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Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.

La última vez que eché un vistazo a los libros de la biblioteca que estaban en el estante de la cocina me di cuenta de que debería haberlos devuelto cinco meses atrás, y me pregunté si no habría escogido otros de haber sabido que esos serían los últimos, los que iban a quedarse para siempre en el estante de nuestra cocina. Nosotros casi nunca cambiábamos las cosas de sitio: los Blackwood nunca fuimos una familia muy dada a la agitación y al movimiento. Nos relacionábamos con pequeños objetos transitorios, los libros y las flores y las cucharas, pero en los cimientos siempre contamos con una sólida base de posesiones estables. Cada cosa tenía su lugar. Barríamos debajo de las mesas y las sillas y las camas y sacábamos el polvo de los cuadros y las alfombras y las lámparas, pero lo dejábamos todo donde estaba; los objetos de tocador de carey de mi madre nunca se movieron más de unos pocos milímetros. Los Blackwood siempre vivimos en esta casa, y lo manteníamos todo ordenado; en cuanto se sumaba una nueva esposa a la familia, se le encontraba un lugar para sus pertenencias, y de este modo nuestra casa fue acumulando varias capas de propiedades, que pesaban sobre ella y la afianzaban frente al mundo.

Fue un viernes de finales de abril cuando traje a casa los libros de la biblioteca. Los viernes y los martes eran días horribles, porque iba al pueblo. Alguien tenía que ir a la biblioteca y al colmado; Constance nunca se alejaba más allá de su jardín, y el tío Julian no podía ir. Así que no era el orgullo lo que me llevaba al pueblo dos veces por semana, ni siquiera la tozudez, sino simplemente la necesidad de libros y comida. Quizá fuera el orgullo lo que me conducía al café de Stella antes de regresar a casa; me decía a mí misma que era por orgullo y que no iba a dejar de ir al café de Stella por más ganas que tuviera de estar en casa, porque también sabía que si Stella me veía pasar por allí y no entraba, pensaría que tenía miedo, y esa idea sí que no podía soportarla.

—Buenos días, Mary Katherine —me decía siempre Stella, acercándose para pasarle un trapo húmedo a la barra—. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias.

—Y Constance Blackwood, ¿cómo está?

—Muy bien, gracias.

—Y él, ¿cómo está?

—Bien, dentro de lo que cabe. Un café solo, por favor.

Si entraba alguien más y se sentaba a la barra, yo dejaba mi café sin aparentar prisas y me marchaba, saludando a Stella con un gesto. «Que vaya bien», me decía automáticamente cuando me iba.

Escogía los libros de la biblioteca a conciencia. En nuestra casa había libros, por supuesto; los libros ocupaban dos paredes del despacho de nuestro padre, pero a mí me gustaban los cuentos de hadas y los libros de historia, y a Constance le gustaban los de cocina. El tío Julián nunca tocaba un libro, pero por la tarde, cuando trabajaba en sus papeles, le gustaba mirar a Constance mientras leía, y a ratos volvía la cabeza para observarla y asentía.

—¿Qué lees, querida? Qué bonita imagen, la de una mujer con un libro.

—Estoy leyendo El arte de cocinar, tío Julián.

—Excelente.

Estar en silencio con el tío Julián en la habitación era difícil, pero no recuerdo que ni Constance ni yo abriéramos ninguno de los libros de la biblioteca que todavía siguen en el estante de la cocina. Hacía una bonita mañana de abril cuando salí de la biblioteca; el sol brillaba y las falsas promesas de gloria que la primavera prodigaba aquí y allá desentonaban con la suciedad del pueblo. Recuerdo que me detuve en las escaleras de la biblioteca con los libros en la mano y me quedé mirando un momento el verde apenas insinuado en las ramas con el cielo de fondo y deseé, como siempre, ser capaz de volver a casa volando en vez de por el pueblo. Desde las escaleras de la biblioteca podía cruzar la calle directamente y caminar por la otra acera hasta el colmado, pero eso significaba pasar por delante de la tienda y de los hombres que estaban sentados a la puerta. En este pueblo los hombres se mantenían jóvenes y se dedicaban al chismorreo, mientras que las mujeres envejecían con un maligno cansancio gris esperando en silencio a que los hombres se levantasen y regresaran a casa. También podía dejar atrás la biblioteca y caminar hacia arriba por la misma acera hasta llegar frente al colmado para luego cruzar; era preferible, aunque tuviera que pasar por delante de Correos y de la casa Rochester, con las pilas de hojalata oxidada y los coches destartalados y los bidones de gasolina vacíos y los colchones viejos y los tubos y las bañeras que la familia Harler se llevaba a casa y por los que, estoy convencida, sentía una verdadera pasión.

