2

Dejé la compra en el suelo para abrir el candado de la puerta; era un candado sencillo y cualquier niño podría haberlo roto, pero en la puerta había un cartel que decía PRIVADO NO PASAR y nadie podía ir más allá. Nuestro padre había puesto los carteles y las puertas y los candados cuando cerró el sendero; antes de eso, todo el mundo lo usaba como atajo para ir desde el pueblo hasta el cruce con la carretera, donde paraba el autobús; se debía de ahorrar medio kilómetro pasando por nuestro sendero y por delante de nuestra puerta. A nuestra madre no le gustaba ver pasar a cualquiera por delante de nuestra puerta, y cuando nuestro padre la llevó a vivir a la casa de los Blackwood una de las primeras cosas que tuvo que hacer fue cerrar el sendero y cercar toda la propiedad, desde la carretera hasta el arroyo. Había otra puerta al final del sendero, aunque muy pocas veces iba por allí, y también aquella puerta tenía un candado y un cartel que decía PRIVADO NO PASAR. «La carretera es para todo el mundo —decía nuestra madre—, pero la puerta de mi casa es mía».

Todos los que venían a vernos, con una invitación como es debido, venían por el camino que subía directo desde los postes de la carretera hasta la puerta de nuestra casa. Cuando era pequeña, solía tumbarme en mi habitación al fondo de la casa y me imaginaba que el camino y el sendero se unían en una encrucijada ante nuestra puerta; por el camino subía y bajaba la gente de bien, que era rica, vestía raso y encajes, y cuya visita era legítima; y por el sendero, de un lado al otro, pasaba furtivamente, tambaleándose, la gente del pueblo, que se hacía a un lado con actitud servil. No pueden entrar, acostumbraba a decirme una y otra vez, tumbada a oscuras en mi habitación con la sombra de los árboles dibujándose en el techo, ya nunca más podrán entrar; el sendero está cerrado para siempre. A veces me quedaba junto a la cerca, escondida entre los arbustos, y observaba a la gente que caminaba por la carretera para ir desde el pueblo a la parada del autobús. Que yo supiera, nadie había intentado usar el sendero desde que nuestro padre había colocado las puertas.

Después de meter dentro las bolsas de la compra, volví a cerrar la puerta y comprobé el candado. Con el candado bien cerrado tras de mí, estaba a salvo. El sendero estaba oscuro, porque después de que nuestro padre abandonara cualquier idea de sacar provecho de esta tierra, dejó que los árboles y los arbustos y las pequeñas flores crecieran a su antojo y, salvo por un gran prado y los jardines, nuestra tierra era muy frondosa, y nadie conocía sus caminos secretos excepto yo. Mientras iba tranquilamente por el sendero, porque ahora ya estaba en casa, reconocía a cada paso todos los recovecos. Constance sabía el nombre de todo lo que creciera, pero yo me conformaba con saber cómo y dónde crecía y las inagotables posibilidades de cobijo que ofrecía. Las únicas huellas que había en el sendero eran las mías, de ir y volver del pueblo. Podía encontrar algún rastro de Constance pasada la curva, porque cuando me esperaba a veces se alejaba hasta allí, pero casi todas las huellas de Constance estaban en el jardín y en la casa. Hoy había llegado hasta el extremo del jardín, y la vi justo al salir de la curva, con la casa a sus espaldas, al sol, y fui corriendo hasta ella.

—Merricat —me dijo dirigiéndome una sonrisa—, mira hasta dónde he llegado hoy.

—Demasiado lejos —respondí—. Lo siguiente que harás será seguirme hasta el pueblo.

—Puede ser —contestó.

Aunque sabía que me estaba tomando el pelo me quedé helada, pero sonreí.

—No creo que te gustara —dije—. Venga, remolona, ayúdame con las bolsas. ¿Dónde está mi gato?

—Se ha ido a cazar mariposas porque tardabas. ¿Te has acordado de los huevos? Me olvidé de decírtelo.

—Claro. Podríamos comer en el césped.

Cuando era pequeña, pensaba que Constance era una princesa de un cuento de hadas. Yo siempre estaba intentando dibujarla, con una larga cabellera dorada y unos ojos tan azules como me permitía el lápiz de colores, y una mancha rosa y brillante en cada mejilla; los dibujos siempre me sorprendían, porque realmente se parecía; incluso en las peores épocas era rosa y blanca y dorada, y parecía que nada pudiera ofuscar su resplandor. Era la persona más importante de mi mundo, siempre lo había sido. La seguí entre la hierba suave, pasamos por delante de sus flores, entramos en casa, y Jonas, mi gato, salió de entre las plantas y me siguió.

Constance me esperaba al otro lado de la gran puerta de entrada mientras yo subía las escaleras, luego dejé los paquetes sobre la mesa, en el vestíbulo, y cerré la puerta. No volveríamos a usarla hasta la tarde, porque la mayor parte de nuestra vida transcurría en la zona posterior de la casa, en el césped y el jardín, adonde nunca iba nadie más. Dejamos atrás la fachada de la casa orientada hacia la carretera principal y el pueblo, con su aspecto severo e inhóspito, y tomamos nuestro propio camino. A pesar de que teníamos la casa en buen estado, cuando estábamos juntas usábamos las habitaciones del fondo, la cocina y los dormitorios y la pequeña y cálida habitación junto a la cocina donde vivía el tío Julián; fuera estaba el castaño de Constance, y la preciosa extensión de césped y las flores de Constance y luego, más allá, el huerto que Constance cultivaba y tres árboles que daban sombra sobre el arroyo. Cuando nos sentábamos en el césped de atrás nadie podía vernos desde ningún lugar.

Me acordé de que me había propuesto ser más agradable con el tío Julián cuando lo vi sentado a su gran mesa vieja en el rincón de la cocina, jugueteando con sus papeles.

—¿Le dejarás comer cacahuetes caramelizados al tío Julián? —le pregunté a Constance.

—Después del almuerzo —contestó ella. Sacó la comida de las bolsas con cuidado; para Constance todos los alimentos eran valiosos, y siempre los tocaba con gran respeto. A mí no se me permitía ayudar; no tenía permiso para preparar la comida, ni para buscar setas, aunque a veces recogía algunas verduras del huerto, o manzanas de los árboles viejos.

—Comeremos bollos —anunció Constance casi cantando, porque estaba ordenando y guardando la comida—. El tío Julián tomará un huevo pasado por agua, un bollo y un poco de pudin.

