6

La casa no estaba a salvo aunque Charles la hubiera abandonado y se hubiera ido hasta el pueblo; por alguna razón, Constance le había dado las llaves. Antes cada uno de nosotros tenía una llave; nuestro padre tenía una llave, y nuestra madre, y las guardaban en un colgador junto a la puerta de la cocina. Cuando Charles se fue al pueblo, Constance le dio una llave, quizá la llave de nuestro padre, y la lista de la compra, y dinero.

—No deberíais guardar el dinero en casa —dijo sosteniéndolo con fuerza durante un instante antes de meterse la mano en el bolsillo y sacar el monedero—. Las mujeres que están solas como tú no deberían guardar el dinero en casa.

Yo lo observaba desde mi rincón de la cocina, y no estaba dispuesta a permitir que Jonas se acercase a mí mientras Charles estuviera en casa.

—¿Estás segura de que lo has anotado todo? —le preguntó a Constance—. Me daría rabia hacer dos viajes.

Esperé hasta que Charles estuvo bien lejos, quizá ya habría llegado a la roca negra, y luego dije:

—Se ha olvidado de los libros de la biblioteca.

Constance me miró un momento.

—Miss Maldad —dijo—, tú querías que se los olvidara.

—¿Cómo iba a saber él que teníamos los libros de la biblioteca? El no forma parte de esta casa; no tiene nada que ver con nuestros libros.

—Tú lo sabías —contestó Constance mientras miraba la olla que estaba en el fuego—. Creo que dentro de poco podremos recoger lechugas, ha hecho muy buen tiempo.

—En la Luna —dije, y me interrumpí al instante.

—En la Luna —continuó Constance, volviéndose y sonriéndome—, ¿no tendréis lechugas todo el año, quizá?

—En la Luna tenemos de todo. Lechugas y pastel de calabaza y Amanita phalloides. Tenemos plantas peludas como gatos y caballos alados que bailan. Todos los candados son macizos y firmes, y no hay fantasmas. En la Luna el tío Julian estaría curado y el sol brillaría cada día. Tú llevarías las perlas de nuestra madre y cantarías, y el sol resplandecería siempre.

—Me encantaría ir a tu Luna. Me pregunto si debería empezar a preparar el pan de jengibre; si Charles llega tarde se enfriará.

—Yo estaré aquí para comérmelo —dije.

—Pero Charles ha dicho que le encanta.

Yo estaba construyendo una pequeña casa sobre la mesa con los libros de la biblioteca, con uno vertical a cada lado y otro horizontal encima.

—Bruja, pues hazte una casa de pan de jengibre.

—No lo haré —respondió Constance—. Tengo una casa preciosa donde vivo con mi hermana Merricat.

Me reí. Constance vigilaba la olla que estaba en el fuego y tenía harina en la cara.

—A lo mejor no vuelve nunca —dije.

—Tiene que volver. Estoy haciendo pan de jengibre para él.

Como Charles me había robado mi ocupación de los martes por la mañana, no tenía nada que hacer. Pensé en bajar al arroyo, pero ni siquiera tenía motivos para suponer que el arroyo seguiría allí, ya que nunca había ido un martes por la mañana; ¿estaría esperándome la gente del pueblo, acechando por el rabillo del ojo para ver si llegaba, dándose codazos unos a otros? ¿Y qué pensarían al ver a Charles? Quizá todo el mundo se quedaría atónito, perplejo ante la ausencia de Miss Mary Katherine Blackwood… Me entró la risa tonta al pensar en Jim Donell y en los muchachos de los Harris escudriñando ansiosamente la carretera para verme llegar.

—¿De qué te ríes? —preguntó Constance y se volvió para mirarme.

—Estaba pensando que deberías hacer un pan de jengibre con forma de señor, y yo le podría llamar Charles y comérmelo.

—Oh, Merricat, ¡por favor!

Sabía que Constance se acabaría enfadando, en parte por mi culpa y en parte por el pan de jengibre, así que pensé que lo más sabio era escapar. Dado que tenía una mañana libre, y que no estaba acostumbrada a salir, podía ser un buen momento para idear una estrategia contra Charles, así que me fui al piso de arriba; el aroma del pan de jengibre en el horno me siguió hasta la mitad de las escaleras. Charles había dejado la puerta abierta, no mucho, pero lo suficiente para que yo entrara y echara un vistazo.

