8

Tuve que volver para cenar; era indispensable que estuviera sentada a la mesa con Constance y el tío Julian y Charles. No podía imaginármelos comiendo y hablando y pasándose la comida, con mi sitio vacío. Jonas y yo recorrimos el camino y luego atravesamos el jardín en la creciente oscuridad, y yo miré la casa con todo mi amor; era una buena casa, y pronto estaría de nuevo limpia y bella. Me detuve un instante a contemplarla, y Jonas se restregó contra mi pierna y me habló suavemente, con curiosidad.

—Estoy observando nuestra casa —le dije, y se quedó quieto a mi lado, mirando hacia arriba también él. El tejado se dibujaba contra el cielo, las paredes compactas estaban bien unidas las unas a las otras, y las ventanas brillaban en la oscuridad; era una buena casa, y estaba casi limpia. Había luz en la ventana de la cocina y en las ventanas del comedor; era la hora de cenar y yo debía estar allí. Quería estar dentro de la casa, con la puerta cerrada a mis espaldas.

Cuando entré en la cocina noté al momento que la casa todavía albergaba la ira, y me sorprendió que alguien pudiera sentir una emoción durante tanto tiempo; oía con toda claridad su voz, que no dejaba de hablar y llegaba hasta la cocina.

—… que hacer respecto a ella —estaba diciendo—, simplemente, esto no puede seguir así.

Pobre Constance, pensé, tener que escuchar y escuchar mientras ve que se enfría la comida. Jonas salió corriendo y entró antes que yo en el comedor, y Constance anunció:

—Aquí está.

Me detuve en el umbral y me quedé un instante observando con atención. Constance iba vestida de rosa, y llevaba el cabello peinado hacia atrás, muy bonito; me sonrió cuando la miré, y me di cuenta de que estaba cansada de escuchar. La silla de ruedas del tío Julian estaba bien arrimada a la mesa y me entristeció ver que Constance le había puesto la servilleta bajo la barbilla; era horrible que no le permitieran comer tranquilo. Estaba comiendo pastel de carne y guisantes, que Constance había recogido un fragante día de verano; le había cortado la carne en pedazos pequeños y el tío Julian mezclaba los guisantes y la carne con la cuchara antes de metérselos fatigosamente en la boca. Él no escuchaba, pero la voz seguía hablando y hablando.

—Así que has decidido volver. Ya era hora, jovencita. Tu hermana y yo estamos decidiendo tu castigo.

—Lávate la cara, Merricat —dijo Constance con dulzura—. Y péinate; no quiero verte desarreglada a la mesa, y tu primo Charles está enfadado contigo.

Charles me señaló con el tenedor:

—Te anuncio, Mary, que tus travesuras se han acabado. Tu hermana y yo hemos decidido que ya tenemos bastante de que escondas cosas y las destruyas, y que no vamos a aguantar más tu mal humor.

No me gustaba tener un tenedor apuntándome y no me gustaba el tono de esa voz que no se detenía nunca; deseé que pinchara un trozo de comida con el tenedor, que se lo metiera en la boca y que se atragantara.

—Vamos, Merricat —dijo Constance—, se te va a enfriar la cena.

Ella sabía que yo no iba a comer sentada a esa mesa y que luego me llevaría la comida a la cocina, pero me pareció que no quería que Charles se diera cuenta para no darle más motivos de queja. Le sonreí y me dirigí al vestíbulo mientras la voz seguía hablando a mis espaldas. Hacía mucho tiempo que no se oían tantas palabras en nuestra casa, y tardarían en borrarse. Subí las escaleras con paso decidido para que oyeran que iba al piso de arriba, pero cuando llegué al final caminé con sigilo, como Jonas, que iba detrás de mí.

