3

Se avecinaba un cambio, pero nadie lo sabía salvo yo. Constance lo sospechaba, quizá; a veces la veía en el jardín mirando no a las plantas de las que tanto cuidaba ni a nuestra casa, a su espalda, sino a lo lejos, a los árboles que ocultaban la cerca, y en alguna ocasión se quedaba con la mirada clavada con curiosidad en la carretera, en toda su extensión, y parecía que se preguntara cómo sería recorrerla hasta las puertas. Yo la observaba. El sábado por la mañana, después de que Helen Clarke hubiera venido a tomar el té, Constance miró la carretera tres veces. El tío Julian no se encontraba bien el sábado por la mañana, estaba agotado después del té, y se quedó en la cama en su cálida habitación junto a la cocina, mirando por la ventana recostado en su almohada, llamando a Constance de vez en cuando para reclamar su atención. Incluso Jonas estaba inquieto —corre como un vendaval, solía decir nuestra madre— y no podía dormir bien; durante los días previos al cambio Jonas no estuvo tranquilo ni un momento. Desde lo más profundo del sueño de pronto comenzaba a levantar la cabeza, como si estuviera a la escucha, y luego, dándose un rápido impulso con las patas, salía disparado escaleras arriba y pasaba por entre las camas y entraba y salía por las puertas y después bajaba las escaleras y cruzaba el vestíbulo y se subía a las sillas del comedor y daba vueltas alrededor de la mesa e iba a la cocina y salía al jardín, donde se calmaba, deambulando, y luego se detenía para lamerse una pata, sacudir una oreja y echar un vistazo al día. Por la noche lo oíamos correr, notábamos como pasaba por encima de nuestros pies mientras estábamos en la cama, desatando una tormenta.

Todos los augurios anunciaban un cambio. El sábado por la mañana me desperté y pensé que ellos me estaban llamando; es hora de que me levante, pensé antes de estar despierta del todo y acordarme de que estaban muertos; Constance nunca me llamaba para que me levantara. Esa mañana, cuando me vestí y bajé las escaleras, me estaba esperando para prepararme el desayuno, y se lo conté: «Esta mañana me ha parecido que me llamaban».

—Date prisa con el desayuno —me contestó—. Hoy también hace un día precioso.

Después de desayunar, cuando hacía buen día y no iba al pueblo, tenía mis ocupaciones. Los miércoles por la mañana siempre recorría la cerca. Sentía la necesidad de comprobar constantemente que los alambres no estuvieran rotos y las puertas estuvieran bien cerradas. Yo misma podía hacer los arreglos, uniendo el alambre allí donde hiciera falta, ajustando las tiras flojas, y para mí era un placer saber, cada miércoles por la mañana, que estaríamos a salvo una semana más.

Los domingos por la mañana examinaba mis amuletos, la caja con dólares de plata que había enterrado junto al arroyo, y la muñeca enterrada en el campo, y el libro clavado en un árbol del pinar; mientras todo permaneciera donde yo lo había dejado, nada podía sucedemos. Siempre enterraba cosas, incluso cuando era pequeña; recuerdo que una vez dividí el campo en cuatro partes y enterré algo en cada cuarto para hacer que la hierba se hiciera más alta a medida que yo crecía, y así tener siempre un lugar en el que esconderme. En una ocasión enterré seis estatuillas azules en el lecho del arroyo para que el río se secara a partir de allí. Cuando era pequeña, Constance siempre me decía: «Mira, ten, un tesoro para que lo entierres», y me daba un penique o una cinta de colores. De pequeña enterraba todos los dientes de leche que se me caían, uno tras otro, porque quizá algún día crecerían en forma de dragón. Nuestra tierra estaba enriquecida con los tesoros que yo había enterrado en ella, estaba habitada, justo por debajo de la superficie, por mis estatuillas y mis dientes y mis piedras coloreadas, que hoy por hoy quizá se hayan transformado en joyas; una poderosa red subterránea que nunca se aflojaba, sino que se mantenía perfectamente trabada para protegernos.

Los martes y los viernes iba al pueblo, y el jueves, que era mi mejor día, me metía en el gran desván y me vestía con las ropas que había allí.

