CAPÍTULO 25

El Hotspur estaba en el Iroise, y el barco de provisiones se aproximaba para abarloar y empezar de nuevo la farragosa tarea de transportar las mercancías. Después de sesenta días de tareas de bloqueo había mucho que hacer, aunque el alegre y soleado día de verano facilitase un poco las cosas. Los topes se colocaron por encima de la borda y llegó el primer bote de camino desde el barco de provisiones con el oficial encargado de iniciar los arreglos.

—Aquí está el correo, señor —dijo el oficial, entregando a Hornblower el pequeño paquete de cartas destinadas a la tripulación del barco—. Pero hay una carta del comandante en jefe, señor. Me la han entregado desde el Hibernia, cuando pasaba por entre el Escuadrón Exterior.

—Gracias —dijo Hornblower.

Pasó el paquete a Bush para que lo repartiera. Habría cartas de María en él, pero una carta del comandante en jefe tenía prioridad sobre las demás. Allí estaba el encabezamiento formal:

Horatio Hornblower Esq.

Comandante

Bergantín de Su Majestad Hotspur

La carta estaba cerrada con un sello informal, que rompió al instante.

Mi querido capitán Hornblower:

Espero que tenga la bondad de visitarme en el Hibernia, ya que tengo noticias para usted que deseo comunicarle personalmente. Para evitar que el Hotspur abandone su posición, y para ahorrarle un largo viaje en bote, podría usted venir en el barco de provisiones que le ha llevado esta carta. Por lo tanto, está usted autorizado a dejar al mando a su teniente de navío, y ya encontraremos el medio de devolverle a su barco cuando este asunto haya concluido. Espero el momento de verle con gran placer.

Su humilde servidor,

W. Cornwallis

Dos segundos de asombro, y después un momento de horrible duda que hizo a Hornblower arrancar las otras cartas de manos de Bush y buscar apresuradamente entre ellas las de María. «Mejor comunicárselo personalmente…». Hornblower sintió un súbito y secreto miedo de que algo le hubiese ocurrido a María y Cornwallis hubiese asumido la responsabilidad de darle él mismo las malas noticias. Pero había una carta de María de hacía sólo ocho días, y estaba bien, y también el pequeño Horatio y el niño que esperaba. Cornwallis no podía tener otras noticias más recientes. Hornblower se tuvo que limitar a releer la carta y sopesar cada palabra como un amante que recibe su primera carta de amor. Toda la carta tenía un tono muy cordial, pero Hornblower se dijo que si le convocaran para echarle una reprimenda estaría redactada exactamente en los mismos términos. Excepto la primera palabra, «mi», que se apartaba de la práctica oficial… aunque podía ser un simple lapsus. Y la carta le hablaba de «noticias», también. Hornblower dio vueltas por cubierta, riéndose de sí mismo. Realmente se estaba comportando como un joven enamorado. Si después de todos aquellos años de servicio no había aprendido a esperar pacientemente una hora ante una crisis, es que no había aprendido ni siquiera la primera lección de la Armada. Las provisiones se fueron cargando a bordo lentamente. Había que firmar los recibos y atajar las últimas preguntas precipitadas de gente temerosa de aceptar responsabilidades.

—Decídanlo ustedes mismos —exclamó Hornblower—. El señor Bush les dirá qué hacer, y espero que les eche un buen rapapolvo.

Por fin se encontraba ya en una cubierta extraña, mirando con gran curiosidad el manejo de un barco diferente mientras el barco de provisiones se alejaba y salía del Iroise. El capitán del barco le ofreció la comodidad de su cabina y le sugirió que probara el nuevo cargamento de ron, pero Hornblower no podía aceptar la oferta. Apenas podía permanecer quieto, a popa junto al pasamanos, mientras gradualmente dejaban la costa detrás, se abrían camino a través del Escuadrón de la Costa y establecían un rumbo hacia las distantes gavias del cuerpo principal de la flota del canal.

La gran silueta del Hibernia se cernía ante ellos, y Hornblower se encontró subiendo por la borda y saludando a la guardia. Newton, el capitán del barco, y Collins, el capitán de la flota, estaban en cubierta y le recibieron de forma bastante cordial. Hornblower esperaba que no notasen su excitación cuando les devolvió el saludo. Collins se dispuso a acompañarle a la cabina del almirante.