Constance había limpiado la habitación donde él se había instalado. Se veía muy vacía, porque lo único que había hecho era sacar las cosas; no tenía nada que volver a poner dentro porque yo me lo había llevado todo al desván. Yo sabía que los cajones del tocador estaban vacíos, y el armario, y las estanterías. No había espejo, y sobre el tocador solo había un reloj que no funcionaba y una cadena rota. Constance había quitado la ropa de cama mojada, y supuse que habría secado y girado el colchón, porque había vuelto a hacer la cama. Las largas cortinas habían desaparecido, quizá estaban lavándose. Él había estado tumbado en la cama, porque estaba deshecha, y su pipa, que todavía humeaba, estaba sobre la mesa junto a la cama; supuse que estaría tumbado cuando Constance lo llamó para cenar, y me pregunté si habría estado mirando la habitación transformada una y otra vez, en busca de algo familiar, con la esperanza de que quizá el ángulo de la puerta cerrada o la luz del techo pudieran devolvérselo todo de nuevo. Me supo mal que Constance hubiera tenido que girar el colchón ella sola; yo acostumbraba a ayudarla, pero quizá él había aparecido y se había ofrecido a hacerlo por ella. Constance incluso le había llevado un platillo limpio para la pipa; en nuestra casa no había ceniceros y como él siempre estaba buscando sitios para dejar la pipa Constance le había llevado unos cuantos platillos rajados de la estantería de la despensa y se los había dado para que apoyara la pipa. Los platillos eran rosas, con hojas doradas en el borde; formaban parte de la vajilla más antigua que recordaba.

—¿Quién los usaba? —le pregunté a Constance, cuando los dejó en la cocina—. ¿Dónde están las tazas?

—Nunca vi que nadie los usara; son de una época en la que yo no estaba en la cocina. Alguna bisabuela los debió aportar con su dote; los usaron, los rompieron, los cambiaron por otros y finalmente los colocaron en lo más alto de la estantería de la despensa; solo quedan estos platillos y tres platos llanos.

—Pertenecen a la despensa —dije yo—. No tienen por qué andar dando vueltas por la casa.

Constance se los había dado a Charles y ahora estaban esparcidos por ahí, en vez de pasar su tiempo decentemente apartados en una estantería. Había uno en el salón y uno en el comedor y habría uno, supuse, en el estudio. No eran frágiles, porque el platillo que ahora estaba en la habitación no se había rajado a pesar de que tenía la pipa encendida encima. Durante todo el día había intuido que allí encontraría algo; agarré el platillo y la pipa y los lancé a la papelera, y cayeron silenciosamente sobre los periódicos que Charles había traído a casa.

No entendía qué les sucedía a mis ojos: con uno de ellos —el izquierdo— lo veía todo dorado, amarillo y naranja, y con el otro veía tonos azules, grises y verdes; quizá un ojo estaba hecho para el día y el otro para la noche. Si todo el mundo viera colores distintos con cada ojo, todavía habría muchos colores por inventar. Estaba en el rellano de la escalera a punto de bajar cuando me acordé de que tenía que ir a lavarme y peinarme.

—¿Por qué has tardado tanto? —inquirió Charles cuando me senté a la mesa—. ¿Qué has estado haciendo allí arriba todo este rato?

—¿Me harás un pastel rosa? —le pedí a Constance—. ¿Con pequeñas hojas doradas en el borde? Jonas y yo vamos a celebrar una fiesta.

—A lo mejor mañana —contestó Constance.

—Después de cenar tendremos una larga charla —anunció Charles.

Solanum dulcamara —le respondí.

—¿Qué?

—Belladona —dijo Constance—. Charles, por favor, déjalo para después.

—Ya tengo bastante.

—¿Constance?

—¿Sí, tío Julian?

—Ya me he acabado el plato. —Se encontró un pedazo de pastel de carne en la servilleta y se lo metió en la boca—. ¿Qué más hay?

—¿Quieres un poco más, tío Julian? Da gusto verte con tanto apetito.

—Esta noche me siento considerablemente mejor. Hacía días que no me sentía tan bien.

Me ponía contenta que el tío Julian estuviera mejor y sabía que se sentía feliz porque había sido descortés con Charles. Mientras Constance cortaba otro trozo pequeño de pastel, el tío Julian miró a Charles con un brillo demoníaco en sus ojos ancianos y supe que se disponía a soltar alguna crueldad.

