5

Cuando entré en la cocina, arrastrando todavía la brisa, Constance estaba preparándole el desayuno al tío Julian. No cabía duda de que el tío Julian se encontraba bien esa mañana, porque Constance le había servido té en vez de leche caliente; se debía de haber despertado temprano y habría pedido té. Me acerqué a ella y la rodeé con los brazos, y ella se volvió y me abrazó.

—Buenos días, Merricat —me dijo.

—Buenos días, Constance. ¿Se encuentra mejor el tío Julian?

—Mucho mejor, muchísimo mejor. Y después de la lluvia de ayer hoy brillará el sol. Y te voy a preparar mousse de chocolate para la cena, Merricat mía.

—Te quiero, Constance.

—Yo también te quiero. ¿Qué te preparo para desayunar?

—Tortitas. De esas pequeñas, de masa fina, calientes. Y dos huevos fritos. Hoy va a venir mi caballo alado y te voy a llevar a la Luna y allí comeremos pétalos de rosa.

—Algunos pétalos de rosa son venenosos.

—En la Luna no. ¿Es verdad que se puede plantar una hoja?

—Algunas hojas. Las vellosas. Se dejan en agua y les crecen raíces y luego las plantas y se convierten en una planta. En la misma planta de la que provienen, claro, no en cualquier planta.

—Qué lástima. Buenos días, Jonas. Tú eres una hoja vellosa, me parece.

—Tontuela.

—A mí me gustan las hojas que se convierten en una planta distinta. Pero vellosa.

Constance se reía.

—El tío Julian no va a desayunar nunca si sigo escuchándote —dijo. Cogió la bandeja y fue a la habitación del tío Julian—. Aquí está el té caliente —anunció.

—Constance, querida. Hace una mañana magnífica, parece. Un día espléndido para trabajar.

—Y para salir al sol.

Jonas estaba sentado en la entrada, donde daba el sol, lamiéndose la cara. Yo tenía hambre; quizá sería amable por mi parte poner una pluma en el césped para el tío Julian, en el lugar donde se iba a colocar su silla; para enterrar cosas en el césped no tenía permiso. En la Luna llevábamos plumas en el cabello, y rubís en las manos. En la Luna usábamos cucharas de oro.

—Tal vez hoy sea un buen día para comenzar un capítulo nuevo. ¿Constance?

—¿Sí, tío Julian?

—¿Crees que hoy debería comenzar el capítulo cuarenta y cuatro?

—Por supuesto.

—Hay que repasar un poco las primeras páginas. Es una de esas cosas que siempre se dejan para más adelante.

—¿Te peino?

—Creo que hoy me peinaré solo, gracias. Al fin y al cabo, un hombre debería hacerse responsable de su cabeza. No hay mermelada.

—¿Te traigo un poco?

—No, porque ya casi me he acabado la tostada. Me comería un hígado asado para almorzar, Constance.

—Te lo prepararé. ¿Me llevo la bandeja?

—Sí, gracias. Y yo me peinaré.

Constance regresó a la cocina y cejó la bandeja.

—Y ahora tú, Merricat mía —dijo.

—Y Jonas.

—Jonas ha desayunado hace rato.

—¿Plantarás una hoja para mí?

—Un día de estos. —Constance volvió la cabeza y aguzó el oído—. Todavía está durmiendo —dijo.

—¿Quién está durmiendo? ¿Podré ver cómo crece?

—El primo Charles todavía está durmiendo —comentó, y el día se me vino abajo. Veía a Jonas en la entrada y a Constance junto al horno, pero no tenían color. No podía respirar, me sentía atada, todo estaba frío.

—Era un fantasma —dije.

Constance se rio, y fue como si el sonido llegara de muy lejos.

—Entonces hay un fantasma durmiendo en la cama de nuestro padre —añadió—. Y ayer se tomó una cena copiosa. Mientras tú estabas fuera.

—Soñé que venía. Me quedé dormida en el suelo y soñé que venía, pero luego lo eché del sueño. —Me sentía oprimida; si Constance me creía podría volver a respirar.

—Anoche estuvimos hablando un buen rato.

—Ve y míralo —dije sin respirar—, ve y míralo; no está.

—Tontuela.

No podía salir corriendo; tenía que ayudar a Constance. Cogí mi vaso y lo estrellé contra el suelo.