La casa Rochester era la más bonita del pueblo y en otro tiempo había tenido una biblioteca de nogal y una sala de baile en el segundo piso y un raudal de rosas en el porche; nuestra madre había nacido allí y, en justicia, aquello debería haber pertenecido a Constance. Decidí, como siempre, que era más seguro pasar por delante de Correos y de la casa Rochester, a pesar de que no me gustaba ver la casa donde había nacido nuestra madre. Por la mañana, ese lado de la calle solía estar desierto porque daba la sombra y, en cualquier caso, después de ir al colmado iba a tener que pasar por delante de la tienda para llegar a casa, y pasar por allí a la ida y a la vuelta era demasiado para mí.

En las afueras del pueblo, en Hill Road, River Road y Old Mountain, familias como los Clarke y los Carrington se habían construido casas preciosas. Tenían que cruzar el pueblo para ir hasta Hill Road y River Road, porque la carretera principal del pueblo también era la carretera del estado, pero los hijos de los Clarke y de los Carrington iban a colegios privados, y toda la comida que llegaba a las cocinas de Hill Road procedía de otras localidades y de la ciudad; pasaban con el coche a recoger el correo por la oficina del pueblo, conduciendo por River Road hasta Old Mountain, pero los de Mountain enviaban sus cartas desde las localidades cercanas y los de River Road se cortaban el pelo en la ciudad.

Siempre me sorprendió que la gente del pueblo, que vivía en pequeñas casas sucias en la carretera principal o en las afueras, en Creek Road, sonriera y asintiera y saludara a los Clarke y a los Carrington cuando pasaban en coche por allí; si Helen Clarke entraba en el colmado de Elbert para comprar una lata de tomate o medio kilo de café que había olvidado su cocinera, todo el mundo le decía «buenos días» y comentaba que el tiempo había mejorado. La casa de los Clarke es más nueva pero no más refinada que la de los Blackwood. Nuestro padre trajo a casa el primer piano del pueblo. Los Carrington son los dueños de la fábrica de papel pero los Blackwood tienen todas las tierras entre la carretera y el río. Los Shepherd de Old Mountain hicieron construir el ayuntamiento, que es blanco y puntiagudo y tiene césped y un cañón en la entrada. En algún momento se habló de introducir leyes urbanísticas en el pueblo, derribar las chabolas de Creek Road y reconstruirlo todo para que estuviera en armonía con el ayuntamiento, pero al final nadie movió un dedo; quizá pensaron que si lo hacían los Blackwood asistirían a las reuniones. La gente del pueblo conseguía las licencias de caza y pesca en el ayuntamiento, y una vez al año los Clarke y los Carrington y los Shepherd asistían a la reunión municipal y votaban solemnemente para que los Harler limpiaran el patio de chatarra de Main Street y sacaran los bancos de delante de la tienda, y cada año la gente del pueblo rechazaba sus propuestas con regocijo. Más allá del ayuntamiento, a la izquierda, está Blackwood Road, que conduce a nuestra casa. La Blackwood Road rodea las tierras de los Blackwood y a lo largo de toda la Blackwood Road hay una alambrada que colocó nuestro padre. Poco después de pasar el ayuntamiento, una gran roca negra indica la entrada al sendero donde está la puerta que abro y cierro con llave tras de mí; luego cruzo el bosque y ya estoy en casa.

La gente del pueblo siempre nos ha odiado.

Cuando iba a la compra hacía un juego. Era como uno de esos juegos infantiles de tablero en que el jugador se desplaza por las casillas de acuerdo con lo que marcan los dados; siempre había peligros, como «pierdes un turno» o «retrocede cuatro casillas» o «regresa al principio», y pequeñas ayudas, como «avanza tres casillas» o «vuelve a tirar». La biblioteca marcaba la salida y la roca negra era el objetivo. Tenía que bajar por una acera de Main Street, cruzar, y luego subir por el otro lado hasta llegar a la roca negra, y entonces habría ganado. Ese día empecé bien, con un movimiento seguro por la acera vacía de Main Street, podía acabar siendo uno de los días afortunados; eso sucedía a veces, pero no muy a menudo las mañanas de primavera. Si resultaba ser un día afortunado, daría una joya como ofrenda en señal de gratitud.

