Poco a poco la rutina de nuestros días se fue definiendo y se transformó en una vida feliz. Cuando me despertaba lo primero que hacía era bajar al vestíbulo para asegurarme de que la puerta de la entrada estuviera cerrada. Por la mañana temprano estábamos más activas porque no había nadie en los alrededores. No nos habíamos dado cuenta de que, con las puertas abiertas y el camino expuesto a uso público, vendrían los niños; una mañana yo estaba junto a la puerta principal, mirando hacia fuera por el estrecho panel de cristal, y vi a los niños jugando en el césped delante de nuestra casa. Quizá sus padres los habían mandado a explorar el camino para asegurarse de que fuera transitable, o quizá los niños sean incapaces de resistirse a jugar en cualquier lugar; parecían un poco incómodos jugando frente a nuestra casa, y moderaban el tono de la voz. Pensé que a lo mejor solo simulaban estar jugando, porque eran niños y se suponía que debían jugar, pero que en realidad los habían enviado, levemente disfrazados de niños, para que nos vigilaran. No eran muy convincentes, decidí mientras los observaba; sus movimientos no tenían gracia, y no miraron ni una vez, que yo me diera cuenta, a nuestra casa. Me preguntaba cuánto tardarían en trepar al porche y aplastar sus caras pequeñas contra los postigos, intentando ver a través de las grietas. Constance se acercó hasta situarse detrás de mí y miró por encima de mi hombro.
—Son los hijos de los forasteros —le expliqué—. No tienen cara.
—Tienen ojos.
—Piensa que son pájaros. No pueden vernos. Todavía no lo saben, no quieren creérselo, pero no nos verán nunca más.
—Supongo que, si han venido una vez, volverán.
—Vendrán muchos forasteros, pero no podrán ver dentro. Y ahora, ¿me servirías el desayuno, por favor?
Por la mañana la cocina estaba oscura hasta que yo quitaba el pestillo de la puerta y la abría para que entrara la luz del sol. Entonces Jonas iba a sentarse al escalón y se lamía y Constance cantaba mientras nos preparaba el desayuno. Después de desayunar me sentaba en el escalón junto a Jonas y Constance recogía la cocina.
Poner barricadas en los laterales de la casa resultó más sencillo de lo que esperaba; lo hice en una noche mientras Constance me sujetaba la linterna. A cierta altura de la casa, los árboles y los arbustos crecían muy cerca de los muros, resguardando la parte trasera de la casa y haciendo más estrecho el sendero, el único camino que la rodeaba. Llevé uno a uno los trastos de la pila que Mr. Harler había amontonado en el porche y coloqué los tablones rotos y los muebles en la parte más estrecha. En realidad eso no le impediría el paso a nadie, claro; los niños podían escalarla fácilmente, pero si alguien intentaba pasar, con el ruido de los tablones rotos cayéndose nos daría tiempo a cerrar con pestillo la puerta de la cocina. Había encontrado algunos tablones junto a la caja de herramientas y los había clavado de cualquier manera encima del cristal de la puerta de la cocina, pero no quería ponerlos a cada lado de la casa a modo de barricada, a la vista de todo el mundo, porque se darían cuenta de mi torpeza. Quizá, me dije, debería ponerme manos a la obra con el escalón roto.
—¿Y ahora de qué te ríes? —me preguntó Constance.
—Estoy pensando que estamos en la Luna, aunque no es exactamente como me imaginaba que sería.
—Es un lugar feliz, de todos modos. —Constance llevó el desayuno a la mesa: huevos revueltos, galletas y mermelada de moras que había hecho algún verano resplandeciente anterior—. Deberíamos recoger toda la verdura que podamos —dijo—. No me gusta pensar que el huerto está esperando a que vayamos a buscar lo que da. Me sentiría mucho más tranquila si pudiéramos guardar en casa cuanta más comida mejor.
—Iré en mi caballo alado y te traeré canela y tomillo, esmeraldas y clavo, una tela dorada y coles.
—Y un ruibarbo.