—Joven —comenzó a decir al fin, pero Charles se volvió de repente hacia el vestíbulo.

—Huelo a humo —dijo Charles.

Constance se quedó quieta, irguió la cabeza y se giró hacia la puerta de la cocina.

—¿La cocina? —preguntó y se levantó al instante.

—Joven…

—No cabe duda de que hay humo. —Charles fue a mirar al vestíbulo—. Desde aquí se huele —dijo. Me pregunté con quién estaba hablando; Constance estaba en la cocina y el tío Julian estaba pensando en lo que iba a decir, y yo dejé de escuchar—. Hay humo —sentenció Charles.

—No es la cocina —Constance estaba en la puerta de la cocina y miraba a Charles.

Charles se volvió y se acercó a mí.

—Si esto es cosa tuya… —dijo.

Me entró la risa porque estaba claro que Charles tenía miedo de subir las escaleras para seguir el rastro del humo; entonces Constance dijo:

—Charles, tu pipa. —Y él se giró y salió corriendo hacia arriba—. Se lo he pedido una y otra vez —se lamentó Constance.

—¿Puede causar un incendio? —le pregunté, y en ese momento desde arriba llegaron los gritos de Charles, que sonaba como un arrendajo azul en el bosque—. Ese es Charles —le dije a Constance con delicadeza, y se apresuró hacia el vestíbulo y miró hacia arriba.

—¿Qué sucede? —preguntó—. Charles, ¿qué sucede?

—Fuego —dijo Charles, que se cayó por las escaleras—. Corred, corred; toda la casa está ardiendo. —Y dirigiéndose a Constance, le gritó—: Y ni siquiera tenéis teléfono.

—Mis papeles —dijo el tío Julian—. Tengo que recoger mis papeles y llevarlos a un lugar seguro. —Se dio impulso con el borde de la mesa para mover la silla—. ¿Constance?

—Corred —dijo Charles, que ahora estaba en la puerta principal, forzando la cerradura—. Corred, tontos, corred.

—Yo no he corrido mucho que digamos en los últimos años, joven. No veo ningún motivo para tanta histeria; tengo que recoger mis papeles.

Charles había abierto la puerta principal, y se volvió en el umbral para llamar a Constance.

—No intentes salvar la caja fuerte —le dijo—, pon el dinero en una bolsa. Volveré en cuanto consiga ayuda. Evitad el pánico. —Se fue corriendo, y lo oímos gritar «¡fuego, fuego, fuego!» mientras se dirigía al pueblo.

—Por Dios —exclamó Constance, casi divertida. Luego llevó a su habitación al tío Julian y yo me acerqué al vestíbulo y miré hacia arriba. Charles había dejado abierta la puerta de la habitación de nuestro padre y vi el movimiento del fuego dentro. El fuego arde en sentido ascendente, pensé; quemará las cosas de todos ellos, en el desván. Charles también había dejado abierta la puerta principal, y un hilo de humo se deslizaba escaleras abajo y se balanceaba hacia fuera. Yo no veía ninguna necesidad de actuar con rapidez o de correr alrededor de la casa gritando, porque el propio fuego parecía no tener prisa. Me pregunté si debía subir las escaleras y cerrar la puerta de la habitación de nuestro padre para mantener el fuego dentro, ya que pertenecía por entero a Charles, pero cuando comencé a subir las escaleras vi que una llamarada había alcanzado la alfombra del pasillo y oí el ruido de un objeto pesado cayendo en la habitación de nuestro padre. En ese momento ya no debía de quedar nada de Charles; incluso la pipa se habría consumido.

—El tío Julian está recogiendo sus papeles —comentó Constance, dirigiéndose al vestíbulo para reunirse conmigo. Llevaba el chal del tío Julian sobre el brazo.

—Tendremos que salir —dije. Sabía que Constance tenía miedo, así que propuse—: Podemos quedarnos en el porche, detrás de las parras, en la oscuridad.