Al principio caminé deprisa, inspirando hondo para seguir adelante sin mirar alrededor; tenía que cargar con los libros de la biblioteca y la bolsa de la compra y me miraba los pies avanzando, primero uno y luego el otro; dos pies dentro de los viejos zapatos marrones de nuestra madre. Me dio la sensación de que alguien me observaba desde el interior de la oficina de Correos; nosotros no aceptábamos correspondencia, y no teníamos teléfono, las dos cosas se nos habían hecho insoportables seis años atrás, pero era capaz de soportar un vistazo rápido procedente de la oficina: era la anciana Miss Dutton, que nunca miraba abiertamente como los demás, sino a través de las persianas o desde detrás de las cortinas. Yo nunca miraba la casa Rochester. No podía soportar la idea de que nuestra madre hubiera nacido allí. A veces me preguntaba si los Harler sabían que vivían en una casa que debería haber pertenecido a Constance; en su patio siempre había tal estruendo de hojalata que no me oían pasar. Quizá los Harler pensaban que el ruido infinito ahuyentaba a los demonios, o quizá creían que tenían dotes musicales y les parecía agradable; quizá los Harler vivían de puertas adentro del mismo modo que lo hacían de puertas afuera, sentados sobre bañeras viejas y cenando con platos rotos sobre el armazón de un Ford viejo, hablando a gritos entre el repiqueteo de las latas. Siempre había un cerco de mugre en la acera donde vivían los Harler.

Después había que cruzar la calle (pierdes un turno) para llegar hasta el colmado, que estaba justo enfrente. Yo siempre me quedaba dudando, vulnerable y desprotegida, a un lado de la calle mientras pasaba el tráfico. La mayoría del tráfico de Main Street, coches y camiones, atravesaba el pueblo porque así lo hacía la carretera, de modo que los conductores prácticamente no se fijaban en mí; era capaz de reconocer un coche del lugar por la mirada del conductor, y siempre me preguntaba qué ocurriría si bajaba del bordillo: ¿daría un volantazo, rápido y casi involuntario, hacia mí? ¿Solo para asustarme, quizá solo para verme dar un salto? Y luego las risas procedentes de todas partes, de detrás de las persianas de la oficina de Correos, de los hombres sentados a la puerta de la tienda, de las mujeres asomándose a la entrada del colmado, todos mirándome y regodeándose al ver como Mary Katherine Blackwood esquivaba un coche. A veces perdía uno o incluso dos turnos porque antes de cruzar esperaba pacientemente a que la carretera se vaciara en ambos sentidos.

En mitad de la calle abandoné la sombra y salí a la luz, al engañoso sol de abril; en julio, el pavimento de la carretera estaría reblandecido por el calor y los pies se me pegarían, y eso haría más peligroso cruzar (Mary Katherine Blackwood, con los pies clavados en el asfalto, muerta de vergüenza mientras un coche le pasa por encima: retrocede todo el camino y vuelve a empezar), y los edificios se verían aún más feos. El pueblo era todo igual, de la misma época y el mismo estilo; era como si la gente necesitara la fealdad del pueblo y la alimentara. Parecía que hubieran construido las casas y las tiendas con desdeñosa precipitación para dar refugio a lo insulso y a lo desagradable, y era como si la casa de los Rochester y la casa de los Blackwood e incluso el ayuntamiento hubieran acabado allí casi por casualidad, provenientes de un país encantador y remoto donde la gente vivía con elegancia. Quizá esas casas selectas habían sido capturadas —¿quizá como castigo a los Rochester y a los Blackwood y a sus corazones secretamente malvados?— y las tenían prisioneras en el pueblo; quizá su lenta putrefacción era un símbolo de la fealdad de los habitantes del pueblo. La hilera de tiendas que había a lo largo de Main Street era de un gris homogéneo. Los propietarios de las tiendas vivían en el piso de arriba, en apartamentos de dos plantas con una línea recta de cortinas en las ventanas, pálida y carente de vida; cualquier cosa que tuviera color, en el pueblo, perdía rápidamente su esencia. Los Blackwood nunca tuvieron nada que ver con la degradación del pueblo; la gente del pueblo pertenecía a allí y ese era el único lugar apropiado para ella.

Siempre pensaba en la putrefacción al acercarme a la hilera de tiendas; pensaba en quemar la podredumbre negra y dolorosa que lo corrompía todo desde dentro y tanto daño hacía. Eso era lo que deseaba para el pueblo.

Cuando iba al colmado llevaba una lista de la compra; Constance me la hacía cada martes y cada viernes antes de salir. A la gente del pueblo no le gustaba que siempre tuviéramos dinero para comprar cualquier cosa que nos apeteciera; lo habíamos sacado del banco, por supuesto, pero yo sabía que hablaban del dinero que estaba escondido en nuestra casa como si se tratara de montones de monedas de oro y Constance y el tío Julián y yo nos sentáramos por las tardes, dejando a un lado los libros de la biblioteca, y jugáramos con ellas, toqueteándolas y contándolas y haciendo pilas y tirándolas, mofándonos de ellos tras las puertas cerradas con llave. Me imagino que el pueblo estaba lleno de corazones podridos que codiciaban nuestras pilas de monedas de oro, pero eran cobardes y temían a los Blackwood. Al sacar la lista de la compra de la bolsa también cogía el monedero, para que Elbert supiera que llevaba dinero y no pudiera negarse a venderme nada.