—Gachas —dijo el tío Julián.

—Merricat comerá algo sin grasa, rico en proteínas y salado.

—Jonas cazará un ratón para mí —dije dirigiéndome a mi gato, que estaba sobre mi rodilla.

—Siempre me pongo contenta cuando vuelves a casa del pueblo —comentó Constance; se quedó quieta y me sonrió—. En parte porque traes comida, claro. Pero sobre todo porque te extraño.

—Yo siempre me pongo contenta cuando vuelvo del pueblo —dije.

—¿Ha sido muy duro? —Me rozó la mejilla con un dedo.

—Es mejor que no lo sepas.

—Algún día iré yo.

Era la segunda vez que hablaba de salir, y me dejó estupefacta.

—Constance —dijo el tío Julián. Cogió unos recortes de periódico de su mesa y los estudió con el ceño fruncido—. Creo que no tengo ninguna información acerca de si esa mañana tu padre se fumó el puro en el jardín como siempre.

—Seguro que sí —respondió Constance—. El gato ha estado pescando en el arroyo —me contó—. Ha vuelto lleno de barro.

Dobló la bolsa de la compra y la puso junto a las otras en el cajón, y colocó los libros de la biblioteca en el estante donde iban a permanecer para siempre. Jonas y yo nos apartamos a nuestro rincón, donde no estorbábamos el paso, mientras Constance hacía sus cosas en la cocina. Era un placer observarla, moviéndose con elegancia a la luz del sol, tocando los alimentos con tanta delicadeza.

—Hoy es el día de Helen Clarke —dije—. ¿Tienes miedo?

Se volvió y me sonrió.

—En absoluto —contestó—. Cada vez estoy mejor, creo. Y hoy haré bizcochos al ron.

—Y Helen Clarke se abalanzará sobre ellos y se los zampará.

Incluso ahora, Constance y yo seguíamos relacionándonos con un pequeño círculo de gente, conocidos que llegaban por la carretera a visitarnos. Los viernes Helen Clarke tomaba el té con nosotras, y Mrs. Shepherd o Mrs. Rice o la anciana Mrs. Crowley se dejaban caer algún domingo después de ir a la iglesia para decirnos que deberíamos haber asistido al sermón. Venían diligentemente, a pesar de que nosotras nunca les devolvíamos las visitas, se quedaban unos minutos de cortesía y a veces nos traían flores de sus jardines, o libros, o una canción para que Constance la tocara con el arpa; nos hablaban con educación y soltaban risitas, y nunca dejaban de invitarnos a sus casas aunque sabían que no iríamos. Eran atentas con el tío Julian, y se mostraban pacientes con su charla, nos ofrecían llevarnos en sus coches, se referían a sí mismas como nuestras amigas. Constance y yo siempre les hablábamos bien a las unas de las otras, porque pensaban que sus visitas nos gustaban. Nunca pisaban el sendero. Si Constance les ofrecía un esqueje de rosal, o las invitaba al jardín a ver una nueva y alegre combinación de flores, iban hasta allí, pero nunca se apartaban de sus recorridos fijos; caminaban por el jardín, se metían en el coche que habían aparcado en la puerta de entrada y se marchaban cruzando las grandes puertas. Muchas veces venían Mr. y Mrs. Carrington para ver cómo estábamos, porque Mr. Carrington había sido un buen amigo de nuestro padre. Nunca entraban en casa ni tomaban nada, sino que conducían hasta la escalera principal y se quedaban hablando unos pocos minutos desde el coche.

—¿Qué tal estáis? —nos preguntaban siempre, mirando a Constance y luego a mí—. ¿Qué tal os las apañáis solas? ¿Necesitáis algo, hay algo que podamos hacer por vosotras? ¿Cómo os va?

Constance siempre los invitaba a pasar, porque nos habían educado en la convicción de que era descortés dejar a las visitas hablando fuera, pero los Carrington nunca entraron en nuestra casa.

—Me pregunto si los Carrington me traerían un caballo si se lo pidiera. Podría montarlo por el prado.

Constance se volvió y se quedó mirándome un momento, con el ceño levemente fruncido.

—No se lo vas a pedir —dijo finalmente—. Nosotros no le pedimos nada a nadie. Recuérdalo.

—Estaba bromeando —contesté, y sonreí—. En realidad, de todos modos, lo que yo quiero es un caballo alado. Te llevaríamos a la Luna y te traeríamos, mi caballo y yo.

—Me acuerdo de cuando querías un pájaro grifo —dijo—. Y ahora, señorita holgazana, ve a poner la mesa.

—La última noche discutieron mucho —comentó el tío Julian—. «No pienso consentirlo», dijo ella, «no lo voy a tolerar, John Blackwood»; «No tenemos otra alternativa», respondió él. Yo estaba escuchando detrás de la puerta, claro, pero llegué demasiado tarde y no pude oír por qué discutían. Supongo que hablaban de dinero.

—No discutían muy a menudo —dijo Constance.

—Casi siempre eran muy educados el uno con el otro, sobrina, si es eso lo que entiendes por no discutir; un ejemplo para los demás que deja mucho que desear. Mi esposa y yo preferíamos gritarnos.

—A veces parece mentira que hayan pasado seis años —añadió Constance. Yo cogí el mantel amarillo y fui hasta el césped a preparar la mesa; a mis espaldas oí que le decía al tío Julian—: A veces daría lo que fuera por tenerlos otra vez entre nosotros.

