo íntimo que las une y que las mantiene alejadas del resto del mundo. A lo largo de toda la novela reina la amenaza de la criminal Merricat, que en su vida de fantasía está obsesionada con los rituales de poder, dominio y venganza:

«Inclinaos ante nuestra adorada Mary Katherine […] o moriréis». (Página 157).

Las terribles muertes por envenenamiento constituyen el corazón secreto de Siempre hemos vivido en el castillo, del mismo modo que los actos sexuales no explicitados son el corazón de Otra vuelta de tuerca: el tabú que se convierte en el asunto irresistible alrededor del cual gira todo pensamiento, todo discurso, toda acción. Las hermanas están unidas para siempre por la muerte de sus familiares, por un vínculo cuasi espiritual-incestuoso con el que la una subyuga a la otra. La compra de la comida (que Merricat lleva a cabo), la preparación de la comida (que Constance lleva a cabo) y la ingestión de la comida (que ambas llevan a cabo) son los rituales sagrados o eróticos que las unen, incluso después de que la casa haya quedado medio demolida por el fuego y vivan entre las ruinas:

«—Es un lugar feliz, de todos modos. —Constance llevó el desayuno a la mesa: huevos revueltos, galletas y mermelada de moras que había hecho algún verano resplandeciente anterior—. Deberíamos recoger toda la verdura que podamos —dijo— […].

—Iré en mi caballo alado y te traeré canela y tomillo, esmeraldas y clavo, una tela dorada y coles». (Página 187).

La brujería es un intento primitivo de ciencia; un intento de reafirmación de poder de los impotentes. Tradicionalmente, la brujería, como el vudú y el espiritismo, ha sido territorio de individuos marginales, poblado sobre todo por mujeres y muchachas. En The Bird’s Nest, novela de múltiples personalidades, el afligido psiquiatra de la heroína (de acertado nombre: doctor Wright) trata de explicar el extraño fenómeno psíquico que se ha propuesto «curar»:

«Cada vida, creo yo […], exige devorar otras vidas para su propia supervivencia; lo radical del ritual de sacrificio, la actuación en grupo, su gran ventaja, consistía en la organización: el hecho de compartir la víctima resultaba realmente práctico». (The Magic of Shirley Jackson, página 378).

«El médico hablaba despacio, midiendo el tono de voz […]: el ser humano, en contra de su propio medio […] debe cambiar de color para protegerse, o la forma del mundo en el que vive. Con su inteligencia como único mecanismo mágico […], el ser humano siente la tentación de intentar controlar su entorno a través de símbolos manipulados de brujería, escogidos arbitrariamente y a menudo ineficaces». (The Magic of Shirley Jackson, página 379).

Pocas veces resulta Shirley Jackson tan explícita en sus intenciones temáticas: es como si su crítico literario/ profesor de inglés y esposo Stanley Edgar Hyman estuviera dándole una clase, en un tono que suena a ligera autoparodia incluso si contribuye a iluminar el intrincado «nido» o el ruinoso «castillo».

Después de que Merricat prenda fuego a la casa de los Blackwood con la esperanza de expulsar a su primo Charles, al que detesta, la gente del pueblo, a la que detesta aún más, se abalanza sobre sus pertenencias. Hay algún bombero que parece sincero en su responsabilidad de apagar el fuego, pero la mayoría quiere ver la casa de los Blackwood destruida:

«¿Por qué no dejan que se queme?». «Dejen que se queme». (página 147).

Se oye la rima burlona:

«Merricat, dijo Constance, ¿una taza de té, querrás?

Merricat, dijo Constance, ¿quieres ir a dormir?

Oh, no, dijo Merricat, me envenenarás». (Página 150).

A los Blackwood les sobreviene un cambio radical, provocado, irónicamente, por Merricat. El fuego que ella desata causa la muerte del tío Julian, las hermanas se ven obligadas a huir al bosque, la gente del pueblo entra en su residencia privada y la destroza. Sin embargo, cuando las dos hermanas regresan, en una tierna escena elegiaca, descubren que, a pesar de que la mayoría de las dependencias son inhabitables, todo lo que necesitan (una cocina, esencialmente, donde Constance pueda seguir preparando las comidas para Merricat) está intacto. Como si la antigua casa se hubiera transformado por arte de magia:

«Nuestra casa era un castillo con torreones, abierto al cielo». (Página 169).

Contra todo pronóstico, las hermanas Blackwood son felices en su paraíso privado «en la Luna». (Página 187).

«—Te quiero, Constance —dije.

—Yo también te quiero, Merricat». (Página 182).

Constance ha sucumbido enteramente ante Merricat: la hermana «buena» cede ante la hermana «mala». Constance incluso se reprocha a sí misma ser «cruel» («Nunca debería haberte recordado su muerte», página 182), y de este modo se reconoce como cómplice de sus muertes. Ahora entendemos por qué Constance no acusó antes a Merricat de los envenenamientos ni intentó defenderse de las acusaciones de asesinato contra ella, porque, en su corazón, ella era y es la asesina de los Blackwood, y no Merricat; es decir, no solo Merricat. Su reconocimiento garantiza tácitamente la expulsión permanente de las hermanas del mundo de la gente normal; un mundo en el que Merricat, con sus heridas psicológicas, no podría sobrevivir. Siempre hemos vivido en el castillo acaba con una inesperada nota idílica, como en un romántico cuento de hadas donde los amantes se encuentran el uno al otro, e incluso la gente del pueblo, arrepentida de su crueldad, les rinde homenaje llevándoles comida y dejándola a los pies de su escalera en ruinas.

«A veces nos traían beicon ahumado, o fruta, o conservas caseras […]. La mayoría de veces traían pollo asado, cada tanto un pastel dulce o salado, muy a menudo galletas y alguna vez ensalada de patata o de repollo […], y a veces dejaban ollas con alubias en salsa de tomate o macarrones». (Página 194).

Aquí se ve el eros de la comida, una asombrosa fantasía del cumplimiento de un deseo en el que la agorafobia no se lamenta sino que se venera, se idolatra; la destrucción de la casa para ella no supone la muerte, sino una vida nueva protegida por la magia:

«Mis nuevos amuletos mágicos eran el candado de la puerta de la entrada principal, y los cartones sobre las ventanas, y las barricadas a los lados de la casa». (Página 203).

En repetidas ocasiones, Merricat, extasiada, grita: «Oh, Constance, somos tan felices».

Las bromas entre las hermanas tratan el tema de la comida con astucia, por supuesto:

«—Me pregunto si sería capaz de comerme un niño.

—Yo no sé si sabría cocinarlo —dijo Constance». (Página 204).

Joyce Carol Oates, 2009