Bastó con empujarla un poco para que se abriera del todo y me encontré en la habitación de nuestro padre, que ahora era la de Charles. Había hecho la cama, me fijé en ello; su madre debió de haberle enseñado. Había dejado la maleta encima de una silla, pero estaba cerrada; sobre el tocador donde siempre habían estado las pertenencias de nuestro padre ahora estaban las suyas; vi su pipa y un pañuelo, y cosas que él había tocado y usado, ensuciando la habitación de nuestro padre. Un cajón del tocador estaba medio abierto, y volví a imaginarme a Charles con la ropa de nuestro padre. Caminé sigilosamente por la habitación porque no quería que Constance me oyera desde abajo, y miré dentro del cajón abierto. Pensé que a Charles no le gustaría saber que lo había descubierto curioseando en las cosas de nuestro padre; a lo mejor dentro del cajón encontraba un objeto extraordinariamente poderoso, puesto que cargaba con la culpa de Charles. No me sorprendió comprobar que había estado mirando las joyas de nuestro padre; dentro del cajón había una caja de piel que contenía, yo lo sabía, un reloj y una cadena de oro, unos gemelos y un anillo de sello. Yo no podía tocar las joyas de nuestra madre, pero Constance no había dicho nada de las joyas de nuestro padre, ni siquiera había entrado en esta habitación para limpiar, así que pensé que podía abrir la caja y coger algo. El reloj estaba en una pequeña caja forrada de satén, y no hacía tic-tac, y la cadena estaba enrollada a un lado. No tenía intención de tocar el anillo; la idea de tener un anillo en el dedo siempre me había hecho sentir atada, porque los anillos no tienen ninguna abertura por donde escapar, pero me gustó la cadena del reloj, que serpenteaba entre mis dedos. Volví a colocar con cuidado el joyero dentro del cajón y lo cerré, salí de la habitación, ajusté la puerta tras de mí y me llevé la cadena del reloj a mi habitación, y allí la dejé sobre la almohada, como si fuera un ovillo de oro durmiente.

Primero se me ocurrió enterrarla, pero me supo mal cuando pensé en todo el tiempo que había pasado en la oscuridad dentro de la caja en el cajón de nuestro padre, y entonces pensé que se había ganado un lugar bien arriba, donde pudiera resplandecer a la luz del sol, y decidí clavarla al árbol del que se había caído el libro. Mientras Constance estaba haciendo el pan de jengibre en la cocina, el tío Julian dormía en su habitación, Charles iba y volvía del pueblo, y yo estaba tumbada en la cama y jugaba con mi cadena de oro.

—Esta es la cadena de oro del reloj de mi hermano —dijo el tío Julian, inclinándose hacia adelante con curiosidad—. Pensaba que lo habían enterrado con ella.

La mano de Charles tembló al extenderla; yo podía ver como temblaba contra el fondo amarillo de la pared.

—Estaba en un árbol —dijo, y su voz también tembló—. La he encontrado clavada a un árbol, por el amor de Dios. ¿Qué tipo de casa es esta?

—No tiene importancia —contestó Constance—. De verdad, Charles, no tiene ninguna importancia.

—¿Que no tiene importancia? Connie, esto es oro.

—Pero nadie lo quiere.

—Uno de los eslabones está roto —añadió Charles, lamentándose por la cadena—. Podría haberla usado yo, qué manera de tratar un objeto de valor. Podríamos haberla vendido —le dijo a Constance.

—Pero ¿por qué?

—Yo estaba convencido de que lo habían enterrado con ella —dijo el tío Julian—. Nunca fue un hombre desprendido. Supongo que nunca supo que lo despojaron de ella.

—Vale un buen dinero —explicó Charles, dirigiéndose con tacto a Constance—. Es una cadena de oro, seguramente te darían mucho. La gente sensata no va por ahí clavando a los árboles objetos de valor.

—Se enfriará la comida si sigues dándole vueltas.

—La llevaré arriba y la devolveré a la caja negra, donde debe estar —dijo Charles. Nadie salvo yo se dio cuenta de que sabía el lugar donde se guardaba—. Luego —dijo mirando hacia mí— ya averiguaremos cómo ha llegado al árbol.