Cuando era pequeña pensaba que algún día sería lo bastante alta para llegar hasta la parte superior de las ventanas del salón de nuestra madre. Las ventanas no eran adecuadas para el invierno, porque en principio la casa solo iba a usarse en verano, y nuestro padre únicamente hizo poner calefacción porque nuestra familia no tenía ninguna otra casa a la que ir durante los inviernos; la casa Rochester debería haber sido nuestra, pero la habíamos dado por perdida hacía mucho. Las ventanas del salón de nuestra casa iban desde el suelo hasta el techo, y yo nunca podría llegar a la parte de arriba; nuestra madre siempre les explicaba a las visitas que las cortinas azul claro de las ventanas medían cinco metros. Había dos ventanas grandes en el salón y otras dos ventanas grandes en el comedor, al final del pasillo, pero desde fuera se veían estrechas y delgadas y le daban a la casa un aspecto adusto. Por dentro, sin embargo, el salón era precioso. Nuestra madre había traído unas sillas con patas doradas de la casa Rochester, y allí guardaba el arpa, y la habitación resplandecía al reflejarse en los espejos y los cristales destellaban. Constance y yo solo usábamos esa habitación cuando Helen Clarke venía a tomar el té, pero la teníamos impecable. Constance se subía a una escalera para limpiar la parte superior de las ventanas, y sacábamos el polvo de la porcelana de Dresde que había sobre la repisa de la chimenea, y con un paño en el extremo de la escoba yo limpiaba las molduras de lo alto de la pared, unos adornos que parecían salidos de un pastel de boda, mirando fijamente los frutos y las hojas, los cupidos y los lazos, y siempre me mareaba por estar con la cabeza hacia arriba y caminar hacia atrás, y me reía con Constance cuando me sorprendía de ese modo. Encerábamos el suelo y cosíamos los pequeños desgarros de los brocados de los sofás y las sillas. Había una cenefa dorada por encima de cada una de las grandes ventanas, y volutas también doradas alrededor de la chimenea, y en el salón estaba colgado el retrato de nuestra madre. «No puedo soportar ver mi hermosa habitación desordenada», solía decir nuestra madre, y por eso nunca nos permitía entrar ni a Constance ni a mí, pero ahora la teníamos reluciente e impoluta.

Nuestra madre siempre les servía el té a sus amigas en una mesa baja que había a un lado de la chimenea, así que Constance siempre preparaba allí la mesa. Ella se sentaba en el sofá rosa con el retrato de nuestra madre mirándola desde arriba, y yo me sentaba en un rincón en mi pequeña silla y observaba. Se me permitía coger las tazas y los platitos y pasar los emparedados y los pasteles, pero no podía servir el té. No me gustaba comer cuando había gente mirándome, de modo que tomaba el té después, en la cocina. Ese día, que fue el último que Helen Clarke vino a tomar el té, Constance había dispuesto la mesa como siempre, con las elegantes tazas rosadas que usaba siempre nuestra madre, y dos platos plateados, uno con emparedados y el otro con los bizcochos de ron preparados para la ocasión; a mí me esperaban dos bizcochos de ron en la cocina, por si Helen Clarke se los comía todos. Constance se sentó tranquilamente, nunca se ponía nerviosa, con sus delicadas manos en el regazo. Yo esperé junto a la ventana, atenta a la llegada de Helen Clarke, que siempre era puntual. «¿Tienes miedo?», le había preguntado, y ella me había contestado: «En absoluto». Sin necesidad de volverme, sabía por su voz que estaba tranquila.

Vi que el coche avanzaba por el camino y me di cuenta de que dentro había dos personas en vez de una.

—Constance —dije—, ha traído a alguien.

Constance se quedó en silencio un momento, y después respondió con firmeza:

—Todo irá bien.

Me giré para mirarla, y estaba tranquila.

—Voy a echarlas. ¡Qué se ha creído!

—No —respondió Constance—. Todo irá bien, de verdad. Ya verás.

—No dejaré que te asusten.

—Tarde o temprano —dijo—, tarde o temprano tendré que dar un primer paso.

Me dejó helada.

—Voy a echarlas.

—No —repitió Constance—. De ningún modo.

El coche se detuvo frente a la entrada de la casa, y yo fui al vestíbulo a abrir la puerta, de la que ya había quitado el candado porque es poco cortés hacerlo delante de los invitados. Cuando salí al porche me di cuenta de que no era tan terrible como me había imaginado. Helen Clarke no venía con una extraña sino con la menuda Mrs. Wright, que ya había estado aquí una vez y estaba más asustada que nadie. Así que no sería un problema para Constance, pero Helen Clarke no debería haberla traído sin decírmelo.

—Buenas tardes, Mary Katherine —me saludó Helen Clarke, acercándose desde el coche a las escaleras—. ¿No hace un día de primavera precioso? ¿Cómo está nuestra querida Constance? He traído a Lucille. —Se las daba de descarada, como si cada día la gente viniera a ver a Constance con casi desconocidos, y me molestó tener que sonreírle—. ¿Te acuerdas de Lucille Wright? —me preguntó, y la pobre Mrs. Wright dijo en voz baja que tenía muchas ganas de volver a visitarnos. Sostuve la puerta principal abierta y pasaron al vestíbulo. No llevaban abrigo porque hacía muy buen día, pero Helen Clarke tuvo la delicadeza de detenerse un momento—. Ve a anunciarle a nuestra querida Constance que hemos llegado —me dijo, y me di cuenta de que lo hacía para darme tiempo para decirle a Constance quién estaba allí, así que me deslicé hasta el salón, donde Constance estaba sentada tranquilamente, y le anuncié:

—Es Mrs. Wright, la asustadiza.

Constance sonrió.

—Un pequeño primer paso —contestó—. Todo irá bien, Merricat.

En el vestíbulo, Helen Clarke le estaba mostrando las escaleras a Mrs. Wright, y le contaba la historia del tallado y que la madera venía de Italia. Cuando salí del salón me miró fijamente y me dijo:

—Estas escaleras son una de las maravillas de la comarca, Mary Katherine. Es una lástima que estén ocultas a los ojos del mundo. ¿Lucille? —Y entraron en el salón.

Constance estaba muy serena. Se levantó y sonrió y dijo que estaba contenta de verlas. Debido a su naturaleza desmañada, Helen Clarke logró que el simple hecho de entrar en una habitación y sentarse se convirtiera en una enrevesada danza de tres personas; antes de que Constance acabara de hablar, Helen Clarke empujó a Mrs. Wright y, como si fuera una pelota de croquet rodando a toda velocidad, la mandó a un rincón alejado de la habitación, donde acabó, de modo abrupto e involuntario, en una silla pequeña e incómoda. Helen Clarke se dirigió hacia el sofá en el que estaba sentada Constance, y a punto estuvo de tirar la mesa del té, y a pesar de que en la habitación había bastantes sillas e incluso otro sofá, prefirió sentarse incómoda pero al lado de Constance, que detestaba tener cerca a cualquiera que no fuera yo.

—Bueno —dijo Helen Clarke recostándose—, me alegro de veros otra vez.

—Muchas gracias por recibirnos —dijo Mrs. Wright, inclinándose hacia delante—. Tienen una escalera muy bonita.

—Tienes buen aspecto, Constance. ¿Has estado trabajando en el jardín?

