El jueves fue mi día más poderoso. Era el día indicado para ajustar cuentas con Charles. Por la mañana, Constance se puso a hacer galletas de especias para la cena; fue una lástima, porque si cualquiera de nosotros lo hubiera sabido le podríamos haber dicho que no se molestara, que el jueves iba a ser el último día. Ni siquiera el tío Julian lo sospechaba; el jueves se levantó sintiéndose un poco mejor y al acabar la mañana Constance lo llevó a la cocina, donde había un intenso aroma a galletas de especias y donde se dedicó a seguir guardando los papeles dentro de la caja. Charles se había hecho con un martillo y había encontrado clavos y una tabla y golpeaba sin piedad el escalón roto; desde la ventana de la cocina comprobé que lo estaba haciendo realmente mal y eso me complació; deseaba que el martillo le golpeara el dedo gordo. Me quedé en la cocina hasta que estuve segura de que todo el mundo iba a permanecer donde estaba durante un buen rato, fui arriba y me metí en la habitación de nuestro padre, caminando sigilosamente para que Constance no supiera que estaba allí. Lo primero que había que hacer era detener el reloj al que Charles había dado cuerda. Sabía que se lo había quitado para arreglar el escalón roto porque no llevaba la cadena. En el tocador de nuestro padre encontré el reloj, la cadena y el anillo de sello junto a la petaca de tabaco de Charles y cuatro cajas de cerillas. Yo no tenía permiso para tocar las cerillas pero en cualquier caso nunca habría tocado las cerillas de Charles. Cogí el reloj y escuché su tic-tac, porque Charles le había dado cuerda; no podía hacerlo retroceder hasta el punto donde estaba antes porque lo llevaba usando dos o tres días, pero hice girar la ruedecilla hacia atrás hasta que el reloj emitió un débil y quejumbroso crujido y el tic-tac se detuvo. Después de asegurarme de que nunca más volvería a hacer tic-tac lo dejé con delicadeza donde lo había encontrado; algo, al menos, había escapado al hechizo de Charles, y pensé que por fin había atravesado su hermética piel de invulnerabilidad. La cadena, que estaba rota, no me preocupaba, y el anillo no me gustaba. Eliminar a Charles de todo lo que había tocado era casi imposible, pero me pareció que si cambiaba las cosas de lugar en la habitación de nuestro padre, y luego hacía lo mismo en la cocina y en el salón, en el despacho e incluso en el jardín, Charles estaría perdido, se sentiría ajeno a lo que antes reconocía, y tendría que aceptar que esa no era la casa a la que había ido de visita y se iría. Puse patas arriba la habitación de nuestro padre muy rápido, y casi sin hacer ningún ruido.
Durante la noche yo había ido al campo y había vuelto con una gran cesta llena de maderas, ramas rotas, hojas, pedazos de vidrio y metal. Jonas había venido conmigo, divertido con nuestra caminata silenciosa mientras los demás dormían. Al cambiar la disposición del cuarto de nuestro padre saqué los libros que había sobre la mesa y las mantas de la cama y en su lugar puse los vidrios y los trozos de metal, las maderas, las ramas y las hojas. No podía llevar las cosas de nuestro padre a mi habitación, así que las subí con cuidado hasta el desván donde se guardaba todo lo suyo.
Vertí una jarra de agua sobre la cama de nuestro padre; ahora Charles no podría volver a dormir allí. El espejo del tocador ya estaba roto; no reflejaría nunca más la imagen de Charles. No encontraría los libros ni la ropa y se sentiría perdido en una habitación con hojas y ramas rotas. Arranqué las cortinas y las tiré al suelo; así Charles no tendría más remedio que mirar hacia el exterior y ver el camino que se alejaba hasta la carretera.
Contemplé la habitación complacida. Un espíritu maligno no lo iba a tener fácil para encontrarse a sí mismo allí. Estaba de nuevo en la habitación, tumbada en la cama jugando con Jonas, cuando oí que Charles le gritaba a Constance en el jardín.
—Esto pasa de la raya —le dijo—, sencillamente pasa de la raya.
—¿Y ahora qué sucede? —preguntó Constance; había entrado en la cocina, y oí la voz del tío Julian que desde algún lugar del piso de abajo decía: «Dile a ese tonto que deje de gritar».
Miré hacia fuera al instante; no cabía duda de que el escalón había sido demasiado para Charles, porque el martillo y la tabla estaban en el suelo y el escalón seguía roto; Charles estaba subiendo el camino desde el arroyo y llevaba algo; me pregunté qué habría encontrado ahora.
