Las órdenes del capitán Graham Moore para la disposición del escuadrón de fragatas que debía interceptar la flota eran tan adecuadas que hasta recibieron, aun a regañadientes, la aprobación de Hornblower. Los cinco barcos avanzaban en línea al norte y sur del límite de visibilidad. Con quince millas entre barco y barco, y los barcos situados más al norte y más al sur vigilando sus respectivos horizontes, se podía cubrir una extensión de mar de noventa millas de ancho. Mientras había luz de día, corrían hacia América; durante la noche desandaban su rumbo hacia Europa, de modo que si por desgracia la flota alcanzaba la línea en la oscuridad, el intervalo durante el cual pudiera ser detectada se prolongara lo más posible. La posición al amanecer iba a estar en la longitud del cabo San Vicente (a 9 grados al oeste) y la posición al ponerse el sol sería tan lejos hacia el oeste como las circunstancias aconsejasen.
Pero este asunto de detectar la aguja de la flota en el pajar del Atlántico era un poco más simple de lo que podía parecer a simple vista. En primer lugar, debido a las engorrosas leyes españolas, la flota tenía que descargar en Cádiz, y no podía hacerlo en ningún otro sitio. En segundo lugar, la dirección del viento era una indicación importante del punto del compás desde el cual podía aparecer la flota. En tercer lugar, la flota, después de una larga travesía por mar, probablemente no sabía muy bien cuál era su longitud; por el sextante estarían razonablemente seguros de su latitud, y podían contar con recorrer las etapas finales de su rumbo a lo largo de la latitud de Cádiz (36° 30’ al norte) para evitar las costas portuguesas por una parte y la costa africana por otra. Así que en el centro de la línea británica, de frente en la latitud 36° 30’ al norte, estaba el comodoro en la Indefatigable, con los otros barcos situados al norte y al sur del suyo. Una bandera durante el día o un cohete por la noche advertirían a todos los barcos de la línea de la aproximación de la flota, y no sería difícil para el escuadrón concentrarse rápidamente junto al barco de las señales, a ciento cincuenta millas de Cádiz, con mucho tiempo y espacio disponible para forzar sus peticiones.
Una hora antes del amanecer, Hornblower salió a cubierta, tal como había hecho cada dos horas durante la noche… y cada dos horas durante todas las últimas noches, también. Hasta entonces la noche había sido muy clara y tranquila, y lo seguía siendo.
—Viento de nordeste cuarta al norte, señor —informó Prowse—. El cabo San Vicente al norte, a unas cinco leguas.
Una brisa moderada; se podrían largar todas la velas hasta el sobrejuanete, aunque el Hotspur estaba bajo gavias, ciñendo por babor. Hornblower enfocó su catalejo por encima de la aleta de estribor, hacia el sur, en la dirección donde debía estar la Medusa, el siguiente en la línea; el Hotspur, tal como correspondía a su poca importancia, era el barco más al norte, en el punto donde era menos probable que apareciera la flota. No había todavía luz suficiente para que la Medusa fuera visible.
—Señor Foreman, suba, por favor, con su libro de señales.
Estaba claro que todos los marineros y oficiales del Hotspur debían de estar extrañados de aquella rutina diaria, esa constante supervisión de un simple trecho de agua. Las mentes ingeniosas podían incluso adivinar cuál era el verdadero objetivo del escuadrón. Eso no se podía evitar.
—¡Allí está, señor! —exclamó Prowse—. Hacia el suroeste. Estamos un poco en cabeza de nuestra posición.
—Fachear la gavia de mesana, por favor.
Debían de estar a un par de millas por delante de su posición… No estaba mal, después de una larga noche. Era bastante fácil retroceder para recuperar la posición exacta, al norte desde la Medusa.
—¡Cubierta, allí! —Foreman gritaba desde el mastelero de mayor—. El Medusa está haciendo señales. «Comodoro a todos los barcos».