No importaba quién hubiera en el colmado; siempre me atendían al instante; Mr. Elbert o esa arpía pálida que tenía por mujer siempre se dirigían hacia mí desde cualquier rincón de la tienda donde estuvieran para preguntarme qué quería. A veces, si su hijo mayor estaba ayudándolos porque tenía vacaciones en el colegio, se apresuraban para asegurarse de que no fuera él quien me atendiera, y en una ocasión en que una muchacha —que no era del pueblo, por supuesto— se acercó a mí, Mrs. Elbert la apartó con tan malas maneras que la chica comenzó a gritar y se hizo un largo silencio mientras todo el mundo esperaba a que Mrs. Elbert respirara hondo y preguntase: «¿Algo más?». Yo me mantenía erguida y distante cuando los niños se acercaban a mí, porque les tenía miedo. Tenía miedo de que me tocaran y de que sus madres se abalanzaran sobre mí como una bandada de halcones; esa era la imagen que dibujaba en mi mente: aves que descendían, me atacaban y me herían con sus garras afiladas. Ese día Constance me había mandado comprar muchas cosas, y fue un alivio ver que no había niños ni demasiadas mujeres en la tienda; turno extra, pensé, y le di los buenos días a Mr. Elbert.

Él asintió; no podía negarme el saludo, y menos con toda la tienda llena de mujeres mirándolo. Les di la espalda, pero seguía sintiendo su presencia detrás de mí mientras sostenían una lata o una bolsa medio llena de galletas o una lechuga, sin ninguna intención de moverse hasta que yo saliera por la puerta para reanudar su cháchara y deslizarse de nuevo a sus propias vidas. Mrs. Donell estaba en algún lugar allí detrás; la había visto al entrar y me pregunté, como en otras ocasiones, si iba a propósito cuando estaba yo, porque siempre intentaba decir algo; era una de las pocas que me dirigían la palabra.

—Un pollo para asar —le dije a Mr. Elbert, y en el otro lado de la tienda la arpía de su mujer abrió la nevera, sacó un pollo de un cajón y lo envolvió—. Una pierna de cordero pequeña —continué—, a mi tío Julián siempre le apetece comer cordero cuando llega la primavera. —No debería haberlo dicho, lo sabía, y una pequeña exclamación atravesó la tienda como un grito. Podría hacer que se pusieran a correr como conejos, pensé, si realmente dijera lo que tenía ganas de decirles, pero con eso solo conseguiría que salieran y me esperaran fuera—. Cebollas —le dije educadamente a Mr. Elbert—, café, pan, harina. Nueces —añadí—, y azúcar, nos queda muy poco azúcar. —Desde algún lugar a mis espaldas se oyó una risita horrorizada y Mr. Elbert lanzó una breve mirada por encima de mí, luego volvió a los artículos que estaba preparando sobre el mostrador.

Mrs. Elbert no tardaría en traer envueltos el pollo y la carne y ponerlos junto a las otras cosas; no tenía que girarme hasta el momento de irme.

—Dos litros de leche —dije—. Doscientos cincuenta gramos de nata, medio kilo de mantequilla. —Hacía seis años que los Harris habían dejado de traernos a casa los productos lácteos y ahora compraba la leche y la mantequilla en el colmado—. Y una docena de huevos. —Constance se había olvidado de anotar los huevos en la lista, pero en casa solo quedaban dos—. Una bolsa de cacahuetes caramelizados —dije; el tío Julián se iba a pasar la noche haciéndolos crujir y comiéndoselos ruidosamente sobre sus papeles y se iría a dormir pegajoso.

«A los Blackwood siempre les ha gustado comer bien». Esa era Mrs. Donell, que hablaba abiertamente desde algún lugar detrás de mí, y alguien soltó una risita mientras otro decía «chsss». Yo nunca me volvía; ya tenía bastante con saber que estaban a mis espaldas como para encima mirar sus insípidas caras grises y sus ojos llenos de odio. Desearía que estuvierais todos muertos, pensé, y me sentí tentada de decirlo en voz alta. «Nunca dejes que vean que te afecta —me decía Constance y añadía—: Si les haces caso, será peor». Y probablemente tenía razón pero yo deseé que estuvieran muertos. Me habría gustado llegar al colmado una mañana y verlos a todos, incluso a los Elbert y a los niños, agonizando en el suelo entre gritos de dolor. Entonces yo misma me serviría los productos, pensé, esquivando los cuerpos, agarraría de los estantes todo lo que me apeteciera y me iría a casa, y quizá aprovecharía que tenía a Mrs. Donell allí tumbada para darle una patada. Nunca me sentía culpable de esos pensamientos; solo deseaba que se hicieran realidad. «No está bien que los odies —me decía Constance—, eso únicamente te perjudica a ti», pero yo los odiaba de todos modos, y me preguntaba si su existencia tenía algún sentido.