—¿Alguna vez habías visto algo así? —preguntó; a pesar de que ahora estaba cerca seguía gritando—. Mira esto, Connie, pero míralo.
—Supongo que es de Merricat —comentó Constance.
—No es de Merricat ni nada por el estilo. Esto es dinero.
—Ya me acuerdo —dijo Constance—. Dólares de plata. Me acuerdo de cuando los enterró.
—Aquí debe de haber veinte o treinta dólares; esto es intolerable.
—A ella le gusta enterrar cosas.
Charles seguía gritando, sacudiendo la caja de los dólares de plata con violencia. Me pregunté si se le caería; me habría gustado ver a Charles en el suelo, arrastrándose tras mis dólares de plata.
—No es su dinero —chillaba—, no tiene ningún derecho a esconderlo.
Me pregunté cómo habría encontrado el lugar donde yo había enterrado la caja; quizá Charles y el dinero se encontraban el uno al otro sin importar lo lejos que estuvieran, o tal vez Charles se había propuesto cavar sistemáticamente cada palmo de nuestras tierras.
—Esto es terrible —gritaba—, terrible; no tiene ningún derecho.
—No hace daño a nadie —comentó Constance. Podía verla desconcertada mientras en algún rincón de la cocina el tío Julian daba golpes y la llamaba.
—¿Cómo sabes que no hay más? —Charles le tendía la caja con gesto acusador—. ¿Cómo sabes que esa loca no ha enterrado miles de dólares por todas partes, donde nosotros nunca los encontraremos?
—A ella le gusta enterrar cosas —repitió Constance—. Ya voy, tío Julian.
Charles la siguió adentro, sosteniendo aún la caja con delicadeza. Supuse que podría enterrar la caja otra vez después de que se fuera, pero no me quedé satisfecha. Subí las escaleras y observé a Charles yendo del vestíbulo al estudio; no cabía duda de que iba a guardar mis dólares de plata en la caja fuerte de nuestro padre. Bajé corriendo las escaleras sin hacer ruido y pasé por la cocina. «Tontuela», me dijo Constance al verme; estaba haciendo largas hileras de galletas de especias para que se enfriaran.
Yo pensaba en Charles. Podía convertirlo en una mosca, arrojarlo a una telaraña y observarlo mientras se enredaba y forcejeaba impotente, atrapado en el cuerpo de una mosca moribunda. Podía estar deseándole la muerte hasta que se muriera. Podía atarlo a un árbol y dejarlo allí hasta que se convirtiera en parte del tronco y le saliera la corteza por la boca. Podía enterrarlo en el agujero donde mi caja de dólares de plata había estado a buen recaudo hasta que llegó él, y pisotearlo cuando estuviera bajo tierra.
Ni siquiera se había molestado en rellenar el agujero. Me lo imaginé mientras caminaba y encontraba el lugar donde la tierra parecía escarbada, deteniéndose y poniéndose a cavar como un loco con las dos manos, frunciendo el ceño al principio y jadeando ansiosamente al dar con la caja con mis dólares de plata. «No es culpa mía», le dije al agujero; ahora tendría que buscar algo para enterrar allí, y deseé que fuera Charles.
El agujero sería perfecto para su cabeza. Me eché a reír cuando encontré una piedra redonda del tamaño justo, le dibujé una cara y la enterré en el agujero. «Adiós, Charles —dije—. La próxima vez no vayas por ahí cogiendo lo que no es tuyo».
Me quedé más o menos una hora en el arroyo. Estaba allí cuando Charles subió por fin las escaleras y entró en la que ya no era ni su habitación ni la de nuestro padre. Por un instante pensé que Charles había estado en mi refugio, pero todo seguía en su lugar, y no habría sido así de haber estado él hurgando. Sin embargo, se había acercado lo suficiente para que me molestara, así que aparté las hierbas y las hojas sobre las que solía dormir, sacudí la manta y cambié las hojas y las hierbas. Limpié la roca plana donde comía a veces, y puse una rama más resistente en la entrada. Me pregunté si Charles volvería en busca de más dólares de plata y si le parecerían bonitas mis seis estatuillas azules. Después me entró hambre y volví a casa, y allí en la cocina estaba Charles, que seguía gritando.
—No me lo puedo creer —decía con una voz ahora aguda—. Simplemente no me lo puedo creer.