La Medusa estaba transmitiendo la señal de la Indefatigable, fuera de la vista, hacia el sur.
—Viren a sotavento —continuó Foreman—. Rumbo oeste. Gavias.
—Señor Cheeseman, sea tan amable de acusar recibo.
Cheeseman era el segundo oficial de señales, y estaba aprendiendo su oficio como ayudante de Foreman.
—Envíe a los hombres a las brazas, señor Prowse.
Debía de ser una experiencia gratificante para Moore maniobrar una línea de barcos de sesenta millas de largo izando y arriando banderas.
—¡Cubierta! —había un tono diferente en la voz de Foreman, que no era el de la rutina habitual—. Velas a la vista por la proa, casi a barlovento, señor. Llegando con el viento, rápido.
El Hotspur estaba esperando todavía la señal de la Medusa para que les indicase el momento exacto de virar a sotavento.
—¿Qué le parece, señor Foreman?
—Es un barco de guerra, señor. Es una fragata. Me parece francesa, señor. Debe de ser la Félicité, señor.
Podía ser muy bien la Félicité, saliendo de Cádiz. Por entonces podían haber llegado fácilmente noticias a Cádiz acerca del cordón inglés en alta mar. La Félicité había salido; podía advertir y desviar a la flota, si conseguía atravesar la línea británica. O podía quedarse en el horizonte hasta que la flota apareciera, y entonces interferir en las negociaciones. Bonaparte podía lucirse, y aparecería reflejado en el Moniteur. La heroica Armada francesa corriendo en ayuda de una flota neutral oprimida. Y la presencia de la Félicité podía tener un gran peso en la balanza si llegaba el momento de la lucha: una gran fragata francesa y cuatro grandes fragatas españolas contra una gran fragata británica, tres pequeñas y un bergantín.
—Subiré y le echaré un vistazo yo mismo, señor —ése era Bush, en el lugar correcto y en el momento adecuado, como de costumbre. Subió por los flechastes con la agilidad de un marinero joven.
—¡Señales abajo, señor! —chilló Foreman.
El Hotspur debía levantar su timón en aquel momento, para que los cinco barcos virasen a sotavento juntos.
—No, señor Prowse. Esperaremos.
En el horizonte, la Medusa viró. Ahora estaba ante el viento, aumentando rápidamente la distancia del Hotspur en el rumbo contrario.
—¡Es la Félicité con toda seguridad, señor! —gritó Bush.
—Gracias, señor Bush. Por favor, sea tan amable de bajar enseguida. ¡Tambor! Todos a sus puestos. Zafarrancho de combate. Señor Cheeseman, envíe esta señal: «Avistada fragata francesa a barlovento».
—Sí, señor. La Medusa está alejándose de la vista rápidamente.
—Ice la señal de todos modos.
Bush había bajado como un rayo e intercambió una mirada fugaz con Hornblower, antes de correr a supervisar el zafarrancho de combate. Durante un momento sus ojos albergaron una chispa inquisitiva. Sólo el barco, aparte de Hornblower, conocía el objetivo del escuadrón británico. Si el Hotspur se separaba de los otros barcos cuando la flota se avistara, perdería su parte del dinero de presa. Pero el dinero de presa era sólo uno de los factores; la flota era el objetivo prioritario. El Hotspur podía hacer caso omiso de las señales de la Medusa y apartarse del objetivo a su propio riesgo… al riesgo de Hornblower. Y Bush conocía también la disparidad de fuerzas entre el Hotspur y la Félicité. Una batalla andanada contra andanada sólo podía acabar con la mitad de la tripulación del Hotspur muerta y la otra mitad como prisionera de guerra.
—La Medusa está fuera de la vista, señor. No han dado acuse de recibo —aquél era Foreman, todavía arriba.
—Muy bien, señor Foreman. Puede bajar.
—Puede verlo desde cubierta, señor —dijo Prowse.
