4

El domingo por la mañana el cambio estaba un día más próximo. Yo había decidido no pensar en mis tres palabras mágicas y evitar que me rondaran la mente, pero los aires de cambio eran tan intensos que resultaba imposible eludirlas; el cambio se extendía como la niebla sobre las escaleras y la cocina y el jardín. No olvidaría mis palabras mágicas: MELODÍA GLOUCESTER PEGASO, pero me negaba a que me rondaran la mente. El domingo por la mañana hacía mal tiempo y pensé que Jonas se estaría preparando para la tormenta; el sol brillaba en la cocina pero las nubes cruzaban velozmente el cielo y una leve brisa cortante entraba y salía mientras yo desayunaba.

—Ponte las botas si vas a salir a pasear —me dijo Constance.

—No creo que el tío Julian pueda sentarse fuera hoy, hace demasiado frío para él.

—Un clima típicamente primaveral —comentó Constance, y sonrió hacia su jardín.

—Te quiero, Constance —dije.

—Yo también te quiero, tontuela, Merricat.

—¿Se encuentra mejor el tío Julian?

—Me parece que no. Ha desayunado mientras tú todavía dormías, y me ha dado la sensación de que estaba muy cansado. Me ha dicho que se ha tomado otra pastilla durante la noche. Me parece que está empeorando.

—¿Estás preocupada?

—Sí. Mucho.

—¿Se va a morir?

—¿Sabes lo que me ha dicho esta mañana? —Constance se volvió, apoyándose en el fregadero, y me miró con tristeza—. Pensaba que yo era la tía Dorothy, y me ha cogido la mano y ha dicho: «Es terrible ser viejo, y limitarte a estar aquí tumbado preguntándote cuándo va a suceder». Casi me ha asustado.

—Deberías dejar que me lo lleve a la Luna —contesté.

—Le he dado la leche caliente y entonces me ha reconocido.

Pensé que seguramente el tío Julian estaba muy contento de que Constance y la tía Dorothy cuidaran de él y me dije a mí misma que las cosas largas y finas me recordarían que debía ser más amable con el tío Julian; ese iba a ser un día de cosas largas y delgadas, pues ya me había encontrado un cabello en el cepillo de dientes, y un hilo a un lado de mi silla y había una grieta en la escalera de atrás.

—Prepárale un pudin —sugerí.

—Tal vez. —Agarró un cuchillo largo y delgado y lo dejó en el fregadero—. O una taza de chocolate. Y dumpings para acompañar el pollo de la cena.

—¿Me necesitas?

—No, Merricat mía. Ponte las botas y sal.

Fuera la luz del día era cambiante, y Jonas bailaba entre las sombras mientras me seguía. Cuando yo corría Jonas corría, y cuando yo me detenía y me quedaba quieta él se detenía y me miraba y luego salía disparado en otra dirección, como si no nos conociéramos, y después se sentaba y me esperaba para seguir. Caminábamos por el campo abierto, que ese día parecía un océano, aunque yo nunca había visto el océano; la hierba se agitaba con la brisa y las nubes oscuras iban y venían y los árboles se mecían a lo lejos. Jonas desapareció entre la hierba, que estaba tan alta que me rozaba las manos al caminar y se movía sinuosamente a su antojo; un momento después, la hierba dibujaría bajo la brisa una curva por donde estaba corriendo Jonas. Yo estaba en una punta y crucé el campo en diagonal hacia la otra punta, y en medio me topé con la roca que indicaba el lugar donde había enterrado la muñeca; siempre sería capaz de encontrarla, a diferencia de muchos de mis tesoros enterrados, a los que daba por perdidos para siempre. La roca estaba en su lugar y la muñeca estaba a salvo. Estoy caminando sobre un tesoro enterrado, pensé, con la hierba rozándome las manos y sin nada a mi alrededor salvo la extensión del campo abierto, con la hierba balanceándose y el bosque de pinos al fondo; detrás de mí estaba la casa, y mucho más lejos, a mi izquierda, oculta tras los árboles y prácticamente fuera del alcance de la vista, la cerca de alambre que nuestro padre había colocado para mantener alejada a la gente.