Me pregunté cuánto durarían los gritos de Charles. La casa resonaba con un ruido oscuro y su voz era cada vez más débil y aguda; si no dejaba de chillar acabaría berreando. Me senté en el escalón de la cocina junto a Jonas y pensé que a lo mejor Constance se reiría a carcajadas si Charles le chillaba a ella. Eso no llegó a suceder, porque en cuanto se dio cuenta de que yo estaba sentada en el escalón se quedó callado un momento y luego, cuando volvió a hablar, lo hizo en voz baja y en un tono pausado.
—Así que has vuelto —dijo. No se dirigió hacia mí pero al oír su voz me dio la sensación de que se estaba acercando. Yo no lo miraba; miraba a Jonas, que lo miraba a él.
—Todavía no he decidido qué voy a hacer contigo —anunció—, pero sea lo que sea te vas a acordar.
—No la asustes, Charles —dijo Constance. Tampoco me gustó su voz porque resultaba ajena y transmitía indecisión—. En cualquier caso, todo es culpa mía. —Esa era su nueva manera de pensar.
Se me ocurrió ayudar a Constance, quizá podía hacerla reír.
—La Amanita pantherina —dije— es muy venenosa. La Amanita rubescens, comestible y rica. La Cicuta maculata, conocida como cicuta, es una de las plantas silvestres más venenosas si se ingiere. La Apocynum cannabinum no es de las más tóxicas, pero en cambio la Actea rubra…
—Basta —dijo Charles, todavía en tono comedido.
—Constance —dije—, Jonas y yo vendremos a comer.
—Antes vas a tener que explicarte con el primo Charles —replicó Constance, y yo me quedé estupefacta.
Charles estaba sentado a la mesa de la cocina, con la silla reclinada hacia atrás y un poco girada hacia la puerta, para poder verme. Constance estaba detrás de él, apoyada en el fregadero. El tío Julian estaba sentado a su mesa, revolviendo sus papeles. Había hileras e hileras de galletas de especias enfriándose y la cocina todavía olía a canela y a nuez moscada. Me pregunté si Constance le daría una galleta de especias a Jonas con la cena, pero está claro que no lo hizo porque ese fue el último día.
—Ahora escucha —dijo Charles. Había traído consigo un puñado de ramas y tierra, quizá con la intención de demostrarle a Constance que realmente estaban en su habitación, o quizá porque pretendía sacarlo todo de allí a puñados; las ramas y la tierra no quedaban bien sobre la mesa de la cocina y pensé que a lo mejor una de las razones por las que Constance parecía tan triste era porque su mesa tan limpia ahora estaba sucia.
—Escúchame bien —repitió Charles.
—No puedo trabajar aquí si ese joven habla todo el rato —dijo el tío Julian—. Constance, dile que se calle un poco.
—Y tú también —dijo Charles en voz baja—, ya os he soportado bastante, a vosotros dos. El uno me deja hecha un asco la habitación y va enterrando dinero por ahí y el otro ni siquiera recuerda mi nombre.
—Charles —le dije a Jonas. Yo era quien enterraba dinero, no cabía duda, así que yo no era el que no recordaba su nombre; el pobre tío Julian no podía enterrar nada y no recordaba el nombre de Charles. Me acordé de que tenía que ser más amable con el tío Julian—. ¿Le darás una galleta de especias al tío Julian a la hora de cenar? —le pregunté a Constance—. ¿Y a Jonas también?
—Mary Katherine —dijo Charles—, voy a darte la oportunidad de que te expliques. ¿Por qué has hecho ese desastre en mi habitación?
No tenía por qué responderle. Él no era Constance, y cualquier cosa que dijera podía ayudarle a estrechar su debilitado cerco sobre nuestra casa. Me senté en el escalón de la puerta y jugueteé con las orejas de Jonas, que se sacudían y daban chasquidos cuando las acariciaba.
—Respóndeme —exigió Charles.
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo, John, que no sé nada de este asunto? —El tío Julian dejó caer la mano sobre los papeles y los desparramó—. Es una riña entre mujeres y no es asunto mío. Yo no me entrometo en los rifirrafes de mi mujer y te aconsejo sinceramente que tú hagas lo mismo. No es propio de hombres como nosotros llegar a las amenazas y reproches por una pelea entre mujeres. No es digno de ti, John, no es digno de ti.
—Cállate —le espetó Charles; volvía a gritar, y yo estaba encantada—. Constance —dijo bajando un poco el tono de voz—, esto es horrible. Tienes que salir de aquí cuanto antes.