—Sí. —En el horizonte, las gavias y los juanetes del francés estaban claramente a la vista. Hornblower encontró un poco difícil mantenerlos firmemente en el campo de visión del catalejo. Estaba temblando de excitación; sólo podía esperar que su cara no revelase lo ansioso y preocupado que se sentía.
—Todos en sus puestos, señor —informó Bush.
Los cañones fueron colocados en batería, y los excitados artilleros en sus puestos.
—¡Se está alejando! —exclamó Prowse.
—¡Ah!
La Félicité había virado ciñendo por estribor, para permitirle al Hotspur pasar lejos, a popa. Estaba declinando la batalla.
—¿No va a luchar? —exclamó Bush.
Las tensiones de Hornblower se estaban relajando un poco ante aquella prueba de la exactitud de su juicio. Se había dirigido hacia la Félicité con la intención de entablar un largo duelo. Esperaba tirar unos cuantos palos de la Félicité y desarbolarlo, de modo que se retrasara en su misión de advertir a la flota. Y el francés había leído sus pensamientos. No quería arriesgarse a recibir daños cuando su misión todavía no estaba cumplida.
—Cambie de bordada, por favor, señor Prowse.
El Hotspur giró como un mecanismo de relojería.
—¡Bolina franca!
Ahora se disponía a cruzar por la proa de la Félicité en un rumbo agudamente convergente. El francés, declinando el enfrentamiento, había pensado deslizarse por el flanco de la línea británica para escapar a mar abierto y unirse a los españoles, y Hornblower estaba sobrepasándole. Hornblower vigilaba las gavias en el horizonte, y las vio moverse.
—¡Está virando!
Aquello le iría muy bien. Lejos, más allá de las gavias, había una débil línea azul en el horizonte, la escarpada costa del sur de Portugal.
—No ganaremos el barlovento de San Vicente con este rumbo —dijo Prowse.
Lagos, San Vicente, Sagres: grandes nombres de la historia del mar, y aquella costa saliente rechazaría la Félicité y le impediría evadir la acción. Tendrían que luchar pronto, y Hornblower se imaginaba ya la clase de batalla que se iba a librar.
—¡Señor Bush!
—¡Señor!
—Quiero dos cañones que apunten directamente a popa. Tendrá que cortar los yugos de popa. Póngase al trabajo inmediatamente.
—Sí, señor.
—Gracias, señor Bush.
Los barcos de vela siempre tenían dificultades para disparar directamente hacia delante o hacia atrás; no se había encontrado todavía ninguna solución satisfactoria a esa dificultad. Los cañones generalmente eran tan útiles en la andanada que resultaba un desperdicio situarlos en los extremos del barco, y la construcción del barco estaba preparada para ello. Llamar a los carpinteros significaba abandonar todas la ventajas de esas circunstancias perfeccionadas por los constructores de barcos a través de los siglos. El Hotspur se debilitaba a cambio de una momentánea ventaja en una situación peculiar. Bajo sus pies, Hornblower sintió el crujido de la madera y la vibración de las sierras trabajando.
—Mande al cañonero a popa. Tendrá que atar aparejos y culatas antes de mover los cañones.
La línea azul de la costa estaba ahora mucho más definida; la alta silueta del San Vicente estaba a plena vista. Y la Félicité se encontraba ahora totalmente a la vista y la larga, larga línea de cañones en su costado asomando y preparados para la acción. Su gavia flameó y se puso al pairo. Ahora estaba desafiándoles a la acción, ofreciendo batalla.
—¡Arriba el timón, señor Prowse! ¡Gavia en facha!
