9

En algún momento durante la noche llegó una ambulancia y se llevó al tío Julian, y me pregunté si habrían echado de menos su chal, con el que Constance se había arropado para dormir. Al girar en la carretera, vi los faros de la ambulancia, con una pequeña luz roja encima, y oí los sonidos distantes que acompañaban la partida del tío Julian, las voces hablando con discreción porque estaban en presencia de un muerto, y las puertas abriéndose y cerrándose. Nos llamaron dos o tres veces, quizá para preguntarnos si debían hacerse cargo del tío Julian. Yo estaba sentada junto al arroyo, lamentando no haber sido más amable con el tío Julian. El tío Julian creyó que yo había muerto, pero el que estaba muerto era él; inclinaos ante nuestra adorada Mary Katherine, pensé, o moriréis.

El agua se mecía adormecida en la oscuridad y yo me preguntaba cómo estaría la casa al volver. Quizá el fuego lo había destruido todo y al día siguiente nos encontraríamos los últimos seis años reducidos a humo y a todos ellos aguardándonos en el comedor, sentados a la mesa mientras Constance servía la cena. Quizá acabáramos en la casa Rochester, o viviendo en el pueblo o en una casa flotante en el río o en una torre en lo alto de una colina; quizá el fuego se hubiera decidido a cambiar de dirección y abandonar nuestra casa y destruir el pueblo; quizá a estas alturas, en el pueblo, estaban ya todos muertos. Quizá el pueblo en realidad era un gran tablero, con casillas bien delimitadas, y yo había superado la que decía «fuego, regresa al principio», y ahora estaba en las últimas casillas, a un solo movimiento del final.

El pelo de Jonas olía a humo. Era el día de visita de Helen Clarke, pero hoy no habría té, porque íbamos a tener que limpiar la casa, aunque no fuera día de limpieza. Ojalá Constance hubiese preparado bocadillos para traer al arroyo, y me pregunté si Helen Clarke era capaz de presentarse a tomar el té aunque la casa no estuviese en condiciones. Decidí que a partir de ese momento yo ya no tendría permiso para llevar tazas de té.

Cuando comenzó a amanecer oí que Constance se removía entre las hojas y entré en mi escondite para estar cerca de ella cuando se despertara. Al abrir los ojos, lo primero que vio fueron los árboles sobre ella, y luego a mí, y me sonrió.

—Por fin estamos en la Luna —le anuncié, y le devolví la sonrisa.

—Pensé que todo era un sueño.

—Sucedió realmente —dije.

—Pobre tío Julian.

—Vinieron durante la noche y se lo llevaron, mientras nosotras estábamos aquí en la Luna.

—Me alegro de estar aquí —dijo—. Gracias por traerme.

Tenía hojas en el cabello y la cara sucia y Jonas, que me había seguido hasta mi escondite, la miraba sorprendido: hasta entonces nunca había visto a Constance con la cara sucia. Ella se quedó quieta un momento, ya no sonreía, le devolvió la mirada a Jonas consciente de que estaba sucia, y luego dijo:

—Merricat, ¿qué vamos a hacer?

—Primero tenemos que limpiar la casa aunque no sea el día.

—La casa —dijo—. Oh, Merricat.

—Ayer no cené —le dije.

—Oh, Merricat. —Se incorporó y en un instante se quitó el chal y se sacudió las hojas—. Oh, Merricat, pobrecita —dijo—. Vamos a darnos prisa —y se puso en pie.

—Mejor que antes te laves la cara.

Fue al arroyo, mojó el pañuelo y se frotó el rostro mientras yo sacudía el chal del tío Julian y lo doblaba, pensando que esa mañana todo era muy extraño y primitivo; yo nunca había tocado el chal del tío Julian. Intuía que a partir de ahora las reglas iban a ser distintas, pero de todos modos era raro estar doblando el chal del tío Julian. Luego, pensé, volvería a mi escondite y lo limpiaría, y pondría hojas nuevas.

—Merricat, te estarás muriendo de hambre.

—Tenemos que ir con cuidado —dije agarrándola de la mano para calmarla—. No hay que hacer ruido y debemos prestar atención; puede ser que algunos de ellos todavía estén rondando por aquí.

Yo caminaba delante en silencio, y Constance y Jonas detrás. Constance no era tan sigilosa como yo, pero hacía muy poco ruido y Jonas, por supuesto, no hacía ningún ruido. Tomé el camino que nos llevaría a la puerta trasera de la casa, cerca del huerto, y cuando llegamos al extremo del bosque me detuve y, dejando a Constance un poco atrás, me aseguré de que no quedara nadie por ahí. Por un momento solo vimos el jardín y la puerta de la cocina, que tenían el mismo aspecto de siempre, y Constance suspiró y dijo «Oh, Merricat», y lanzó un pequeño gemido, y yo me quedé atónita, porque el piso superior de la casa había desaparecido.

Recordé que justo el día antes había estado mirando la casa con amor, pensando que siempre había sido tan alta como los árboles. Ahora la casa acababa por encima de la puerta de la cocina, que era una pesadilla de madera negra y retorcida; vi un pedazo de marco de ventana que aún sostenía un cristal roto y pensé: esa era mi ventana, yo miraba desde mi habitación por esa ventana.