Cuando íbamos al huerto dejábamos abierta la puerta de la cocina, porque en caso de que alguien se acercara a mis barricadas podíamos salir corriendo hacia la casa. Yo iba con el cesto, y traíamos lechugas, todavía grises de ceniza, rábanos, tomates, pepinos y, más tarde, bayas y melones. Antes solía comer frutas y hortalizas todavía húmedas por la tierra y el aire, pero ahora no me gustaba comer nada que todavía estuviera sucio de las cenizas de nuestra casa quemada. El viento se había llevado casi todo el polvo y el hollín, y el aire en el jardín era fresco y limpio, pero el humo había impregnado la tierra y pensé que se quedaría allí para siempre.
En cuanto nos hubimos instalado, Constance abrió la habitación del tío Julian y la limpió. Quitó las sábanas de la cama y las mantas, y las lavó en el fregadero de la cocina y las colgó fuera para que se secaran al sol.
—¿Qué vas a hacer con los papeles del tío Julian? —le pregunté, y ella apoyó las manos sobre el borde del fregadero, dudando.
—Supongo que los guardaré en la caja —dijo finalmente—. Supongo que guardaré la caja en el sótano.
—¿Los conservarás?
—Los conservaré. A él le gustaba pensar que sus papeles serían tratados con respeto. Y yo no quisiera que el tío Julian sospechara que no hemos conservado sus papeles.
—Es mejor que vaya a comprobar si la puerta está cerrada.
A menudo había niños en el césped, jugaban a su aire y no miraban a la casa, corrían con torpeza y se pegaban entre ellos sin motivo. Siempre que comprobaba que la puerta principal estuviera cerrada miraba si estaban los niños. Muy a menudo veía a gente usando nuestro sendero para ir de un sitio a otro, dejando sus huellas donde antes solo habían caminado mis pies. Yo pensaba que usaban el camino a disgusto, como si tuvieran que recorrerlo al menos una vez para demostrarse que se podía hacer, pero solo unos pocos, los que odiaban sin disimulo, pasaban por el camino más de una vez.
Estuve toda la tarde soñando mientras Constance limpiaba la habitación del tío Julian; yo estaba sentada en el alféizar contemplando el jardín silencioso y seguro, y Jonas dormía a mi lado.
—Mira, Merricat —exclamó Constance, que se acercó a mí con un puñado de prendas—; mira, el tío Julian tenía dos trajes, y un abrigo y un sombrero.
—Hubo un tiempo en que caminaba; nos lo contó él mismo.
—Solo me acuerdo vagamente de que un día, hace muchos años, fue a comprarse un traje, y supongo que se compró uno de estos dos trajes; no son demasiado buenos.
—¿Qué llevaba el último día que pasó con ellos? ¿Qué corbata se puso para esa cena? Seguro que le gustaría que se recordara.
Constance me miró un momento, sin sonreír.
—No creo que sea ninguno de estos dos; cuando fui a buscarlo al hospital llevaba pijama y una bata.
—Ahora debería llevar uno de estos trajes.
—Lo deben de haber enterrado con un traje viejo de Jim Clarke. —Constance se dirigió al sótano y de repente se detuvo—. ¿Merricat?
—¿Sí, Constance?
—¿Te das cuenta de que la única ropa que hay en casa es la del tío Julian? La mía se ha quemado, la tuya se ha quemado.
—Y todo lo de los otros que había en el desván.
—Yo solo tengo el vestido rosa que llevo.
Miré hacia abajo.
—Y yo el marrón que llevo.
—Y el tuyo hay que lavarlo y remendarlo; ¿cómo puedes destrozar así la ropa, Merricat?
—Yo me haré un vestido de hojas. Ahora mismo. Haré los botones con bellotas.
—Merricat, no hagas broma. Vamos a tener que ponernos la ropa del tío Julian.
—Yo no tengo permiso para tocar las cosas del tío Julian. Los días fríos de invierno me cubriré con musgo y me pondré un sombrero hecho de plumas.
—Eso puede que esté muy bien en la Luna, señorita. En la Luna, por mí puedes ponerte un traje de pelo como Jonas. Pero aquí en nuestra casa te vas a vestir con una de las camisas viejas del tío Julian, y quizá también con los pantalones.