Los lunes, Constance y yo limpiábamos la casa, recorriendo todas las habitaciones con fregonas y trapos, dejando cuidadosamente las cosas en su lugar después de haberles quitado el polvo, sin alterar nunca la recta perfecta del peine de carey de nuestra madre. Cada primavera limpiábamos a fondo la casa y la encerábamos hasta el año siguiente, pero los lunes ordenábamos; se acumulaba muy poco polvo en las habitaciones, pero aunque fuera poco no podía quedarse ahí. A veces Constance intentaba ordenar la habitación del tío Julian, pero al tío Julian no le gustaba que lo molestaran y siempre lo dejaba todo en su lugar, y Constance tenía que conformarse con lavar los vasos de las medicinas y cambiar las sábanas. Yo no tenía permiso para entrar en la habitación del tío Julian.

Los sábados por la mañana yo ayudaba a Constance. No tenía permiso para coger cuchillos, pero cuando ella estaba trabajando en el jardín me ocupaba de sus herramientas, las limpiaba y les sacaba brillo, y llevaba grandes cestas de flores, y a veces las hortalizas que Constance recogía para preparar la comida. La despensa del sótano estaba llena de comida. Todas las mujeres de la familia Blackwood preparaban comida y se sentían orgullosas de sumarla a las grandes provisiones de nuestra despensa. Había tarros de mermelada hechos por tatarabuelas, con etiquetas de delicada letra difuminada, ahora ya casi ilegibles, y encurtidos preparados por tías abuelas y verduras en conserva hechas por nuestra abuela, e incluso nuestra madre nos había legado seis tarros de compota de manzana. Constance trabajó toda su vida para engrosar las provisiones de la despensa, y sus hileras e hileras de tarros eran con mucho los más bonitos, relucían entre los demás. «Tú entierras comida del mismo modo que yo entierro tesoros», le decía a veces, y en una ocasión me contestó: «La comida viene de la tierra y no podemos permitir que se quede allí y se pudra; hay que hacer algo con ella». Todas las mujeres de la familia Blackwood habían recogido la comida que daba la tierra y la habían conservado, y los tarros de intensos colores con encurtidos y verduras y mermeladas granate, ámbar y verde oscuro, estaban unos al lado de los otros y allí se quedarían para siempre, como un poema compuesto por las mujeres de la familia Blackwood. Cada año, Constance, el tío Julian y yo cogíamos mermeladas o conservas o encurtidos que Constance había preparado, pero nunca tocábamos lo que habían hecho las otras; Constance decía que moriríamos si nos lo comíamos.

Ese sábado por la mañana me hice una tostada con mermelada de albaricoque, y me imaginé a Constance mientras la preparaba y la guardaba con cuidado para que yo la comiera una mañana luminosa, sin siquiera soñar que se avecinaría un cambio antes de que la mermelada se acabara.

—Merricat, holgazana, deja de soñar con la tostada; en un día tan bonito como hoy te quiero en el jardín.

Ella estaba preparando la bandeja del tío Julian, poniendo la leche caliente en una jarrita con margaritas amarillas, y recortando la tostada para que fuera pequeña y cuadrada y estuviera caliente; si algo le parecía grande o difícil de comer, el tío Julian lo dejaba en el plato. Por la mañana Constance siempre le llevaba la bandeja a su habitación, porque el tío Julian dormía muy mal y a veces se quedaba esperando en la oscuridad la llegada de las primeras luces y el consuelo de Constance con su bandeja. Algunas noches, cuando el corazón le dolía mucho, tomaba una pastilla más de lo habitual, y luego se quedaba toda la mañana adormilado y pálido, sin intención de sorber la leche caliente, pero le gustaba saber que Constance estaba atareada en la cocina, en la puerta de al lado de su habitación, o en el jardín, donde podía verla desde la cama. Las mañanas en que se encontraba bien, Constance lo llevaba a la cocina para que desayunara, y él se sentaba a su vieja mesa en el rincón, llenando de migas sus notas, estudiando sus papeles mientras comía.

—Si me quedan fuerzas —le decía siempre a Constance—, yo mismo escribiré el libro. Si no, ocúpate de confiarle mis notas a algún cínico ilustre al que no le preocupe demasiado la verdad.

Yo me había propuesto ser más amable con el tío Julian, así que esa mañana esperaba que disfrutase de su desayuno y después saliera al jardín en su silla de ruedas y se quedara sentado al sol.