No había nadie ni se oía ningún ruido. Avanzamos juntas muy despacio hacia la casa, tratando de asimilar su fealdad y decadencia y vergüenza. Las verduras del huerto estaban cubiertas de ceniza; habría que lavar la lechuga antes de comerla, y los tomates. El fuego no había llegado hasta allí, pero todo, el césped y los manzanos y la mesa de jardín de mármol de Constance, todo tenía un aspecto humoso y estaba sucio. Al acercarnos a la casa comprobamos que el fuego no había llegado al piso de abajo, se tuvo que conformar con las habitaciones y el desván. Constance titubeó ante la puerta de la cocina, pero la había abierto miles de veces y era imposible que la puerta no reconociera el tacto de su mano, así que abrió el cerrojo. Cuando la abrió, fue como si la casa temblara, aunque ni siquiera una corriente gélida le habría dado un aspecto más frío. Tuvo que empujar la puerta para entrar, aunque no cayó ninguna viga calcinada, ni, al contrario de lo que yo temía, se derrumbó todo de pronto, porque es de esperar que una casa en apariencia sólida pero en realidad solo hecha de cenizas se desmorone al tocarla.

—Mi cocina —dijo Constance—, mi cocina.

Se quedó en la puerta, mirando. Pensé que a lo mejor nos habíamos equivocado de camino durante la noche, a lo mejor nos habíamos perdido y habíamos vuelto por el agujero equivocado en el tiempo, o por la puerta equivocada, o por el cuento equivocado. Constance se apoyó en el marco de la puerta para sostenerse en pie, y repitió:

—Mi cocina, Merricat.

—Mi taburete sigue ahí —dije yo.

El obstáculo que impedía abrir la puerta era la mesa de la cocina, que estaba tumbada en el suelo. La puse derecha y entramos. Había dos sillas destrozadas, y el suelo estaba horrible, lleno de platos y vasos rotos, y cajas de comida y papeles que habían tirado de las estanterías. Contra la pared habían estampado tarros de mermelada y conservas en almíbar, y salsa de tomate. El fregadero donde Constance lavaba los platos estaba lleno de pedazos de cristal, como si los hubieran estado rompiendo metódicamente, uno tras otro. Habían sacado los cajones donde guardábamos la cubertería y los utensilios de cocina y los habían estrellado contra la mesa y las paredes, y la cubertería de la casa, que durante generaciones había sido de las mujeres de los Blackwood, estaba deformada y esparcida por el suelo. Habían cogido del aparador del comedor los manteles y las servilletas cosidos por las mujeres de los Blackwood, lavados y planchados una y otra vez, remendados y cuidados, y los habían arrastrado hasta la cocina. Era como si todas las riquezas y tesoros de nuestra casa hubieran sido descubiertos y destruidos y mancillados; había platos rotos que procedían de los estantes más altos del aparador, y nuestro pequeño azucarero con rosas estaba tirado a mis pies, sin asas. Constance se agachó y recogió una cuchara de plata.

—Esto formaba parte del ajuar de nuestra abuela —dijo, y puso la cuchara sobre la mesa. Luego añadió—: Las conservas —y se volvió hacia la puerta del sótano; estaba cerrada y pensé que quizá no la habían visto, o quizá no habían tenido tiempo de bajar las escaleras. Constance avanzó con cuidado, abrió la puerta del sótano y miró hacia abajo. Yo me imaginé todos los tarros guardados con tanto cariño hechos añicos en el suelo, amontonados en pilas pegajosas, pero Constance bajó uno o dos escalones y dijo—: No, aquí no han tocado nada. —Cerró la puerta del sótano otra vez, se dirigió al fregadero para lavarse las manos y se las secó con un trapo que estaba en el suelo.

—Y ahora, tu desayuno.

Jonas estaba sentado en el escalón de la puerta bajo la luz de un sol cada vez más intenso, mirando la cocina con asombro; cuando volvió la vista hacia mí me pregunté si estaría pensando que Constance y yo habíamos provocado todo aquel desorden. Vi una taza que no estaba rota, la recogí y la dejé encima de la mesa, y luego me puse a buscar más cosas que pudieran haberse salvado. Me acordé de que una de las porcelanas de Dresde de nuestra madre había rodado por el césped escapando del peligro y me pregunté si habría podido esconderse con éxito y ponerse a salvo; después iría a ver si la encontraba.

Nada estaba en su lugar, nada seguía un plan; era un día absolutamente singular. Constance bajó al sótano y volvió con las manos llenas.

—Sopa de verduras —dijo, casi cantando—, mermelada de fresa, sopa de pollo y cecina. —Dejó los tarros sobre la mesa de la cocina y se volvió despacio, mirando el suelo—. Allí —dijo finalmente. Fue hasta una esquina a recoger una cacerola pequeña y se dirigió a la despensa—. Merricat —me llamó entre risas—, no han encontrado el barril de harina. Ni la sal. Ni las patatas.

Encontraron el azúcar, pensé. Bajo mis pies sentía el suelo granuloso, era como si tuviera vida propia, y pensé: claro; era obvio que irían por el azúcar y se lo pasarían en grande; quizá se lo habían estado tirando los unos a los otros, mientras gritaban: «Azúcar Blackwood, azúcar Blackwood, ¿quieres probarlo?».

—Han llegado hasta las estanterías de la despensa —dijo Constance—, cereales, especias y conservas.

Recorrí la cocina despacio, observando el suelo. Debían haber barrido las cosas con el antebrazo para tirarlas, porque las latas de comida estaban esparcidas y abolladas como si hubieran volado por los aires, habían pisoteado las cajas de cereales y de té y de galletas y estaban todas abiertas. Los tarros de las especias estaban juntos en un rincón, sin abrir; me pareció notar una ligera fragancia a las especias de las galletas de Constance y entonces vi unas pocas, aplastadas en el suelo.

Constance volvió de la despensa con una barra de pan.

—¡Mira, esto no lo han encontrado! —exclamó—, y hay huevos y leche y mantequilla en la nevera.