—… no permitiré que mi hermano me haga callar. Nos marcharemos de tu casa, John, si eso es lo que realmente quieres. Te pido, sin embargo, que reflexiones. Mi esposa y yo…
—Todo es culpa mía —se lamentó Constance. Creí que iba a romper a llorar. Después de todos esos años era impensable volver a ver a Constance llorando, pero me sentí agarrotada, paralizada, incapaz de ir a su encuentro.
—Eres maléfico —le dije a Charles—. Eres un fantasma y un demonio.
—¿Pero qué es esto? —dijo Charles.
—No le hagas caso —le respondió Constance—. No escuches las tonterías de Merricat.
—Eres un hombre muy egoísta, John, quizá incluso un sinvergüenza, y estás excesivamente apegado a los bienes materiales; a veces me pregunto, John, si eres un caballero de verdad.
—En esta casa están todos locos —sentenció Charles con convicción—. Constance, en esta casa están locos.
—Ahora mismo limpiaré tu habitación. Charles, por favor, no te enfades. —Constance me miró enfurecida, pero yo estaba paralizada y no la podía ver.
—Tío Julian. —Charles se levantó y se dirigió hacia el tío Julian, que estaba sentado a su mesa.
—No toques mis papeles —dijo el tío Julian, mientras los tapaba con las manos—. Aléjate de mis papeles, malnacido.
—¿Qué? —preguntó Charles.
—Lo siento —se disculpó el tío Julian con Constance—. No es un lenguaje apto para tus oídos, querida. Solamente dile a este malnacido que no se acerque a mis papeles.
—Mira —le dijo Charles al tío Julian—, ya tengo bastante de toda esta historia. No pienso tocar tus estúpidos papeles y no soy tu hermano John.
—Claro que no eres mi hermano John; eres medio palmo más bajo. Tú eres un malnacido y quiero que te vayas con tu padre, que, para mi vergüenza, es mi hermano Arthur, y díselo con estas mismas palabras. En presencia de tu madre, si así lo decides; tu madre es una mujer con mucha fuerza de voluntad pero no tiene el sentido de familia. Ella quería que se cortara la relación familiar. En consecuencia, no tengo ningún reparo en que repitas mis palabras ante ella.
—Todo eso ya está olvidado, tío Julian; Constance y yo…
—Me parece, joven, que olvidas con quién estás hablando. Me complace que estés arrepentido, pero ya me has robado demasiado tiempo. Por favor, ahora cállate.
—No hasta que haya acabado con tu sobrina Mary Katherine.
—Mi sobrina Mary Katherine murió hace mucho tiempo, joven. No superó la pérdida de su familia; pensaba que lo sabías.
—¿Qué? —Charles se volvió furioso hacia Constance.
—Mi sobrina Mary Katherine falleció en un orfanato, por falta de cuidados, durante el juicio por asesinato contra su hermana. Pero en mi libro no ocupa un lugar importante, así que vamos a dejarla de lado.
—Está sentada aquí mismo. —Charles gesticuló sulfurado.
—Joven. —El tío Julian soltó el lápiz, y se volvió un poco hacia Charles—. Creo que ya te he hablado de la importancia de mi trabajo. Y tú no dejas de interrumpirme. Ya tengo bastante. O te callas o te marchas de esta habitación.
Yo me reía de Charles e incluso Constance sonreía. Charles se quedó mirando al tío Julian, y el tío Julian, que volvió a sumergirse en sus papeles, dijo para sí:
—Maldito cachorro impertinente. —Y añadió—: ¿Constance?
—¿Sí, tío Julian?
—¿Por qué mis papeles están en esa caja? Voy a tener que sacarlos otra vez y ordenarlos. ¿Ha estado ese joven rondando mis papeles? Dímelo.
—No, tío Julian.
—Me parece que se da muchos aires. ¿Cuándo dices que se va?
—Yo no me voy a ninguna parte —respondió Charles—. Me quedo.
—Imposible —replicó el tío Julian—. No tenemos espacio. ¿Constance?
—¿Sí, tío Julian?
—Me gustaría tomar un chuletón para comer. Un buen chuletón, bien hecho, quizá con champiñones.
—Sí —dijo Constance con alivio—. Debería empezar a preparar la comida. —Como si estuviera contenta de hacer por fin la comida, se acercó a la mesa y apartó la tierra y las hojas que Charles había dejado allí. Lo puso todo en una bolsa de papel y la tiró, y luego volvió con un trapo y fregó la mesa. Charles nos observaba, a Constance, a mí y al tío Julian. Estaba absolutamente desconcertado, todo lo que oía o veía se le escapaba de las manos; era una delicia ver los primeros giros y retorcimientos del demonio una vez descubierto, y yo estaba orgullosa del tío Julian. Constance sonrió a Charles, contenta de que ya no hubiera gritos; ya no estaba a punto de llorar, y quizá por un momento también ella vislumbró al demonio, porque dijo:
—Pareces cansado, Charles. Ve a descansar hasta la hora de comer.