—A lo mejor hoy se abre un tulipán —le dije, mirando hacia el sol resplandeciente a través de la puerta abierta de la cocina.

—No creo que se abra hasta mañana —contestó Constance, que siempre sabía esas cosas—. Ponte las botas si vas a salir a pasear, el bosque todavía está húmedo.

—Se avecina un cambio —anuncié.

—Es primavera, tonta —dijo, y cogió la bandeja del tío Julian—. No salgas mientras no estoy aquí, hay cosas que hacer.

Abrió la puerta del tío Julian y oí como le daba los buenos días. Su voz sonó vieja cuando le respondió y yo supe que no estaba bien. Constance se iba tener que quedar con él todo el día.

—¿Ya ha llegado a casa tu padre, niña? —le preguntó.

—No, hoy no —respondió Constance—. Deja que te ponga otra almohada. Hace un día precioso.

—Es un hombre ocupado —dijo el tío Julian—. Acércame un lápiz, querida; quiero anotar esto. Es un hombre muy ocupado.

—Bebe un poco de leche caliente. Te hará entrar en calor.

—Tú no eres Dorothy. Tú eres mi sobrina Constance.

—Bebe.

—Buenos días, Constance.

—Buenos días, tío Julian.

Decidí escoger tres palabras poderosas, tres palabras que me protegieran; mientras esas grandes palabras no se pronunciaran en voz alta no se produciría ningún cambio. Escribí la primera palabra —melodía— sobre la mermelada de albaricoque de mi tostada con el mango de la cuchara y luego me llevé la tostada a la boca y me la comí muy deprisa. Estaba un tercio salvada. Constance salió de la habitación del tío Julian con la bandeja.

—Esta mañana no se encuentra bien —dijo—. Ha dejado casi todo el desayuno y está muy cansado.

—Si tuviera un caballo alado lo llevaría volando a la Luna; allí estaría más cómodo.

—Más tarde lo sacaré al sol, a lo mejor le preparo un ponche de huevo.

—Todo está a salvo en la Luna.

Constance me dirigió una mirada distante.

—Achicoria —dijo—. Y rábanos. Esta mañana iba a trabajar en el huerto, pero no quiero dejar solo al tío Julian. Espero que las zanahorias… —Tamborileó con los dedos sobre la mesa mientras pensaba—. Ruibarbo —añadió.

Yo llevé los platos de mi desayuno hasta el fregadero y los dejé dentro; estaba decidiendo mi segunda palabra mágica, y pensé que bien podría ser Gloucester. Era rotunda y pensé que serviría, a pesar de que corría el riesgo de que al tío Julian se le metiera en la cabeza y la usara para decir cualquier cosa, ninguna palabra estaba a salvo en boca del tío Julian.

—¿Por qué no le haces un pastel al tío Julian?

Constance sonrió.

—¿Quieres decir que por qué no le hago un pastel a Merricat? ¿Hago un pastel de ruibarbo?

—A Jonas y a mí no nos gusta el ruibarbo.

—Pero tiene los colores más bonitos; nada queda tan bonito sobre las estanterías como la mermelada de ruibarbo.

—Hazla para las estanterías, entonces. A mí hazme un pastel de achicoria.

—Tontuela, Merricat —dijo Constance. Llevaba el vestido azul, la luz del sol se dibujaba en el suelo de la cocina y el color empezaba a asomar en el jardín. Jonas estaba sentado en el escalón, lamiéndose, y Constance empezó a cantar cuando se puso a lavar los platos. Yo estaba dos tercios salvada, solo me faltaba encontrar una última palabra mágica.

El tío Julian todavía dormía y Constance pensó en escaparse cinco minutos al huerto para ver qué podía recoger; yo estaba sentada en la cocina vigilando al tío Julian para poder llamar a Constance si se despertaba, pero cuando volvió aún seguía dormido. Me comí unas pequeñas zanahorias crudas muy dulces mientras Constance lavaba y preparaba las hortalizas.

—Comeremos una ensalada primavera —dijo.

—Nos tragamos el año. Nos comemos la primavera y el verano y el otoño. Estamos esperando a que crezca algo para luego comérnoslo.