—Por favor, no se preocupe, señor. Ya encontraré el camino —protestó Hornblower.

Cornwallis estaba sentado ante un escritorio, y su teniente de bandera en otro, pero ambos se levantaron al entrar él y el teniente se deslizó discretamente a través de una puerta con una cortina en el mamparo, mientras Cornwallis estrechaba la mano de Hornblower. No podía ser que después de aquel recibimiento siguiera una reprimenda, aunque Hornblower se sentó en el borde de la silla que Cornwallis le ofreció. Cornwallis se sentó más cómodamente, aunque erguido y con la espalda bastante recta, como era su costumbre.

—¿Y bien? —dijo Cornwallis.

Hornblower se dio cuenta de que Cornwallis estaba tratando de ocultar su estado de ánimo, de que había (¿o quizá no?) una chispa especial en sus ojos azul porcelana. Todos aquellos años como comandante en jefe no habían conseguido convertir al almirante en un buen actor. O quizá sí. Hornblower sólo podía esperar; no se le ocurría ninguna respuesta adecuada a aquella lacónica pregunta.

—He recibido un informe de la Oficina de la Armada sobre usted —dijo Cornwallis al fin, severamente.

—¿Sí, señor? —Hornblower encontró fácilmente la respuesta para esa frase. La Oficina de la Armada se ocupaba de aprovisionamientos, suministros y cosas por el estilo. No podía ser nada importante.

—Han llamado mi atención sobre el consumo de suministros del Hotspur. Creo que me sale usted muy caro, Hornblower. Pólvora, munición, velas, cordaje… Ha estado usted gastando muchas de esas cosas como si el Hotspur fuese un barco de línea. ¿Tiene usted algo que decir?

—No, señor —no tenía que ofrecer una defensa que era obvia, al menos para Cornwallis.

—Ni yo tampoco —Cornwallis sonrió repentinamente, mientras decía aquello, y su expresión cambió—. Y eso es lo que les diré a los de la Oficina de la Armada. El deber de un oficial naval es disparar y que le disparen.

—Gracias, señor.

—He hecho todo lo necesario para transmitir esa información.

La sonrisa desapareció de la cara de Cornwallis, y se vio reemplazada por un aire sombrío, una cierta tristeza. De repente pareció mucho más viejo. Hornblower estaba preparado para levantarse de su silla. Supuso que Cornwallis le había mandado llamar para que aquella censura de la Oficina de la Armada se viera desprovista de acidez. En el servicio, a veces se consigue anticipar las crisis y convertirlas por tanto en anticlímax. Pero Cornwallis siguió hablando; la tristeza de su expresión iba acompañada por la tristeza del tono de su voz.

—Ahora podemos dejar los asuntos oficiales —dijo— y pasar a los asuntos personales. Estoy a punto de arriar mi bandera, Hornblower.

—Siento oír eso, señor —podía sonar a simple cortesía, pero no lo era. Hornblower era sincero, lo sentía de verdad, y Cornwallis no podía pensar que no fuera así.

—A todos nos llega nuestro momento —continuó—. Cincuenta y un años en la Armada.

—Años duros también, señor.

—Sí. Durante dos años y tres meses no he puesto el pie en tierra.

—Pero nadie más podía haber hecho lo que ha hecho usted, señor.

Nadie más podía haber mantenido la flota del canal como un cuerpo de lucha durante aquellos primeros años de hostilidades, rechazando todos los intentos de Bonaparte de escapar a su aplastante poder.

—Me halaga usted —replicó Cornwallis—. Es muy amable por su parte, Hornblower. Gardner va a ocupar mi puesto, y él lo hará tan bien como yo.

Incluso en la tristeza de aquel momento, la mente siempre atenta de Hornblower tomó nota del uso de aquel nombre sin el formal «lord» o «almirante». Le habían admitido en la intimidad de un comandante en jefe, aunque fuera uno a punto de retirarse.

—No puedo decirle cuánto lo siento, de todos modos, señor —repuso.

—Intentemos animarnos un poco —dijo Cornwallis.