—¿Que me vaya a descansar adónde? —dijo en tono todavía enfadado—. No me pienso mover de aquí hasta que se tomen medidas con esta muchacha.
—¿Con Merricat? ¿Por qué habría que tomar medidas? Ya he dicho que limpiaré tu habitación.
—¿Ni siquiera la vas a castigar?
—¿Castigarme? —Me había levantado y estaba balanceándome apoyada en el marco de la puerta—. ¿Castigarme? ¿Quieres decir mandarme a dormir sin cenar?
Y salí corriendo. Corrí hasta que estuve en el campo de césped, el lugar más seguro, y me senté entre la hierba, que era más alta que yo y me ocultaba. Jonas me encontró, y nos quedamos uno junto al otro, donde nadie podría vernos jamás.
Después de un buen rato me levanté porque sabía adonde dirigirme. Iba a la glorieta. Hacía seis años que no me acercaba allí, pero Charles había corrompido el mundo y solo quedaba ese lugar. Jonas no me siguió; a él no le gustaba, y cuando vio que me volvía hacia el camino lleno de maleza que conducía a la glorieta, tomó otro camino como si tuviera algo importante que hacer y después hubiera quedado conmigo en otro lugar. La glorieta nunca le había gustado demasiado a nadie, recordé. Nuestro padre la había diseñado y había intentado desviar el arroyo y construir una pequeña cascada, pero algo debió de pasar con la madera, la piedra y la pintura, porque cuando estuvo acabada empezó a venirse abajo. Una vez, nuestra madre vio una rata dentro y luego ya no hubo manera de convencerla para que fuese, y si nuestra madre no iba, no iba nadie.
Yo nunca había enterrado nada por los alrededores. La tierra era negra y estaba húmeda, y nada de lo que hubiera podido enterrar allí se habría sentido a gusto. Los árboles oprimían la glorieta a los lados y respiraban pesadamente sobre el tejado, y las pobres flores que habían plantado allí ahora estaban muertas o se habían hecho enormes adoptando formas salvajes y desproporcionadas. Siempre que estaba cerca del pabellón pensaba que era el lugar más feo del mundo; incluso recuerdo que una vez nuestra madre propuso muy seriamente derruirlo.
Dentro todo estaba oscuro y húmedo. No me gustaba sentarme en el suelo de piedra pero no había ningún otro sitio; en otro tiempo, recordé, allí había sillas y tal vez también una mesa baja, pero ya no estaban, se las habrían llevado o se habrían podrido. Me senté en el suelo y en mi mente los coloqué a todos alrededor de la mesa del comedor, en su lugar correspondiente. Nuestro padre ocupaba la cabecera. Nuestra madre se sentaba enfrente. El tío Julian estaba a uno de sus lados, y nuestro hermano Thomas al otro; junto a mi padre estaban la tía Dorothy y Constance. Yo estaba entre Constance y el tío Julian, que era el lugar que me correspondía en la mesa por derecho propio. Poco a poco empecé a oírlos hablar.
—… hay que comprar un libro para Mary Katherine. Lucy, ¿no crees que Mary Katherine necesita un libro nuevo?
—Mary Katherine debería tener todo lo que quiera, cariño. Nuestra hija más querida debe tener cualquier cosa que desee.
—Constance, tu hermana no tiene mantequilla. Pásasela, por favor.
—Mary Katherine, te queremos.
—Nunca se te castigará. Lucy, tú debes velar por que nunca se castigue a Mary Katherine, nuestra hija más querida.
—Mary Katherine nunca daría motivos para castigarla, no será necesario.
—Lucy, he oído hablar de niños desobedientes a los que envían a la cama sin cenar como castigo. Eso nunca debe sucederle a nuestra Mary Katherine.
—Estoy de acuerdo, querido. Mary Katherine nunca debe ser castigada. Y nunca debe irse a la cama sin cenar. Mary Katherine nunca hará nada que merezca castigo.
—Nuestra querida, nuestra adorada Mary Katherine necesita cuidados y cariño. Thomas, dale a tu hermana tu cena; todavía tiene hambre.
—Dorothy, Julian. Poneos en pie cuando se levante nuestra hija.
—Inclinaos ante nuestra adorada Mary Katherine.