—Ahora se irá —dije.

Constance se acercó a la mesa y se sentó frente a mí, mirándome muy seria. Yo quería rodear la mesa y abrazarla, pero seguía sin tener color.

—Merricat mía —dijo despacio—, el primo Charles está aquí. Es nuestro primo. Cuando su padre estaba vivo (es decir, Arthur Blackwood, el hermano de nuestro padre), el primo Charles no podía venir a visitarnos o ayudarnos, porque su padre no se lo permitía. Su padre —dijo, y sonrió un poco— tenía muy mala opinión de nosotros. No quiso hacerse cargo de ti durante el juicio, ¿lo sabías? Y nunca dejó que se mencionaran nuestros nombres en su casa.

—¿Y entonces por qué mencionas su nombre en nuestra casa?

—Porque estoy intentando explicarme. En cuanto su padre ha muerto, el primo Charles ha venido a ayudarnos.

—¿Cómo puede ayudarnos? Somos felices, ¿o no lo somos, Constance?

—Somos muy felices, Merricat. Pero, por favor, sé amable con el primo Charles.

Yo empezaba a respirar un poco; todo iba a salir bien. El primo Charles era un fantasma, un fantasma al que se podía ahuyentar.

—Se irá —dije.

—No creo que tenga pensado quedarse para siempre —replicó Constance—. Al fin y al cabo, solo ha venido de visita.

Iba a tener que encontrar algo, una estrategia, contra él.

—¿Lo ha visto el tío Julian?

—El tío Julian sabe que está aquí, pero no se encontraba bien y no pudo salir de su habitación. Le llevé la bandeja con la cena, y solo tomó un poco de sopa. Me ha alegrado que pidiera té esta mañana.

—Hoy toca limpiar la casa.

—Luego, cuando el primo Charles se despierte. Y será mejor que barra este vaso roto antes de que baje.

La observé mientras barría el vaso; hoy iba a ser un día de resplandores, repleto de pequeñas cosas chispeantes. No tenía sentido que me diera prisa por acabar el desayuno, porque no podría salir hasta después de haber simulado que limpiábamos la casa, así que me demoré bebiendo la leche y observando a Jonas. Antes de acabar, el tío Julian llamó a Constance para que lo ayudara a sentarse en la silla, y lo trajo a la cocina y lo colocó ante la mesa con sus papeles.

—Estoy realmente convencido de que debo comenzar el capítulo cuarenta y cuatro —dijo, frotándose las manos—. Creo que empezaré con una pequeña exageración y a partir de allí desarrollaré una mentira descarada. ¿Constance, querida?

—¿Sí, tío Julian?

—Voy a decir que mi esposa era bonita.

Todos nos quedamos en silencio un instante, desconcertados por el sonido de pasos arriba, donde siempre había reinado el silencio. Era desagradable, ese caminar por encima de nuestras cabezas. Constance siempre caminaba con ligereza, y el tío Julian nunca caminaba; esos pasos eran pesados, regulares y malos.

—Ahí está el primo Charles —dijo Constance mirando hacia arriba.

—En efecto —contestó el tío Julian. Ordenó los papeles que tenía delante y cogió un bolígrafo—. Presumo que la compañía del hijo de mi hermano será muy agradable —añadió—. Quizá pueda aclararme algunos detalles sobre el comportamiento de su familia durante el juicio. Aunque, debo confesarlo, en algún lugar anoté una posible conversación que podrían haber tenido… —Se sumergió en una de sus libretas—. Sospecho que esto retrasará el capítulo cuarenta y cuatro.

Yo cogí a Jonas y me dirigí a mi rincón, y Constance fue hasta el vestíbulo para recibir a Charles al pie de las escaleras.

—Buenos días, primo Charles —lo saludó.

—Buenos días, Connie. —Hablaba en el mismo tono que había empleado la noche anterior. Yo me acurruqué aún más en mi rincón cuando entraron en la cocina, y el tío Julian se puso a toquetear sus papeles y volvió el rostro hacia la puerta.

—Tío Julian, es un placer verle por fin.

—Charles. Tú eres el hijo de Arthur, pero te pareces a mi hermano John, que está muerto.

—Arthur también está muerto. Por eso estoy aquí.

—Murió rico, espero. Yo era el único hermano sin dotes para el dinero.

—En realidad, tío Julian, mi padre no dejó nada.