—No he podido evitarlo, hace un día precioso —Constance se rio; lo estaba haciendo muy bien—. Es muy emocionante —dijo dirigiéndose a Mrs. Wright—. ¿Usted también se dedica a la jardinería, quizá? Los primeros días de luz son muy emocionantes para un jardinero.

Estaba hablando demasiado y demasiado rápido, pero nadie se dio cuenta excepto yo.

—A mí me encanta la jardinería —comentó Mrs. Wright en un pequeño arrebato—, me encanta la jardinería.

—¿Cómo está Julian? —preguntó Helen Clarke antes de que Mrs. Wright hubiera podido acabar de hablar—. ¿Cómo está el viejo Julian?

—Muy bien, gracias. Luego se tomará una taza de té con nosotras.

—¿Conoces a Julian Blackwood? —le preguntó Helen Clarke a Mrs. Wright, y Mrs. Wright, negando con la cabeza, comenzó a decir:

—Me encantaría conocerlo, claro, he oído hablar tanto de… —y se interrumpió.

—Es un poco… excéntrico —dijo Helen Clarke, sonriendo a Constance como si hasta ahora hubiera sido un secreto, Yo estaba pensando que si excéntrico significaba, como decía el diccionario, «que se desvía de lo corriente», Helen Clarke era mucho más excéntrica que el tío Julian, sus movimientos eran torpes y hacía preguntas inesperadas y nos traía a desconocidos a tomar el té; el tío Julian vivía muy tranquilo, con un esquema de vida perfectamente organizado, armonioso y simple. No debería decir que la gente es lo que no es, pensé, y recordé que yo debía ser más amable con el tío Julian.

—Constance, siempre has sido una de mis mejores amigas —estaba diciendo ahora, y yo me quedé sorprendida; no era consciente de cuán ajenas le resultaban a Constance esas palabras—. Te voy a dar un consejo, y recuerda, te lo digo como amiga.

No cabe duda de que yo ya sabía lo que iba a decir, porque me quedé estupefacta: el día entero no había sido más que la espera de lo que Helen Clarke iba a decir en ese preciso momento. Me hundí en mi silla y miré fijamente a Constance, deseando que se levantara y saliese corriendo, deseando que no escuchara lo que estaba a punto de decirse, pero Helen Clarke siguió adelante:

—Es primavera, eres joven, eres encantadora, tienes derecho a ser feliz. Vuelve al mundo.

En otro momento, incluso un mes atrás, cuando todavía era invierno, ante unas palabras así Constance se habría retraído y habría salido corriendo; ahora, me di cuenta de que escuchaba y sonreía, a pesar de que negaba con la cabeza.

—Ya has hecho suficiente penitencia —añadió Helen Clarke.

—Me gustaría preparar un pequeño almuerzo… —comenzó a decir Mrs. Wright.

—Te has olvidado la leche, iré a buscarla —dije dirigiéndome a Constance mientras me levantaba. Ella se volvió para mirarme, casi sorprendida.

—Gracias, querida —respondió.

Salí del salón, pasé por el vestíbulo y fui hacia la cocina; por la mañana la cocina tenía un aspecto reluciente y alegre y ahora, para mi sorpresa, se veía inhóspita. Era como si Constance, de pronto, después de todo aquel tiempo de rechazo y negación, hubiera visto que, al fin y al cabo, quizá fuera posible salir al exterior. Me di cuenta de que era la tercera vez que se tocaba el tema en un mismo día, y tres veces lo convierten en una realidad. No podía respirar; me sentía agarrotada, tenía la cabeza a punto de explotar; fui corriendo hasta la puerta posterior y la abrí para poder respirar. Quería salir corriendo; si hubiera podido correr hasta el final de nuestras tierras y volver me habría recuperado, pero Constance estaba sola con las visitas en el salón y yo tenía que apresurarme. Tuve que conformarme con hacer añicos la jarra de leche que estaba esperándome sobre la mesa; había sido de nuestra madre y dejé los pedazos en el suelo para que Constance los viera. Cogí la segunda mejor jarra de leche, que no combinaba con las tazas; tenía permiso para servir la leche, así que llené la jarra y la llevé al salón.

—¿…haría Mary Katherine? —estaba preguntando Constance cuando se giró y me sonrió al verme en la puerta—. Gracias, querida —dijo, y miró fijamente la jarra de leche y luego a mí—. Gracias —repitió, y yo dejé la jarra sobre la bandeja.

—Al principio, no mucho —contestó Helen Clarke—. Si no resultaría extraño, es verdad. Pero podrías llamar a uno o dos viejos amigos, quizá ir de compras a la ciudad algún día… Nadie te reconocería en la ciudad, eso ya lo sabes.

—¿Un pequeño almuerzo? —sugirió esperanzada Mrs. Wright.

—Tengo que pensarlo. —Constance hizo un pequeño gesto de perplejidad entre risas, y Helen Clarke asintió.

—Necesitarás un poco de ropa —añadió.

Desde mi rincón me acerqué hasta Constance, cogí una taza de té y se la llevé a Mrs. Wright, a la que le temblaban las manos cuando se la di.

—Gracias, querida —me dijo. El té temblaba en la taza; al fin y al cabo, solo era la segunda vez que estaba aquí.

—¿Azúcar? —le pregunté; no pude evitarlo, y además era un gesto de educación.

—Oh, no, gracias —contestó—. No, gracias. Azúcar, no.

Me pareció, al mirarla, que hoy se había vestido a propósito para venir aquí; Constance y yo nunca íbamos de negro, pero quizá a Mrs. Wright le había parecido lo adecuado, y hoy llevaba un vestido negro y un collar de perlas. La otra vez también había venido de negro, recordé; siempre con buen gusto, pensé, a no ser porque estábamos en el salón de nuestra madre. Regresé hasta donde estaba Constance, cogí el plato de bizcochos y se lo acerqué a Mrs. Wright; eso tampoco fue educado, porque debería haberle ofrecido primero los emparedados, pero quería que se sintiera desdichada por ir vestida de negro en el salón de nuestra madre.

—Los ha hecho mi hermana esta mañana —dije.

—Gracias —respondió. Su mano dudó un instante por encima del plato y luego cogió uno y lo dejó con cuidado a un lado del platillo. Pensé que los modales de Mrs. Wright rozaban la histeria, y dije:

—Coja dos. Todo lo que hace mi hermana es delicioso.

—No —contestó—. Oh, no. Gracias.

