Al caer el viento, el Hotspur estaba meciéndose sujeto al ancla, y ahora desde la ventana de popa del cuarto de derrota era visible la USS Constitution, iluminado y flotando en la marea muerta.
—Por favor, señor —dijo Doughty, tan respetuoso como siempre—, ¿qué lugar es éste?
—Cádiz —replicó Hornblower. Su sorpresa fue sólo momentánea, ante la ignorancia de un prisionero confinado abajo… Era posible que incluso algunos de los marineros de la tripulación tampoco lo supieran. Señaló por la ventana de la cabina—. Y ésa es una fragata americana, la Constitution.
—Sí, señor.
Hasta que Hornblower vio la Constitution anclada allí, había imaginado un futuro oscuro para Doughty, como refugiado sin dinero en el puerto de Cádiz, sin atreverse a embarcar como marinero en ningún barco mercante por miedo de ser apresado y reconocido, en el peor de los casos muriéndose de hambre como mendigo, en el mejor, alistado como soldado en el astroso ejército español. Un futuro mejor que la horca, de todos modos. Ahora tenía ante él otras posibilidades mejores. Los barcos de guerra siempre estaban faltos de hombres, aunque Preble no necesitara un buen asistente.
Bailey entró en la cabina con la última botella de clarete.
—Doughty la decantará —dijo Hornblower—. Y, por favor, Doughty, asegúrese de que los vasos estén limpios. Los quiero brillantes.
—Sí, señor.
—Bailey, adelántese al fogón. Compruebe que hay un buen fuego preparado para el asado.
—Sí, señor.
Era algo muy sencillo, mientras todos los movimientos estuvieran bien cronometrados. Doughty se dedicó a decantar el clarete y Bailey salió a toda prisa.
—Por cierto, Doughty, ¿sabe usted nadar?
Doughty no levantó la cabeza.
—Sí, señor —su voz era apenas un susurro—. Gracias, señor.
Ahora los golpecitos en la puerta, que ya esperaba.
—El bote se acerca, señor.
—Muy bien, ya voy.
Hornblower salió apresuradamente a cubierta y caminó por la pasarela para saludar al visitante. La oscuridad había caído ya, y la bahía de Cádiz estaba muy tranquila, casi como un espejo oscuro.
El señor Carrón no perdió ni un mintuo; corrió a popa delante de Hornblower con unas zancadas que igualaban a las de Hornblower en su apresuramiento.
Cuando se sentó en una silla en el cuarto de derrota pareció llenar completamente aquel pequeñísimo espacio, porque era un hombre muy corpulento. Se enjugó la frente con un pañuelo y se ajustó la peluca.
—¿Un vaso de clarete, señor?
—Gracias. —El señor Carrón fue directo al grano mientras Hornblower aún llenaba los vasos—: ¿Viene usted de la flota del canal?
—Sí, señor, con órdenes del almirante Cornwallis.
—Entonces ya sabrá cuál es la situación. ¿Sabe algo de la flota? —Carrón bajó la voz al decir las últimas palabras.
—Sí, señor. Estoy aquí para llevar noticias frescas al escuadrón de fragatas.
—Tendrán que actuar. Madrid no muestra signo alguno de ceder.
—Muy bien, señor.
—Godoy está aterrorizado por Boney. El país no quiere enfrentarse con Inglaterra, pero Godoy preferiría luchar a ofenderle.
—Sí, señor.
—Estoy seguro de que sólo están esperando que llegue la flota y España nos declarará la guerra. Boney quiere usar la Armada española para que le ayuden en sus planes de invadir Inglaterra.
—Sí, señor.
—Y no es que estos españoles le vayan a ayudar mucho. No hay ni un solo barco aquí listo para hacerse a la mar. Pero está la Felicité. Cuarenta cañones. Lo habrá visto usted, claro está.
—Sí, señor.
—Advertirá a la flota si se huele lo que está en el aire.
—Por supuesto, señor.
—Mis últimas noticias son de hace menos de tres días. El correo ha venido a toda prisa desde Madrid. Godoy no sabe aún que hemos averiguado cuáles son las cláusulas secretas del tratado de San Ildefonso, pero lo adivinará pronto por el endurecimiento de nuestra actitud.
—Sí, señor.