—Y con el albornoz y el pijama del tío Julian, supongo. No, yo no tengo permiso para tocar las cosas del tío Julian; yo me vestiré con hojas.
—Es que sí tienes permiso. Yo te digo que tienes permiso.
—No.
Ella suspiró.
—Bueno —dijo—. A mí sí que me verás con su ropa. —Entonces se detuvo, se rio, me miró y se volvió a reír.
—¿Constance? —pregunté.
Dejó la ropa del tío Julian sobre el respaldo de una silla y, aún riéndose, se fue a la despensa y abrió uno de los cajones. Luego volvió y dejó un montón de manteles a mi lado.
—Esto te quedará muy bien, Merricat la elegante. Mira, ¿qué tal este, con el borde de flores amarillas? ¿O este a cuadros rojos y blancos? El de damasco, me temo, es demasiado rígido, no será cómodo, y además está zurcido.
Yo me levanté y cogí el mantel a cuadros rojos y blancos.
—Le puedes hacer un agujero para la cabeza —dije, estaba contenta.
—No tengo el costurero. Te lo vas a tener que atar alrededor de la cintura con una cuerda o dejarlo suelto como una toga.
—Usaré el de damasco para una capa; ¿quién si no va a ponerse una capa de damasco?
—Oh, Merricat, Merricat. —Constance soltó los manteles que sostenía y me abrazó—. ¿Qué le he hecho a mi pequeña Merricat? —dijo—. Sin casa. Sin comida. Y vestida con un mantel. ¿Qué he hecho?
—Constance —dije—. Te quiero, Constance.
—Vestida con un mantel como una muñeca de trapo.
—Constance, seremos muy felices.
—Oh, Merricat —respondió, abrazándome.
—Escúchame, Constance, seremos muy felices.
Me vestí al momento, porque no quería que Constance siguiera pensando. Elegí el mantel a cuadros rojos y blancos, y después de que Constance le hiciera un agujero para la cabeza, me até a la cintura el cordón dorado con borla de las cortinas del salón que me había dado y me miré; me quedaba muy bien, pensé. Al principio Constance estaba triste, y al verme se fue aún más triste hacia el fregadero y se puso a restregar furiosamente el vestido marrón, pero a mí me gustaba mi vestido, y danzaba dentro de él, y no tardó mucho en volver a sonreír y luego a reírse de mí.
—Robinson Crusoe vestía pieles de animales —le dije—. No tenía ropas alegres ni un cinturón dorado.
—Debo reconocer que nunca habías estado tan radiante.
—Ponte tú las pieles del tío Julian; yo prefiero mi mantel.
—Creo que es el que usábamos en verano para desayunar sobre el césped hace muchos años. Los cuadros rojos y blancos eran impensables en el comedor, por supuesto.
—Algunos días seré un desayuno de verano sobre el césped, y otros una cena formal a la luz de las velas, y otros…
—Serás una Merricat muy sucia. Llevas un vestido precioso pero tienes la cara sucia. Lo hemos perdido prácticamente todo, señorita, pero todavía tenemos agua limpia y un peine.
En la habitación del tío Julian tuve la suerte de encontrar algo más: convencí a Constance de que sacara la silla de ruedas hasta el jardín para reforzar la barricada. Se hacía raro ver a Constance empujando la silla vacía, y por un instante intenté imaginarme al tío Julian otra vez, avanzando con las manos sobre el regazo, pero todo lo que quedaba de la presencia del tío Julian era una silla gastada y un pañuelo debajo del cojín. La silla surtiría un gran efecto en mi barricada, escrutando en todo momento a los intrusos con la amenaza sin adornos del difunto tío Julian. Me angustiaba pensar que el tío Julian acabaría desapareciendo por completo, sus papeles estaban en una caja, su silla en una barricada y su cepillo de dientes tirado por cualquier sitio, y su olor ya ni siquiera se notaba en su habitación; pero cuando la tierra estuvo blanda Constance plantó un rosal amarillo en el lugar donde el tío Julian se colocaba en el césped, y una noche yo bajé hasta el arroyo y sepulté en el río el bolígrafo de oro con sus iniciales para que así el agua pudiera repetir su nombre para siempre. Jonas le tomó gustó a entrar en la habitación del tío Julian, pero yo no entraba.