Después de abandonar el campo abierto, pasé entre los cuatro manzanos a los que denominábamos nuestro manzanar, y luego cogí el camino hasta el arroyo. Mi caja con dólares de plata enterrada junto al arroyo estaba a salvo. Cerca, bien oculto, se encontraba uno de mis escondites, el que había construido con más esmero y el que usaba más a menudo. Había arrancado dos o tres arbustos pequeños y allanado el terreno; alrededor había otros arbustos y ramas de árboles, y la entrada estaba tapada con un tronco que prácticamente llegaba hasta el suelo. En realidad no era necesario esconderse tanto, porque nunca venía nadie a buscarme aquí, pero a mí me gustaba tumbarme dentro con Jonas y saber que no podían encontrarme. Hice una cama con hojas y ramas y con una manta que Constance me había dado. Los altos árboles de alrededor eran tan tupidos que dentro siempre había un ambiente seco y los domingos por la mañana me echaba allí con Jonas y escuchaba sus historias. Todas las historias de gatos comienzan con la misma frase: «Mi madre, que fue la primera gata, me contó lo siguiente», y yo acercaba la cabeza a Jonas y escuchaba. No se avecina ningún cambio, pensé estando allí, es solo la primavera; no hay motivo para tener miedo. Los días se volverían más cálidos, y el tío Julian se sentaría al sol, y Constance reiría mientras trabajaba en el jardín, y todo seguiría igual. Jonas continuaba su historia («¡Y entonces cantamos! ¡Y entonces cantamos!») y las hojas se movían por encima de nosotros, y todo seguiría igual.

Encontré un nido de serpientes cerca del arroyo y las maté; no me gustaban las serpientes y Constance nunca me había dicho que no lo hiciera. Estaba volviendo a casa cuando tuve un mal presentimiento, uno de los peores. El libro que había clavado en el bosque de pinos se había caído. Vi que el clavo se había oxidado y que el libro —era una pequeña libreta de nuestro padre donde anotaba los nombres de la gente que le debía dinero, y de la gente que, según él, le debía favores— ya no servía como protección. Lo había envuelto en un papel muy resistente antes de clavarlo al árbol, pero el clavo se había oxidado y se había caído. Pensé que lo mejor sería destruirlo, por si cobraba un poder maléfico, y poner otra cosa en el árbol, quizá una bufanda de nuestra madre, o un guante. Se había hecho muy tarde, aunque en ese momento yo no era consciente de ello; él ya estaba de camino a casa. Para cuando encontré el libro, él ya debía de haber dejado su maleta en la oficina de Correos y debía de estar pidiendo indicaciones. Jonas y yo solo sabíamos que teníamos hambre, y regresamos corriendo a casa, y entramos en la cocina acompañados por la brisa.

—¿De verdad te has olvidado de ponerte las botas? —preguntó Constance. Intentaba fruncir el ceño pero acabó riéndose—. Tontuela, Merricat.

—Jonas no tiene botas. Hace un día precioso.

—A lo mejor mañana podemos ir a recoger setas.

—Jonas y yo tenemos hambre hoy.

En ese instante él ya debía de estar caminando por el pueblo en dirección a la roca negra, mientras todos lo observaban y se hacían preguntas y cuchicheaban al verlo pasar.

Fue el último de nuestros días agradables y pausados, aunque, como habría dicho el tío Julian, nunca podríamos haberlo sospechado. Constance y yo comimos entre risas, ignorando que mientras nosotras estábamos alegres él intentaba abrir la puerta cerrada con candado, observaba detenidamente el camino y se dirigía hacia el bosque que nuestro padre había cercado. Comenzó a llover cuando estábamos en la cocina, y dejamos abierta la puerta para ver cómo caía la lluvia oblicuamente en el alféizar y regaba el jardín; Constance estaba contenta, como cualquier jardinero auténtico cuando llueve.

—Pronto se llenará todo de color.

—Siempre estaremos juntas, ¿verdad, Constance?

—¿No estarás pensando en irte de aquí, Merricat?

—¿Adónde íbamos a ir? —le pregunté—. ¿Dónde podríamos encontrar un lugar mejor que este? ¿Quién nos quiere, allí fuera? El mundo está lleno de gente mala.

—A veces me lo pregunto. —Se puso seria un momento, luego se volvió y me sonrió—. No te preocupes, Merricat. No nos va a pasar nada.