—Precisamente lo habíamos limpiado todo el otro día —dijo—. No es justo. —Comenzó a estremecerse como si estuviera enfadada, yo la cogí de la mano y la conduje a través de la puerta de entrada abierta y justo cuando nos volvimos para dar un vistazo aparecieron las luces en la carretera y el ruido desagradable de las sirenas, y nos vimos sorprendidas por las luces que se acercaban. Constance escondió el rostro contra mí, y entonces apareció Jim Donell, que fue el primero en saltar del coche de bomberos. «Apartaos», dijo, y nos empujó y pasó entre nosotras para dirigirse a la casa. Llevé a Constance hasta el rincón del porche donde las parras eran espesas, y ella se quedó allí, apretada contra las plantas. Yo le agarraba la mano con fuerza. Desde allí veíamos los grandes pies de los hombres que atravesaban el umbral de nuestra puerta con las mangueras a rastras, trayendo consigo suciedad, confusión y peligros a nuestra casa. Llegaron más luces desde la carretera e iluminaron las escaleras y la fachada de la casa, que ahora se veía blanca y casi pálida, incómoda ante tanta visibilidad; hasta entonces nunca la habían iluminado. El ruido era insoportable pero incluso entre el ruido podía oírse la voz de Charles, que seguía hablando y hablando. «La caja fuerte del despacho», repitió un millón de veces.

El humo se filtraba por la puerta de entrada y se interponía entre los hombres corpulentos que se abrían paso.

—Constance —susurré—, Constance, no los mires.

—¿Ellos me pueden ver? —susurró ella a su vez—. ¿Hay alguien mirando?

—Están pendientes del fuego. No te muevas.

Miré con cuidado entre las barras. Había una hilera larga de coches, y el camión de bomberos municipal, todos habían aparcado junto a la casa, lo más cerca posible, el pueblo entero estaba allí, mirando hacia arriba, observando. Veía caras que reían, y caras que parecían asustadas, y entonces alguien gritó desde muy cerca de nosotras:

—¿Qué hay de las mujeres y del viejo? ¿Alguien los ha visto?

—Han tenido tiempo de salir —gritó Charles desde algún lugar—, seguro que están bien.

El tío Julian se las habría apañado para salir en la silla de ruedas por la puerta de atrás pensé, aunque no parecía que el fuego estuviera cerca la cocina ni de su habitación; veía las mangueras y oía los gritos de los hombres, que se agolpaban en las escaleras y en las habitaciones exteriores del piso de arriba. No podía pasar por delante de la puerta de entrada, y aunque dejara sola a Constance, no había modo de ir hasta la puerta trasera sin bajar los escalones y rodear la casa, con toda aquella luz y ante toda aquella gente observando.

—¿Estaba asustado el tío Julian? —le pregunté en susurros a Constance.

—Me parece que estaba enfadado —me respondió. Unos pocos minutos después añadió—: Vamos a tener que fregar de lo lindo para ver el vestíbulo otra vez limpio —y suspiró. Me alegró que pensara en la casa y se olvidara de la gente que había ahí fuera.

—Y Jonas —le dije—, ¿dónde está?

Vislumbré una pequeña sonrisa en su rostro entre la oscuridad de las parras.

—Él también estaba enfadado —contestó—. Salió por la puerta trasera cuando llevé al tío Julian a que recogiera sus papeles.

Estábamos todos bien. El tío Julian debía de haberse olvidado por completo del fuego si tanto se había interesado por sus papeles, y Jonas debía de estar observando bajo la sombra de los árboles. Cuando acabaran de apagar el fuego de Charles, entraría en la casa con Constance y nos pondríamos a limpiarla otra vez. Constance estaba más tranquila, a pesar de que cada vez llegaban más y más coches por la carretera y por nuestra puerta seguía incesante el traqueteo de pies entrando y saliendo. A excepción de Jim Donell, que llevaba un sombrero que lo proclamaba «jefe», era imposible distinguir a nadie, y tampoco era posible ponerle nombre a ninguna de las caras que estaban delante de nuestra casa, mirando hacia arriba y riéndose del fuego.

