CAPÍTULO 23

Con sus maltratados costados y su palo mayor remendado, el Hotspur se dirigió hacia el lugar de la cita señalado en caso de separación. Incluso en aquella agradable latitud del sur de Europa, el invierno estaba recrudeciendo. Las noches eran frías y el viento soplaba helado, y el Hotspur tuvo que soportar una borrasca de veinticuatro horas mientras seguía avanzando; el cabo San Vicente, a quince leguas al norte, era el lugar de la cita, pero no había signo alguno del escuadrón de fragatas. Hornblower paseó por la cubierta mientras trataba de decidir qué hacer, calculando a qué distancia a sotavento podía haber arrastrado a la Indefatigable y sus colegas la reciente borrasca, y mientras imaginaba qué sería lo que su deber exigiría que hiciese a continuación. Bush le veía andar a distancia; aunque conocía el secreto de la flota, consideró que era mejor no interrumpirle. Entonces, al fin, llegó el aviso del vigía.

—¡Velas! ¡Velas a barlovento! ¡Cubierta, allí! Ahí hay otro. Parece una flota, señor.

Ahora Bush pudo reunirse con Hornblower.

—Espero que sean las fragatas, señor.

—Quizá. —Hornblower preguntó al hombre en el tope del mastelero de gavia—: ¿Cuántas velas ahora?

—Ocho, señor. Señor, parecen barcos de línea, algunos de ellos, señor. Sí, señor, uno de triple cubierta y otros de doble cubierta.

Un escuadrón de barcos de línea dirigiéndose hacia Cádiz. Posiblemente eran franceses… A veces algunos barcos de la Armada de Bonaparte esquivaban el bloqueo. En ese caso, era su deber identificarles, aun arriesgándose a la captura. Lo más probable es que fueran británicos, y Hornblower tuvo un repentino presentimiento de lo que su presencia podría implicar de confirmarse su suposición.

—Nos dirigiremos hacia ellos, señor Bush. ¡Señor Foreman! Ice la señal de reconocimiento.

Allí estaban las gavias ahora, seis barcos de línea navegando en línea, con una fragata en cada flanco.

—El barco en cabeza responde 264, señor. Es la señal de reconocimiento para esta semana.

—Muy bien. Ice nuestro número.

El mar estaba gris aquel día, y el cielo gris parecía reflejar la depresión que estaba invadiendo a Hornblower.

—El Dreadnought, señor. El almirante Parker. Su bandera está ondeando ahora.

Así que Parker se había separado de la flota de Ushant. La desagradable convicción de Hornblower aumentaba cada vez más.

—Señal al Hotspur, señor. «Capitán venga a bordo».

—Gracias, señor Foreman. Señor Bush, prepare el bote.

Parker le dio la misma impresión gris que el tiempo cuando Hornblower fue conducido a popa, al alcázar del Dreadnought. Sus ojos y su cabello e incluso su cara (en contraste con las oscuras caras que le rodeaban) eran de un gris neutro. Pero iba muy bien vestido, así que Hornblower se sintió una especie de zarrapastroso en su presencia, y deseó también que el afeitado de aquella mañana hubiera sido más apurado.

—¿Qué está usted haciendo aquí, capitán Hornblower?

—Estoy en el punto de cita señalado por el escuadrón del capitán Moore, señor.

—El capitán Moore está ya en Inglaterra.

Las noticias no alteraron a Hornblower, porque era precisamente lo que esperaba oír, pero tenía que responder algo.

—¿De verdad, señor?

—¿No ha oído usted las noticias?

—No he oído nada desde hace una semana, señor.

—Moore capturó la flota española con el tesoro. ¿Dónde estaba usted?

—Tuve un encuentro con una fragata francesa, señor.

Una simple mirada al Hotspur al pairo junto a la aleta del Dreadnought podía captar el remendado palo mayor y los parches en sus costados.

—Se ha perdido una fortuna en dinero de presa.

—Eso creo, señor.

—Seis millones de dólares. Los españoles lucharon, y una de sus fragatas voló con todos los hombres dentro antes de que las otras se rindieran.

En un barco en acción el entrenamiento y la disciplina tenían que ser perfectos; un momento de descuido por parte de un grumete servidor de pólvora o un cargador podía conducir al desastre. Los pensamientos de Hornblower sobre aquel tema le impidieron aquella vez incluso dar una réplica para continuar la conversación, y Parker siguió sin esperarla.