—Así que cuanto antes se vaya usted, mucho mejor. Aquí está el despacho para el oficial al mando del escuadrón. Lo he preparado en cuanto le he visto a usted entrar en la bahía.
—Gracias, señor. Es el capitán Graham Moore, de la Indefatigable.
Hornblower se guardó el despacho en el bolsillo. Había notado hacía un rato que en la cabina próxima se oían voces y ruidos, y adivinó la razón. Llamaron a la puerta y la cara de Bush apareció en la puerta.
—Un momento, por favor, señor Bush. Ya debería usted saber que estoy ocupado. ¿Sí, señor Carrón?
Bush era el único hombre de todo el barco que se atrevería a interrumpirle en aquel momento, y sólo si pensaba que el tema era urgente.
—Será mejor que salga ahora mismo.
—Sí, señor. Esperaba que pudiera usted cenar conmigo esta noche.
—El deber antes que el placer, aunque se lo agradezco mucho. Cruzaré la bahía ahora y haré los arreglos necesarios con las autoridades españolas. La brisa de tierra empezará a levantarse enseguida, y les sacará de aquí.
—Sí, señor.
—Prepárelo todo para levar anclas. ¿Conoce la ley de las veinticuatro horas?
—Sí, señor.
Bajo las leyes de la neutralidad, un barco de una nación contendiente no podía abandonar una bahía neutral hasta que hubiera transcurrido un día entero después de la partida de un barco de otra nación contendiente.
—Los españoles no la aplicarán con la Felicité, pero sí con usted si les da la oportunidad. Dos tercios de la tripulación de la Félicité están en las tabernas de Cádiz en este mismo momento, así que puede aprovechar esta oportunidad. Estaré aquí para recordarles la ley de las veinticuatro horas si tratan de seguirle. Esto al menos les retrasará. Los españoles no quieren ofendernos mientras la flota esté todavía en alta mar.
—Sí, señor. Entendido. Gracias, señor.
Carrón estaba ya levantándose y Hornblower siguió su ejemplo.
—Llame al bote del cónsul —dijo Hornblower al salir al alcázar. Bush seguía queriendo decirle algo, pero Hornblower no le prestó atención.
Incluso cuando Carrón se fue, dio una orden a Bush que le distrajo.
—Quiero que el ancla de proa sea virada sobre la cadena, señor Bush, y vire a pique el ancla mayor.
—Sí, señor. Perdone, señor, pero…
—Quiero que lo hagan en silencio, señor Bush. Nada de silbatos, ni gritos que se puedan oír desde la Félicité. Ponga a dos hombres de confianza en el cabrestante con lona vieja para que ahoguen los trinquetes del cabrestante. No quiero oír ni un ruido.
—Sí, señor. Pero…
—Vaya y encárguese de esto personalmente, por favor, señor Bush.
Nadie más se atrevería a interrumpir al capitán mientras paseaba por el alcázar en aquella cálida noche. Tampoco pasó mucho tiempo antes de que el práctico del puerto llegase a bordo; Carrón, efectivamente, había conseguido acelerar el lento proceso de la burocracia española. Las gavias fueron cazadas, el ancla salió y el Hotspur se deslizó lentamente fuera de la bahía ante los primeros y suaves soplos de la brisa nocturna de tierra, mientras Hornblower vigilaba estrechamente al práctico. Podía ser una solución del problema de los españoles que el Hotspur embarrancase mientras se hacía a la mar, y Hornblower decidió que eso no iba a pasar. Sólo después de que el práctico les hubiera abandonado y el Hotspur se encaminara rumbo al sur pudo dedicarle un momento a Bush.
—¡Señor! Doughty se ha ido.
—¿Ido?
Estaba demasiado oscuro en el alcázar para que se pudieran ver los rasgos de Hornblower, y trató de hacer que su voz sonase natural.
—Sí, señor. Debió de deslizarse desde la ventana de popa de su cabina, señor. Supongo que bajó hasta el agua por los pinzotes del timón, justo por debajo de la bovedilla, donde nadie podía verle, y entonces seguramente se fue nadando, señor.
—Esto es indignante, señor Bush. Alguien lo pagará muy caro.
—Bueno, señor…
—¿Sí, señor Bush?
—Parece que fue usted quien le dejó solo en la cabina cuando llegó a bordo el cónsul, señor. Él aprovechó la oportunidad.