—La ha puesto Merricat —contestó Constance—. Por favor, siéntate a comer.

—¿Cómo lo sabes? ¿Mary?

—Siempre lo hace. —Constance me sonrió—. Tontuela.

—¿De verdad? —preguntó Charles. Se acercó despacio a la mesa, sin dejar de mirarme.

—Estaba muy satisfecho de sí mismo —dijo el tío Julian—. Era un hombre muy dado a engalanarse, pero no demasiado limpio.

La cocina quedó en silencio; Constance estaba en la habitación del tío Julian, acostándolo para que hiciera la siesta.

—¿Qué sería de la pobre prima Mary si su hermana la echara? —le preguntó Charles a Jonas, que escuchaba en silencio—. ¿Qué sería de la pobre prima Mary si Constance y Charles no la quisieran?

No sé por qué pensé que simplemente tenía que pedirle a Charles que se fuera. Me pareció que al menos debía preguntárselo una vez con educación; quizá no se le había ocurrido la idea de irse y era necesario metérsela en la cabeza. Decidí que lo siguiente que debía hacer era pedirle a Charles que se fuera, antes de que ocupara toda la casa y resultara imposible erradicarlo. La casa ya olía a él, a su pipa y a su loción de afeitado, y sus ruidos retumbaban en las habitaciones todo el día; a veces dejaba la pipa sobre la mesa de la cocina y dejaba desperdigados por las habitaciones los guantes, el tabaco o las eternas cajas de cerillas. Cada tarde iba hasta el pueblo y traía los periódicos, que tiraba en cualquier sitio, incluso en la cocina, a la vista de Constance. Una chispa de su pipa había quemado un poco el brocado de una silla del salón; Constance no lo había visto todavía y yo pensé que era mejor no decírselo, porque tenía la esperanza de que la casa, ofendida, expulsaría a Charles por sí misma.

—Constance —le pregunté una mañana luminosa. Charles ya llevaba tres días en casa, calculé—. Constance, ¿ha dicho cuándo se irá?

Cada vez se enfadaba más conmigo cuando manifestaba mi deseo de que Charles se fuera; antes Constance me escuchaba y me sonreía y solo se enfadaba cuando Jonas y yo hacíamos travesuras, pero ahora me fruncía el ceño a menudo, como si me mirara con otros ojos.

—Ya te lo he dicho —respondió—, te lo he dicho una y otra vez, no pienso aguantar más tonterías sobre Charles. Es nuestro primo y es nuestro invitado y se irá cuando le parezca.

—Hace que el tío Julian esté peor.

—Solo intenta que el tío Julian no esté pensando en cosas tristes todo el tiempo. Y yo estoy de acuerdo con él. El tío Julian debería estar contento.

—¿Por qué debería estar contento si se va a morir?

—No he hecho las cosas bien.

—No sé a qué te refieres.

—He estado aquí escondida —dijo Constance, despacio, como si no estuviera del todo segura del orden correcto de las palabras. Se quedó junto al horno, con la luz del sol iluminándole el cabello y los ojos, sin sonreír, y después añadió—: Todo este tiempo he dejado que el tío Julian viviera anclado en el pasado, reviviendo ese día atroz. He dejado que te convirtieras en una salvaje; ¿cuándo fue la última vez que te peinaste?

No me podía permitir enfadarme, y menos enfadarme con Constance, pero deseé que Charles estuviera muerto. Constance necesitaba protección más que nunca, y si yo me enfadaba y le daba la espalda quedaría completamente desamparada. Dije con mucha prudencia:

—En la Luna…

—En la Luna —replicó Constance, y se rio de mala gana—. Es todo culpa mía —dijo—. No me daba cuenta de lo equivocada que estaba dejando que las cosas llegaran tan lejos porque quería esconderme. No ha sido justo para ti ni para el tío Julian.

—¿Y Charles va a arreglar el escalón roto?

—El tío Julian debería estar en un hospital, con enfermeras que cuiden de él. Y tú… —De pronto abrió los ojos de par en par, como si volviera a ver a la Merricat de siempre, y entonces extendió los brazos hacia mí—. Oh, Merricat —dijo, y se rio un poco—. Mira cómo te estoy regañando; qué tonta soy.