Al no encontrar la puerta del sótano no pudieron llegar hasta la nevera, y me alegré de que no hubieran encontrado los huevos para sumarlos al desorden que ya había en el suelo.

Encontré tres sillas enteras y las coloqué en su lugar alrededor de la mesa. Jonas estaba sentado en mi esquina, en mi taburete, y me miraba. Me bebí la sopa de pollo en una taza sin asa, y Constance lavó un cuchillo para untar el pan con mantequilla. Aunque en esos momentos no me di cuenta, el tiempo y el esquema ordenado de nuestros días se había acabado; no sé si primero encontré las sillas y luego comí el pan, o si primero comí el pan y luego encontré las sillas, o si hice las dos cosas a la vez. En un momento dado, Constance se volvió de pronto y dejó el cuchillo; se dirigió hacia la puerta cerrada de la habitación del tío Julian y regresó con una leve sonrisa:

—Me ha parecido oírlo caminar —dijo, y se sentó otra vez.

Todavía no habíamos salido de la cocina. Todavía no sabíamos cuánto había quedado de nuestra casa, o qué estaría esperándonos más allá de las puertas del comedor. Nos quedamos sentadas en la cocina, agradecidas por las sillas y la sopa de pollo y la luz del sol, sin sentirnos capaces de ir más allá.

—¿Qué harán con el tío Julian? —pregunté.

—Habrá un funeral —contestó Constance con tristeza—. ¿Te acuerdas de los otros funerales?

—Yo estaba en el orfanato.

—A mí me dejaron ir. Me acuerdo. Al tío Julian le harán un funeral e irán los Clarke, y los Carrington, y sin duda la menuda Mrs. Wright. Se mostrarán muy apenados los unos ante los otros. Mirarán alrededor a ver si aparecemos por ahí.

Me los imaginé buscándonos y me estremecí.

—Lo enterrarán con los demás.

—Me gustaría enterrar algo para el tío Julian —dije.

Constance estaba tranquila, se miraba los dedos, que reposaban inmóviles y esbeltos sobre la mesa.

—El tío Julian se ha ido para siempre, como todos los demás. La mayor parte de nuestra familia ya no está, Merricat; solo quedamos tú y yo.

—Y Jonas.

—Y Jonas. Nos vamos a encerrar aquí con más precauciones que nunca.

—Pero hoy es el día en que Helen Clarke viene a tomar el té.

—No —dijo ella—. Ni una vez más. Aquí no.

Al permanecer tranquilamente sentadas en la cocina retrasábamos el momento de ver el resto de la casa. Los libros de la biblioteca seguían en la estantería, intactos, y supuse que nadie había querido coger los libros que pertenecían a la biblioteca; al fin y al cabo, destruir lo que era propiedad de la biblioteca estaba multado.

Constance, que siempre estaba bailando, no parecía dispuesta a moverse; estaba sentada a la mesa de la cocina con las manos extendidas ante sí, sin mirar la destrucción circundante, y casi soñando, como si no creyera en absoluto que esa mañana se había despertado.

—Tenemos que limpiar la casa —le dije inquieta, y ella me dedicó una sonrisa.

Cuando sentí que ya no podía esperar más, dije:

—Voy a mirar. —Me levanté y me dirigí al comedor. Ella me observaba, impertérrita. Cuando abrí la puerta sentí un olor espantoso a mojado y a madera quemada y a destrucción, y en el suelo había cristales de las ventanas y la vajilla de té de plata del aparador estaba tirada y pisoteada, reducida a formas grotescas e irreconocibles. Las sillas estaban rotas, también; me acordé de que habían llevado las sillas arriba y las habían arrojado contra las ventanas y las paredes. Crucé el comedor y fui hasta el vestíbulo. La puerta de entrada estaba abierta de par en par y los primeros rayos de sol hacían dibujos sobre el suelo, tocando los cristales rotos y las telas desgarradas; al cabo de un momento me di cuenta de que aquellas telas eran las cortinas del salón, de cinco metros, que nuestra madre había mandado hacer. Fuera no había nadie; me quedé junto a la puerta abierta y sobre el césped vi las marcas de las ruedas de los coches y las huellas de los pies que habían estado bailando, y las mangueras lo habían dejado todo lleno de charcos y barro. El porche estaba sucio, y me acordé de la gran pila de muebles rotos que Harler el comerciante de chatarra había amontonado la noche anterior. Me pregunté si tendría pensado venir hoy con una furgoneta y arramblar con todo lo que pudiera, o si solo había hecho la pila porque le gustaban las grandes pilas de cosas rotas y no podía resistirse a amontonar trastos donde fuera que los encontrara. Me quedé esperando en la puerta para asegurarme de que nadie nos estaba observando, y luego bajé corriendo los escalones y fui hasta el césped a sacar de su escondite la porcelana de Dresde que no se había roto, entre las raíces de un arbusto; pensé en llevársela a Constance.

Ella seguía sentada tranquilamente a la mesa de la cocina, y cuando le puse delante la porcelana de Dresde se la quedó mirando un momento, la cogió y la estrechó contra su mejilla.

—Todo ha sido culpa mía —dijo—. Sea como sea, todo ha sido culpa mía.

—Te quiero, Constance —le dije.

—Yo también te quiero, Merricat.

—¿Y qué hay de ese pastel para Jonas y para mí? ¿Rosa y con hojas doradas en los bordes?

Meneó la cabeza, y por un momento pensé que no iba a responderme, pero respiró hondo y se levantó.

—Antes —dijo— voy a limpiar esta cocina.

—¿Y qué vas a hacer con esto? —le pregunté, tocando la porcelana de Dresde con la punta del dedo.