Mr. Elbert puso todos los artículos sobre el mostrador y esperó, ignorándome con la mirada perdida en el vacío. «Eso es todo», le dije, y él anotó sin mirarme los precios en un papelito, los sumó y luego me lo dio para que comprobara que no me había estafado. Yo siempre repasaba las cifras atentamente, a pesar de que él nunca se equivocaba; no tenía muchas oportunidades para vengarme de ellos, pero hacía lo que podía. Llevaba la bolsa de la compra llena y otra bolsa más, y no tenía más remedio que cargarlas hasta casa. Nadie se ofrecería a ayudarme, por supuesto, ni siquiera en caso de que yo lo permitiese.

Pierdes dos turnos. Con los libros de la biblioteca y la comida, a paso lento, ahora tenía que bajar por la acera que pasaba por delante de la tienda y el café de Stella. Me detuve en la puerta del colmado, escudriñando en mi interior en busca de algún pensamiento que pudiera hacerme sentir segura. A mis espaldas comenzaron los pequeños gestos y los carraspeos. Se disponían a retomar la conversación, y los Elbert se debían de estar dirigiendo miradas de alivio desde todos los rincones de la tienda. Mi rostro se endureció. Me puse a pensar en servir la comida en el jardín, y manteniendo los ojos abiertos justo lo suficiente para ver por dónde caminaba —con los zapatos marrones de mi madre yendo arriba y abajo—, me imaginé la mesa con un mantel verde y platos amarillos y fresas en un cuenco blanco. Platos amarillos, pensé, sintiendo sobre mí la mirada de los hombres al pasar, y para el tío Julián un huevo pasado por agua con una tostada, y tengo que acordarme de pedirle a Constance que le ponga un chal sobre los hombros porque la primavera apenas acaba de empezar. No necesitaba mirar para ver las muecas y los ademanes; deseé que todos estuvieran muertos y caminar sobre sus cuerpos. Pocas veces se dirigían directamente a mí, solo hablaban entre ellos. «Ahí va una de las Blackwood —dijo uno en tono burlón—, una de las chicas de la finca de los Blackwood». «Pobres Blackwood —añadió alguien, lo bastante alto para que se oyera—, pobres chicas». «Una bonita finca —comentaban—, una buena tierra para cultivar. Te podrías hacer rico con la tierra de los Blackwood. Incluso un anciano de mil años con tres bocas que no se ocupara lo más mínimo de trabajarla, se haría rico. Tienen las tierras cerradas a cal y canto, estos Blackwood, sí señor». «Te podrías hacer rico». «Pobres chicas». «A saber todo lo que daría la tierra de los Blackwood».

Estoy caminando sobre sus cuerpos, pensé, estamos comiendo en el jardín y el tío Julian lleva puesto el chal. Siempre sostenía con fuerza la comida cuando pasaba por allí, porque una mañana espantosa se me cayó la bolsa de la compra, se rompieron los huevos y se derramó la leche y yo me puse a recogerlo todo, y ellos me gritaban y yo me decía a mí misma que podía hacer cualquier cosa salvo salir corriendo mientras amontonaba las latas y las cajas, recogía el azúcar desparramado y lo metía en la bolsa sin dejarme de repetir que no podía salir corriendo.

Enfrente del café de Stella había una grieta en la acera que parecía un dedo acusador. La grieta había estado allí desde siempre. Otros puntos de referencia, como la huella de la mano que Johnny Harris dejó estampada en los cimientos del ayuntamiento y las iniciales del chico de los Mueller en el porche de la biblioteca, procedían de una época que yo sí recordaba; estaba en tercero cuando se construyó el ayuntamiento. Pero la grieta de la acera de enfrente del café de Stella siempre había estado allí, del mismo modo que el café de Stella siempre había estado allí. Recuerdo que patinaba cerca de la grieta, y que iba con cuidado de no pisarla porque si no nuestra madre se rompería la espalda, y que pasaba en bicicleta con el cabello al viento; por aquel entonces la gente del pueblo todavía no nos detestaba abiertamente aunque nuestro padre decía que era escoria. Mi madre me contó una vez que la grieta ya estaba allí cuando ella vivía en la casa Rochester, así que también debía de estar allí cuando se casó con nuestro padre y se fue a vivir a la finca de los Blackwood, y supongo que la grieta estaba allí, como un dedo acusador, desde el momento en que se construyó el pueblo con vieja madera gris y toda aquella gente fea de rostro malvado, procedente de quién sabe dónde, se instaló a vivir en las casas.