Helen Clarke no dejaba de comer emparedados, y pasaba por delante de Constance cada vez que se hacía con uno. En ningún otro lugar se comportaría de este modo, pensé, solo aquí. Nunca se preocupa de lo que Constance o yo pensemos de sus modales; simplemente cree que estamos muy contentas de verla. Vete, le dije para mis adentros. Vete, vete. Me pregunté si Helen Clarke se comportaba de un modo particular cuando venía a nuestra casa. «No hay por qué tirar esto —podía imaginármela diciendo junto a su armario—; puedo guardarlo para cuando visite a mi querida Constance». Empecé a vestir a Helen Clarke en mi imaginación, la puse en traje de baño sobre una montaña de nieve, luego la coloqué sobre las ramas más incómodas de un árbol con un ligero vestido de volantes rosa que se le enganchaba y desgarraba y rompía; y mientras ella gritaba enredada en el árbol yo casi me pongo a reír.

—¿Por qué no se lo decimos a otra gente del lugar? —le preguntó Helen Clarke a Constance—. A algunos de los amigos de siempre. Hay mucha gente a la que le habría gustado mantener el contacto contigo, Constance, querida. Unos pocos amigos cualquier noche. ¿Una cena? No —añadió—, quizá una cena no sea la mejor idea. Al menos al principio.

—Yo… —comenzó a decir Mrs. Wright otra vez; había dejado con cuidado la taza de té con el pequeño bizcocho en la mesa que tenía al lado.

—Aunque ¿por qué no una cena? —se preguntó Helen Clarke—. Al fin y al cabo, algún día tienes que dar el paso.

Me estaba obligando a intervenir. Constance no me miraba, solo a Helen Clarke.

—¿Por qué no invitamos a la buena gente del pueblo? —propuse a voz en grito.

—Por Dios, Mary Katherine —dijo Helen Clarke—. Realmente me sorprendes. —Se rio—. Ni siquiera recuerdo que los Blackwood se codearan con la gente del pueblo —comentó.

—Nos odian —dije yo.

—Yo no hago caso de sus chismorreos, y espero que tú tampoco. Y, Mary Katherine, tú sabes tan bien como yo que el noventa por ciento de ese sentimiento no responde sino a tu imaginación, y que si tú intentaras ser mínimamente simpática no dirían ni una sola palabra contra ti. Por Dios. Admito que han mostrado un poco de odio alguna vez, pero tú por tu parte lo has exagerado desmesuradamente.

—A la gente le gusta murmurar —dijo Mrs. Wright para inspirarnos confianza—. Yo voy diciendo por ahí que era amiga íntima de los Blackwood y sin el más mínimo asomo de vergüenza. Tienes que estar entre la gente de tu clase, Constance. Sobre nosotros no hablan.

Me habría gustado que fueran más divertidas; Constance parecía un poco cansada. Si se hubieran ido temprano le habría cepillado el cabello a Constance hasta que se quedara dormida.

—El tío Julian está llegando —anunció Constance. Oí el sonido suave de la silla de ruedas en el vestíbulo y me levanté a abrir la puerta.

Helen Clarke dijo:

—¿De verdad creéis que la gente tiene miedo de venir a veros? —Y entonces el tío Julian se detuvo en la puerta. Se había puesto su mejor corbata para tomar el té y se había lavado la cara con tanto afán que la tenía rosada.

—¿Miedo? —preguntó—. ¿De venir aquí? —Saludó a Mrs. Wright desde la silla y luego a Helen Clarke—. Señora —dijo, y repitió—: Señora.

Yo sabía que era porque no recordaba el nombre de ninguna de las dos, si es que las había visto antes.

—Tiene buen aspecto, Julian —dijo Helen Clarke.

—¿Miedo de venir aquí? Debo disculparme por repetir sus palabras, señora, pero estoy asombrado. Mi sobrina, al fin y al cabo, fue absuelta de la acusación de asesinato. Ya no debería suponer ningún peligro venir de visita.

Mrs. Wright hizo un movimiento convulsivo hacia la taza de té y luego dejó las manos con firmeza en el regazo.

—Podría decirse que en cualquier lugar hay peligro —dijo el tío Julian—. Peligro de envenenamiento, desde luego. Mi sobrina podría contarles cosas sobre los peligros más insólitos: plantas de jardín más venenosas que serpientes y simples hierbas que cuando llegan a la altura del estómago cortan como cuchillos, señora. Mi sobrina…

—¡Qué jardín tan bonito! —le dijo con toda sinceridad Mrs. Wright a Constance—. Yo no sabría tenerlo así.

Helen Clarke dijo con firmeza:

—Hace mucho tiempo que está todo olvidado, Julian. Ya nadie piensa en ello.

—Una lástima —dijo el tío Julian—. Un caso fascinante, uno de los misterios más genuinos de nuestro tiempo. Del mío, en especial. La obra de mi vida —le dijo a Mrs. Wright.

—Julian —replicó al instante Helen Clarke; Mrs. Wright parecía hipnotizada—. Existe algo llamado buen gusto, Julian.

—¿Gusto, señora? ¿Ha probado alguna vez el arsénico? Le aseguro que se produce un instante de absoluta incredulidad antes de que la mente pueda aceptar que…

Un momento antes, la pobre Mrs. Wright probablemente se habría mordido la lengua antes de mencionar el tema, pero ahora soltó, casi sin respirar:

—¿Quiere decir que se acuerda?

—Vaya si me acuerdo. —El tío Julian suspiró, moviendo la cabeza con un gesto alegre—. Tal vez —prosiguió entusiasmado—, tal vez no conozca usted la historia. Tal vez quiera que…

—Julian —dijo Helen Clarke—, Lucille no quiere oírla. Debería avergonzarse de habérselo preguntado.

A mí me pareció que Mrs. Wright tenía muchas ganas de escucharla, y miré a Constance en el preciso momento en que ella me miraba; ambas estábamos muy serias, como requería el tema, pero sabía que se estaba divirtiendo tanto como yo; era un placer escuchar al tío Julian, que pasaba solo casi todo el tiempo.

Y pobre, pobre Mrs. Wright, la tentación se le hizo insoportable y no pudo contenerse más. Se ruborizó y vaciló, pero el tío Julian era tentador y la disciplina humana de Mrs. Wright no pudo resistirse.

—Sucedió en esta misma casa —dijo como si recitara una plegaria.