Traté de pensar con claridad. La casa estaba en llamas; nuestra casa estaba ardiendo, pero curiosamente Jim Donell y el resto de hombres anónimos con sombreros e impermeables se proponían acabar con el fuego que le estaba quemando los huesos. Era el fuego de Charles. Si aguzaba el oído podía oír el fuego, un sonido cantarín y cálido escaleras arriba, pero a su alrededor, asfixiándolo, se escuchaban las voces de los hombres que estaban dentro de la casa, las voces de la gente que miraba desde fuera y el rumor distante de los coches en la carretera. Constance seguía a mi lado tranquila, a veces se quedaba observando a los hombres que entraban en la casa, pero la mayor parte del tiempo se llevaba las manos a la cara y se tapaba los ojos; estaba nerviosa, pensé, pero no corría peligro. A cada rato se oía alguna voz que se imponía sobre las demás; Jim Donell daba instrucciones a gritos, o alguien se ponía a chillar entre la multitud. «¿Por qué no dejan que se queme?», dijo una voz de señora, riéndose, o «Coged la caja fuerte del despacho y bajadla», dijo Charles, que estaba a salvo al frente de la multitud delante de la casa.

—¿Por qué no dejan que se queme? —volvió a gritar la señora con insistencia, y uno de los hombres de oscuro que entraba y salía por nuestra puerta se volvió, hizo un gesto con la mano y sonrió burlonamente.

—Somos bomberos —le respondió—, nuestro deber es apagar el fuego.

—Dejen que se queme —gritó otra vez la señora.

Había humo por todas partes, denso y horrible. A ratos observaba las caras de la gente y las veía nubladas por el humo que salía por la puerta principal formando olas espantosas. En un determinado momento se oyó un estrépito dentro de la casa y voces que hablaban con atropello y urgencia, y fuera las caras miraban hacia arriba entre el humo, felices, con las bocas abiertas.

—¡Coged la caja fuerte! —gritó Charles frenéticamente—. Entre dos o tres de vosotros, sacadla del estudio. La casa se está cayendo.

—Dejad que se queme —repitió la mujer.

Yo tenía hambre y quería cenar, y me pregunté cuánto tardarían en apagar el fuego e irse antes de que Constance y yo pudiéramos entrar otra vez. Un par de muchachos del pueblo se habían acercado peligrosamente hasta donde estábamos, pero se limitaban a mirar dentro, no hacia el porche, poniéndose de puntillas para ver entre los bomberos y las mangueras. Yo estaba cansada y tenía ganas de que todo acabase. Entonces me di cuenta de que el resplandor se iba apagando, las caras entre el césped no se veían tan nítidas, y un nuevo tono surgió de entre el ruido; dentro las voces se volvieron más seguras, menos severas, casi complacidas, y fuera se oían más bajas y decepcionadas.

—Todo marcha bien —dijo alguien.

—Está bajo control —añadió otra voz.

—Pero ha quedado destruida. —Entonces se oyó una risa—. No se va a poder aprovechar nada.

—Debería haberse quemado hace años.

—Y con ellas dentro.

Se referían a nosotras, pensé, a Constance y a mí.

—Dime, ¿alguien las ha visto?

—No he tenido esa suerte. Los bomberos las sacaron.

—Vaya.

El resplandor casi había desaparecido. Fuera, la gente estaba a oscuras, las caras se habían empequeñecido y ensombrecido, solo los faros de los coches las iluminaban; vi el destello de una sonrisa, y una mano que se alzaba para saludar, y oí las voces que lamentablemente seguían allí.

—Ya está.

—Menudo fuego.

Jim Donell salió por la puerta de entrada. Todo el mundo lo reconoció, por su talla y por el sombrero, en el que decía «jefe».

—Jim —lo llamó alguien—, ¿por qué no dejas que se queme?

Él alzó ambas manos e hizo un gesto de calma.

—El fuego está apagado, amigos —dijo.