Stella compró la cafetera y puso la barra de mármol con el dinero que recibió del seguro tras la muerte de su marido, y más allá de eso no puedo recordar ningún otro cambio en el café; Constance y yo íbamos allí a gastar las monedas después del colegio y cada tarde recogíamos el periódico y lo llevábamos a casa para que nuestro padre lo leyera al anochecer; ahora ya no comprábamos los periódicos pero Stella seguía vendiéndolos, y también revistas, caramelos de un penique y postales grises del ayuntamiento.

—Buenos días, Mary Katherine —me saludó Stella cuando me senté a la barra y dejé las bolsas en el suelo.

A veces, cuando deseaba que todos los del pueblo estuvieran muertos, pensaba que debería salvar a Stella, porque de entre todos ellos era la que más se acercaba a la amabilidad, y la única que aún mantenía una pizca de color. Era rolliza y rosada, y cuando se ponía un vestido de colores lograba relucir un rato antes de disiparse entre el gris sucio de los demás.

—¿Cómo estás? —me preguntó.

—Muy bien, gracias.

—Y Constance Blackwood, ¿cómo está?

—Muy bien, gracias.

—Y él, ¿cómo está?

—Bien, dentro de lo que cabe. Un café solo, por favor.

En realidad, yo prefería el café con leche y azúcar, porque solo es muy amargo, pero como únicamente iba allí por orgullo me limitaba a pedir lo indispensable.

Si llegaba alguien mientras estaba en el café de Stella, me levantaba y me iba tranquilamente, pero algunos días tenía mala suerte. Esa mañana Stella acababa de dejarme el café sobre la barra cuando una sombra se dibujó en la puerta, y entonces ella levantó la vista y dijo: «Buenos días, Jim». Ella se dirigió al otro extremo de la barra y esperó, suponiendo que él se sentaría allí y que yo me podría ir sin que se notara, pero se trataba de Jim Donell y comprendí al instante que ese no era mi día de suerte. Algunos habitantes del pueblo tenían caras reales que me resultaban conocidas y a las que podía odiar individualmente; Jim Donell y su esposa se contaban entre estos, ya que ellos, en vez de odiar vagamente por costumbre como los demás, actuaban con deliberación. Cualquier otra persona se habría dirigido al final de la barra donde estaba Stella, pero Jim Donell fue directo hacia el extremo donde me encontraba yo y se sentó a mi lado, lo más cerca posible porque, no cabía duda, quería fastidiarme la mañana.

—Cuéntame —dijo, sentándose de lado en el taburete para verme la cara—, dicen que os mudáis. —Habría querido que no se sentara tan cerca de mí; Stella vino hacia nosotros desde el otro lado de la barra y pensé que le pediría que se cambiara de sitio para poder levantarme y marcharme sin tener que abrirme paso—. Dicen que os mudáis —repitió con solemnidad.

—No —contesté, porque estaba esperando una respuesta.

—Qué curioso —comentó mirándome, luego se volvió hacia Stella y después otra vez hacia mí—. Juraría que alguien me dijo que os ibais a mudar pronto.

—No —contesté.

—¿Un café, Jim? —le preguntó Stella.

—¿Quién crees que puede haber provocado un rumor como ese, Stella? ¿Quién iba a decirme que se mudan si no es así? —Stella negó con la cabeza, pero intentaba contener la risa. Me di cuenta de que mis manos estaban arañando la servilleta que tenía en el regazo, ya había roto un poco el borde, así que me obligué a tener las manos quietas y me impuse una norma: siempre que viera un pedacito de papel recordaría que debía ser más amable con el tío Julián—. Hay que ver cómo corren los rumores —insistió Jim Donell. Quizá Jim Donell no tardaría en morirse; quizá ya estaba pudriéndose por dentro y eso acabaría matándolo—. ¿Tú has oído algún rumor parecido por el pueblo? —le preguntó a Stella.

—Déjala en paz, Jim —respondió ella.

El tío Julián era un hombre mayor y sí se estaba muriendo, por desgracia estaba cerca de la muerte, mucho más que Jim Donell, Stella o cualquier otro. El pobre tío Julián se estaba muriendo y yo me impuse firmemente ser más amable con él. Haríamos un picnic en el césped. Constance le traería el chal y se lo pondría sobre los hombros y yo me tumbaría sobre la hierba.

—No estoy molestando a nadie, Stella. ¿Estoy molestando a alguien? Solo le estoy preguntando a Miss Mary Katherine Blackwood cómo es que en el pueblo todo el mundo dice que ella y su hermana mayor nos van a abandonar dentro de poco. Que se mudan. Que se van a vivir a otra parte.

Removió el café; por el rabillo del ojo yo veía la cucharilla dando vueltas y vueltas, y me entraron ganas de reír. Había algo ingenuo y tonto en el movimiento de la cucharilla mientras Jim Donell hablaba; me pregunté si se callaría si yo extendía el brazo y se la cogía. Probablemente, me dije con prudencia, muy probablemente me tiraría el café a la cara.