Helen Clarke apareció ante nuestra puerta en dos ocasiones más, llamando y gritando y rogándonos que respondiéramos, pero nosotras nos quedamos sentadas tranquilamente, y cuando se dio cuenta de que no podía dar la vuelta a la casa por las barricadas, desde la puerta de entrada nos dijo que no regresaría jamás, y así lo hizo. Una tarde, quizá la tarde en que Constance plantó el rosal del tío Julian, llamaron suavemente a la puerta mientras cenábamos.
El golpe era demasiado suave para ser de Helen Clarke, así que abandoné la mesa y me apresuré sigilosa hasta el vestíbulo para asegurarme de que la puerta de entrada estaba cerrada, y Constance me siguió por curiosidad. Nos apoyamos en la puerta en silencio y escuchamos.
—¿Miss Blackwood? —preguntó alguien desde fuera, en voz baja; y yo me pregunté si sospecharía lo cerca que estábamos de él—. ¿Miss Constance? ¿Miss Mary Katherine?
Fuera no había acabado de oscurecer, pero dentro, donde estábamos nosotras, apenas podíamos vernos la una a la otra, solo dos rostros blancos contra la puerta.
—¿Miss Constance? —repitió—. Escuchen.
Me pareció que movía la cabeza a un lado y a otro para asegurarse de que no lo vieran.
—Escuchen —dijo—, aquí tengo un pollo. —Llamó a la puerta dando unos golpecitos con los dedos—. Espero que puedan oírme. Aquí tengo un pollo. Lo ha preparado mi esposa, está asado, y también hay galletas y pastel. Espero que puedan oírme.
Vi que los ojos de Constance se llenaban de alegría. La miré y ella me miró.
—Supongo que puede oírme, Miss Blackwood. Yo rompí una de las sillas, lo siento mucho. —Volvió a dar unos golpecitos en la puerta, con mucha suavidad—. Bueno —dijo—, voy a dejar la cesta en las escaleras. Espero que lo hayan oído. Adiós.
Escuchamos como se alejaban los pasos y, al cabo de un momento, Constance dijo:
—¿Qué hacemos? ¿Abrimos la puerta?
—Luego —respondí yo—. Cuando acabe de oscurecer.
—Me pregunto de qué será el pastel. ¿Crees que será tan bueno como los míos?
Acabamos de cenar y esperamos hasta estar seguras de que nadie podía vernos al abrir la puerta, fuimos al vestíbulo, yo quité el pestillo y miré fuera. La cesta estaba a los pies de la escalera, cubierta con una servilleta. La entré y cerré la puerta mientras Constance cogía la cesta y la llevaba a la cocina.
—Arándanos —dijo cuando llegué allí—. Parece bueno, también; todavía está caliente.
Sacó el pollo, envuelto en una servilleta, y el paquete de galletas, tocándolo todo con cariño y delicadeza.
—Está caliente —dijo—. Debe de haberlo preparado justo después de cenar, para que él pudiera traerlo directamente. Me pregunto si habrá preparado dos pasteles, otro para su casa. Lo envolvió todo mientras aún estaba caliente y le dijo que lo trajera. Estas galletas no han salido muy crujientes.
—Dejaré la cesta en el porche, así sabrá que lo hemos encontrado.
—No, no. —Constance me tomó del brazo—. Primero tenemos que lavar las servilletas, ¿qué va a pensar de mí, si no?
A veces nos traían beicon ahumado, o fruta, o conservas caseras, aunque nunca eran tan buenas como las de Constance. La mayoría de veces traían pollo asado, cada tanto un pastel dulce o salado, muy a menudo galletas y alguna vez ensalada de patata o de repollo. En una ocasión trajeron una olla con estofado de ternera, que Constance reelaboró según su propia receta, y a veces dejaban ollas con alubias en salsa de tomate o macarrones.