—Una lástima. Nuestro padre dejó una suma considerable. Incluso una vez dividida entre los tres hermanos, seguía siendo una suma considerable. Yo siempre supe que mi parte se esfumaría, pero nunca lo habría sospechado de mi hermano Arthur. ¿Era tu madre una mujer derrochadora, tal vez? No me acuerdo mucho de ella. Recuerdo que cuando mi sobrina Constance escribió a su tío durante el juicio, fue su esposa quien respondió, pidiéndole que cortara toda relación familiar.

—Me habría gustado venir antes, tío Julian.

—Puede ser. La juventud es muy curiosa. Y una mujer con tan mala fama como Constance debe de resultar un personaje romántico para cualquier joven. ¿Constance?

—¿Sí, tío Julian?

—¿Ya he desayunado?

—Sí.

—Entonces me tomaré otra taza de té. Este joven y yo tenemos mucho de que hablar.

Todavía no podía verlo con claridad, quizá porque era un fantasma, quizá porque era muy grande. Su rostro imponente y redondo, que tanto se parecía al de nuestro padre, se volvía hacia Constance y el tío Julian alternativamente, sonriendo y abriendo la boca para hablar. Yo me acurruqué en mi rincón tanto como pude, pero finalmente el rostro imponente se volvió hacia mí.

—¡Vaya! Ahí está Mary —dijo el rostro—. Buenos días, Mary.

Yo miré hacia abajo, a Jonas.

—¿Es tímida? —le preguntó a Constance—. No te preocupes, los niños siempre me toman cariño.

Constance se rio.

—No estamos acostumbrados a los desconocidos —dijo. No se la veía incómoda ni molesta; era como si hubiera estado esperando toda la vida a que el primo Charles viniese, como si hubiera planeado con todo detalle qué hacer y qué decir, casi como si en su casa de toda la vida siempre hubiese habido una habitación reservada para el primo Charles.

Él se levantó y se acercó hacia mí.

—Qué gato tan bonito —dijo—. ¿Cómo se llama?

Jonas y yo lo miramos y entonces pensé que lo más prudente, para empezar, era decirle su nombre.

—Jonas —contesté.

—¿Jonas? ¿Es tu mascota?

—Sí —respondí. Ambos nos lo quedamos mirando, Jonas y yo, sin atrevernos a pestañear ni a apartar la vista. La imponente cara blanca estaba cerca, seguía pareciéndose a nuestro padre, y la gran boca sonreía.

—Vamos a ser buenos amigos, tú, Jonas y yo —dijo.

—¿Qué quieres desayunar? —le preguntó Constance, y me sonrió porque le había dicho el nombre de Jonas.

—Lo que estés preparando —respondió, alejándose de mí por fin.

—Merricat ha comido tortitas.

—Tortitas está bien. Un buen desayuno en compañía agradable y en un hermoso día, ¿qué más puedo pedir?

—Las tortitas —comentó el tío Julian— son un plato de honor en esta familia, aunque yo raras veces las como; mi salud solo me permite comer los alimentos más ligeros y saludables. Se sirvieron tortitas para desayunar el último…

—Tío Julian —dijo Constance—, se te están cayendo los papeles al suelo.

—Deje que se los dé, señor. —El primo Charles se arrodilló para recoger los papeles y Constance dijo:

—Después de desayunar te mostraré mi jardín.

—Un hombre caballeroso —comentó el tío Julian, aceptando los papeles que le entregó Charles—. Te lo agradezco, yo no soy capaz de dar saltos por la habitación ni de ponerme de rodillas y me alegra encontrar a alguien que pueda. Tú debes de ser un año mayor que mi sobrina, ¿verdad?

—Tengo treinta y dos años —respondió Charles.

—Y Constance debe de tener veintiocho. Abandonamos la celebración de los cumpleaños hace mucho tiempo, pero creo que tiene veintiocho. Constance, no está bien que siga hablando con el estómago vacío, ¿dónde está mi desayuno?

—Te lo has acabado hace una hora, tío Julian. Te estoy preparando otra taza de té, y tortitas para el primo Charles.

—Charles es una persona intrépida. Tu comida, aunque es de gran calidad, genera cierto rechazo.

—No me da ningún miedo comer lo que prepara Constance —afirmó Charles.