Los demás estábamos en silencio, observándola cortésmente, y entonces ella susurró:

—Les ruego que me disculpen.

—Claro, en esta misma casa —añadió Constance—. En el comedor. Estábamos cenando.

—La familia se reunió para cenar —dijo el tío Julian acariciando las palabras—. Nunca hubiéramos imaginado que iba a ser la última vez.

—Arsénico en el azúcar —dijo Mrs. Wright, dejándose llevar, después de haber perdido todo decoro.

—Yo me puse azúcar. —El tío Julian sacudió un dedo mientras la señalaba—. Me puse azúcar en las moras. Por suerte —dijo con una sonrisa insípida— intervino el destino. A algunos, ese día, los condujo inexorablemente a los brazos de la muerte. Algunos, ingenuos y confiados, dieron, involuntariamente, un último paso hacia el olvido. Algunos nos pusimos muy poco azúcar.

—Yo las bayas ni las toco —comentó Constance; miró directamente a Mrs. Wright y añadió con seriedad—: Casi nunca me pongo azúcar. Ni siquiera ahora.

—Ese fue un argumento muy fuerte en su contra durante el juicio —dijo el tío Julian—. El hecho de que no tome azúcar, quiero decir. Las bayas nunca le han gustado. Ni siquiera de niña las tocaba.

—Por favor —dijo Helen Clarke elevando el tono—, esto es vergonzoso, de verdad; no puedo soportar que hablen de ello. Constance, Julian, ¿qué va a pensar de ustedes Lucille?

—No, en serio —intervino Mrs. Wright levantando las manos.

—No pienso quedarme aquí sentada ni escuchar una palabra más —sentenció Helen Clarke—. Constance tiene que empezar a pensar en su futuro. No es sano quedarse anclado al pasado; la pobre ya ha sufrido bastante.

—Bueno, los extraño, claro —explicó Constance—. Las cosas han cambiado mucho desde que nos dejaron, pero en ningún caso me considero una persona que sufre.

—En cierto sentido —siguió con decisión el tío Julian—, yo he sido un grandísimo afortunado. He sobrevivido a uno de los casos de envenenamiento más espectaculares del siglo. Guardo todos los recortes de prensa. Conozco a las víctimas, a la acusada, e íntimamente, como solo podría conocerlos un pariente que viviera en la misma casa. He tomado notas exhaustivas sobre todo lo que sucedió. Desde entonces no he vuelto a estar bien.

—He dicho que no quería hablar de ello —repitió Helen Clarke.

El tío Julian se quedó en silencio. Miró a Helen Clarke, y luego a Constance.

—¿Sucedió realmente? —se preguntó al cabo de un momento, con los dedos sobre la boca.

—Claro que sucedió —respondió Constance sonriéndole.

—Tengo los recortes de prensa —repitió el tío Julian con aire indeciso—. Tengo mis notas —le dijo a Helen Clarke—, he escrito todo lo que sucedió.

—Fue terrible. —Mrs. Wright se inclinó hacia delante con seriedad y el tío Julian se volvió hacia ella.

—Espantoso —dijo dándole la razón—. Horrible, señora. —Maniobró con la silla de ruedas de modo que quedó de espaldas a Helen Clarke—. ¿Le gustaría ver el comedor? —le preguntó—. ¿La mesa fatídica? Yo no declaré en el juicio, ya sabe; mi salud no me permitía, ni entonces ni ahora, enfrentarme a las preguntas groseras de unos desconocidos. —Volvió la cabeza un instante hacia Helen Clarke—. Me moría de ganas de subir al estrado. Estoy seguro de que la habría ayudado. La absolvieron de todos modos, por supuesto.

—Claro que la absolvieron —dijo con vehemencia Helen Clarke. Cogió el bolso, se lo puso sobre el regazo y buscó dentro los guantes—. Ya nadie piensa en aquello. —Le hizo un gesto a Mrs. Wright y se dispuso a levantarse.

—¿El comedor…? —preguntó tímidamente Mrs. Wright—. Solo una ojeada…

—Señora. —El tío Julian hizo una reverencia desde la silla de ruedas, y Mrs. Wright se apresuró hacia la puerta y se la abrió—. Justo después del vestíbulo —dijo el tío Julian, y ella lo siguió—. Admiro a las mujeres amablemente curiosas, señora; me he dado cuenta al instante de que se moría por ver el escenario de la tragedia; sucedió en esta misma habitación, y todavía seguimos cenando aquí cada noche.

Podíamos oírlo; seguro que se estaba moviendo alrededor de la mesa del comedor mientras Mrs. Wright lo observaba desde la puerta.

—Se habrá fijado en que la mesa es redonda. Ahora resulta grande para los pocos que lamentablemente quedan de nuestra familia, pero nos hemos resistido a deshacernos de ella porque, al fin y al cabo, es un monumento, si puede llamarse así; hubo un momento en que cualquier periódico habría pagado lo que fuera por una fotografía de esta habitación. Fuimos una familia grande en otro tiempo, se acordarán ustedes, una familia grande y feliz. Teníamos pequeñas desavenencias, por supuesto, la paciencia no era una de nuestras virtudes; incluso podría decir que había peleas. Nada serio, marido y esposa, hermano y hermana no siempre eran del mismo parecer.

—Entonces por qué ella…

—Sí —respondió el tío Julian—, es desconcertante, ¿verdad? Mi hermano, como padre de familia, estaba sentado, por supuesto, en la cabecera de la mesa, allí, de espaldas a las ventanas y frente a la licorera. John Blackwood estaba orgulloso de su mesa, de su familia, de su lugar en el mundo.

—Lucille ni siquiera lo conoció —dijo Helen Clarke. Miró con ira a Constance—. Yo me acuerdo muy bien de tu padre.

Las caras se difuminan en la memoria, pensé. Me pregunté si sería capaz de reconocer a Mrs. Wright si la viera en el pueblo. Me pregunté si Mrs. Wright, en el pueblo, pasaría a mi lado, sin verme; Mrs. Wright era tan tímida que quizá nunca mirase las caras. Su té y el pequeño bizcocho todavía estaban sobre la mesa, sin tocar.