Cada minuto que ganaran era muy valioso. El Hotspur se puso al pairo también. Hornblower no tenía intención de entablar una batalla a la desesperada; si el francés podía esperar, él también. Con aquella suave brisa y aquel mar moderado, el Hotspur tenía una gran ventaja sobre el barco francés, y no estaba dispuesto a desperdiciarla. El Hotspur y la Félicité se observaban como dos pugilistas que dan saltitos en las esquinas del ring. El día era precioso, el cielo estaba azul y el mar también. Era un mundo maravilloso que quizá tuviera que abandonar pronto. El retumbo de los cañones le indicó que las cureñas al menos estaban siendo colocadas en posición, y en aquel momento pensó en María y en el pequeño Horatio… locuras; apartó instantáneamente aquellos pensamientos de su mente.
Los segundos fueron pasando; quizás el capitán francés estuviera manteniendo consejo en su alcázar, quizá simplemente dudase, incapaz de decidirse en aquel momento en que el destino de las naciones estaba en un precario equilibrio.
—Mensaje del señor Bush, señor. Un cañón listo para la acción, señor. El otro estará listo en cinco minutos.
—Gracias, señor Orrock. Dígale al señor Bush que coloque a los dos mejores artilleros allí.
Las gavias de la Félicité estaban hinchándose de nuevo.
—¡Todos a las brazas!
El Hotspur se dirigió hacia su enemigo. Hornblower no pensaba perder innecesariamente ni una pulgada de espacio para maniobrar.
—¡Todo a barlovento!
La distancia de tiro era muy larga al virar el Hotspur.
La proa de la Félicité apuntaba directamente hacia ellos; la popa del Hotspur estaba de cara a su enemigo, con los barcos exactamente en línea.
—Dígale al señor Bush que abra fuego.
Antes incluso de que el mensaje llegase hasta Bush, éste, abajo, había actuado ya. Sonó el estruendo de los cañones, el humo que brotaba bajo la bovedilla, arremolinado por encima del alcázar y con el viento detrás. Hornblower, con el ojo pegado al catalejo, no vio nada, sólo las bellas líneas de la proa de la Félicité, su bauprés, en un ángulo muy agudo, su blanca lona. Los cañones retumbaron bajo sus pies mientras los volvían a sacar de nuevo. ¡Bang! Entonces Hornblower lo vio. Situado como estaba por encima del cañón, mirando recto a lo largo de la línea de tiro, vio el proyectil, un perezoso trazo de lápiz contra el cielo azul, arriba y luego abajo, antes de que el humo trazara también su camino. Seguramente daría en el blanco. El humo le impidió ver el segundo disparo.
El largo cañón del nueve británico era el mejor en cuestión de precisión. El ánima estaba muy bien alineada y el tiro se podía apuntar con más precisión que los proyectiles más grandes. Incluso una bala del nueve, volando a mil pies por segundo, podía causar grandes estragos. ¡Bang! El francés se sentiría muy desgraciado al recibir esta clase de castigo sin poder devolver el golpe.
—¡Mire ahí! —dijo Prowse.
El contrafoque de la Félicité estaba deformado, aleteando al viento; a primera vista, costaba ver lo que había pasado.
—Su contrafoque se ha partido, señor —opinó Prowse.
Al cabo de un momento se vio que Prowse tenía razón, cuando la Félicité arrió el contrafoque. La pérdida de la vela no representaba una gran diferencia, porque el estay del trinquete era la pieza más importante en el elaborado sistema de frenos y balances (como la Constitución francesa antes de que Bonaparte se hiciera con el poder) que mantenía los mástiles de un barco en posición bajo la presión de las velas.
—Señor Orrock, corra abajo y dígale al señor Bush: «bien hecho».
¡Bang! Cuando el humo se disipó, Hornblower vio a la Félicité al pairo, y mientras su costado se presentaba a la vista, desapareció en una gran nube de humo. Se oyó el horrible aullido de una bala de cañón que pasaba por alguna parte, cerca; dos chorros de agua surgieron desde la superficie del mar, uno en cada aleta, y eso fue todo lo que vio u oyó Hornblower de la andanada. No se podía esperar que una tripulación excitada, disparando desde un barco que viraba, lo hiciera mejor, aun con veintidós cañones.