Se sacó con mucho cuidado el sombrero en el que decía «jefe» y, mientras todo el mundo lo observaba, bajó despacio los escalones y se dirigió al coche de bomberos y dejó el sombrero en el asiento de delante. Luego se agachó y se concentró en buscar algo, y finalmente, bajo la mirada de todo el mundo, agarró una piedra. Se dio la vuelta despacio en medio de un profundo silencio, alzó el brazo y estrelló la piedra contra una de las grandes ventanas del salón de nuestra madre. Se levantó un muro de risas a sus espaldas y, entonces, primero los muchachos que estaban en los escalones y luego los hombres y por último las mujeres y los niños pequeños se dirigieron a nuestra casa como una ola.

—Constance —dije—, Constance. —Pero ella se tapaba los ojos con las manos.

Rompieron la otra ventana del salón, esta vez desde dentro; yo vi como la hacían añicos con la lámpara que siempre estaba junto a la silla de Constance.

Pero lo peor de todo, lo más horrible, eran las risas. Vi como lanzaban una de las porcelanas de Dresde y la estrellaban contra la barandilla del porche, y como otra rodaba sobre el césped. El arpa de Constance cayó al suelo dando un grito musical, y reconocí el sonido de una silla contra la pared.

—Escuchad —dijo Charles desde algún lugar—, ¿hay dos voluntarios para ayudarme a sacar la caja fuerte?

Y entonces, entre las risas, alguien dijo: «Merricat, dijo Constance, ¿una taza de té, querrás?». Sonaba rítmico e insistente. Estoy en la Luna, pensé, por favor, dejadme estar en la Luna. Oí un ruido de platos rotos y al instante caí en la cuenta de que nos hallábamos ante las grandes ventanas del comedor y que la gente se estaba acercando demasiado.

—Constance —dije—, tenemos que irnos.

Ella negó con la cabeza, con las manos sobre la cara.

—Nos encontrarán dentro de un momento. Por favor, Constance, querida, ven conmigo.

—No puedo —respondió, y justo entonces se oyó un grito procedente del comedor: «Merricat, dijo Constance, ¿quieres ir a dormir?», y un segundo antes de que rompieran el cristal de la ventana pude tirar de Constance. Debían de haber lanzado una silla, quizá la silla del comedor en la que nuestro padre solía sentarse y en la que Charles solía sentarse.

—Vamos. —Ya no podía aguantar más entre todo aquel ruido, cogí a Constance de la mano y corrí hacia los escalones. Al pasar frente a la luz de los faros, Constance se tapó la cara con el chal del tío Julian.

Una niña pequeña salió corriendo por la puerta de entrada con algo en la mano, y su madre, detrás de ella, la cogió del vestido y le sacudió las manos. «No te metas eso en la boca», le gritó, y la niña pequeña soltó unas cuantas galletas de especias de Constance.

Merricat, dijo Constance, ¿una taza de té, querrás?

Merricat, dijo Constance, ¿quieres ir a dormir?

Oh, no, dijo Merricat, me envenenarás.

Para estar a salvo teníamos que bajar los escalones y llegar hasta el bosque; no estaba lejos pero las luces de los faros de los coches cruzaban el césped. Tenía miedo de que Constance tropezara y se cayera al correr, pero debíamos alcanzar el bosque y no había otro camino. Titubeamos junto a los escalones, como si ninguna de las dos se atreviera a seguir avanzando, pero las ventanas estaban rotas y dentro volaban los platos, vasos y cubiertos e incluso las ollas que Constance utilizaba para cocinar; me pregunté si ya habrían roto mi taburete, que estaba junto a la mesa. Nos quedamos quietas todavía un instante, y en ese momento un coche remontó la carretera seguido por otro; se detuvieron delante de la casa e iluminaron aún más el césped.