—Yo era una buena amiga de tu madre, Constance. Por eso me atrevo a hablarte abiertamente, por tu propio bien. Tu madre habría querido…

—Mi cuñada, señora, era una mujer delicada. Habrá visto su retrato en el salón, y la exquisita línea de su mandíbula bajo la piel. Una mujer nacida para la tragedia, tal vez, aunque a veces podía ser un poco tonta. En la mesa, a su derecha, me encontraba yo, que por entonces era más joven, y no estaba inválido; me quedé discapacitado esa misma noche. Enfrente de mí estaba el joven Thomas… ¿Sabía que una vez tuve un sobrino, que mi hermano tenía un hijo? Sin duda, seguro que lo habrá leído. Tenía diez años y muchos de los rasgos más fuertes del carácter de su padre.

—Es el que se puso más azúcar —dijo Mrs. Wright.

—Desgraciadamente —respondió el tío Julian—. Luego, a lado y lado de mi hermano estaban su hija Constance y mi esposa Dorothy, que me concedió el honor de compartir su destino con el mío, aunque dudo que imaginara nunca que eso podía suponer compartir el arsénico en las moras. Había otra niña, mi sobrina Mary Katherine, que no estaba en la mesa.

—Estaba en su habitación —intervino Mrs. Wright—. Una niña encantadora de doce años a la que enviaron a dormir sin cenar. Pero no debemos preocuparnos por ella.

Yo me reí, y Constance le dijo a Helen Clarke:

—Merricat siempre estaba castigada. Yo solía subirle una bandeja con la cena después de que mi padre abandonara el comedor. Era una niña traviesa y desobediente. —Y entonces me sonrió.

—Un comportamiento malsano —comentó Helen Clarke—. Un niño debe ser castigado cuando se porta mal, pero siempre tiene que sentirse querido. Yo no toleraría nunca la indocilidad. Y ahora, de verdad, tenemos que… —Y comenzó a ponerse los guantes otra vez.

—Cordero lechal asado, con una jalea de menta hecha con la menta del huerto de Constance. Patatas, guisantes, ensalada, también del huerto de Constance. Me acuerdo perfectamente, señora. Aún hoy es una de mis comidas preferidas. Por supuesto, también he tomado notas sobre todo lo que tuvo lugar durante esa cena y, de hecho, durante todo el día. Ahora entenderá usted al instante que la cena giró alrededor de mi sobrina. Era principios de verano, su jardín estaba bonito, el tiempo fue fantástico ese año, lo recuerdo; no hemos vuelto a tener un verano así desde entonces, o quizá solo sea que me estoy haciendo mayor. Nos entregamos a las diversas y pequeñas delicias que solo Constance nos podía ofrecer; no me estoy refiriendo al arsénico, claro está.

—Bueno, la parte importante eran las moras —dijo Mrs. Wright con voz un poco ronca.

—¡Qué mente la suya, señora! Tan precisa, infalible. Y ahora me va a preguntar usted cómo es posible que usara arsénico. Mi sobrina no está dotada de tal perspicacia, y por suerte así lo expuso el abogado durante el juicio. Constance es capaz de echar mano de un gran despliegue de sustancias letales sin salir de casa; nos podría haber dado una salsa de cicuta, que es de la familia del perejil y que, al comerla, provoca parálisis y una muerte instantánea. Podría haber hecho una mermelada de estramonio o de hierba de San Cristóbal, podría haber mezclado en la ensalada Holcus lanatus, llamado heno blanco, muy rico en ácido cianhídrico. Guardo notas sobre todo ello, señora. La belladona es de la familia del tomate; ¿habría tenido, cualquiera de nosotros, la intuición de rechazarla si Constance nos la hubiera servido en conserva y bien condimentada? O pensemos simplemente en la familia de las setas, tan rica en tradición y en engaño. A todos nos gustaban mucho las setas (mi sobrina hace una tortilla de setas increíble, debería usted probarla, señora), y la oronja verde…

—No debería haber preparado la cena —dijo Mrs. Wright con firmeza.

—Claro, por supuesto, nuestro problema radica en eso. Sin duda, no debería haber preparado la comida si su intención era acabar con nosotros envenenándonos; habría sido ridículamente generoso por nuestra parte animarla a cocinar en esas circunstancias.

—¿Y por qué no se ocupaba de la cena Mrs. Blackwood?

—Por favor —al tío Julian le tembló un poco la voz, y yo, a pesar de que no podía verlo, me imaginé el gesto que acompañaba ese temblor. Debió de levantar una mano, con los dedos extendidos, y seguro que sonreía por detrás de los dedos; era un gesto galante, el del tío Julian; ya había visto como lo hacía ante Constance—. Yo, personalmente, prefería correr el riesgo del arsénico.

—Tenemos que irnos a casa —dijo Helen Clarke—. No sé qué le ha dado a Lucille. Ya le dije antes de venir que no mencionara el tema.

—Este año voy a hacer compota de fresas salvajes —me dijo Constance—. He visto que hay bastantes hacia el fondo del jardín.

—Es muy desconsiderado por su parte, y encima me está haciendo esperar.

—El azucarero en el aparador, el pesado azucarero de plata… Es una reliquia familiar; mi hermano lo apreciaba mucho. Se estará preguntando usted por el azucarero, me imagino. ¿Todavía lo usan?, se está preguntando; ¿lo han lavado?, podría preguntar perfectamente; ¿lo han limpiado a fondo? Puedo resolver sus dudas en este mismo instante. Mi sobrina Constance lo lavó antes de que llegaran el doctor y la policía, y estará de acuerdo conmigo en que no fue el momento más acertado para lavar el azucarero. El resto de platos que usamos para cenar todavía estaban en la mesa, pero mi sobrina se llevó el azucarero a la cocina, lo vació y lo fregó con un estropajo y agua hirviendo. Fue un gesto curioso.

—Tenía una araña dentro —dijo Constance mirando la tetera—. Usábamos un pequeño azucarero con rosas para poner los terrones.

—… tenía una araña dentro, dijo ella. Eso es lo que le contó a la policía. Por eso lo limpió.

—Bueno —dijo Mrs. Wright—, podría parecer que tenía una razón mejor para hacerlo. Incluso si de verdad había una araña, no lo lavas, quiero decir, simplemente sacas la araña.

—¿Qué razón habría esgrimido usted, señora?

—Bueno, jamás he matado a nadie, así que no lo sé… Quiero decir, no sé qué diría. Lo primero que me viniera a la cabeza, supongo. Quiero decir, supongo que estaba alterada.