Un grito de euforia se elevó desde la tripulación del Hotspur, y Hornblower, al volverse, vio que todos los hombres inactivos estaban asomados a las portillas, mirando a popa, al francés. No tenía nada que objetar a aquello, pero cuando miró de nuevo hacia la Félicité vio algo que hizo que los hombres volvieran apresuradamente al trabajo. El francés no había guiñado simplemente para disparar su andanada; estaba al pairo, con la gavia de mesana contra el mástil, para empalmar el estay del trinquete. Así sus cañones no los alcanzarían. Pero no había que perder ni un segundo, con el Hotspur con el viento y la distancia aumentando casi irremisiblemente.
—¡Preparen sus cañones a babor! ¡Todos los marineros a las brazas! ¡Todo a estribor!
El Hotspur viró suavemente por babor. Estaba en la aleta de babor de la Félicité, donde ningún cañón francés podría alcanzarles. Bush llegó corriendo desde popa para vigilar las cañoneras; fue de cañón en cañón, asegurándose de que la elevación y la dirección eran correctas, mientras el Hotspur disparaba una andanada hacia su enemigo indefenso. A muy larga distancia, pero algunos de aquellos disparos debían de haber causado daños.
Hornblower vigiló el cambio de rumbo de la Felicité mientras el Hotspur se encontraba a su popa.
—¡Preparados para virar después de la siguiente andanada!
Los nueve cañones rugieron y el humo estaba todavía disipándose en el combés cuando el Hotspur viró de bordada.
—¡Cañones de estribor!
Los hombres excitados corrieron por cubierta para apuntar bien; otra andanada, pero la gavia de mesana del Félicité estaba girando.
—¡Todo a barlovento!
En el momento en que el hostigado francés se colocó de nuevo con el viento, el Hotspur se le adelantó. Ambos barcos estaban de nuevo en línea y Bush corría a popa para supervisar el fuego de los cañones de popa una vez más. Aquello era una venganza por la acción de la Loire, hacía tanto tiempo. Con aquella moderada brisa y mar lisa, el manejable bergantín tenía muchas ventajas sobre la gran fragata; lo que había ocurrido hasta el momento era sólo una muestra de lo que iba a seguir durante aquel día de hambre y agotamiento, sol brillante y mar azul y negro humo de pólvora.
La posición a sotavento que mantenía el Hotspur era una decidida ventaja. A sotavento por encima del horizonte estaba el escuadrón británico; el francés no se atrevería a perseguirles durante largo tiempo en esa dirección, a menos que se encontrara atrapado entre el viento y una abrumadora fuerza hostil. Además, el francés tenía una misión que cumplir; estaba ansioso por encontrar y advertir al escuadrón español, aunque cuando consiguió suficiente espacio para doblar por barlovento el San Vicente y apartarse, su fastidioso y pequeño enemigo se pegó a él, disparando a su maltratada popa, abriendo agujeros en sus velas, cortando sus jarcias.
Durante aquel largo día, la Félicité disparó muchas andanadas, todas a larga distancia, y generalmente con mala puntería, mientras el Hotspur corría fuera de la línea de tiro. Y durante todo aquel largo día, Hornblower estuvo de pie en el alcázar, vigilando los cambios del viento, gritando órdenes, manejando su pequeño barco sin desfallecer, con precisión e ingenio inagotables. Ocasionalmente, algún disparo de la Félicité daba en el blanco; bajo los propios ojos de Hornblower una bala del dieciocho entró por una porta y convirtió a cinco hombres en una sanguinolenta masa de carne. Aunque el Hotspur no sufrió grandes daños hasta mucho después del mediodía, cuando el viento roló hacia el sur y el sol fue deslizándose lentamente hacia el oeste. Con el cambio de viento su posición se fue haciendo cada vez más precaria, y con el paso del tiempo la fatiga fue nublando su mente.