—¿Qué diablos está pasando aquí? —preguntó Jim Clarke, saliendo del primer coche, y Helen Clarke, a su lado, miraba con la boca abierta. Jim Clarke se abrió paso a gritos y empujones, cruzó la puerta de la casa y entró sin vernos—. ¿Pero qué diablos está pasando aquí? —repetía sin cesar, mientras Helen Clarke seguía fuera, sin reparar en nosotras, mirando la casa—. Malditos locos —gritó desde dentro Jim Clarke—, malditos locos borrachos. —El doctor Levy salió del segundo coche y fue corriendo hacia la casa—. ¿Se han vuelto todos locos? —gritaba Jim Clarke, y entonces se oyó una risotada. «¿Una taza de té, querrás?», chilló alguien y hubo más risas. «Habrá que sacar ladrillo a ladrillo», añadió otro.

El doctor subió los escalones a toda prisa y nos apartó sin reparar en nosotras.

—¿Dónde está Julian Blackwood? —le preguntó a una mujer de camino a la puerta, que le respondió: «¡Bajo tierra!».

Había llegado el momento. Agarré con fuerza la mano de Constance y bajamos los escalones con cuidado. No quería echar a correr porque tenía miedo de que Constance se cayera; nadie podía vernos salvo Helen Clarke, y ella estaba mirando la casa. Detrás de nosotras oí a Jim Clarke gritando; intentaba echar a la gente de la casa, y antes de que acabáramos de bajar los escalones oí voces a nuestras espaldas.

—Allí están —gritó alguien y me pareció que era Stella—. Allí están, allí, allí.

Me puse a correr, pero Constance tropezó y de inmediato los tuvimos a todos a nuestro alrededor, dándose empujones, riendo e intentando acercarse a mirar. Constance se tapaba la cara con el chal del tío Julian, y por un momento nos quedamos muy quietas, estrechándonos mutuamente frente a toda aquella gente a nuestro alrededor.

—Metedlas dentro de la casa otra vez y volved a prenderle fuego.

—Os lo hemos dejado todo muy bien, tal como siempre os ha gustado.

—Merricat, dijo Constance, ¿una taza de té, querrás?

Durante un segundo horrible pensé que iban a cogerse de las manos y ponerse a bailar y cantar alrededor de nosotras. A lo lejos vi a Helen Clarke, apoyada en uno de los laterales del coche; estaba llorando y hablaba, y a pesar de que no podía oírla en medio del ruido sabía que estaba diciendo: «Quiero irme a casa, por favor, quiero irme a casa».

—Merricat, dijo Constance, ¿quieres ir a dormir?

Intentaban no tocarnos; se alejaban un poco cada vez que me giraba; en un momento dado, entre dos hombros vislumbré a Harler, el del patio de chatarra, dando vueltas por el porche mientras recogía cosas y las apilaba a un lado. Hice un pequeño movimiento, apreté la mano de Constance y cuando ellos retrocedieron salimos corriendo hacia los árboles, pero la esposa de Jim Donell y Mrs. Mueller se interpusieron en nuestro camino, riéndose y extendiendo los brazos, y no tuvimos más remedio que detenernos. Me giré, le di un pequeño empujón a Constance y nos pusimos a correr otra vez, pero Stella y los chicos de los Harris se plantaron ante nosotras, gritando entre risas: «¡Bajo tierra te vas a pudrir!», y nos detuvimos. Me volví hacia la casa, me puse a correr arrastrando a Constance, y Elbert el del colmado y la arpía que tenía por esposa aparecieron allí, alzando las manos para detenernos, casi como si bailaran, y nos detuvimos. Entonces me dirigí hacia un lado, y Jim Donell dio un paso hacia nosotras, y nos detuvimos.

—Oh, no, dijo Merricat, me envenenarás —dijo educadamente Jim Donell, y nos rodearon de nuevo, cercándonos y reteniéndonos desde una cierta distancia. «Merricat, dijo Constance, ¿quieres ir a dormir?». Por encima de todo se oían las risotadas, que casi ahogaban los gritos y los aullidos de los chicos de los Harris.

—Merricat, dijo Constance, ¿una taza de té, querrás?