En ese preciso instante debió de encontrar la entrada y comenzó a enfilar la carretera, apresurándose bajo la lluvia, porque solo pasaron un minuto o dos antes de que yo lo viera. Podría haber usado ese minuto, o dos, para muchas cosas: podría haber avisado a Constance, de algún modo, o podría haber pensado en otra palabra nueva, salvadora y mágica, o podría haber empujado la mesa hasta la puerta de la cocina; pero me quedé jugando con mi cuchara y mirando a Jonas, y cuando vi que Constance se estremecía, le dije: «Voy a buscarte un suéter». Por eso yo estaba en el vestíbulo cuando él subió los escalones. Lo vi por la ventana del comedor y, paralizada, se me cortó la respiración por un momento. Yo sabía que la puerta principal estaba cerrada con candado; eso fue lo primero que pensé.

—Constance —dije en voz baja, sin moverme—, hay alguien ahí fuera. La puerta de la cocina, rápido.

Pensé que me había oído, porque oí sus movimientos en la cocina, pero el tío Julian la había llamado en ese preciso instante y ella fue a verlo, dejando desprotegido el corazón de nuestra casa. Corrí hasta la puerta de entrada y me apoyé en ella mientras oía los pasos fuera. Llamó a la puerta, al principio suavemente y después con firmeza, y yo seguía apoyada en la puerta, sentía los golpes sobre mí, sabía que estaba muy cerca. Ya tenía claro que formaba parte de los malos, de los que daban vueltas y vueltas alrededor de la casa, de los que intentaban entrar, miraban por las ventanas, las forzaban, se metían dentro y se llevaban souvenirs.

Volvió a llamar y luego gritó:

—¿Constance? ¿Constance?

En realidad, todos sabían su nombre. Sabían su nombre y el del tío Julian y sabían cómo se peinaba y el color de los tres vestidos que lució ante el tribunal y la edad que tenía y cómo hablaba y cómo se movía y a la menor oportunidad se acercaban y escrutaban su rostro para ver si estaba llorando.

—Quiero hablar con Constance —dijo desde el otro lado de la puerta, como siempre decían todos.

Hacía mucho que no venía ninguno de ellos, pero yo no había olvidado cómo me hacían sentir. Al principio, siempre estaban ahí, esperando a Constance, tan solo para verla. «Mira —decían, dándose codazos entre ellos y señalándola—, allí está, esa, esa es Constance. No tiene pinta de asesina, ¿verdad? —comentaban entre sí—. A ver si puedes hacerle una foto cuando vuelvas a verla». «Cojamos algunas flores —se decían tranquilamente—, una piedra o alguna cosa del jardín, lo llevaremos a casa y se lo mostraremos a los niños».

—¿Constance? —preguntó desde fuera—. ¿Constance? —Volvió a llamar—. Quiero hablar con Constance —repitió—, tengo algo importante que decirle.

Siempre tenían algo importante que decirle a Constance, tanto si empujaban la puerta o gritaban desde fuera como si llamaban por teléfono o escribían aquellas cartas tan terribles. A veces buscaban a Julian Blackwood, pero nunca preguntaban por mí. A mí me habían mandado a la cama sin cenar, ni siquiera me habían permitido ir al juicio, nadie me había tomado ninguna fotografía. Mientras ellos escrutaban a Constance durante el juicio, yo estaba tumbada en la cama del orfanato, miraba él techo, deseaba que todos estuvieran muertos, esperaba a que Constance viniera y me llevase de vuelta a casa.

—Constance, ¿puedes oírme? —gritó desde fuera—. Por favor, escúchame aunque sea solo un segundo.