Me acerqué a ella y la abracé.

—Te quiero, Constance.

—Eres una buena chica, Merricat —me respondió.

Entonces la dejé sola y fui afuera a hablar con Charles. Tenía claro que no me iba a gustar hablar con él, y quizá fuera demasiado tarde para hacerlo cordialmente, pero debía intentarlo al menos una vez. Incluso el jardín se había convertido en un paisaje extraño con su presencia; lo vi bajo los manzanos y a su lado los árboles parecían deformados y encogidos. Crucé la puerta de la cocina y fui despacio hacia allí. Intenté pensar en él con benevolencia, porque si no lo hacía iba a ser incapaz de hablarle con amabilidad, pero al imaginarme su enorme cara blanca sonriéndome desde el otro lado de la mesa o controlando cualquiera de mis movimientos me entraron ganas de golpearle hasta que se marchara, me entraron ganas de darle patadas una vez muerto, de verlo yacer sobre el césped. Así que me propuse ser benevolente con Charles y me dirigí lentamente hacia él.

—¿Primo Charles? —dije, y él se volvió para mirarme. Me lo imaginé muerto—. ¿Primo Charles?

—Dime, ¿qué hay?

—He decidido pedirte que te vayas, por favor.

—Muy bien —contestó—, ya me lo has pedido.

—¿Te irás, por favor?

—No —contestó.

No se me ocurrió nada más que decir. Me di cuenta de que llevaba la cadena de oro del reloj de nuestro padre, con un eslabón roto, y sin necesidad de verlo supe que tenía el reloj en el bolsillo. Pensé que al día siguiente se pondría el anillo de sello de nuestro padre, y me pregunté si animaría a Constance a que luciera las perlas de nuestra madre.

—No te acerques a Jonas —le advertí.

—De hecho —dijo—, me pregunto quién seguirá aquí dentro de un mes. ¿Tú o yo?

Regresé corriendo a casa y fui directamente a la habitación de nuestro padre, y allí golpeé con un zapato el espejo que había sobre el tocador hasta que se rompió. Luego me fui a mi habitación y apoyé la cabeza en el alféizar de la ventana y me dormí.

Esos días me acordé de ser más amable con el tío Julian. Me daba pena porque cada vez pasaba más tiempo en su habitación, desayunaba y comía allí con una bandeja y en el comedor únicamente cenaba, bajo la mirada despectiva de Charles.

—¿No le podrías dar de comer? Se lo ha echado todo por encima —le dijo Charles a Constance.

—No era mi intención —replicó el tío Julian mirándola.

—Debería ponerse un babero —dijo Charles y se rio.

Por las mañanas, mientras Charles se sentaba a devorar jamón y patatas y huevos fritos y panecillos y rosquillas y tostadas, el tío Julian dormitaba en su habitación frente a la leche caliente y a veces, cuando llamaba a Constance, Charles soltaba:

—Dile que estás ocupada; no tienes por qué salir corriendo cada vez que moja la cama; solo quiere que le hagan caso.

Las mañanas soleadas yo desayunaba antes que Charles, y si aún no había acabado cuando él bajaba, cogía mi plato y me iba a sentar sobre el césped debajo del castaño. Un día le llevé al tío Julian una hoja nueva del castaño y la puse en el alféizar de su ventana. Me quedé fuera bajo el sol y lo vi dentro, tumbado en silencio en la oscura habitación, y me puse a pensar cómo podía ser más amable con él. Al verlo allí solo, soñando sus viejos sueños solitarios, fui a la cocina y le dije a Constance:

—¿Le prepararás un pastel ligero al tío Julian para comer?

—Ahora está muy ocupada —contestó Charles con la boca llena—. Tu hermana trabaja como una esclava.

—¿Lo harás? —le pregunté a Constance.

—Lo siento —respondió ella—. Tengo mucho que hacer.

—Pero el tío Julian se va a morir.

—Constance está muy ocupada —sentenció Charles—. Vete a jugar de una vez.