—Ponla en su lugar —dijo, y yo la seguí mientras ella abría la puerta que daba al vestíbulo y lo cruzaba hasta el salón. El vestíbulo estaba menos revuelto que las habitaciones, porque había menos para destrozar, pero los añicos habían llegado desde la cocina y caminábamos sobre cucharas y platos que habían lanzado hasta allí. Me quedé impresionada al entrar en el salón y ver el retrato de nuestra madre mirándonos hacia abajo con elegancia mientras su salón estaba devastado a su alrededor. Los blancos adornos de pastel de boda estaban negros de humo y hollín y nunca más volverían a estar limpios; era muy desagradable ver el salón, incluso más que la cocina o el comedor, porque siempre lo habíamos mantenido muy ordenado, y nuestra madre adoraba esa habitación. Me pregunté quién de ellos habría tirado al suelo el arpa de Constance y recordé que la había oído gemir mientras caía. Las sillas tenían el brocado rasgado y sucio, y la marca de los pies húmedos que las habían coceado y que también habían pisoteado el sofá. También aquí las ventanas estaban rotas, y con las cortinas descolgadas se nos podía ver perfectamente desde el exterior.

—Creo que los postigos se pueden cerrar —dije, mientras Constance titubeaba en la puerta, reticente a entrar en la sala. Yo salí al porche por la ventana rota, pensando que nadie había recorrido ese camino antes, y resultó que pude soltar los postigos con facilidad. Los postigos eran tan altos como las ventanas; la idea original era que un hombre cerrase los postigos subiéndose a una escalera al acabar el verano, cuando la familia se mudara a la casa de la ciudad, pero habían pasado tantos años cerrados que los clavos estaban oxidados y solo tuve que sacudir los pesados postigos para que se soltaran. Los cerré y los sujeté con el pasador de abajo, el único al que llegaba; había dos pasadores más sobre mi cabeza; quizá podía salir una noche con la escalera, pero de momento había que conformarse con el pasador de abajo. Después de cerrar los postigos de las dos ventanas del salón fui hasta el porche y entré, como debe ser, por la puerta principal y me dirigí al salón, donde Constance, ahora que el sol se había escondido, estaba en la penumbra. Se acercó a la repisa de la chimenea y dejó la porcelana de Dresde en su lugar, debajo del retrato de nuestra madre, y entonces, durante un instante, la gran estancia sombría recobró la forma que había tenido en otro tiempo y que luego se desvaneció para siempre.

Teníamos que caminar con cuidado porque había objetos rotos en el suelo. La caja fuerte de nuestro padre estaba junto a la puerta del salón, yo me reí e incluso Constance sonrió, porque no habían podido abrirla, ni tampoco llevársela.

—Qué locura —dijo Constance, y tocó la caja fuerte con la punta del dedo.

A nuestra madre le gustaba que la gente admirara su salón pero ahora nadie podría acercarse a las ventanas y mirar dentro, y nadie volvería a verlo jamás. Constance y yo cerramos la puerta del salón para siempre. Ella se quedó esperando en la entrada mientras yo salía otra vez al porche y cerraba los postigos de las grandes ventanas del comedor, luego entré, cerramos y pusimos el candado para resguardarnos. El vestíbulo estaba oscuro, solo entraban dos finos rayos de sol a través de dos paneles de cristal a cada lado de la puerta; podíamos mirar hacia fuera a través del cristal, pero nadie podía vernos, ni siquiera acercándose mucho, porque el vestíbulo estaba a oscuras. Las escaleras estaban negras y conducían a la oscuridad o a habitaciones quemadas desde las que se veían minúsculas manchas de cielo.

Hasta ahora, el tejado siempre nos había protegido del cielo, pero no me pareció que allá arriba hubiera nada ante lo que fuéramos vulnerables, y mi mente se refugió pensando en criaturas aladas silenciosas que salían de entre los árboles para observarnos desde las vigas rotas y calcinadas. Me planteé hacer una barricada en las escaleras poniendo algo, una silla rota, por ejemplo. En mitad de las escaleras había un colchón, empapado y sucio; desde allí habían combatido el fuego con las mangueras. Me quedé al pie de las escaleras, mirando hacia arriba, preguntándome adónde había ido a parar nuestra casa, las paredes y los suelos y las camas y las cajas llenas de cosas del desván; el reloj de nuestro padre se había perdido entre las llamas, y también los objetos de tocador de carey de nuestra madre. Sentí un soplo de aire en la mejilla; procedía del cielo que podía ver, pero olía a humo y ruina. Nuestra casa era un castillo con torreones, abierto al cielo.

—Volvamos a la cocina —dijo Constance—. No soporto más estar aquí fuera.

Como dos niñas que recogen caracolas, o dos ancianas que buscan peniques entre hojas secas, arrastrábamos los pies entre los destrozos del suelo de la cocina, para encontrar alguna cosa que todavía estuviera entera y pudiera usarse. Después de haber recorrido la cocina a lo largo y a lo ancho y en diagonal, hicimos una pequeña pila de cosas sobre la mesa, con lo suficiente para nosotras dos. Había dos tazas con asa, y varias sin, y media docena de platos, y tres cuencos. Habíamos podido rescatar todas las latas de comida intactas, y los tarros de especias volvieron directamente a su estantería. Encontramos la mayor parte de la cubertería de plata y la enderezamos todo lo que pudimos y la guardamos en los cajones correspondientes. Todas las mujeres de los Blackwood habían traído a casa su propia cubertería y su loza y su ropa de cama, así que siempre habíamos tenido docenas de cucharones de sopa y bandejas de pasteles; el mejor servicio de nuestra madre estaba guardado en una caja dentro del aparador del comedor, pero lo encontraron y lo desperdigaron por el suelo.