Me pregunté si oía mi respiración desde el otro lado de la puerta; sabía perfectamente cuál iba a ser su siguiente movimiento. Primero se alejaría de la casa, protegiéndose los ojos de la lluvia, y dirigiría la mirada a las ventanas del piso de arriba, con la esperanza de ver una cara mirando hacia abajo. Luego iría hacia uno de los lados de la casa, siguiendo el camino que supuestamente solo pisábamos Constance y yo. Cuando encontrara la puerta lateral, que nosotras nunca abríamos, llamaría en busca de Constance. A veces, cuando no les respondía nadie ni en la puerta principal ni en la lateral, se iban; eran los que se sentían ligeramente incómodos por estar ahí y se arrepentían de haberse molestado en venir, en primer lugar porque en realidad no había nada que ver y podrían haberse ahorrado ese tiempo o haber ido a cualquier otro lugar; estos acostumbraban a irse apresuradamente cuando se daban cuenta de que no iban a ver a Constance. Pero los testarudos, los que yo deseaba que se murieran y ver sus cadáveres tirados en la carretera, seguían dando vueltas y más vueltas a la casa, probando suerte en todas las puertas y repiqueteando en las ventanas. «Tenemos derecho a verla —solían gritar—, mató a toda esa gente, ¿o no?». Se acercaban con el coche hasta los escalones y aparcaban allí. Muchos de ellos se preocupaban de cerrar bien el coche, asegurándose de que todas las ventanillas estuvieran subidas, antes de venir a aporrear la casa y llamar a Constance. Hacían picnics sobre el césped y se tomaban fotos ante la puerta de la casa y dejaban sueltos a sus perros en el jardín. Escribían sus nombres en las paredes y en la puerta principal.

—Oye —dijo desde fuera—, tienes que dejarme entrar.

Oí que bajaba los escalones y supe que miraba hacia arriba. Todas las ventanas estaban cerradas. La puerta lateral estaba cerrada. Era mejor no mirar a través de los delgados paneles de vidrio que había a lado y lado de la puerta; siempre notaban el más mínimo movimiento, y ya solo de haber tocado las cortinas del comedor, él habría salido corriendo hacia la casa gritando: «Aquí está, aquí está». Me quedé apoyada en la puerta y me imaginé que la abría y me lo encontraba muerto en la carretera.

Él seguía mirando hacia arriba y la fachada miraba hacia abajo, inexpresiva, porque nunca subíamos las persianas; no iba a obtener ninguna respuesta por ahí y yo tenía que darle un suéter a Constance para que dejara de temblar. No corría peligro si iba al piso de arriba, pero quería estar con Constance mientras él estaba fuera esperando, así que enfilé corriendo las escaleras y cogí al vuelo el suéter que estaba sobre la silla en la habitación de Constance, bajé a toda prisa, crucé el vestíbulo hasta la cocina y allí estaba él, sentado a la mesa en mi silla.

—Tenía tres palabras mágicas —dije, con el suéter en la mano—. Eran melodía Gloucester Pegaso, y nos protegían mientras no se pronunciaran en voz alta.

—Merricat —dijo Constance; se volvió y me miró, sonriendo—. Es nuestro primo, nuestro primo Charles Blackwood. Yo lo había visto una vez, se parece a nuestro padre.

—Bueno, Mary —dijo él. Se levantó; ahora que estaba dentro era más alto, y al acercarse a mí se hacía más y más grande—. ¿No le das un beso a tu primo Charles?

La puerta de la cocina estaba abierta de par en par tras él; era el primero que entraba, y Constance le había permitido entrar. Constance se levantó. No se atrevió a tocarme, pero me dijo con dulzura «Merricat, Merricat», y extendió los brazos hacia mí. Me sentía agarrotada, no podía respirar y tuve que irme corriendo. Tiré el suéter al suelo, salí por la puerta y fui hasta el arroyo, adonde iba siempre. Jonas me encontró al cabo de un rato y nos tumbamos juntos, protegiéndonos de la lluvia bajo los árboles oscuros y espesos que se alzaban sobre nosotros, con esa sabiduría y solidez que solo tienen los árboles. Miré los árboles que había a mi espalda y escuché el leve sonido del agua. No existía ningún primo, ningún Charles Blackwood, ningún intruso dentro de casa. Todo era culpa del libro, que se había caído del árbol; cometí la negligencia de no reemplazarlo al instante y ahora nuestro muro de seguridad se había desmoronado. Al día siguiente buscaría otro objeto mágico y lo clavaría al árbol. Me quedé dormida escuchando a Jonas mientras las sombras se apagaban. Durante la noche Jonas se fue a cazar; me despertó un poco cuando regresó y yo me aferré a él para que me diera calor. «Jonas», dije, y él ronroneó plácidamente. Al despertarme a la mañana siguiente, la niebla se mecía suavemente sobre el arroyo, daba vueltas alrededor de mi rostro y me rozaba. Me quedé allí riendo mientras sentía esa caricia casi imaginaria sobre los ojos y alzaba la vista hacia los árboles.