Una tarde Charles fue al pueblo y yo lo seguí. Me detuve en la roca negra, porque no era uno de los días en que me tocaba ir al pueblo, y lo observé mientras bajaba por la calle principal. Se paró un momento a hablar con Stella, que estaba en la puerta del café tomando el sol, y compró un periódico; cuando vi que se sentaba en los bancos con los demás hombres di media vuelta y regresé a casa. Si alguna vez volvía al pueblo a hacer la compra, Charles estaría entre los hombres que me observaban al verme pasar. Constance estaba trabajando en el jardín y el tío Julian dormía al sol, y cuando me senté en mi banco en silencio Constance me preguntó, sin alzar la vista:

—¿Dónde has estado, Merricat?

—Dando un paseo. ¿Dónde está mi gato?

—Me parece —dijo Constance— que vamos a tener que prohibirte tus paseos. Ya es hora de que sientes la cabeza.

—¿Con «vamos a tener que» te refieres a ti y a Charles?

—Merricat —Constance se volvió hacia mí, se sentó sobre los talones y apoyó los brazos en el regazo—. Hasta hace poco no me había dado cuenta de lo equivocada que estaba al dejar que tú y el tío Julian os escondierais aquí conmigo. Tendríamos que habernos enfrentado al mundo y haber tratado de llevar una vida normal; el tío Julian debería haber pasado todos estos años en un hospital, en manos de enfermeras que cuidaran de él. Tendríamos que haber vivido como el resto de la gente. Tú deberías… —Se interrumpió y alzó las manos en un gesto de impotencia—. Tú deberías haber salido con chicos —dijo finalmente, y entonces se echó a reír porque le sonó divertido incluso a ella.

—Yo tengo a Jonas —dije, y ambas nos echamos a reír y el tío Julian se despertó de repente y soltó una vieja risita socarrona.

—Eres la persona más tonta que he conocido —le dije a Constance, y me fui a buscar a Jonas. Mientras estaba dando una vuelta, Charles regresó a casa; traía el periódico y una botella de vino para la cena, y la bufanda de nuestro padre que yo había usado para cerrar la puerta, porque Charles tenía una llave.

—Yo podría haber aprovechado la bufanda —oí que decía irritado mientras yo estaba en el huerto, donde había encontrado a Jonas hecho un ovillo entre las lechugas—. Es cara, y me gustan los colores.

—Era de nuestro padre —dijo Constance.

—A propósito —añadió Charles—, uno de estos días me gustaría echar un vistazo al resto de su ropa. —Se quedó en silencio un momento; me imaginé que debía de estar sentándose en mi banco. Luego continuó, muy suave—. También —dijo—, mientras estoy aquí, querría echarle un vistazo a los documentos de vuestro padre. Podría haber algo importante.

—No a mis papeles —intervino el tío Julian—. Este joven no va a meter sus manos en mis papeles.

—Ni siquiera he visto el despacho de vuestro padre —dijo Charles.

—No lo usamos. No se ha vuelto a tocar nada.

—Excepto la caja fuerte —puntualizó Charles.

—¿Constance?

—¿Sí, tío Julian?

—Quiero que en el futuro tú guardes mis papeles. No quiero que nadie más los toque, ¿me has oído?

—Sí, tío Julian.

Yo no tenía permiso para abrir la caja fuerte donde Constance guardaba el dinero de nuestro padre. Tenía permiso para entrar en el despacho, pero no me gustaba y ni siquiera tocaba el pomo de la puerta. Tenía la esperanza de que Constance no abriera el despacho para Charles; al fin y al cabo, ya se había apropiado de la habitación de nuestro padre, y de su reloj y de su cadena de oro y de su anillo de sello. Me puse a pensar que ser un demonio y un fantasma a la vez debía de ser muy difícil, incluso para Charles; si en alguna ocasión se olvidaba de su máscara, o dejaba que cayera aunque fuera un instante, lo reconocerían al momento y lo echarían; tenía que extremar las precauciones para emplear siempre la misma voz y mostrar el mismo rostro y la misma actitud sin cometer ningún error; debía estar siempre en guardia para no traicionarse a sí mismo. Me pregunté si al morir recobraría su verdadera forma. Como había refrescado, sabía que Constance ya había llevado dentro al tío Julian, así que dejé a Jonas durmiendo entre las lechugas y regresé a casa. En la cocina, encontré al tío Julian hurgando frenéticamente entre sus papeles sobre la mesa, intentando hacer una pequeña pila, y a Constance pelando patatas. Se oía a Charles dando vueltas en el piso de arriba, y por un minuto la cocina fue un lugar cálido, alegre y luminoso.

