CAPÍTULO 24

—Realmente, fue un espectáculo magnífico —dijo María.

El Naval Chronicle, que Hornblower estaba hojeando mientras conversaba con ella, usaba idénticas palabras: «magnífico espectáculo».

—Estoy seguro de que lo fue, querida.

Ante sus ojos se encontraba una descripción del desembarco del tesoro español en Plymouth, de las fragatas capturadas por el escuadrón de Moore. Por supuesto, había que adoptar precauciones militares para apilar en carretas y transportar por las calles un tesoro de millones de libras en oro y plata hasta la ciudadela. Pero la fanfarria que se organizó excedía las necesidades militares. El Segundo Regimiento de Dragones proporcionó escolta montada, el Setenta y Uno de a pie marchó junto a las carretas, la milicia local se alineó por las calles, y todas las bandas militares de millas a la redonda tocaron marchas patrióticas. Y cuando el tesoro fue trasladado a Londres, las tropas lo acompañaron, así como las bandas, de modo que todas las ciudades por las que pasaba el convoy presenciaron el mismo espectáculo magnífico. Hornblower sospechaba que el gobierno parecía deseoso de llamar la atención de todo el mundo hacia ese incremento de la riqueza del país, en un momento en que España se había añadido a la lista de enemigos de Inglaterra.

—Dicen que los capitanes recibirán cientos de miles de libras cada uno —observó María—. Supongo que nunca tendremos tan buena suerte de ganar algo así, ¿verdad, cariño?

—Siempre es posible —dijo Hornblower.

Era asombroso, pero de lo más conveniente, que María no se diera cuenta de la conexión entre la reciente acción del Hotspur con la Félicité y la captura de la flota por parte de Moore. María era astuta y despierta, pero se alegraba de dejar los detalles navales a su marido, y nunca se le ocurrió preguntarle cómo era posible que el Hotspur, destinado a la flota del canal de Ushant, se encontrara lejos del cabo de San Vicente. La señora Mason habría sido más inquisitiva, pero gracias a Dios había vuelto a Southsea.

—¿Qué le ocurrió a Doughty? —preguntó María.

—Desertó —respondió Hornblower. Afortunadamente de nuevo, María no estaba interesada en todas las implicaciones de la deserción y no preguntó más.

—No lo siento, cariño —admitió—. La verdad es que nunca me gustó ese hombre. Pero me temo que le echarás de menos.

—Me las arreglo bastante bien sin él —respondió Hornblower. No tenía sentido comprar alcaparras y Cayena durante su estancia en Plymouth; Bailey no hubiera sabido qué hacer con ellas.

—Quizás un día de estos pueda ser yo la que cuide de ti, en lugar de esos asistentes —dijo María.

Había una nota de ternura en su voz, y ella se le acercó.

—Nadie podría hacerlo mejor que tú, amor mío —respondió Hornblower Tenía que decirlo. No podía herirla. Había contraído matrimonio voluntariamente, y tenía que continuar interpretando su papel. Le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí.

—Eres el más encantador de los maridos, cariño —dijo María—. Soy tan feliz contigo…

—No tan feliz como me siento yo al oírte decir eso —replicó Hornblower. Y era el hipócrita intrigante el que hablaba de nuevo, el sutil villano… el hombre que había tramado la huida de Doughty de la justicia. No; tenía que recordar que su conciencia estaba limpia ya a aquel respecto. Había purgado aquella indulgencia suya con la sangre que había derramado a bordo de la Félicité.

—A menudo me pregunto por qué… —siguió María, con un tono diferente en la voz—. Me pregunto por qué eres tan amable conmigo, cuando pienso en… en ti, cariño, y en mí.

—Tonterías —replicó Hornblower, procurando que su voz adquiriese un tono jocoso—. Siempre puedes estar segura de mis sentimientos hacia ti, querida. Nunca lo dudes.

—Cariño… —susurró María, y su voz cambió de nuevo, la nota de ansiedad desapareció y volvió la ternura. Se fundió en sus brazos—. Me siento tan contenta de que hayas podido quedarte tanto tiempo en Plymouth esta vez…

—Tengo buena suerte, querida.

Reemplazar los yugos que Bush había hecho cortar tan despreocupadamente en la popa del Hotspur para la lucha con la Félicité había resultado un trabajo bastante laborioso. La popa del Hotspur tuvo que ser reconstruida casi por completo.

—Y el pequeñín ha estado durmiendo como un corderito toda la tarde —siguió María. Hornblower esperó que eso no significara que iba a estar llorando toda la noche.

Un golpecito en la puerta hizo que María se soltara del abrazo de Hornblower.

—Un caballero desea verle —dijo la voz de la posadera.

Era Bush, con su chaquetón de marinero y un pañuelo, quien estaba de pie tímidamente en el umbral.

—Buenas tardes, señor. Su humilde servidor, madame. Espero no molestar.

—Por supuesto que no —declaró Hornblower, preguntándose qué ventolera podía haber llevado a Bush allí, y muy consciente de que el comportamiento de Bush era un poco extraño.

—Venga, hombre, entre usted. Déjeme su casaca… ¿o tiene usted prisa?

—No, señor, no es demasiado urgente —dijo Bush torpemente, permitiendo con un cierto apocamiento que le quitaran la casaca—. Pero he creído que le gustaría oírlo.