Los azules ojos miraban fijamente a Hornblower. Aparentemente, lo que observaban era especialmente gratificante. La expresión de Cornwallis se suavizó. Apareció en ella algo que casi podía llamarse afecto.

—¿Todo esto no significa nada para usted, Hornblower? —preguntó.

—No, señor —replicó Hornblower, extrañado—. Sólo lo que ya he dicho. Es una verdadera lástima que usted se retire, señor.

—¿Nada más?

—No, señor.

—No sabía que se pudiera ser tan desinteresado. ¿No recuerda usted cuál es el último privilegio que se concede a un comandante en jefe que se retira?

—No, señor. —Era verdad cuando lo dijo. Al cabo de un segundo se dio cuenta—. Oh, por supuesto…

—Ahora está empezando a hacerse la luz. Se me permite hacer tres promociones. De guardiamarina a teniente. De teniente a comandante. De comandante a capitán.

—Sí, señor —Hornblower apenas pudo pronunciar esas palabras; tuvo que tragar saliva.

—Es un buen sistema —opinó Cornwallis—. Al final de su carrera como comandante en jefe uno puede hacer esas promociones sin miedo ni favoritismo. No tiene nada más que esperar en este mundo, y por lo tanto puede hacer algo para el siguiente, seleccionando solo por el bien del servicio.

—Sí, señor.

—¿Tengo que continuar? Voy a promoverle a usted a capitán.

—Gracias, señor. No puedo… —era verdad. No podía hablar.

—Tal como he dicho, tengo en mente lo mejor para el servicio. Usted es la mejor elección que puedo hacer, Hornblower.

—Gracias, señor.

—Tenga en cuenta que éste es el último servicio que puedo hacerle. Dentro de quince días ya no seré nadie. Me ha dicho usted que no tiene amigos en los altos cargos.

—Sí, señor. No, señor.

—Y los mandos todavía se obtienen por favor. Espero que lo comprenda, Hornblower. Y espero que tenga mejor suerte en materia de dinero de presa. Hice lo que pude por usted.

—Prefiero ser un capitán pobre que otra cosa y rico, señor.

—Excepto quizás almirante —dijo Cornwallis. Sonreía ampliamente.

—Sí, señor.

Cornwallis se levantó de su silla. Ahora era de nuevo el comandante en jefe, y Hornblower comprendió que debía irse. Cornwallis adoptó el tono elevado para las llamadas de la Armada.

—¡Avise al capitán Collins!

—Debo darle las gracias, señor, con toda sinceridad.

—No me dé más las gracias. Ya me las ha dado lo suficiente. Si alguna vez se convierte en almirante y puede hacer favores, entenderá por qué.

Collins había entrado y estaba esperando junto a la puerta.

—Adiós, Hornblower.

—Adiós, señor.

Sólo un apretón de manos, ni una palabra más. Hornblower siguió a Collins al alcázar.

—Tengo un barco de transporte de agua aquí para usted —repuso Collins—. En un par de bordadas llegarán al Hotspur.

—Gracias, señor.

—Estará usted en la Gazette dentro de tres semanas. Tiempo suficiente para hacer sus arreglos.

—Sí, señor.

Saludos, el pitido de los silbatos, y Hornblower bajó por la borda y fue conducido a remo hacia el lanchón. Le costó un gran esfuerzo mostrarse cortés con el capitán. La pequeña tripulación había izado las grandes velas al tercio antes de que Hornblower se diera cuenta de que era un proceso interesante que tendría que haber observado de cerca. Con las velas al tercio orientadas planas y en ángulo, el pequeño lanchón se colocó con el viento y navegó hacia adelante, hacia Francia.

Aquellas últimas palabras de Collins todavía resonaban en la mente de Hornblower. Tendría que dejar el Hotspur, tendría que decirle adiós a Bush y a los demás, y la perspectiva le provocó una tristeza que casi hizo desaparecer el júbilo que sentía. Por supuesto, tenía que dejarlo; el Hotspur era un barco demasiado pequeño para que lo mandara un capitán de rango. Tendría que esperar otro destino; al ser el capitán más joven de la lista, probablemente recibiría el barco más pequeño y menos importante de sexto rango de la Armada. Pero ya era capitán. María estaría encantada.