—Tontuela, Merricat —respondió Constance.

Cuando el reloj de la cocina marcaba las once y veinte, se quitó el delantal, echó una ojeada a la habitación del tío Julian y, como siempre, se retiró a su habitación hasta que yo la llamara. Yo fui a la puerta de entrada, quité el candado y la abrí justo cuando el coche del doctor pasaba la curva. Tenía prisa, como siempre, y detuvo el coche y en dos zancadas subió los escalones; «Buenos días, Miss Blackwood», dijo al pasar delante de mí, cruzando el vestíbulo, y para cuando llegó a la cocina ya se había quitado el abrigo y se disponía a colgarlo en una de las sillas. Fue directamente a la habitación del tío Julian sin dirigir la mirada ni a mí ni a su alrededor, pero al abrir la puerta de la habitación del tío Julian de pronto se mostró tranquilo y dulce.

—Buenos días, Mr. Blackwood —dijo con voz apacible—, ¿cómo se encuentra hoy?

—¿Dónde está el viejo tonto? —preguntó el tío Julian, como siempre—. ¿Por qué no ha venido Jack Mason?

Constance había llamado al doctor Mason la noche en que murieron todos.

—El doctor Mason no ha podido venir hoy —contestó el doctor, como siempre—. Yo soy el doctor Levy. He venido a verlo en su lugar.

—Prefiero ver a Jack Mason.

—Lo haré lo mejor posible.

—Siempre dije que sobreviviría al viejo tonto. —El tío Julian se rio brevemente—. ¿Por qué está fingiendo conmigo? Jack Mason murió hace tres años.

—Mr. Blackwood —dijo el doctor—, es un placer tenerlo de paciente. —Cerró la puerta sin hacer ruido.

Pensé en usar digitalis como mi tercera palabra mágica, pero era demasiado fácil de decir, y al final me decidí por Pegaso. Cogí un vaso del armario y pronuncié la palabra vocalizando dentro del vaso, luego lo llené de agua y me la bebí. La puerta del tío Julian estaba abierta, y el doctor se quedó un momento en la entrada.

—No se olvide —dijo—, lo veré el próximo sábado.

—Charlatán —respondió el tío Julian.

El doctor se volvió, sonreía; luego la sonrisa desapareció y comenzaron las prisas otra vez. Cogió el abrigo y cruzó el vestíbulo. Yo lo seguí y para cuando llegué a la puerta él ya estaba bajando los escalones.

—Adiós, Miss Blackwood —dijo sin mirar; se metió en el coche y lo puso en marcha al instante, yendo más y más deprisa hasta que llegó a las puertas y giró hacia la carretera. Yo cerré la puerta principal con candado y me acerqué a las escaleras.

—¿Constance? —la llamé.

—Ya voy —dijo desde arriba—. Ya voy, Merricat.

Más tarde, el tío Julian se encontró mejor y salió al jardín, bajo el cálido sol de la tarde, con las manos cruzadas en el regazo, medio adormilado. Yo me tendí cerca de él, en el banco de mármol donde le gustaba sentarse a nuestra madre, y Constance se puso de rodillas en el suelo, con las manos dentro de la tierra, y era como si brotaran mientras la trabajaba y la removía, en contacto con las raíces de las plantas.

—Era una mañana agradable —dijo el tío Julian con voz monótona—, una mañana agradable y luminosa, y ninguno de ellos sabía que sería la última. Ella estaba abajo, mi sobrina Constance. Me desperté y la oí en la cocina (en esa época yo dormía arriba, todavía podía subir las escaleras, y dormía con mi mujer en nuestra habitación), y pensé que era una mañana agradable, sin imaginar que para ellos iba a ser la última. Luego oí a mi otra sobrina; no, a mi hermano; mi hermano fue el primero en bajar después de Constance. Lo oí silbar. ¿Constance?

—¿Sí?

—¿Qué era aquello que solía silbar mi hermano, siempre desafinado?

Constance se quedó pensando, tarareó en voz baja, y yo me estremecí.