—¿De verdad? —inquirió el tío Julian—. Te felicito. Yo me refería al efecto que produce una comida tan pesada como las tortitas en un estómago delicado. Supongo que tú te referías al arsénico.

—Ven, aquí está tu desayuno —dijo Constance.

Yo me estaba riendo, aunque Jonas me escondía la cara. Charles tardó casi medio minuto en coger el tenedor, mientras seguía sonriéndole a Constance. Por fin, consciente de que Constance, el tío Julian, Jonas y yo estábamos observándolo, cortó un pequeño pedazo de tortita y se lo llevó a la boca, pero no fue capaz de metérselo dentro.

—¿Sabes?, estaba pensando… —comentó—. Quizá os pueda echar una mano en alguna cosa mientras esté aquí: cavar el jardín, o quizá hacer algún recado. Se me da bien el trabajo duro.

—Anoche cenaste aquí y te has despertado vivo —dijo Constance; yo me reía pero ella parecía enfadada.

—¿Qué? —preguntó Charles—. Oh. —Miró el tenedor como si se hubiera olvidado de él y finalmente se introdujo a toda prisa un pedazo de tortita en la boca, lo masticó y se lo tragó, luego alzó la mirada hacia Constance—. Delicioso —dijo, y Constance sonrió.

—¿Constance?

—¿Sí, tío Julian?

—Creo que, al fin y al cabo, hoy no debería empezar el capítulo cuarenta y cuatro. Creo que regresaré al capítulo diecisiete, donde recuerdo que hice una pequeña alusión a tu primo y su familia, y a su comportamiento durante el juicio. Charles, tú eres un joven inteligente. Me muero de ganas de escuchar tu historia.

—Todo eso fue hace mucho tiempo —contestó Charles.

—Deberías haber tomado notas —replicó el tío Julian.

—Quiero decir —añadió Charles—, ¿no podríamos olvidarlo? No tiene sentido seguir pensando en ello.

—¿Olvidarlo? —preguntó el tío Julian—. ¿Olvidarlo?

—Fue una época triste y terrible, y a Connie no le hace ningún bien seguir hablando de ello.

—Joven, estás hablando a la ligera de mi trabajo, me parece. Y un hombre no se toma su trabajo a la ligera. Un hombre tiene un trabajo que hacer, y lo hace. Recuérdalo, Charles.

—Solo estoy diciendo que no quiero hablar de Connie y de esa época horrible.

—Entonces me veré obligado a inventar, a novelar, a imaginar.

—Me niego a seguir hablando.

—¿Constance?

—¿Sí, tío Julian? —Estaba muy seria.

—¿Sucedió realmente? Recuerdo que sucedió —dijo el tío Julian, con los dedos sobre la boca.

Constance vaciló, pero luego añadió:

—Claro que sucedió, tío Julian.

—Mis notas… —La voz del tío Julian se iba apagando mientras gesticulaba y miraba sus papeles.

—Sí, tío Julian. Fue real.

Yo estaba enfadada porque Charles no se mostraba amable con el tío Julian. Me acordé de que iba a ser un día de resplandores y luz, y pensé en buscar algo brillante y bonito para poner cerca de la silla del tío Julian.

—¿Constance?

—¿Sí?

—¿Puedo ir afuera? ¿Estoy bien abrigado?

—Creo que sí, tío Julian. —Constance también sentía lástima por él. El tío Julian cabeceaba hacia delante y hacia atrás con tristeza y había dejado a un lado el bolígrafo. Constance fue a la habitación del tío Julian y le trajo el chal, y se lo puso sobre los hombros con delicadeza. Charles comía las tortitas valientemente sin levantar la vista; me pregunté si le preocupaba no haber sido amable con el tío Julian.

—Ahora irás afuera —le dijo Constance en voz baja al tío Julian— y el sol te calentará y verás el jardín resplandeciente y tendrás hígado asado para comer.

—Quizá no —intervino el tío Julian—. Quizá sea mejor que tome solo un huevo.

Constance empujó la silla suavemente hacia la puerta y bajó el escalón con cuidado. Charles alzó la vista de las tortitas pero cuando hizo ademán de levantarse, Constance negó con la cabeza.

—Te pondré en tu rincón —le dijo al tío Julian—, donde pueda verte una vez por minuto y saludarte cinco veces por hora.