—Somos su gran obra de beneficencia —dijo Constance mientras miraba la barra de pan casero que traía yo en ese momento.
Siempre dejaban las cosas en la escalera principal, siempre en silencio y al atardecer. Nos imaginábamos a los hombres volviendo a casa después del trabajo y a las mujeres con las cestas preparadas; quizá venían cuando ya había oscurecido para que no los reconocieran, como si quisieran esconderse los unos de los otros, como si traernos comida abiertamente fuera algo vergonzoso que no pudiera hacerse en público. Eran varias las mujeres que cocinaban, comentó Constance.
—Esto es de una —me explicó una vez, mientras probaba las alubias— que usa mucho ketchup, demasiado; y la anterior usaba más melaza.
En una o dos ocasiones encontramos una nota en la cesta: «Esto es por los platos» o «Disculpas por las cortinas», o «Siento lo del arpa». Siempre devolvíamos las cestas al lugar donde las encontrábamos, y nunca abríamos la puerta hasta que había oscurecido del todo y estábamos seguras de que no había nadie alrededor. Después, yo siempre comprobaba atentamente que la puerta estuviera cerrada.
Descubrí que ya no tenía permiso para ir al arroyo; el tío Julian estaba allí, y quedaba demasiado alejado de Constance. Nunca llegué más allá del final del bosque, y Constance solo iba hasta el huerto. Ya no tenía permiso para enterrar nada, ni siquiera tenía permiso para tocar una piedra. Cada día examinaba los cartones de las ventanas de la cocina y cuando encontraba una pequeña grieta clavaba otro cartón. Cada mañana lo primero que hacía era comprobar que la puerta de entrada estuviese cerrada, y cada mañana Constance limpiaba la cocina. Pasábamos bastante tiempo en la puerta principal, sobre todo por la tarde, que era cuando había más gente; nos sentábamos cada uno a un lado de la puerta y mirábamos por los estrechos paneles de cristal que yo había cubierto casi completamente con cartones; quedaba, una pequeña mirilla para cada una y nadie podía ver dentro. Veíamos jugar a los niños y pasar a la gente, oíamos las voces de todos aquellos forasteros de ojos enormes y pérfidas bocas abiertas. Un día llegó un grupo en bicicleta; dos mujeres, un hombre y dos niños. Aparcaron en el camino y se tumbaron en el césped de la entrada para descansar, mientras tironeaban la hierba y charlaban. Los niños correteaban arriba y abajo por el camino y entre los árboles y los arbustos. Ese día nos enteramos de que las parras habían crecido sobre el tejado quemado de nuestra casa, porque una de las mujeres miró la casa de reojo y dijo que las parras casi ocultaban las huellas del incendio. Casi nunca se giraban abiertamente para mirar la casa de frente, sino que miraban por el rabillo del ojo o por encima del hombro o por entre los dedos.
—Dicen que era una casa muy bonita —comentó la mujer que estaba sentada en nuestro césped—. Dicen que en otra época era muy conocida en el lugar.
—Ahora parece una tumba —dijo la otra mujer.
—Chsss —susurró la primera, e hizo un gesto hacia la casa—. Dicen —comentó alzando la voz— que tenían unas escaleras magníficas. Talladas en Italia, dicen.
—No te oyen —dijo la otra mujer, sorprendida—. Y si te oyen, ¿qué más da?
—Chsss.
—Nadie sabe a ciencia cierta si hay alguien dentro o no. La gente del pueblo cuenta historias.
—Chsss. —Tommy llamó a uno de los niños—, no os acerquéis a las escaleras.
—¿Por qué? —preguntó el niño, alejándose.
—Porque allí viven dos señoritas, y no les gusta.
—¿Por qué? —repitió el niño, deteniéndose a los pies de las escaleras y echando un vistazo hacia atrás a nuestra puerta.
—A las señoritas no les gustan los niños —dijo la otra mujer; ella formaba parte de los malos; le vi la boca de lado y me di cuenta de que era la boca de una serpiente.
—¿Y qué me van a hacer?