—Claro. Yo nunca tuve oído para la música; me acuerdo del aspecto de la gente, de lo que dijeron y de lo que hicieron, pero no de lo que cantaban. Mi hermano fue el primero en bajar después de Constance, sin preocuparse, por supuesto, de si el ruido que hacía o la melodía que tarareaba despertaba a alguien, sin pensar en que a lo mejor yo todavía estaba durmiendo, aunque en realidad, en este caso, ya estaba despierto. —El tío Julian suspiró, y alzó la cabeza para mirar con curiosidad, por una vez, alrededor del jardín—. Nunca supo que era su última mañana en este mundo. Se habría comportado con más tranquilidad, creo, si lo hubiese sabido. Lo oí en la cocina con Constance y le dije a mi esposa (ella también estaba despierta; a ella la había despertado el ruido), le dije a mi esposa que era mejor que se vistiera; que, al fin y al cabo, vivíamos aquí con mi hermano y su mujer y que no debíamos olvidarnos de mostrarnos corteses y complacientes y ayudarlos en todo lo que pudiéramos; le dije que se vistiera y que bajara a la cocina con Constance. Hizo lo que se le dijo; nuestras esposas siempre hacían lo que se les decía, a pesar de que esa mañana mi cuñada se quedó en la cama hasta tarde; quizá ella sí tenía una premonición y quería disfrutar del descanso terrenal mientras pudiera. Se los oía. Oí bajar al muchacho. Pensé en vestirme. ¿Constance?

—¿Sí, tío Julian?

—En esa época todavía podía vestirme solo, ya sabes, aunque ese fue el último día. Todavía podía caminar sin ayuda, y vestirme, y comer, y no tenía dolores. En esa época dormía bien, como cualquier hombre sano. No era joven, pero era fuerte y dormía bien y aún podía vestirme solo.

—¿Quieres que te ponga una manta sobre las rodillas?

—No, querida, te lo agradezco. Has sido una buena sobrina, aunque haya quien sospeche que no has sido una buena hija. Mi cuñada bajó antes que yo. Desayunamos tortitas, pequeñas tortitas calientes de masa fina, y mi hermano se comió dos huevos fritos y mi esposa (a pesar de que yo la disuadía de que comiera demasiado, puesto que estábamos viviendo en casa de mi hermano) se sirvió muchas salchichas. Salchichas caseras, hechas por Constance. ¿Constance?

—¿Sí, tío Julian?

—Creo que si hubiera sabido que era su último desayuno le habría dejado comer más salchichas. Ahora, al pensar en ello, me sorprende que ninguno sospechase que era su última mañana; en ese caso no le habrían servido de mala gana más salchichas a mi esposa. A veces mi hermano hacía comentarios sobre lo que comíamos mi esposa y yo; él era un hombre justo, y nunca escatimaba en comida, siempre y cuando no comiéramos demasiado. Esa mañana estuvo observando a mi mujer mientras comía salchichas, Constance. Yo vi como la observaba. Nosotros solo comíamos lo necesario, Constance. Él comió tortitas y huevos fritos y salchichas pero a mí me dio la sensación de que iba a decirle algo a mi esposa; era tremendo lo que comía aquel hombre. Me alegra que ese día el desayuno estuviera particularmente rico.

—La semana que viene puedo hacerte salchichas, tío Julian; las salchichas caseras no te harán daño si solo comes unas cuantas.

—Mi hermano nunca escatimaba en comida, siempre y cuando no comiéramos demasiado. Mi esposa ayudaba a lavar los platos.

—Yo le estoy muy agradecida.

—Ahora creo que podría haber hecho más. Entretenía a mi cuñada, remendaba la ropa, ayudaba a lavar los platos por la mañana, pero creo que mi hermano pensaba que podría haber hecho más. Después de desayunar se fue a ver a un hombre por algún asunto.

—Quería poner una pérgola en el jardín. Tenía pensado poner una pérgola para una parra.

—Ahora lo lamento; podríamos estar comiendo mermelada de nuestras propias uvas. Yo siempre me sentía más cómodo para conversar cuando él se iba; recuerdo que esa mañana estuve distrayendo a las damas, estábamos sentados en el jardín. Hablamos de música; mi esposa tenía un gran sentido musical a pesar de que nunca aprendió a tocar. Mi cuñada tenía una gran sensibilidad, todo el mundo lo decía, y a menudo tocaba por las noches. Esa noche no, por supuesto. Esa noche no pudo tocar. Por la mañana pensamos que tocaría por la noche, como de costumbre. ¿Tú recuerdas, Constance, que esa mañana en el jardín yo estuve muy animado?