—Así que estamos en guerra con España. Los españoles nos declararán la guerra tan pronto como oigan estas noticias… es probable que ya lo hayan hecho. Este escuadrón se ha destacado de la flota del canal para empezar el bloqueo de Cádiz.

—Sí, señor.

—Será mejor que vuelva usted al norte detrás de Moore. Informe a la flota del canal en Ushant para pedir nuevas órdenes.

—Sí, señor.

Los fríos y grises ojos no revelaban el menor vestigio de humanidad. Un granjero miraría a una vaca con mayor interés que aquel almirante a un simple comandante.

—Buen viaje, capitán.

—Gracias, señor.

El viento soplaba hacia el norte del oeste; el Hotspur tendría que alejarse bastante para doblar San Vicente por barlovento, y más todavía para asegurarse de doblar por barlovento el cabo Roca. Parker y sus barcos tenían buen viento hacia Cádiz y aunque Hornblower diera sus órdenes en el momento en que alcanzase la cubierta, estarían en el horizonte casi tan pronto como el Hotspur hubiera izado su bote y hubiera virado a estribor, ciñendo, para empezar el viaje de vuelta a Ushant. Y mientras el navío surcaba el mar amurado a estribor, su movimiento se veía acompañado por un nuevo sonido. Cada vez que la cresta de una ola lo alcanzaba y empezaba a bajar su proa, se oía un golpe súbito y sordo y se notaba una pequeña sacudida a través de la estructura del barco, que se repetía cuando había completado el descenso y empezaba a levantarse de nuevo. Aquello ocurría dos veces cada ola, de modo que los oídos y la mente llegaban a esperarlo a cada movimiento de subida y bajada. Era el palo mayor remendado, sujeto entre las dos botavaras. No importa lo tirante que estuviera el cabo que lo unía, siempre quedaba un poco de juego, y los pesados penoles se inclinaban hacia delante y hacia atrás con un sordo golpe, dos veces cada ola, hasta que la mente y el oído llegaban a cansarse de aquel monótono e incesante repiqueteo.

Al segundo día, Bailey le proporcionó una momentánea distracción a Hornblower mientras el Hotspur todavía estaba dirigiéndose al Atlántico para salir a alta mar.

—Estaba en el bolsillo de su camisa de dormir, señor. Lo he encontrado cuando iba a lavarla.

Era un trozo de papel doblado con una nota escrita a mano, y aquella nota tenía que haber sido escrita la tarde que el Hotspur se encontraba en la bahía de Cádiz… Estaba claro que Bailey no creía necesario lavar las camisas de dormir muy a menudo.

Señor:

En las provisiones de cabina quedan pocas alcaparras y cayena.

Gracias, señor. Muchas gracias.

Su humilde y obediente servidor,

J. Doughty

Hornblower arrugó el papel. Era muy doloroso recordar el incidente de Doughty. Aquélla tenía que ser la última vez.

—¿Ha leído usted esta nota, Bailey?

—No, señor. No sé leer, señor.

Era muy normal que hubiera analfabetos en la Armada, pero Hornblower no se sintió realmente satisfecho hasta echar un vistazo a la lista de dotación del barco y ver la «X» detrás del nombre de Bailey. La mayoría de los escoceses sabían leer y escribir… Era una suerte que Bailey fuera una excepción.

Así que el Hotspur continuó ciñendo, primero en la bordada de estribor y luego en la de babor, cargando velas muy suavemente en su palo mayor herido, mientras se dirigía hacia el norte por el gris Atlántico al menos hasta doblar Finisterre y así poder correr dos cuartas libremente, derecho hacia Ushant, a lo largo de la hipotenusa del golfo de Vizcaya. Nevaba el día de año nuevo, igual que había nevado el día de año nuevo anterior, cuando el Hotspur rechazó el intento de invasión de Irlanda de Bonaparte. Estaba lloviendo y hacía frío, y el mal tiempo limitaba mucho el horizonte cuando el Hotspur alcanzó la latitud de Ushant y se abrió camino suavemente hacia adelante en busca de la flota del canal. El Thunderer apareció en la niebla y dejó paso al Majestic, y el Majestic les pasó hasta que la palabra de bienvenida «Hibernia» volvió como respuesta al saludo de Bush.