—Que se van a otra parte —repitió en tono triste.

—Basta ya —sentenció Stella.

Escucharía con más atención al tío Julián cuando contara su historia. Había comprado cacahuetes caramelizados para él; eso estaba bien.

—Pues me puse muy triste al pensar que el pueblo iba a perder a una de sus más ilustres y antiguas familias —continuó Jim Donell—. Sería una verdadera lástima.

Se volvió hacia el otro lado porque alguien estaba entrando por la puerta; yo me miraba las manos en el regazo y, por supuesto, no pensaba girarme para ver de quién se trataba, pero entonces Jim Donell dijo «Joe» y supe que era Dunham, el carpintero.

—Joe, ¿tú habías oído algo de esto? En el pueblo todo el mundo dice que los Blackwood se mudan, pero Miss Mary Katherine Blackwood, que está sentada aquí mismo, me acaba de decir que no.

Se hizo un breve silencio. Yo sabía que Dunham tenía el ceño fruncido y estaba mirándonos a Jim Donell, a Stella y a mí, pensando en lo que acababa de oír, ordenando las palabras y sopesando qué significaba cada una de ellas.

—¿Eso dicen?

—Escuchad, vosotros dos —dijo Stella, pero Jim Donell siguió como si nada, hablando de espaldas a mí, con las piernas extendidas, de modo que yo no podía pasar.

—Justo esta mañana comentaba con otros que es muy triste que las familias de toda la vida se vayan. Aunque bien puede decirse que muchos de los Blackwood ya se han ido. —Se rio y dio una palmada sobre la barra—. Ya se han ido —repitió. La cucharilla estaba quieta en la taza, pero él seguía hablando—. Un pueblo pierde mucho estilo cuando las familias de siempre se marchan. Cualquiera pensaría —añadió despacio— que no los apreciaban.

—Tienes razón —dijo Dunham, y se echó a reír.

—Viven por todo lo alto en su antigua y bonita finca cercada, llevan una vida muy refinada. —Siempre seguía hasta el agotamiento. Cuando a Jim Donell se le ocurría algo que decir, lo repetía tantas veces y de tan distintas maneras como podía, quizá porque tenía muy pocas ideas y debía sacarles el mayor partido posible. Es más, cada vez que se repetía, se creía aún más divertido; yo sabía que podía continuar así hasta estar completamente seguro de que ya no le escuchaba nadie, y entonces me impuse otra norma: hay que pensar las cosas una sola vez, y sin hacer ruido coloqué las manos en el regazo. Estoy en la Luna, me dije, tengo una casita en la Luna para mí—. Bueno —dijo Jim Donell, que además apestaba—, siempre podré decir que yo conocí a los Blackwood. Que yo recuerde, a mí nunca me hicieron nada, conmigo siempre fueron muy educados. Aunque —continuó y se rio— nunca me invitaron a cenar, no llegaron a tanto.

—Ahora sí, se acabó —sentenció Stella, y la voz sonó cortante—. Vete a incordiar a otra parte, Jim Donell.

—¿Es que estaba incordiando? ¿Crees que yo quería que me invitaran a cenar? ¿Crees que estoy loco?

—Yo —dijo Dunham— siempre podré contar que una vez les arreglé un escalón roto y nunca me pagaron. —Tenía razón. Constance me mandó a decirle que no le íbamos a pagar a precio de carpintero una tabla sin pulir y clavada de cualquier manera sobre el escalón cuando se suponía que debía hacer uno nuevo y pulirlo. Cuando fui a decirle que no le pagaríamos hizo una mueca y escupió, recogió el martillo, echó un vistazo al tablón suelto y lo tiró al suelo. «Hazlo tú misma», dijo, se metió en la furgoneta y se fue. «Nunca me pagaron», decía ahora.

—Debe de haber sido un descuido, Joe. Solo tienes que ir allí arriba y hablar con Miss Constance Blackwood y ya verás que te da lo que es tuyo. Eso sí, Joe, si te invitan a cenar, no dudes en darle las gracias a Miss Blackwood y marcharte.

Dunham se rio.

—Descuida —respondió—. Les arreglé el escalón y nunca me pagaron.

—Qué curioso —dijo Jim Donell—, se preocupan por mantener la casa y todo eso y sin embargo no dejan de pensar en mudarse.

—Mary Katherine —intervino Stella, acercándose desde detrás de la barra adonde yo estaba sentada—, vete a casa. Levántate de ese taburete y vete a casa. No volverá la paz hasta que te vayas.

—Bueno, eso es cierto —dijo Jim Donell. Stella lo miró, y él apartó las piernas y me dejó pasar—. Basta que digas una palabra, Miss Mary Katherine, y allí estaremos todos para ayudarte a empaquetar. Basta que digas una palabra, Merricat.