Una de las tazas que quedó entera era verde por fuera y amarillo pálido por dentro, y Constance dijo que podía quedármela.

—Creo que nunca vi a nadie usándola —dijo—. Supongo que la trajo alguna abuela o alguna tía abuela como parte del ajuar. En su día tenía un plato a juego. —La taza que Constance escogió para ella era blanca con flores naranjas, y quedaba uno de los platos—. Me acuerdo de cuando usábamos esos platos —comentó—. Era la vajilla de diario cuando yo era pequeña. La vajilla que usábamos para las ocasiones especiales era blanca, con los bordes dorados. Luego nuestra madre compró una vajilla mejor y la blanca y dorada pasó a usarse cada día y estos platos floreados acabaron en la estantería de la despensa junto con las piezas de loza medio rotas. En los últimos años siempre he usado la vajilla de diario de nuestra madre, excepto cuando Helen Clarke venía a tomar el té. Con estas tazas con asas —dijo—, estaremos como señoras.

Después de recoger todo lo que podíamos utilizar, Constance, con una pesada escoba, barrió los escombros hacia el comedor.

—Así no tendremos que verlo todo el rato —dijo. Barrió el vestíbulo para que pudiéramos ir desde la cocina hasta la puerta sin pasar por el comedor, y luego cerramos todas las puertas del comedor y no las volvimos a abrir nunca más, Pensé en la porcelana de Dresde, pequeña y audaz, bajo el retrato de nuestra madre en el salón a oscuras, y pensé que nunca más volveríamos a sacarle el polvo. Antes de que Constance barriera los trapos rasgados que en su día habían sido las cortinas del salón, le pedí que me cortara un trozo del cordón que las había corrido y descorrido, y ella me dio un pedazo con una borla dorada en el borde; me pregunté si era el objeto adecuado para enterrar por el tío Julian.

Cuando acabamos, y después de que Constance fregara el suelo de la cocina, nuestra casa estaba limpia y parecía nueva; desde la puerta de la entrada hasta la cocina todo estaba despejado y bien barrido. Habían desaparecido tantas cosas de la cocina que tenía un aspecto vacío, pero Constance colocó nuestras tazas y platos y cuencos en una estantería, y encontró un cazo para darle leche a Jonas, y nos sentimos seguras. La puerta de entrada estaba cerrada, la puerta de la cocina estaba cerrada con el pestillo, y mientras estábamos sentadas a la mesa de la cocina bebiendo leche en las dos tazas y Jonas de su cazo comenzaron a llamar a la puerta. Constance corrió al sótano, y yo me detuve a la distancia necesaria para comprobar que estuviera puesto el pestillo de la puerta de la cocina, y luego la seguí. Nos sentamos en las escaleras del sótano a oscuras, y escuchamos. Muy lejos, en la puerta de entrada, seguían llamando, y una voz preguntaba:

—¿Constance? ¿Mary Katherine?

—Es Helen Clarke —susurró Constance.

—¿Crees que ha venido a tomar el té?

—No. Nunca más.

Como era de esperar, Helen Clarke se puso a dar vueltas a la casa mientras nos llamaba. Cuando llamó a la puerta de la cocina, aguantamos la respiración, sin movernos, porque la parte superior de la puerta de la cocina era de cristal y sabíamos que podía ver dentro, pero en las escaleras del sótano estábamos a salvo y ella no tenía modo de abrir la puerta.

—¿Constance? ¿Mary Katherine? ¿Estáis ahí? —Giró el pomo como quien se dispone a abrir una puerta cogiéndola desprevenida y a deslizarse dentro antes de que el cerrojo lo detenga—. Jim —dijo—, sé que están aquí. Tienen algo en el fuego. Abrid la puerta —exigió, alzando el tono de voz—. Constance, ven y habla conmigo. Quiero verte. Jim —repitió—, están ahí dentro y pueden oírme, estoy segura.

—Seguro que te oyen —respondió Jim Clarke—. Se te oye hasta en el pueblo.

—Pero estoy convencida de que malinterpretaron a la gente que estuvo aquí anoche; estoy convencida de que Constance está ofendida, pero yo tengo que decirles que nadie tenía intención de hacerles daño. Constance, escúchame, por favor. Queremos que vengáis a nuestra casa hasta que decidamos qué hacer. No hay ningún problema, de verdad; está todo olvidado.

—¿Crees que es capaz de derribar la casa? —le susurré a Constance, y Constance negó con la cabeza sin decir nada.

—Jim, ¿tú podrías echar abajo la puerta?

—Por supuesto que no. Déjalas, Helen, ya saldrán cuando estén preparadas.

—Pero Constance se toma estas cosas muy en serio. Estoy segura de que ahora mismo está asustada.

—Déjalas.

—Pero no podemos dejarlas, es lo peor que podría pasarles. Quiero que salgan de aquí y que vengan a casa conmigo, donde pueda cuidarlas.

—No parece que ellas tengan ganas de ir —dijo Jim.

—¿Constance? ¿Constance? Sé que estás ahí; ven y abre la puerta.

Yo estaba pensando que debíamos poner una tela o un trozo de cartón en el cristal de la puerta de la cocina; sencillamente con eso evitaríamos tener a Helen Clarke fisgoneando todo el tiempo si había alguna olla al fuego. Podíamos juntar las cortinas de la cocina con alfileres, y quizá así podríamos quedarnos tranquilamente sentadas a la mesa cuando Helen Clarke viniera a aporrear la puerta y no tendríamos que escondernos en las escaleras del sótano.

—Vámonos —dijo Jim Clarke—. No van a responderte.