—Te van a agarrar y te van a hacer comer caramelos envenenados; dicen que hay docenas de niños malos que se acercaron demasiado a la casa y no se los ha vuelto a ver. Cogen a los niños pequeños y…
—Chsss. De verdad, Ethel.
—¿Les gustan las niñas? —El otro chico se acercó.
—Odian a los niños y a las niñas. La diferencia es que a las niñas pequeñas se las comen.
—Ethel, basta. Estás asustándolos. No es verdad, bonitos; os está tomando el pelo.
—Nunca salen, solo por la noche —continuó la mujer mala, mirando a los niños diabólicamente—, cuando oscurece salen a cazar niños.
—Sea como sea —dijo de pronto el hombre—, no quiero que los niños se acerquen a la casa.
Charles Blackwood solo volvió una vez. Vino en coche, con otro hombre, al final de una tarde en que habíamos estado vigilando un buen rato. Todos los forasteros se habían ido, y Constance se había puesto de pie y había dicho: «Es hora de poner las patatas», pero cuando el coche entró en el camino ella se acomodó de nuevo para vigilar. Charles y el otro hombre salieron del coche delante de la casa y se dirigieron directamente al pie de las escaleras, mirando hacia arriba, a pesar de que no podían vemos dentro. Me acordé de la primera vez que vino Charles, se detuvo frente a la casa y miró hacia arriba del mismo modo, aunque esta vez no conseguiría entrar. Extendí el brazo y toqué el pestillo de la puerta de entrada para asegurarme de que estaba puesto, y desde el otro lado de la entrada Constance se volvió y asintió con la cabeza; también ella sabía que Charles no volvería a entrar nunca más.
—¿Ves? —dijo Charles fuera, al pie de las escaleras—. Aquí está la casa, como te había dicho. Ahora que han crecido las parras no tiene tan mal aspecto como antes. Pero el tejado se quemó, y por dentro quedó destrozada.
—¿Las señoritas están dentro?
—Seguro. —Charles se rio, y yo recordé su risa y su enorme cara de mirada fija y desde el otro lado de la puerta deseé que se muriera—. Están dentro, seguro —dijo—. Y dentro también hay una gran fortuna.
—¿Cómo lo sabes?
—Tienen tanto dinero que ni siquiera lo han contado. Está enterrado por todas partes, y tienen una caja fuerte llena, y sabe Dios qué más tendrán escondido. Nunca salen, se quedan ahí escondidas con todo ese dinero.
—Oye —dijo el otro hombre—, a ti te conocen, ¿verdad?
—Claro. Soy su primo. Una vez estuve aquí de visita.
—¿Crees que una de ellas estaría dispuesta a hablar contigo? ¿Qué se podría acercar a la ventana para que le hiciera una foto?
Charles se quedó pensando. Miró la casa, luego al hombre, y siguió pensando.
—Si consigues venderlo, a una revista o a cualquier sitio, ¿la mitad será para mí?
—Claro, prometido.
—Lo intentaré —dijo Charles—. Tú espera detrás del coche, que no te vean. Si ven a un desconocido no saldrán.
El hombre fue hasta el coche, sacó una cámara y se colocó detrás, donde no podíamos verlo.
—Listo —gritó, y Charles subió las escaleras de la entrada.
—¿Connie? —dijo—. Eh, Connie. Soy Charles, he vuelto.
Yo miré a Constance y pensé que, por primera vez, ella estaba viendo al verdadero Charles.
—¿Connie?
Ahora Constance sabía que Charles era un fantasma y un demonio, un forastero más.
—Olvidemos todo lo que ha pasado —dijo Charles. Se acercó a la puerta y habló con amabilidad, con un ligero tono suplicante—. Seamos amigos otra vez. —Veía sus pies. Uno de ellos repiqueteaba sobre el suelo de nuestro porche—. No sé qué tenéis contra mí —siguió—, he estado esperando y esperando a que me hicierais saber que podía volver. Si he hecho algo que os haya ofendido, lo lamento mucho.
Deseé que Charles pudiera ver dentro, que nos pudiera ver sentadas en el suelo de la entrada a cada lado de la puerta, escuchándolo y mirándole los pies mientras él hablaba solícitamente a un metro de nuestras cabezas.