—Yo estaba recogiendo hortalizas —contestó Constance— pero os oía reír a todos.

—Yo estaba bastante animado; ahora eso me pone contento. —Se quedó en silencio un momento, cruzando y descruzando los dedos. Yo me había propuesto ser más amable con él, pero no podía cruzar los dedos por él, y él no necesitaba que le llevase nada, así que seguí callada y escuché lo que decía. Constance fruncía el ceño, miraba fijamente las hojas, y las sombras se mecían ligeras sobre el césped.

—El muchacho se fue —dijo por fin el tío Julian con su voz anciana y triste—. El muchacho se fue…, ¿fue a pescar, Constance?

—Estaba trepando al castaño.

—Lo recuerdo. Claro. Lo recuerdo todo con mucha claridad, querida, y lo tengo anotado. Fue la última mañana y no me gustaría olvidarla. Estaba trepando al castaño, nos gritaba desde muy arriba del árbol, y estuvo lanzando pequeñas ramas hasta que mi cuñada se dirigió a él bruscamente. No le gustaba que le cayeran ramas sobre el cabello, y a mi esposa tampoco le gustaba, aunque ella nunca habría hablado en primer lugar. Creo que mi esposa era educada con tu madre; me resulta odioso pensar que no lo era; vivíamos en la casa de mi hermano y comíamos su comida. Me acuerdo de que mi hermano vino a comer.

—Comimos tostadas con queso fundido —dijo Constance—. Había estado cuidando las hortalizas toda la mañana y tuve que hacer algo rápido para comer.

—Había tostadas con queso fundido. Siempre me he preguntado por qué el arsénico no estaba en las tostadas. Es una cuestión importante que deberé tratar en mi libro de manera convincente. ¿Por qué el arsénico no estaba en las tostadas? Habrían perdido algunas horas de su último día, pero todo habría ido mucho más rápido. Constance, si hay algo de lo que preparas que realmente no me gusta, son las tostadas con queso fundido. Nunca me han gustado las tostadas con queso fundido.

—Lo sé, tío Julian. A ti nunca te las sirvo.

—Habría sido mucho más apropiado poner allí el arsénico. Yo en lugar de eso comí ensalada, me acuerdo. De postre había pudin de manzana, había sobrado de la noche anterior.

—El sol se está poniendo. —Constance sacó las manos de la tierra y se las sacudió—. Te vas a enfriar si no te llevo dentro.

—Habría sido mucho más apropiado poner allí el arsénico, Constance. Es curioso que en aquel momento no surgiera el tema. El arsénico es insípido, ya lo sabes, pero te aseguro que las tostadas con queso fundido no. ¿Adónde me llevas?

—Dentro. Descansarás una hora en tu habitación hasta la cena, y después tocaré para ti, si tienes ganas.

—No puedo permitirme esa pérdida de tiempo, querida. Debo recordar millones de detalles y anotarlos, no tengo ni un minuto que perder. No me perdonaría dejar escapar ni un solo detalle de su último día; no debe faltar nada. Creo que, en general, fue un día agradable para todos ellos, y no cabe ninguna duda de que es mucho mejor que nunca supieran que iba a ser el último. Empiezo a tener frío, Constance.

—En un minuto estarás en tu habitación.

Yo los seguí a distancia, no tenía ganas de abandonar el jardín mientras oscurecía; Jonas vino tras de mí, dirigiéndose hacia la luz de la casa. Cuando Jonas y yo entramos, Constance acababa de cerrar la puerta de la habitación del tío Julian y me sonrió.

—Ya está casi dormido —dijo con dulzura.

—¿Cuidarás de mí cuando sea tan mayor como el tío Julian? —le pregunté.

—Si sigo por aquí —contestó, y yo me quedé estupefacta.

Me senté en mi rincón sosteniendo a Jonas y la observé mientras trajinaba deprisa y en silencio por nuestra luminosa cocina. En unos pocos minutos me pediría que pusiera la mesa en el comedor para los tres, y luego, después de cenar, ya sería de noche y compartiríamos la calidez de la cocina, protegidos por la casa, y desde fuera nadie podría ver más que una luz.