—Pero yo quiero que vengan a casa conmigo.

—Hemos hecho lo que hemos podido. Ya volveremos otro día, cuando tengan más ganas de vernos.

—¿Constance? Constance, por favor, contéstame.

Constance suspiró, y repiqueteó con los dedos sobre la barandilla de la escalera, casi sin hacer ruido.

—A ver si se da prisa —me dijo al oído—, se me va a pasar la sopa.

Helen Clarke seguía gritando mientras daba la vuelta a la casa para ir al coche —«¿Constance? ¿Constance?»—, como si estuviéramos en algún lugar del bosque, o fuésemos a abalanzarnos sobre ella desde detrás de un arbusto. Cuando oímos que el coche ya estaba lejos, subimos del sótano, Constance apagó el fuego de la sopa y yo crucé el vestíbulo para ir hasta la puerta de entrada y asegurarme de que se habían ido y la puerta estaba bien cerrada. Vi que el coche desaparecía por la carretera y tuve la sensación de que todavía podía oír a Helen Clarke gritando: «¿Constance? ¿Constance?».

—No cabe duda de que quería su té —le dije a Constance cuando regresé a la cocina.

—Solo tenemos dos tazas con asa —comentó Constance—. Nunca más volverá a tomar el té en esta casa.

—Está bien que el tío Julian ya no esté, porque si no alguno de nosotros tendría que usar una taza rota. ¿Vas a limpiar la habitación del tío Julian?

—Merricat —Constance se volvió desde los fogones y me miró—. ¿Qué vamos a hacer?

—Hemos limpiado la casa. Tenemos comida. Nos hemos escondido de Helen Clarke. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Dónde vamos a dormir? ¿Cómo vamos a saber qué hora es? ¿Qué ropa nos pondremos?

—¿Para qué necesitamos saber qué hora es?

—La comida no durará para siempre, ni siquiera las conservas.

—Podemos dormir en mi escondite junto al arroyo.

—No. Eso está bien para esconderse, pero necesitamos una cama de verdad.

—He visto un colchón en las escaleras. El de mi antigua cama, me parece. Podemos bajarlo, lavarlo y secarlo al sol. Tiene un borde quemado.

—Muy bien —dijo Constance. Fuimos juntas hasta las escaleras y cogimos el colchón con torpeza; estaba asquerosamente sucio y mojado. Entre las dos lo arrastramos por el vestíbulo, junto con algunos trozos de madera y cristal que lo acompañaban, y cruzamos el suelo limpio de la cocina de Constance. Antes de abrir la puerta miré hacia fuera con atención, e incluso una vez con la puerta abierta me adelanté para echar un vistazo en todas direcciones, pero no había peligro. Llevamos el colchón hasta el césped, y lo dejamos al sol, cerca del banco de mármol de nuestra madre.

—El tío Julian solía sentarse justo aquí —dije yo.

—Hoy hace muy buen día, un día ideal para que el tío Julian se hubiese sentado al sol.

—Espero que no pasara frío al morir. Quizá se acordó del sol por un momento.

—Yo tenía su chal, espero que no lo extrañara. Merricat, voy a plantar algo aquí, donde se sentaba.

—Yo enterraré algo por él. ¿Qué plantarás?

—Una flor. —Constance se inclinó y tocó la hierba con delicadeza—. Alguna flor amarilla.

—Va a quedar divertido, justo en medio del césped.

—Nosotras sabremos por qué está ahí, y nadie más lo verá.

—Y yo enterraré algo amarillo, para que el tío Julian no pase frío.

—Pero primero, mi holgazana Merricat, vas a ir a buscar un cubo de agua y vas a fregar el colchón hasta que quede limpio. Y yo voy a limpiar de nuevo el suelo de la cocina.

Íbamos a ser muy felices, pensé. Había que hacer muchas cosas y construir una rutina completamente nueva, pero yo estaba segura de que íbamos a ser muy felices. Constance estaba pálida, y seguía triste por lo que le habían hecho a su cocina, pero había limpiado todas las estanterías y la mesa una y otra vez y las ventanas y el suelo. Los platos se mantenían valientemente en la estantería, y entre las latas y las cajas de comida sin romper que había rescatado teníamos una buena reserva en la despensa.

—Podría enseñarle a Jonas a cazar conejos para hacer un guiso —comenté; Constance se rio y Jonas se volvió hacia ella con indiferencia.

—Este gato está tan acostumbrado a vivir entre nata, pastelillos de ron y huevos con mantequilla que dudo que sea capaz de cazar un saltamontes —replicó.

—No creo que me gustara un guiso de saltamontes.

—En cualquier caso, ahora voy a hacer un pastel de cebolla.

Mientras Constance fregaba la cocina encontré un cartón muy grueso que corté con cuidado en varios trozos para tapar el cristal de la puerta de la cocina. El martillo y los clavos estaban en el cobertizo, donde los había dejado Charles Blackwood después de intentar arreglar el escalón roto, y coloqué los cartones en la puerta de la cocina hasta que el cristal quedó completamente tapado para que nadie pudiera ver dentro. También clavé cartones en las otras dos ventanas de la cocina; la cocina quedó a oscuras, pero ahora era un lugar seguro.

—Habría sido mejor dejar que las ventanas de la cocina se ensuciaran —le dije a Constance, y ella respondió indignada:

—Nunca viviría en una casa con las ventanas sucias.

Cuando acabamos, la cocina estaba muy limpia pero no relucía porque había muy poca luz, y yo me di cuenta de que Constance no estaba satisfecha. A ella le encantaba la luz del sol y la claridad y cocinar en una cocina deliciosamente iluminada.