—Y puedes decirle a tu hermana de mi parte… —comenzó a decir Dunham, pero yo me apresuré y para cuando ya estaba fuera lo único que pude oír fueron las risas, las de ellos dos y la de Stella.

Me gustaba mi casa en la Luna; dentro puse una chimenea y fuera un jardín (¿qué podría florecer en la Luna? Tengo que preguntárselo a Constance) y pensaba comer en mi jardín en la Luna. Las cosas en la Luna eran muy brillantes, de colores raros; mi casa sería azul. Observaba mis pequeños pies marrones yendo arriba y abajo, y dejaba que la bolsa de la compra se balanceara un poco a mi lado; había estado en el café de Stella y ahora solo tenía que pasar por el ayuntamiento, que estaría vacío salvo por los que expedían las licencias para perros y los que controlaban las multas de tráfico de los conductores que cruzaban el pueblo por la carretera, y los que enviaban información sobre el agua, la depuradora y la basura y prohibían quemar hojas o pescar; todos ellos estarían encerrados en algún rincón dentro del ayuntamiento, trabajando juntos afanosamente; no tenía nada que temer a no ser que pescara fuera de temporada. Andaba pensando que en los ríos de la Luna pescaría carpines cuando vi a los chicos de los Harris en el porche, gritando y peleándose con otra media docena de muchachos. No los vi hasta justo después de haber doblado la esquina del ayuntamiento, y aunque podría haber vuelto atrás para coger el otro camino, subiendo por la carretera del estado hasta el arroyo, y después de cruzarlo seguir por el sendero hasta nuestra casa, ya era tarde, y llevaba las bolsas, y el arroyo estaba asqueroso para meterme con los zapatos marrones de nuestra madre, y pensé: estoy viviendo en la Luna, y aceleré el paso. Me vieron al instante, y me los imaginé pudriéndose y retorciéndose de dolor y dando alaridos; quería que se doblegaran y llorasen ante mí.

—Merricat —me llamaron—, Merricat, Merricat —y se acercaron y formaron una línea a lo largo de la cerca.

Quizá habían aprendido de sus padres, Jim Donell y Dunham y el sucio de Harris, que les daban instrucciones claras, los educaban con amor y cuidado y se aseguraban de emplear con ellos el tono preciso; ¿de qué otro modo podía explicarse, si no, que estos niños fueran tan educados?

Merricat, dijo Connie, ¿una taza de té, querrás?

Oh, no, dijo Merricat, me envenenarás.

Merricat, dijo Connie, ¿quieres ir a dormir?

¡Bajo tierra te vas a pudrir!

Fingía no entender su idioma; en la Luna hablábamos una lengua suave, líquida, y cantábamos bajo la luz de las estrellas, contemplando desde lo alto el mundo, abatido y mustio.

—¡Merricat, Merricat!

—¿Dónde está Connie?, ¿en casa, preparando la cena?

—¿Una taza de té, querrás?

Resultaba extraño estar dentro de mí misma, caminando rígida frente a la cerca con paso seguro, pisando con firmeza pero sin prisa porque lo habrían notado, estar dentro de mí misma y saber que me estaban mirando; me escondía muy adentro pero podía oírlos y verlos por el rabillo del ojo. Deseé que estuvieran todos muertos, tirados por el suelo.

—Bajo tierra te vas a pudrir.

—¡Merricat!

La madre de los Harris salió al porche para ver por qué gritaban tanto. Se quedó un momento observando y escuchando, yo me detuve y la miré, miré sus ojos profundamente lánguidos y supe que no tenía que dirigirle la palabra y supe que lo haría.

—¿No puede hacerlos callar? —le dije ese día, preguntándome si había algo en aquella mujer a lo que pudiera apelar, si alguna vez habría corrido alegremente por la hierba, o mirado las flores, o conocido el placer o el amor—. ¿No puede hacerlos callar?

—Niños —dijo sin alterar el tono de la voz, la mirada ni el aire de gozo apagado—, no molestéis a la señorita.

—Sí, mamá —respondió serio uno de los muchachos.

—No os arriméis a la cerca. No molestéis a la señorita.

Y yo seguí caminando, mientras ellos daban aullidos y gritaban y la mujer se reía desde el porche.

Merricat, dijo Connie, ¿una taza de té, querrás?

Oh, no, dijo Merricat, me envenenarás.

Sus lenguas arderán, como si hubieran comido fuego, pensé. Cada vez que pronuncien una palabra, sentirán las llamas en la garganta y un tormento más abrasador que mil fuegos en sus vientres.

—Adiós, Merricat —me saludaron cuando estaba llegando al final de la cerca—, no tengas prisa en volver.

—Adiós, Merricat, dale recuerdos a Connie.

—Adiós, Merricat —pero yo ya estaba en la roca negra junto a la puerta que daba al sendero que llevaba a casa.