Se la oía hablar mientras empujaba la silla del tío Julian hasta su rincón. Jonas me dejó y fue a sentarse a la puerta y se puso a observarlos.

—¿Jonas? —lo llamó el primo Charles, y Jonas se volvió hacia él—. A la prima Mary no le gusto —le comentó Charles. No me gustaba cómo le hablaba a Jonas y no me gustaba que Jonas le prestara atención—. ¿Qué puedo hacer para gustarle a la prima Mary? —preguntó, y Jonas me miró fugazmente y luego miró a Charles—. He venido a visitar a mis dos queridas primas —continuó—, a mis dos queridas primas y a mi anciano tío, a los que no veo desde hace años, y mi prima Mary ni siquiera se muestra educada conmigo. ¿Tú qué opinas, Jonas?

Brilló un destello en el fregadero antes de caer una gota. A lo mejor si contenía la respiración hasta que cayera la gota Charles se iría, pero sabía que no funcionaría; contener la respiración era demasiado fácil.

—Oh, bueno —le dijo Charles a Jonas—, a Constance le gusto, y supongo que eso es lo único importante.

Constance apareció en la puerta, esperó a que Jonas se moviera, y como no lo hizo, pasó por encima de él.

—¿Más tortitas? —le ofreció a Charles.

—No, gracias. Estoy tratando de intimar con mi prima pequeña.

—No tardará en tomarte cariño. —Constance me miró. Jonas se había puesto a lamerse, y a mí al fin se me ocurrió algo que decir.

—Hoy limpiamos la casa.

El tío Julian durmió toda la mañana en el jardín. Constance se acercaba a menudo a las ventanas traseras de la habitación para echarle un vistazo desde arriba mientras limpiaba y a veces se quedaba allí quieta, con el trapo entre las manos, como si se olvidara de regresar y sacar el polvo del joyero de nuestra madre que albergaba sus perlas y su anillo de zafiros y su broche de diamantes. Yo miré por la ventana una sola vez, y vi al tío Julian con los ojos cerrados y a Charles a su lado. Era horrible imaginar a Charles caminando entre las hortalizas y bajo los manzanos y sobre el césped donde dormía el tío Julian.

—Hoy no haremos la habitación de nuestro padre —dijo Constance—, porque Charles la está usando. —Un poco después añadió, como si hubiera estado dándole vueltas—: Me pregunto si me quedarían bien las perlas de nuestra madre. Nunca me he puesto las perlas.

—Siempre han estado en la caja —dije yo—. Tendrías que sacarlas.

—En realidad nadie se daría cuenta —comentó Constance.

—Yo sí me daría cuenta de que estás más bonita.

Constance se rio y dijo:

—Tontuela. ¿Para qué me iba poner yo perlas?

—Están mejor en su caja.

Charles había cerrado la puerta de la habitación de nuestro padre, así que yo no pude echar un vistazo dentro, pero me preguntaba si habría movido las cosas, o colocado un sombrero o un pañuelo o un guante en el tocador junto a los cepillos de plata. La habitación de nuestro padre estaba en la parte delantera de la casa, y me pregunté si Charles habría mirado hacia abajo por la ventana, el césped y el largo camino que daba a la carretera, deseando estar en esa carretera rumbo a casa.

—¿Cuánto ha tardado Charles en llegar hasta aquí? —le pregunté a Constance.

—Cuatro o cinco horas —respondió—. Fue en autobús hasta el pueblo y desde allí vino caminando.

—¿Así que tardará cuatro o cinco horas en volver a su casa?

—Supongo. Sí, cuando se vaya.

—¿Pero antes tiene que regresar andando al pueblo?

—A no ser que lo lleves en tu caballo alado.

—Yo no tengo ningún caballo alado —repliqué.

—Oh, Merricat —se lamentó Constance—. Charles no es un mal tipo.

Había destellos en los espejos, y dentro del joyero de nuestra madre los diamantes y las perlas brillaban en la oscuridad. Constance dibujaba sombras en el vestíbulo cuando se acercaba a las ventanas y miraba hacia abajo al tío Julian, y las hojas nuevas se movían veloces bajo la luz del sol. Charles solo había podido entrar porque el hechizo se había roto; si yo pudiera volver a activar la protección alrededor de Constance y dejar a Charles fuera, se vería obligado a abandonar la casa. Todas sus huellas en la casa se borrarían.