—Jonas está durmiendo entre las lechugas —dije.

—No hay nada que me guste más que los pelos de gato en la ensalada —comentó Constance en tono afable.

—Ya es hora de que me haga con una caja —anunció el tío Julian. Se reclinó y miró sus papeles enfadado—. Hay que meterlos en una caja, ahora mismo. ¿Constance?

—Sí, tío Julian, ahora te busco una caja.

—Si meto todos mis papeles en una caja y meto la caja en mi habitación, dejarán de estar al alcance de ese joven horrible. Es un joven horrible, Constance.

—De verdad, tío Julian, Charles es muy amable.

—No es honesto. Su padre no era honesto. Mis dos hermanos no eran honestos. Si intenta tocar mis papeles debes impedírselo; no voy a permitir que manipulen mis papeles ni voy a tolerar ninguna intrusión. Díselo, Constance. Es un malnacido.

—Tío Julian…

—En un sentido meramente metafórico, te lo aseguro. Mis dos hermanos se casaron con mujeres de carácter muy fuerte. Es solo una palabra que se usa (entre hombres, querida; y discúlpame por enfrentarte a tal palabra) para designar a un sujeto indeseable.

Constance se volvió sin hablar y abrió la puerta que daba a las escaleras del sótano y a los montones y montones de comida que se guardaban en lo más profundo de la casa. Bajó las escaleras tranquilamente, así que podíamos oír a Charles arriba y a Constance abajo.

Constance regresó del sótano con una caja para el tío Julian.

—Aquí tienes una caja vacía —dijo.

—¿Para qué? —preguntó el tío Julian.

—Para que metas los papeles.

—Ese joven no va a tocar mis papeles, Constance. No quiero que toque mis papeles.

—Todo es culpa mía —dijo Constance, volviéndose hacia mí—. Debería estar en un hospital.

—Pondré mis papeles en esa caja, Constance, querida, si eres tan amable de acercármela.

—Él se lo pasa bien —le dije a Constance.

—Tendría que haber actuado de un modo completamente distinto.

—Está claro que no sería muy amable meter al tío Julian en un hospital.

—Pero tendré que hacerlo si yo… —Constance se detuvo de pronto, y yo me volví hacia el fregadero y las patatas—. ¿Le pongo nueces al puré de manzana? —preguntó.

Me quedé sentada en silencio, escuchando lo que casi había dicho. El tiempo se estaba acabando, se abatía sobre nuestra casa y me aplastaba. Pensé que había llegado el momento de romper el gran espejo del vestíbulo, pero entonces se oyeron los pasos pesados de Charles, que bajaba la escalera, cruzaba el vestíbulo y entraba en la cocina.

—Bueno, bueno, todo el mundo está aquí —dijo—. ¿Qué hay de cenar?

Esa noche Constance tocó para nosotros en el salón. La gran curva del arpa dibujaba sombras en el retrato de nuestra madre y las suaves notas caían al aire como pétalos. Tocó Over the Sea to Sky, Flow Gently, Sweet Afton y I Saw a Lady y otras canciones que nuestra madre solía tocar, pero no recuerdo que los dedos de nuestra madre acariciaran las cuerdas con tanta finura, con tal sentido de la melodía.

El tío Julian se mantuvo despierto, escuchando y soñando, y Charles ni siquiera se atrevió a poner los pies sobre los muebles del salón, aunque el humo de su pipa difuminaba los adornos de pastel de boda del techo y él no dejaba de moverse mientras Constance tocaba.

—Qué delicadeza —dijo en un momento el tío Julian—. Todas las mujeres Blackwood tienen un don para la música.

Charles se detuvo junto a la chimenea para golpear la pipa contra la rejilla.

—Precioso —dijo mientras estudiaba una de las porcelanas de Dresde. Constance dejó de tocar y él se volvió a mirarla.

—¿Es de valor?

—No mucho —contestó Constance—. A mi madre le gustaban.

El tío Julian comentó:

—Mi preferida siempre fue Bluebells of Scotland. Constance, querida, ¿podrías…?

—De momento es suficiente —replicó Charles—. Constance y yo tenemos que hablar, tío. Tenemos que hacer planes.