—Le aseguro que los retortijones eran horribles; ¿dice usted que nunca ha probado el arsénico? No es agradable. Lo lamento terriblemente por todos ellos. Yo mismo tuve dolores durante varios días; estoy seguro de que Constance me habría ofrecido sus mejores cuidados, pero en esos momentos difícilmente se podía acceder a ella. La arrestaron al instante.

Mrs. Wright sonó contundente, con un punto involuntario de entusiasmo:

—Siempre he pensado, desde el momento en que llegamos, que sería una ocasión maravillosa para conocerlos a todos ustedes y averiguar qué sucedió realmente, porque no cabe duda de que todavía hay una cuestión que nadie ha podido responder hasta el momento; por supuesto, tenía pocas esperanzas de hablar de ello, pero ya ve.

Se oyó el sonido de una silla que se movía en el comedor; estaba claro que Mrs. Wright había decidido acomodarse.

—Primero —dijo—, compró el arsénico.

—Para matar ratas —puntualizó Constance mirando la tetera, y luego se volvió hacia mí y me sonrió.

—Para matar ratas —repitió el tío Julian—. El otro uso habitual que se le da al arsénico es en taxidermia, y mi sobrina difícilmente podría simular tener algún conocimiento en ese campo.

—Ella preparó la cena, ella puso la mesa.

—Debo confesar que esta mujer me sorprende —dijo Helen Clarke—. Parece pura tranquilidad.

—Constance los vio morir a su alrededor como moscas (les ruego que me perdonen) y no llamó al médico hasta que ya fue demasiado tarde. Lavó el azucarero.

—Tenía una araña dentro —dijo Constance.

—Le dijo a la policía que esa gente merecía morir.

—Estaba excitada, señora. Quizá tergiversaron el comentario. Mi sobrina no es una insensible; además, en ese momento pensó que yo formaba parte de ellos y que por lo tanto merecía morir, como todos nosotros, ¿o no? Aunque creo que mi sobrina nunca diría algo así.

—Ella le dijo a la policía que todo era culpa suya.

—En eso —replicó el tío Julian— me parece que cometió un error. Sin duda es cierto que al principio pensó que su comida había sido la causante de todo aquello, pero al cargar con toda la culpa creo que se excedió. Yo le habría desaconsejado una actitud así si me hubiera consultado. Huele a autocompasión.

—Pero la gran cuestión sin responder es por qué. ¿Por qué lo hizo? Quiero decir, en el caso de que Constance sea una maníaca homicida.

—Usted la ha conocido, señora.

—¿Qué yo qué? Oh, por Dios, sí. Me había olvidado por completo. Me cuesta pensar que esa joven encantadora es… bueno. Un asesino en serie debe tener una razón, Mr. Blackwood, incluso si solo se trata de una perversión, de una depravación… Oh, qué horror. Es una muchacha encantadora, su sobrina. Hace mucho que no le tomaba tanto cariño a alguien. Pero si es una maníaca homicida…

—Me voy. —Helen Clarke se levantó y se puso el bolso bajo el brazo con decisión—. Lucille —dijo—, yo me voy. Hemos sobrepasado todos los límites de la decencia. Son más de las cinco.

Mrs. Wright salió corriendo del comedor, consternada.

—Lo siento —se disculpó—. Estábamos charlando y he perdido la noción del tiempo. Oh, querida. —Se apresuró hacia la silla para coger el bolso.

—Ni siquiera ha tocado el té —le dije, con la intención de verla ruborizarse.

—Gracias —respondió; bajó la mirada hacia la taza de té y se puso colorada—. Estaba delicioso.

El tío Julian detuvo la silla de ruedas en el centro de la habitación y cruzó los brazos con desenfado. Miró a Constance y luego alzó la vista para observar una esquina del techo, serio y recatado.

—Julian, adiós —dijo secamente Helen Clarke—. Constance, lamento que nos hayamos demorado tanto; es inexcusable. ¿Lucille?

Mrs. Wright tenía la mirada de un niño que sabe que lo van a castigar, pero no había olvidado sus modales.

—Gracias —le dijo a Constance, extendiendo la mano y volviéndola a recoger deprisa—. Me lo he pasado muy bien. Adiós —le dijo al tío Julian.

Se dirigieron hacia el vestíbulo y yo las seguí, para cerrar el candado cuando se hubieran ido. Helen Clarke encendió el motor del coche cuando la pobre Mrs. Wright apenas había entrado, y lo último que le oí a Mrs. Wright fue un leve grito mientras el coche empezaba a descender por la carretera. Cuando volví al salón todavía me estaba riendo y fui a darle un beso a Constance.

—Un té muy agradable —le dije.

—Esa mujer es insoportable. —Constance inclinó la cabeza hacia atrás, la apoyó en el cojín y se rio—. Maleducada, pretenciosa, estúpida. No sé por qué sigue viniendo, nunca lo sabré.

—Quiere reformarte. —Cogí el té y el bizcocho de Mrs. Wright y los puse en la bandeja—. Pobre, la menuda Mrs. Wright —dije.

—Te estabas burlando de ella, Merricat.

—Un poco, puede ser. No puedo evitarlo cuando veo que la gente está asustada; siempre me entran ganas de asustarla aún más.

—¿Constance? —El tío Julian giró la silla de ruedas y quedó de cara a ella—. ¿Qué tal he estado yo?

—Soberbio, tío Julian. —Constance se levantó, fue hacia él y le acarició la cabeza con dulzura—. No has necesitado tus apuntes para nada.

—¿Sucedió realmente?

—Claro que sucedió. Te llevaré a la habitación y podrás echar un vistazo a tus recortes de periódico.

—Pero ahora no. Ha sido una tarde excepcional, pero me parece que estoy un poco fatigado. Descansaré hasta la hora de cenar.

Constance empujó la silla de ruedas hasta el vestíbulo y yo los seguí con la bandeja. Tenía permiso para llevar los platos sucios pero no para lavarlos, así que dejé la bandeja sobre la mesa de la cocina y observé a Constance mientras ella apilaba los platos junto al fregadero para lavarlos más tarde, barría los pedazos de la jarra de leche rota que había en el suelo y sacaba las patatas para preparar la cena. Al final no tuve más remedio que preguntárselo; la idea me había estado rondando toda la tarde:

—¿Vas a hacer lo que te ha dicho? —pregunté—. ¿Lo que te ha dicho Helen Clarke?

No fingió sorprenderse. Se quedó mirándose las manos atareadas y esbozó una ligera sonrisa.

—No lo sé —dijo.