Constance se agarraba a mí con una mano y con la otra se tapaba la cara con el chal del tío Julian. Vi que se abría un agujero en el círculo, y salí corriendo hacia los árboles, pero los Harris estaban allí, uno de ellos en el suelo, desternillándose de risa, y nos detuvimos. Me volví a girar y corrí hacia la casa pero Stella se acercó y nos detuvimos. Constance tropezaba a cada rato, y temí que nos cayéramos al suelo delante de todos y nos quedáramos allí, donde fácilmente podían pisarnos mientras bailaban, y me quedé quieta; no podía permitir que Constance se cayera delante de todos.

—Se acabó —dijo Jim Clarke desde el porche. No gritó, pero todos lo oyeron—. Ya basta —añadió.

Se hizo un breve silencio por educación, y luego alguien soltó: «¡Bajo tierra te vas a pudrir!», y estallaron las risas.

—Escuchadme bien —dijo Jim Clarke, alzando la voz—. Escuchadme. Julian Blackwood está muerto.

Al fin se callaron. Al cabo de un momento, Charles Blackwood preguntó desde la multitud que nos rodeaba:

—¿Lo ha matado ella?

Se alejaron de nosotras dando pequeños pasos, retirándose despacio, hasta que se hizo un claro a nuestro alrededor, mientras Constance seguía tapándose la cara con el chal.

—¿Lo ha matado ella? —repitió Charles Blackwood.

—No ha sido ella —respondió el médico, que estaba en la puerta de la casa—. Julian ha muerto como siempre pensé que moriría; ha estado esperando mucho tiempo.

—Ahora marchaos pacíficamente —dijo Jim Clarke. Empezó a coger a la gente por los hombros, empujándolos un poco por la espalda, guiándolos hacia sus coches y la carretera—. Marchaos. Hay un muerto en esta casa.

Estaba todo tan silencioso que, a pesar de la gente que cruzaba el césped y se alejaba, pude oír lo que dijo Helen Clarke.

—Pobre Julian.

Me adentré un paso en la oscuridad con cautela, tirando un poco de Constance para que me siguiera.

—El corazón —dijo el médico desde el porche, y yo avancé otro paso. Nadie se volvió para mirarnos. Las puertas de los coches se cerraban con suaves portazos y los motores se ponían en marcha. Yo me giré una vez. En las escaleras, había un pequeño grupo de gente alrededor del doctor. La mayoría de las luces se habían alejado carretera abajo. Cuando sentí la sombra de los árboles sobre nosotras, avancé rápidamente; un último paso y ya habríamos llegado. Con Constance a rastras, fui corriendo hasta debajo de los árboles, en plena oscuridad; cuando sentí que mis pies abandonaban la hierba del césped y tocaban el suelo musgoso y mullido del camino hacia el bosque supe que los árboles habían hecho un cerco a nuestro alrededor, me detuve y abracé a Constance.

—Ya está —le dije, y la estreché con fuerza—. Todo irá bien. Todo irá bien.

Conocía el camino hubiera luz o estuviese oscuro.

Me alegré de haber ordenado y limpiado mi escondite, porque así Constance se sentiría a gusto. La cubriría con hojas, como a los niños en los cuentos, allí estaría a salvo y arropada. A lo mejor podría cantarle una canción o contarle un cuento; le llevaría frutas brillantes y bayas, y agua en una taza hecha con una hoja. Algún día iríamos a la Luna. Encontré la entrada de mi escondite y conduje a Constance adentro, al rincón donde estaban la pila de hojas y la manta. La empujé suavemente hasta que se sentó y la tapé con el chal del tío Julian. Del rincón llegó un pequeño ronroneo y supe que Jonas me había estado esperando.

Tapié la entrada con ramas; no podrían vernos ni siquiera con luz. No había oscurecido del todo; veía la sombra de Constance y cuando recosté la cabeza vi dos o tres estrellas, que brillaban sobre mí desde muy lejos entre las hojas y las ramas.

Una de las porcelanas de Dresde de nuestra madre está rota, pensé, y le dije a Constance en voz alta:

—Les pondré veneno en la comida y observaré cómo mueren.

Constance se movió y las hojas crujieron.

—¿Cómo la otra vez?

Nunca habíamos tocado el tema, ni en una sola ocasión en seis años.

—Sí —respondí un instante después—. Como la otra vez.