A sus buenos tres cuartos de milla la Félicité al fin acertó un importante golpe, de la andanada que disparó mientras ellos guiñaban ampliamente fuera de su curso. Sonó un estruendo arriba y Hornblower vio el palo mayor partido en dos mitades, cortado limpiamente cerca del centro, las dos mitades colgando de las jarcias con un ángulo diferente y absurdo y amenazando con caer como una flecha sobre la cubierta.
Había que solucionar aquel nuevo problema, estudiar aquella amenaza colgante y dar al timón una orden adecuada, que estabilizase las velas flameantes y aliviara la tensión.
—¡Señor Wise! ¡Coja a todos los hombres que necesite y asegure esos restos!
Entonces pegó de nuevo el catalejo a su ojo dolorido para ver lo que iba a hacer la Félicité. Podía forzar una acción cercana si tomaba ventaja instantánea de aquella oportunidad. Tendría que luchar ahora hasta el último aliento. Pero el catalejo le reveló algo diferente. Tuvo que volver a mirar antes de confiar en su entumecido cerebro y sus cansados ojos. La Félicité había hinchado las velas. Con todas las velas desplegadas, estaba alejándose hacia el anochecer. Había dado media vuelta y estaba huyendo hacia el horizonte de aquel tormento que había minado por completo su espíritu en nueve continuas horas de batalla.
Los hombres vieron aquello, vieron cómo se iba y alguien lanzó un hurra cuyo eco corrió a lo largo de la cubierta. Hubo risas y sonrisas que revelaron unos dientes extrañamente blancos como contraste con las caras ennegrecidas por la pólvora. Bush apareció desde el combés, con la cara tan negra como los demás.
—¡Señor! —dijo—. No sé cómo felicitarle.
—Gracias, señor Bush. Puede supervisar a Wise. Ahí están las dos botavaras de las alas que quedan… Refuerce el palo mayor con ellas.
—Sí, señor.
A pesar de sus rasgos ennegrecidos, a pesar de la fatiga que ni siquiera Bush podía ocultar, de nuevo había una curiosa expresión en su cara, inquisitiva, admirativa, sorprendida. Estaba impaciente por decir un montón de cosas. Le costó un obvio esfuerzo de voluntad volverse sin decirlas; Hornblower lanzó una frase final a la espalda de Bush que se alejaba:
—Quiero que el barco esté listo para la acción de nuevo antes del atardecer, señor Bush.
Gurney, el artillero, estaba informando.
—Hemos gastado todo el sollado superior de pólvora, señor, y estamos ya en el segundo sollado. Eso significa una tonelada y media de pólvora. Cinco toneladas de munición, señor. Hemos usado todos los proyectiles; mis compañeros están preparando otros ahora mismo.
El carpintero acudió a continuación, y luego Huffnell, el sobrecargo, y Wallis, el cirujano; había que hacer arreglos para alimentar a los vivos y para enterrar a los muertos.
Los muertos, hombres a quienes él conoció muy bien. Hubo amargas lamentaciones y un profundo sentido de pérdida personal cuando Wallis leyó los nombres. Marineros buenos y no tan buenos, vivos aquella misma mañana y ahora desaparecidos de este mundo por cumplir con su deber. No debía seguir pensando en aquello, en absoluto. Él estaba entregado a una labor muy dura, dura y despiadada como el acero, como las balas de cañón.
A las nueve de la noche, Hornblower se sentó y tomó la primera comida que había probado desde la noche antes, y mientras recibía los desangelados cuidados de Bailey, pensó una vez más en Doughty, y de éste pasó (en una asociación perfectamente natural) a pensar en los ocho millones de dólares españoles en dinero de presa. Su cansada mente había purgado todos los pensamientos de pecado. Ya no tenía que clasificarse entre los capitanes hipócritas de los que había oído hablar, entre los oficiales especuladores que había conocido. Podía concederse la absolución, aunque fuera a regañadientes.