Se quedó de pie mirándolos a ambos, sin dirigir los ojos a ningún lugar en concreto, aunque consciente de que el silencio de María podía significar que para ella no era bien recibido. Pero entonces María arregló la situación.

—¿Por qué no se sienta usted, señor Bush?

—Gracias, madame.

Sentado, los miró alternativamente a ambos de nuevo. En aquel momento Hornblower se dio cuenta de que Bush estaba un poco borracho.

—Bueno, ¿qué ocurre? —preguntó.

La cara de Bush se iluminó con una sonrisa de éxtasis.

—Derechos del Almirantazgo, señor —declaró.

—¿Qué quiere usted decir?

—Moore y las fragatas… quiero decir, el capitán Moore, por supuesto, le ruego que me disculpe, señor.

—¿Qué pasa con ellos?

—Yo estaba en la taberna de Lord Hawke, señor (suelo ir allí por las tardes) y el miércoles pasado llegaron periódicos de Londres. Y allí estaba, señor. Derechos del Almirantazgo.

Naufragios, ballenas varadas, pecios y objetos arrojados a la costa. Los derechos del Almirantazgo cubrían ese tipo de cosas, que eran requisadas para la corona, y, a pesar del nombre, no tenían ninguna relación con los lores. La sonrisa de Bush se convirtió en una franca carcajada.

—Les ha venido muy bien, ¿verdad, señor?

—Tiene usted que explicarse un poco mejor.

—Todo aquel tesoro que capturaron con la flota, señor. No hay dinero de presa, en absoluto. Todo va al gobierno como derechos del Almirantazgo. Las fragatas no van a ver ni un penique. Ya lo ve, señor, era en tiempo de paz.

Ahora Hornblower lo comprendió todo. En caso de que se declarase la guerra contra otro país, los barcos de éste que estuvieran en puertos británicos eran apresados por el gobierno como derechos de Almirantazgo. El dinero de presa entraba en una categoría diferente, las presas tomadas en el mar en tiempo de guerra eran derechos de la corona, y estaban específicamente garantizados a los captores por una orden del consejo por la que la corona renunciaba a sus derechos a favor de ellos. El gobierno había actuado de forma perfectamente justificada desde el punto de vista legal. Y no importaba lo mucho que pudiera enfurecer aquella acción a las tripulaciones de las fragatas, haría reír mucho al resto de la Armada, como había hecho reír a Bush.

—Así que no nos perdimos nada, señor, por su noble acción. Noble… Siempre he querido decirle que aquello fue muy noble, señor.

—Pero ¿por qué dice que no perdisteis nada? —preguntó María.

—¿No lo sabe, señora? —inquirió Bush, volviendo su vacilante mirada hacia ella. Vacilante o no, y estuviera borracho o no, Bush se dio cuenta de que María desconocía la oportunidad que se había perdido el Hotspur, y estaba lo bastante sobrio para deducir que era poco aconsejable entrar en explicaciones.

—¿Qué es lo que hizo el capitán Hornblower que fue tan noble?

—Cuanto menos se diga, mejor, madame —repuso Bush. Metió la mano en su bolsillo y laboriosamente extrajo una pequeña botella—. Me he tomado la libertad de traer esto, madame, para que podamos brindar a la salud del capitán Moore, la Indefatigable y los derechos del Almirantazgo. Es ron, madame. Con agua caliente, limón y azúcar compone una bebida muy adecuada para esta época del año.

Hornblower captó la mirada de María.

—Es demasiado tarde esta noche, señor Bush —agregó—. Beberemos y brindaremos mañana. Le ayudaré a ponerse la casaca.

Cuando se hubo marchado Bush (a quien el hecho de que su capitán le ayudara a ponerse la casaca le turbó tanto que le dejó casi mudo), Hornblower se volvió hacia María.

—Sabrá volver al barco perfectamente —dijo.

—Así que has hecho algo noble, cariño —exclamó María.

—Bush estaba borracho —replicó Hornblower—. Sólo decía tonterías.

—Me imagino que siempre pienso en ti como una persona noble —dijo María, con los ojos brillantes.

—Tonterías —insistió Hornblower.

María fue hacia él, poniéndole las manos en los hombros, y se acercó para volver al interrumpido abrazo.

—Por supuesto, debes tener muchos secretos para mí —dijo—. Lo entiendo. Eres un oficial del rey, además de mi querido esposo. —Ahora ella estaba en sus brazos y levantó la cara para mirarle—. No es un secreto que te amo, querido, mi noble amor. Más que a mi propia vida.

Hornblower sabía que era verdad. Sintió aquella ternura hacia ella surgiendo en su interior. Pero ella seguía hablando.

—Y algo más, que no es un secreto —siguió María—. Quizá lo hayas adivinado ya. Creo que sí.

—Eso creo —asintió Hornblower—. Me haces muy feliz, querida esposa.

María sonrió, con el rostro transfigurado.

—Quizás esta vez sea una niña. Una niñita encantadora.

Hornblower lo había sospechado ya, tal como dijo ella. No sabía si ese conocimiento le hacía feliz, aunque dijo que sí lo era. Sólo pasarían un par de días antes de que el Hotspur se hiciera de nuevo a la mar, de vuelta al bloqueo de Brest, de vuelta a los monótonos peligros del Goulet.