—Podemos dejar la puerta abierta —propuse— si vigilamos todo el rato. Si algún coche aparca delante de la puerta, lo oiremos. Cuando tenga tiempo —añadí— pensaré en alguna manera de levantar barricadas a ambos lados de la casa para que nadie pueda llegar hasta la parte de atrás.

—Estoy segura de que Helen Clarke lo volverá a intentar.

—De cualquier modo, ahora no puede ver dentro.

La tarde se estaba apagando; incluso con la puerta abierta solo entraba un pequeño rayo, y Jonas se fue con Constance a los fogones, a pedir su sopa. En la cocina se estaba caliente y cómodo y era acogedora y estaba limpia. Estaría bien tener una chimenea aquí, pensé, podríamos sentarnos junto al fuego; y luego pensé, no, ya habíamos tenido bastante fuego.

—Voy a ir a asegurarme de que la puerta de entrada está cerrada —dije.

La puerta de entrada estaba cerrada y no había nadie fuera. Cuando volví a la cocina Constance anunció:

—Mañana limpiaré la habitación del tío Julian. Tenemos que mantener en orden lo poco que queda de la casa.

—¿Tú dormirás allí? ¿En la cama del tío Julian?

—No, Merricat. Quiero que tú duermas allí. Es la única cama que tenemos.

—Yo no tengo permiso para entrar en la habitación del tío Julian.

Se quedó un instante en silencio mirándome con curiosidad, y luego me preguntó:

—¿Aunque el tío Julian ya no esté entre nosotros, Merricat?

—Además, yo he encontrado el colchón, y lo he limpiado, y era el de mi cama. Quiero ponerlo en el suelo, en mi rincón.

—Tontuela. No importa, creo que esta noche las dos dormiremos en el suelo. El colchón no estará seco hasta mañana, y las sábanas del tío Julian no están limpias.

—Puedo traer ramas de mi escondite, y hojas.

—¿Al suelo reluciente de mi cocina?

—Cogeré la manta, eso sí, y el chal del tío Julian.

—¿Vas a salir? ¿Ahora? ¿Vas a hacer todo ese camino?

—Fuera no hay nadie —dije—. Está casi oscuro, es muy seguro. Si viene alguien, cierra la puerta con el pestillo; si veo que la puerta está cerrada esperaré junto al arroyo hasta que pueda volver sin ningún peligro. Y me llevaré a Jonas para que me proteja.

Corrí hasta el arroyo, pero Jonas fue más rápido, y ya estaba esperándome cuando llegué a mi escondite. Correr estaba bien, y estaba bien regresar a nuestra casa y ver la puerta abierta de la cocina y la cálida luz dentro. Cuando estuvimos dentro, cerré la puerta con el pestillo; ahora sí estábamos preparadas para pasar la noche.

—Hay una cena rica —dijo Constance, cariñosa y feliz de cocinar—. Ven, siéntate, Merricat. —Con la puerta cerrada, tuvo que encender la luz; se veía que había puesto la mesa con esmero—. Mañana intentaré pulir la cubertería de plata —continuó—, y tenemos que entrar las cosas del jardín.

—Las lechugas están llenas de cenizas.

—Mañana, también —respondió Constance, que miraba los cuadrados negros que cubrían las ventanas—. Voy a intentar inventarme unas cortinas para tapar tus cartones.

—Mañana levantaré barricadas a ambos lados de la casa. Mañana Jonas nos cazará un conejo. Mañana averiguaré para ti qué hora es.

Lejos, en la puerta de la casa, aparcó un coche, y nosotras nos quedamos en silencio, mirándonos; ahora, pensé, ahora veremos si estamos a salvo, y me levanté y me aseguré de que estuviera corrido el pestillo de la puerta de la cocina; yo no podía ver a través del cartón y estaba convencida de que ellos no podían ver dentro. Comenzaron llamando a la puerta de entrada, pero no hubo tiempo para comprobar que la puerta estuviera cerrada. Solo llamaron un momento, como si estuvieran seguros de que no íbamos a aparecer por allí, y luego los oímos tropezando en la oscuridad mientras intentaban encontrar la manera de llegar a la parte trasera de la casa por un lado. Oí la voz de Jim Clarke, y otra voz que reconocí como la del doctor Levy.

—No se ve nada —dijo Jim Clarke—. Está negro como el pecado.

—Se ve un resquicio de luz en una de las ventanas.

En cuál, me pregunté; ¿qué ventana dejaba pasar luz?

—Están ahí dentro, muy bien —dijo Jim Clarke—. No podían estar en ningún otro lugar.

—Solo quiero saber si están heridas o enfermas; no me gustaría pensar que están ahí encerradas cuando necesitan ayuda.

—Se supone que yo me las tengo que llevar a casa conmigo —comentó Jim Clarke.

Fueron hasta la puerta trasera; sus voces estaban justo fuera, y Constance me tendió la mano sobre la mesa; si en algún momento nos daba la impresión de que nos veían, podíamos bajar corriendo al sótano.

—Este maldito lugar está todo entablado —dijo Jim Clarke, y yo pensé, bien, oh, eso está bien. Había olvidado que en el cobertizo debía de haber tablas de verdad; no se me había ocurrido y el cartón era demasiado frágil.

—¿Miss Blackwood? —gritó el doctor, y uno de ellos llamó a la puerta—. ¿Miss Blackwood? Soy el doctor Levy.

—Y Jim Clarke. El marido de Helen. Helen está preocupada por vosotras.

—¿Estáis heridas? ¿Enfermas? ¿Necesitáis ayuda?

—Helen quiere que vengáis a casa; os está esperando.