—Charles es un fantasma —dije, y Constance me miró.

Abrillanté el pomo de la puerta de la habitación de nuestro padre con el trapo, así al menos ya había desaparecido una de las huellas de Charles.

Después de limpiar las habitaciones de arriba bajamos las escaleras las dos juntas, con los trapos y la escoba y el recogedor y la fregona, como si fuéramos una pareja de brujas que regresan a casa. En el salón, sacamos el polvo de las sillas de patas doradas y del arpa, y todos los objetos nos dedicaban destellos, incluso el vestido azul del retrato de nuestra madre. Saqué el polvo de los adornos que parecían un pastel de boda con un trapo en el extremo de la escoba, tambaleándome y mirando hacia arriba mientras me imaginaba que el techo era el suelo y que estaba barriendo, esforzándome en mantener en alto la escoba, hasta que la habitación comenzó a dar vueltas y de pronto me encontré en el suelo.

—Charles no ha visto esta habitación —comentó Constance—. Nuestra madre estaba muy orgullosa de ella; tendría que habérsela mostrado desde el principio.

—¿Puedo tomar un bocadillo para comer? Quiero ir al arroyo.

—Tarde o temprano tendrás que sentarte a la mesa con él, Merricat.

—A la hora de cenar. Te lo prometo.

Sacamos el polvo del comedor y de la vajilla de té y de los altos respaldos de madera de las sillas. Constance iba a la cocina a cada rato para mirar por la puerta de atrás y ver cómo estaba el tío Julian, y en una ocasión la oí reírse y gritar: «Vigila con el barro ahí abajo», y supe que estaba hablando con Charles.

—¿Dónde se sentó Charles anoche durante la cena? —le pregunté de improviso.

—En el lugar de nuestro padre —respondió, y añadió—: Tiene todo el derecho a sentarse allí. Es un invitado, e incluso se parece a nuestro padre.

—¿Se sentará allí esta noche?

—Sí, Merricat.

Saqué el polvo de la silla de nuestro padre a conciencia, aunque de poco iba a servir si Charles se sentaba otra vez allí por la noche. Iba a tener que limpiar la vajilla de plata.

Cuando acabamos regresamos a la cocina. Charles estaba sentado a la mesa fumando su pipa mientras miraba a Jonas, que a su vez lo miraba a él. El humo de la pipa en la cocina era desagradable, y no me gustaba que Jonas mirara a Charles. Constance salió por la puerta trasera para ir a buscar al tío Julian, y oímos como le decía: «¿Dorothy? No me he dormido, Dorothy».

—A la prima Mary no le gusto —le dijo Charles a Jonas—. Me pregunto si la prima Mary sabe con quién se las tiene. ¿Puedo ayudarte con la silla, Constance? ¿Qué tal la cabezadita, tío?

Constance preparó bocadillos para Jonas y para mí, y nos los comimos en un árbol; yo me senté sobre unas ramas bajas y Jonas se sentó a mi lado, atento a los pájaros.

—Jonas —le dije—, no quiero que escuches nunca más al primo Charles. —Y Jonas puso los ojos en blanco, al ver que intentaba tomar decisiones por él—. Es un fantasma. —Y Jonas cerró los ojos y se dio la vuelta.

Era importante elegir la estrategia adecuada para echar a Charles. Un hechizo incorrecto, o mal usado, solo traería más desgracias. Pensé en las joyas de mi madre, puesto que ese era un día de cosas resplandecientes, pero no servirían en un día gris, y Constance se enfadaría si las sacaba de la caja a la que pertenecían, sobre todo porque ella misma había decidido no hacerlo. Pensé en los libros, que siempre son una buena protección, pero el libro de nuestro padre se había caído del árbol y había permitido que apareciera Charles; así que los libros a lo mejor no tenían ningún poder contra Charles. Me apoyé en el tronco del árbol y pensé en un hechizo; si Charles no se iba antes de tres días estaba dispuesta a romper el espejo del vestíbulo.

Durante la cena se sentó frente a mí, en la silla de nuestro padre, con su imponente cara blanca ocultando la platería que había en el aparador detrás de él. Observó a Constance mientras le cortaba el pollo al tío Julian y se lo ponía en el plato, y observó al tío Julian cuando dio el primer bocado y lo masticó y masticó.

—Aquí tienes un panecillo, tío Julian —le dijo Constance—. Cómete la parte blanda.