Pasó sólo un corto espacio de tiempo desde que las noticias de la llegada del Hotspur llegaron al almirante hasta que llegó el siguiente saludo; la voz de Collins, claramente reconocible a pesar del megáfono:

—¿Capitán Hornblower?

—Sí, señor.

—¿Sería tan amable de pasar a bordo?

Hornblower estaba listo aquella vez, tan bien afeitado que casi llevaba las mejillas en carne viva, con su mejor casaca puesta y dos copias de su informe en el bolsillo.

Cornwallis tiritaba, hundido en una silla en su cabina, con un grueso chal por encima de los hombros y otro tapándole las rodillas, y presumiblemente con una botella de agua caliente en los pies. Con aquellos chales y la peluca parecía una viejecita, hasta que le miraba a uno con aquellos ojos azul porcelana.

—Y ahora, ¿qué demonios le ha ocurrido a usted esta vez, Hornblower?

—Aquí tengo mi informe, señor.

—Déselo a Collins. Y ahora cuénteme.

Hornblower le contó los hechos lo más brevemente que pudo.

—Moore estaba furioso porque usted les abandonó, pero yo creo que le excusará cuando oiga todo esto. ¿La Medusa no acusó recibo de su señal?

—No, señor.

—Hizo usted muy bien en perseguir la Félicité. Yo respaldaré su informe al respecto. Moore tendría que estar muy contento de que hubiera un barco menos para repartir su dinero de presa.

—Estoy seguro de que ni siquiera pensó en ello, señor.

—Espero que tenga razón. Pero usted, Hornblower, podía haber hecho oídos sordos a la Félicité… hay precedentes en la Armada de ese tipo de cosas. Y entonces podía haberse quedado con Moore y compartir el dinero.

—Si la Félicité hubiera escapado por el cabo de San Vicente, no habría ningún dinero de presa, señor.

—Ya lo veo. Entiendo —los ojos azules brillaron con una chispa maliciosa—. Le pongo a usted en el camino de una gran riqueza y la desdeña.

—No es eso, señor.

Hornblower tuvo la súbita revelación de que Cornwallis le había seleccionado deliberadamente a él y al Hotspur para acompañar a Moore y compartir el dinero de presa. Todos los barcos hubieran estado ansiosos por ir, así que era posible que aquello fuera una recompensa por los meses de vigilancia en el Goulet.

Entonces Collins intervino en la conversación.

—¿Cómo están sus bodegas?

—Llenas, señor. Comida y agua para sesenta días más con raciones completas.

—¿Y cómo anda de pólvora y munición? —Collins golpeó con un dedo el informe de Hornblower, que había estado leyendo.

—Tengo lo suficiente para otro encuentro, señor.

—¿Y su barco?

—Hemos tapado los agujeros de bala, señor. Podemos cargar velas en el palo mayor mientras no sople un viento demasiado fuerte.

Cornwallis habló de nuevo.

—¿Le rompería el corazón si le envío de vuelta a Plymouth?

—Por supuesto que no, señor.

—Eso me parece muy bien, porque le voy a enviar a reparar.

—Sí, señor. ¿Cuándo debo partir?

—¿Está usted tan impaciente que no puede ni quedarse a cenar?

—No, señor.

Cornwallis rió abiertamente.

—No querría ponerle a prueba.

Miró hacia arriba, al registrador de rumbos en los baos por encima de su cabeza. Los hombres que habían pasado su vida entera combatiendo los caprichos del viento sentían aquel respeto, todos por igual: cuando soplaba un buen viento, era una verdadera locura perder siquiera una hora con cualquier pretexto frívolo.

—Será mejor que salga ahora mismo —continuó Cornwallis—. ¿Sabe usted que tengo un nuevo segundo al mando?

—No, señor.

—Lord Gardner. Ahora que tengo que luchar contra los españoles y contra Napoleón, necesito un vicealmirante.

—No me sorprende, señor.

—Si sale con este mal tiempo, no tendrá que saludarle. Eso ahorrará al rey un poco de esa pólvora suya que usted está tan ansioso por quemar. Collins, déle sus órdenes al capitán Hornblower.

Así que volvía una vez más a Plymouth. A casa con María.