—Abrid la puerta —dijo con dulzura—. Connie, ¿no me vas a abrir, a mí, al primo Charles?
Constance miró hacia el lugar donde debía de estar su cara y sonrió ariscamente. Pensé que era la sonrisa que se había estado reservando por si Charles volvía alguna vez.
—Esta mañana he ido a la tumba del viejo Julian —explicó Charles—. He vuelto para visitar la tumba del viejo Julian y para veros una vez más. —Esperó un momento y luego dijo con voz un poco entrecortada—: Le he dejado unas flores, ya sabéis; siempre fue un buen tipo, y siempre fue bueno conmigo.
Entre los pies de Charles vi que el hombre salía de detrás del coche con la cámara.
—Mira —gritó—, estás perdiendo el tiempo. Y yo no tengo todo el día.
—¿Es que no lo entiendes? —Charles se apartó de la puerta, aunque su voz todavía sonaba un poco entrecortada—. Tengo que verla una vez más. Todo esto ha sido culpa mía.
—¿Qué?
—¿Por qué crees que dos jóvenes se iban a encerrar en una casa como esta? Dios sabe —dijo Charles— que yo no quería que las cosas acabaran así.
Pensé que en ese momento Constance iba a decir algo, o a reírse en voz alta, y me estiré hacia ella y le toqué el brazo para que se quedara en silencio, pero no se volvió hacia mí.
—Si al menos pudiera hablar con ella —continuó Charles—. De todos modos puedes sacar algunas fotografías de la casa, y que salga yo. Tal vez llamando a la puerta; podría aparecer llamando frenéticamente a la puerta.
—Por mí podrías salir tirado en la puerta muriéndote de pena —dijo el hombre. Se fue al coche y guardó la cámara—. Qué pérdida de tiempo.
—Y todo ese dinero, Connie —gritó Charles—. ¿Puedes abrir la puerta, por el amor de Dios?
—Está claro —dijo el hombre desde el coche—. Qué apostamos a que no vuelves a ver esos dólares de plata nunca más.
—Connie —dijo Charles—, no sabes lo que me estás haciendo; no me merezco que me trates así. Por favor, Connie.
—¿Quieres volver caminando a la ciudad? —preguntó el hombre. Cerró la puerta del coche.
Charles se alejó de la puerta y luego se volvió.
—Está bien, Connie —dijo—. Se acabó. Si dejas que me marche, no me verás nunca más. Lo digo en serio, Connie.
—Yo me voy —anunció el hombre desde el coche.
—Lo digo en serio, Connie, de verdad. —Charles bajó los escalones mientras seguía hablando por encima del hombro—. Piénsalo bien —dijo—. Me voy. Una palabra tuya podría hacer que me quedara.
Temía que no se fuera a tiempo. Honestamente, no sabía si Constance sería capaz de contenerse hasta que él bajara las escaleras y se metiera en el coche.
—Adiós, Connie —se despidió desde el pie de las escaleras, y entonces se giró y se alejó despacio hacia el coche. En un momento pareció que se enjugaba las lágrimas o que se sonaba, pero el hombre le dijo: «Date prisa», y Charles miró atrás por última vez, alzó la mano con tristeza y se metió en el coche. Entonces Constance se rio, y por un instante vi que Charles volvía la cabeza dentro del coche, como si nos hubiera oído reír, pero el coche estaba en marcha y descendía por el camino, y nosotras nos abrazamos en la oscuridad del vestíbulo y nos reímos, con las lágrimas resbalando por nuestras mejillas y los ecos de nuestras risas elevándose por la escalera en ruinas hasta el cielo.
—Soy muy feliz —dijo al fin Constance, entre jadeos—. Soy muy feliz, Merricat.
—Ya te dije que la Luna te gustaría.