Constance se había olvidado de condimentar mi ensalada y lo hizo entonces, aunque de todos modos yo no iba a comer con esa imponente cara blanca mirando. Jonas, que no podía comer pollo, estaba sentado en el suelo al lado de mi silla.

—¿Siempre come con vosotros? —preguntó de pronto Charles, inclinando la cabeza hacia el tío Julian.

—Cuando se encuentra bien.

—No sé cómo lo aguantáis —comentó Charles.

—Yo te lo explicaré, John —le dijo de repente el tío Julian a Charles—; las inversiones ya no son lo que eran cuando nuestro padre ganó su dinero. Era un hombre muy perspicaz, pero nunca entendió que los tiempos cambian.

—¿A quién le está hablando? —le preguntó Charles a Constance.

—Cree que eres su hermano John.

Charles se quedó mirando al tío Julian durante un buen rato, y luego meneó la cabeza y volvió la vista al pollo.

—Esa que tiene a su izquierda, joven, era la silla de mi difunta esposa —dijo el tío Julian—. Me acuerdo perfectamente de la última vez que se sentó allí; nosotros…

—Basta —respondió Charles señalando con el dedo al tío Julian; había estado comiendo el pollo con las manos, así que su dedo grasiento resplandecía—. No vamos a hablar nunca más del tema, tío.

Constance estaba contenta conmigo porque me había sentado a la mesa y cuando la miré me sonrió. Sabía que no me gustaba comer cuando había más gente, así que más tarde recogería mi plato y me lo llevaría a la cocina; no se acordaba, noté, de que ya había aliñado mi ensalada.

—Esta mañana he visto —dijo Charles, mientras cogía la fuente del pollo y la observaba detenidamente— que hay un escalón roto en la parte trasera. ¿Qué tal si lo arreglo un día de estos? Bien tendré que ganarme el pan de algún modo.

—Sería muy amable de tu parte —contestó Constance—, hace mucho tiempo que ese escalón es un estorbo.

—Y me gustaría ir al pueblo a buscar tabaco de pipa, así que os puedo traer lo que necesitéis.

—Pero los martes yo ya voy al pueblo —repliqué, sobresaltada.

—¿Ah, sí? —Me miró desde enfrente de la mesa, la imponente cara blanca se estaba dirigiendo directamente a mí. Yo estaba tranquila; sabía que si iba hasta el pueblo ya habría recorrido el primer trecho del camino de regreso a su casa.

—Merricat, querida, creo que si a Charles no le molesta sería una buena idea. Nunca estoy tranquila cuando estás en el pueblo. —Constance se rio—. Te haré una lista, Charles, y te daré dinero, y serás el chico de los recados.

—¿Guardáis el dinero en casa?

—Por supuesto.

—No me parece una buena idea.

—Está en la caja fuerte de nuestro padre.

—Aun así.

—Le aseguro, señor —dijo el tío Julian—, que he estudiado los libros a conciencia antes de comprometerme yo mismo en el negocio. Y no me han decepcionado.

—Por lo visto le estoy robando el trabajo a mi prima pequeña —comentó Charles, mirándome de nuevo—. Vas a tener que buscarle algo que hacer, Connie.

Me había preparado lo que le iba a decir antes de sentarme a la mesa.

—La Amanita phalloides —empecé— contiene tres sustancias venenosas. Está la amanitina, que actúa despacio y es la más potente. Está la faloidina, que hace efecto al instante, y está la falolisina, que disuelve los glóbulos rojos, aunque es la menos potente. Los primeros síntomas aparecen entre siete y doce horas después de ingerirla, y en algunos casos incluso al cabo de veinticuatro o cuarenta horas. Los síntomas comienzan con violentos dolores de estómago, sudor frío, vómitos…

—Óyeme bien —dijo Charles, soltando el pollo—. Basta ya.

Constance se estaba riendo.

—Oh, Merricat —exclamó, escapándosele la risa entre las palabras—, mira que eres tonta. Yo le enseñé —le explicó a Charles— que hay setas venenosas junto al arroyo y en los campos y le hice aprender cuáles eran mortales. Oh, Merricat.

—La muerte llega entre cinco y diez días después de ingerirla —añadí yo.

—No me parece divertido —sentenció Charles.

—Tontuela —dijo Constance.