—¿Quiere decir que es culpa mía, señor Bush?
—Bueno, sí, señor, podríamos decirlo así.
—Hum… Quizá tenga usted razón —Hornblower hizo una pausa, tratando de parecer natural—. Dios, es irritante que haya ocurrido esto. Estoy furioso conmigo mismo. No sé cómo he podido ser tan estúpido.
—Supongo que tenía usted muchas cosas en que pensar, señor.
Era desagradable oír a Bush defender a su capitán mientras éste se condenaba a sí mismo.
—Eso no es ninguna excusa. Nunca me lo perdonaré.
—Le pondré una «D» en la lista de dotación, señor.
Las crípticas iniciales de las listas contaban diferentes historias: L de «licenciado», «M» de «muerto», y «D» de «desertor».
—Pero tengo buenas noticias, señor Bush. De acuerdo con mis órdenes debo informarle de esto por si algo me ocurre, pero no debe usted comentar lo que voy a decirle ante la tripulación.
—Por supuesto, señor.
Tesoro, dinero de presa, doblones y dólares. Una flota española cargada de tesoros. Si algo podía apartar la mente de Bush del tema de la huida de Doughty de la justicia era precisamente ése.
—¡Serán millones, señor! —exclamó Bush.
—Sí. Millones.
Los marineros de los cinco barcos podían compartir un cuarto del dinero de presa (la misma suma que sería dividida entre cinco capitanes) y que significaba seiscientas libras por hombre. Los tenientes, suboficiales y capitanes de infantes de marina podían compartir una octava parte. Quince mil libras para Bush, aproximadamente.
—¡Una fortuna, señor!
La parte de Hornblower sería de diez de esas fortunas.
—¿Recuerda, señor, la última vez que capturamos una flota? En el 99 creo que fue, señor. Algunos de nuestros hombres cuando tuvieron su dinero de presa se compraron relojes de oro y los tiraron luego en Gosport Hard, sólo para demostrar lo ricos que eran.
—Bueno, puede pensar en todo esto por la noche, señor Bush, yo también lo haré. Pero recuerde, ni una palabra a nadie.
—No, señor. Por supuesto que no.
Las perspectivas podían fallar. La flota podía evadir la captura y escapar a Cádiz. Podía dar la vuelta. A lo mejor nunca se había hecho a la mar. Entonces sería mejor que el gobierno español (y el mundo entero) no supieran nunca que se había intentado una cosa semejante.
Esos pensamientos y esas ideas tendrían que haber sido estimulantes, interesantes, placenteras, pero aquella noche para Hornblower no hubo nada por el estilo. Eran frutos del mar Muerto, que se convertían en cenizas en su boca. Hornblower gritó a Bailey y le despidió; luego se sentó en su coy, demasiado deprimido incluso para animarse al notar el balanceo del coy bajo su peso, que indicaba que el Hotspur se había hecho de nuevo a la mar destinado a una misión excitante y provechosa. Se sentó con la cabeza agachada, muy deprimido. Había perdido su integridad, y aquello significaba que había perdido el respeto por sí mismo. En su vida había cometido errores cuyo recuerdo todavía le dolía, pero esta vez había llegado demasiado lejos. Había incumplido su deber. Había consentido (realmente, había planeado) la huida de un desertor, de un criminal. Había violado su solemne juramento, y lo había hecho por simples razones personales, por pura indulgencia. No por el bien del servicio, ni por la causa de su país, sino porque era un sentimental de corazón blando. Estaba avergonzado de sí mismo, y la vergüenza era aún mayor cuando su análisis implacable le llevaba la conclusión de que, si pudiera revivir las horas pasadas, volvería a hacer de nuevo lo mismo.
No había excusa alguna. La que había usado antes, eso de que el servicio le debía una vida después de todo el peligro que había corrido, era una tontería. La circunstancia atenuante de que la disciplina no sufriría, gracias a la nueva y excitante misión, no tenía peso alguno. Era un traidor y como tal se condenaba a sí mismo; peor aún, era un hipócrita, que había llevado a cabo su plan con la absoluta falta de remordimientos que indicaba al conspirador nato. Aquella primera palabra que había acudido a él era la correcta: integridad, y él la había perdido. Hornblower se lamentó por su integridad perdida como Niobe se había lamentado por sus niños muertos.