Los Carrington detuvieron el coche delante de nuestra casa un domingo después de ir a la iglesia y se quedaron sentados dentro tranquilamente mirando la casa, como si pensaran que saldríamos si había algo que los Carrington pudieran hacer por nosotras. A veces pensaba en el salón y en el comedor, cerrados para siempre, con los preciosos objetos de nuestra madre rotos por el suelo, y el polvo acumulándose sobre ellos y cubriéndolos con delicadeza; del mismo modo que ahora en la casa teníamos nuevos puntos de referencia, también teníamos un nuevo esquema para nuestros días. Cada día pasábamos por delante de unos restos retorcidos que eran todo cuanto quedaba de nuestra hermosa escalera, pero al final llegamos a intimar tanto con ellos como con las viejas escaleras. Nosotras habíamos puesto los cartones sobre las ventanas de la cocina, y formaban parte de nuestra casa, y nos gustaban. Éramos muy felices, aunque Constance siempre tenía pánico de que una de las dos tazas se rompiera y una de nosotras tuviera que usar una taza sin asa. Teníamos nuestros rincones preferidos: las sillas de la mesa, y las camas, y el sitio junto a la puerta de entrada. Constance lavaba el mantel rojo y blanco y las camisas del tío Julian con que se vestía ella, y mientras se secaban en el jardín yo llevaba un mantel de borde amarillo, que quedaba muy bien con mi cinturón dorado. Los viejos zapatos marrones de nuestra madre estaban guardados en mi rincón de la cocina, porque los días calurosos de verano iba descalza como Jonas. A Constance no le gustaba mucho recoger flores, pero en la cocina siempre había un jarrón con rosas o margaritas, aunque por supuesto nunca había cogido una rosa del rosal del tío Julian.
A veces pensaba en mis seis estatuillas azules, pero no tenía permiso para adentrarme en el campo, y pensé que quizá mis seis estatuillas azules se habían quemado para proteger una casa que ya no existía ni guardaba ninguna relación con la casa donde vivíamos ahora y donde éramos muy felices. Mis nuevos amuletos mágicos eran el candado de la puerta de la entrada principal, y los cartones sobre las ventanas, y las barricadas a los lados de la casa. Al anochecer, a veces veíamos algún movimiento sobre el césped oscuro, y oíamos cuchicheos.
—No; seguro que las señoritas están mirando.
—¿Crees que pueden ver en la oscuridad?
—Dicen que ven todo lo que se mueve.
A veces se oía una carcajada, disipándose en la cálida oscuridad.
—Dentro de poco empezará a ser un aparcamiento para enamorados —dijo Constance.
—En honor a Charles, claro.
—Lo mínimo que podría haber hecho Charles —dijo Constance, considerándolo seriamente— es pegarse un tiro antes de irse.
Escuchándolos, descubrimos que lo único que los forasteros podían ver desde fuera, si es que miraban, era una gran estructura en ruinas cubierta de parras, que apenas tenía el aspecto de una casa. Entre el pueblo y la carretera del estado, era como un punto en mitad del camino, y nadie nos vio nunca espiando entre las parras.
—No te acerques a las escaleras —se advertían los niños entre sí—. Si lo haces, las señoritas se te llevarán.
Una vez un muchacho, retado por los demás, se situó al pie de las escaleras, de cara a la casa, y se puso a temblar y estuvo a punto de romper a llorar y salir corriendo, pero entonces gritó con voz temblorosa: «Merricat, dijo Constance, ¿una taza de té, querrás?», y luego salió disparado, y los demás lo siguieron. Esa noche, en la puerta encontramos una cesta con huevos frescos y una nota en la que se leía: «Discúlpenlo, por favor».
—Pobre chico —comentó Constance mientras colocaba los huevos en un bol para llevarlos a la nevera—. En estos momentos debe de estar escondido debajo de la cama.
—A lo mejor le han dado unos buenos azotes para que aprenda.
—Mañana desayunaremos una tortilla.
—Me pregunto si sería capaz de comerme un niño.
—Yo no sé si sabría cocinarlo —dijo Constance.
—Pobres forasteros —dije—. Tienen tantas cosas que temer.
—Bueno —dijo Constance—, yo tengo miedo de las arañas.
—Jonas y yo no permitiremos que se te acerque ninguna. Oh, Constance —dije—, somos tan felices.