—Escuchad —dijo el doctor, y me imaginé su cara muy pegada al cristal, casi tocándolo. Habló con voz muy amigable y tranquila—. Escuchad, nadie os va a hacer daño. Somos vuestros amigos. Hemos venido hasta aquí para ayudaros y asegurarnos de que estáis bien y no queremos molestaros. De hecho, os prometemos que no os molestaremos en absoluto, nunca más, si nos decís una sola vez que estáis sanas y salvas. Basta una palabra.

—No podéis dejar que la gente vaya por ahí preocupándose continuamente por vosotras —intervino Jim Clarke.

—Basta una palabra —repitió el doctor—. Lo único que tenéis que hacer es decir que estáis bien.

Esperaron. Podía sentir como aplastaban sus caras contra el cristal, intentando ver dentro. Constance me miró desde el otro lado de la mesa y me sonrió un poco, y yo le devolví la sonrisa; nuestras medidas de protección eran buenas y no podían vernos.

—Escuchad —insistió el doctor, y alzó un poco la voz—, escuchad. El funeral de Julian es mañana. Hemos pensado que querríais saberlo.

—Ya hay muchas flores —dijo Jim Clarke—. Os pondríais muy contentas si vierais todas esas flores. Nosotros hemos enviado flores, y los Wright, y los Carrington. Creo que cambiaríais de opinión sobre vuestros amigos si vierais las flores que le hemos mandado a Julian.

Me pregunté por qué íbamos a cambiar de opinión por el hecho de saber quién le había enviado flores al tío Julian. En cualquier caso, un tío Julian enterrado entre flores, invadido por las flores, no se parecería a nuestro tío Julian. Quizá los montones de flores abrigarían al tío Julian muerto; intenté pensar en el tío Julian muerto y solo pude recordarlo durmiendo. Pensé en los Clarke y en los Carrington y en los Wright arrojando pilas de flores sobre el pobre tío Julian, indefensamente muerto.

—No vais a ganar nada alejándoos de vuestros amigos, lo sabéis. Helen me ha dicho que os diga…

—Escuchad —noté que empujaban la puerta—. Nadie os va a molestar. Solo decidnos una cosa: ¿estáis bien?

—Sabéis que no vamos a seguir viniendo. Incluso los amigos tienen un límite.

Jonas bostezó. Constance se volvió hacia la mesa en silencio, despacio y con cuidado, y cogió una galleta de mantequilla y le dio un mordisco pequeño y silencioso. A mí me entraron ganas de reír, y me tapé la boca con las manos; era divertido ver a Constance comiendo una galleta en silencio, como una muñeca que simula comer.

—Maldita sea —exclamó Jim Clarke. Llamó a la puerta—. Maldita sea —repitió.

—Por última vez —dijo el doctor—, sabemos que estáis allí; por última vez, podéis…

—Vámonos —dijo Jim Clarke—. No vale la pena seguir gritando.

—Escuchad —continuó el doctor, y me dio la impresión de que tenía la boca pegada a la puerta—, uno de estos días necesitaréis ayuda. Os pondréis enfermas u os haréis daño. Necesitaréis ayuda. Entonces os faltará tiempo para…

—Déjelas —lo interrumpió Jim Clarke—. Vámonos.

Oí sus pasos recorriendo uno de los lados de la casa y me pregunté si no nos estarían tendiendo una trampa, simulando alejarse para regresar en silencio y quedarse esperando fuera sin hacer ruido. Pensé en Constance comiéndose una galleta en silencio y en Jim Clarke escuchando fuera en silencio y un pequeño escalofrío me recorrió la espalda; quizá nunca más volvería a haber ruido en el mundo. Entonces el coche se puso en marcha delante de la puerta de la casa y lo oímos alejarse y Constance dejó el tenedor sobre el plato dando un pequeño golpe y yo volví a respirar y dije:

—¿Dónde crees que tienen al tío Julian?

—En el mismo lugar —dijo Constance con aire ausente—, en la ciudad. Merricat —dijo, levantando la vista de pronto.

—¿Sí, Constance?

—Quiero pedirte disculpas. Anoche fui cruel.

Yo me mostré tranquila y distante, la miraba mientras rememoraba.

—Fui muy cruel —repitió—. Nunca debería haberte recordado su muerte.

—Pues no lo hagas ahora. —No podía mover la mano para alcanzar la suya y estrechársela.

—Fui yo la que quiso que olvidaras. Fui yo la que nunca quiso hablar de ello, nunca, y siento mucho haberlo hecho.

—Lo puse en el azúcar.

—Ya lo sé. También lo sabía entonces.

—Tú nunca te ponías azúcar.

—No.

—Por eso lo puse en el azúcar.

Constance suspiró.

—Merricat —dijo—, nunca más volveremos a hablar de ello. Nunca.

Yo me estremecí, pero ella me sonrió con dulzura, todo iba bien.

—Te quiero, Constance —dije.

—Yo también te quiero, Merricat.

Jonas estaba estirado en el suelo y dormía y pensé que no tenía que ser tan difícil. Era una pena que Constance no tuviera más hojas y musgo blando debajo de la manta pero no podíamos ensuciar la cocina otra vez. Yo puse mi manta en el rincón, cerca de mi taburete, porque era el lugar que conocía mejor, y Jonas se subió encima y se sentó, mirándome desde arriba. Constance se tumbó cerca del horno; estaba oscuro, pero la palidez de su rostro podía verse en toda la cocina.

—¿Estás cómoda? —le pregunté, y ella se rio.

—He pasado mucho tiempo en esta cocina —contestó—, pero nunca me había tendido en el suelo. Lo he cuidado tanto que ahora no puede sino darme la bienvenida, me parece.

—Mañana recogeremos las lechugas.