Hornblower volvió a bordo del Hotspur en un estado de ánimo muy optimista. Había una perspectiva inminente de conseguir ciento cincuenta mil libras en dinero de presa. Aquello tenía que satisfacer a la señora Mason, aunque Hornblower no quiso detenerse demasiado en la imagen de María como señora de una hacienda campestre. Podía evitar aquel tema pensando en el futuro inmediato, una visita a Cádiz, un contacto diplomático y luego la aventura de interceptar una flota española cargada de tesoros en el ancho Atlántico. Y por si todo eso no constituyera suficiente alimento para los placenteros sueños diurnos, podía recordar su conversación con Cornwallis. Un comandante en jefe en aguas propias tenía pocas posibilidades de ascender a alguien, pero seguramente su recomendación tendría algún peso. Quién sabe…
Bush, con la mano en el sombrero, dándole la bienvenida de nuevo a bordo, no sonreía. Tenía un aire preocupado, ansioso.
—¿Qué sucede, señor Bush?
—Algo que no le va a gustar, señor.
¿Iban a resultar vanos sus sueños? ¿El Hotspur tenía alguna grieta imposible de arreglar?
—¿Qué ocurre? —Hornblower reprimió el «demonios» que casi escapaba de sus labios.
—Su asistente está arrestado por motín, señor. —Hornblower no pudo decir nada, se limitó a quedarse mirando a Bush, mientras éste continuaba—: Golpeó a un oficial superior.
Hornblower no mostró su asombro ni su aflicción. Mantuvo la cara impasible como una máscara.
—¡Señal del comodoro, señor! —era Foreman, que irrumpía—. Nuestro número. «Manden bote».
—Recibido. ¡Señor Orrock! Saque el bote inmediatamente.
Moore, en la Indefatigable, ya había izado el ancho gallardete que le señalaba como oficial comandante de un escuadrón. Las fragatas estaban todavía al pairo, juntas. Había capitanes suficientes allí para constituir una corte marcial, con poderes para colgar a Doughty aquella misma tarde.
—Ahora, señor Bush, venga y cuénteme lo que sepa de todo eso.
El costado de estribor del alcázar se despejó al momento, mientras Hornblower y Bush se dirigían hacia él. La conversación privada sólo era posible en un lugar así, en un barco tan pequeño como aquél.
—Lo que le puedo contar, señor —dijo Bush—, es esto…
Transportar las provisiones a bordo en el mar era un trabajo que debían realizar todos los hombres, e incluso cuando ya estaban a bordo, seguía siendo trabajo de todos distribuir las provisiones en el barco. Doughty, en el grupo de trabajo del combés, había protestado al recibir una orden de un segundo contramaestre, de nombre Mayne. Éste había usado su «espabilador», un trozo de cabo anudado que los oficiales de mar usaban cuando era necesario… con demasiada frecuencia, según el juicio de Hornblower. Y entonces Doughty le había golpeado. Había veinte testigos, y por si eso fuera poco, Mayne se había cortado el labio con los dientes y brotó sangre.
—Mayne siempre ha sido un pendenciero, señor —dijo Bush—. Pero esto…
—Sí —asintió Hornblower.
Sabía de memoria el artículo 22 del Código Militar. La primera parte hablaba de golpear a un oficial superior; la segunda, de peleas y desobediencia. Y la primera parte acababa con las palabras: «sufrirá pena de muerte». No se añadía nada que mitigara ese rigor, como «o algún castigo menor». Se había derramado sangre y había testigos presenciales. Aun así, algunos oficiales, en el toma y daca del trabajo duro a bordo de un barco, podían haber transigido con aquella situación de forma extraoficial, pero Mayne no.
—¿Dónde está Doughty? —preguntó.
—Preso, señor —era la única respuesta posible.
—¡Órdenes del comodoro, señor! —Orrock corría hacia ellos por la cubierta, empuñando una carta sellada que cogió Hornblower.
Doughty podía esperar; las órdenes, no. Hornblower pensó en volver a su cabina para leerlas tranquilamente, pero un capitán no tiene tranquilidad posible.
Rompió el sello y Bush y Orrock se retiraron para darle la pequeña privacidad necesaria, aunque todos los ojos en el barco estaban puestos en él. La primera frase era concisa y estaba bastante clara.
Señor:
Se le requiere y se le ordena que se dirija inmediatamente en el bergantín de Su Majestad Hotspur bajo su mando al puerto de Cádiz.
El segundo párrafo le requería ejecutar en Cádiz las órdenes que había recibido del comandante en jefe. El tercero y último párrafo señalaba una cita, una latitud y una longitud, así como una distancia y orientación del cabo San Vicente, y le indicaba que se dirigiera allí «con la máxima rapidez posible» tan pronto como hubiera llevado a cabo sus órdenes en Cádiz.
Volvió a leer, de forma innecesaria, el primer párrafo. La palabra «inmediatamente» figuraba en él.
—¡Señor Bush! Largar todas las velas. ¡Señor Prowse! Un rumbo a Finisterre a barlovento tan rápido como sea posible, por favor. Señor Foreman, señal al comodoro. «Hotspur a Indefatigable. Requerido permiso para partir».
Sólo tuvo tiempo para ir y venir una vez por el alcázar y llegó la orden: «Comodoro a Hotspur. Afirmativo».
—Gracias, señor Foreman. Caña a la vía, señor Bush. Rumbo suroeste cuarta al sur.
—Suroeste cuarta al sur. Sí, señor.
El Hotspur viró, y cuando todas las velas empezaron a hincharse, cobró impulso con rapidez.
—Rumbo suroeste cuarta al sur, señor —dijo Prowse, volviendo sin aliento.
—Gracias, señor Prowse.
El viento estaba un poco a popa del través, y el Hotspur avanzaba a buena marcha mientras los hombres sudorosos en las brazas orientaban las vergas hasta un ángulo que satisficiera exactamente la vista cuidadosa de Bush.
—Izar los sobrejuanetes, señor Bush. Y las botavaras de las alas aparejadas, por favor.
—Sí, señor.
El Hotspur escoraba el viento, pero no de una forma débil y sin nervio, sino igual que una buena hoja de espada se curva bajo la presión. Un escuadrón de barcos de línea estaba justo a sotavento, y el Hotspur pasó junto a ellos, rindiéndoles honores. Hornblower podía imaginar los sentimientos de envidia en los pechos de los hombres que estaban allí anclados al ver a aquel pequeño y brioso bergantín alejándose en busca de aventuras. Pero ellos no sabían nada del año y medio pasado entre las rocas y bajíos del Iroise.
—¿Largamos las alas, señor? —preguntó Bush.
—Sí, por favor, señor Bush. Señor Young, ¿qué marca la corredera?
—Nueve, señor. Un poco más, quizá… nueve y cuarto.
Nueve nudos, y las alas todavía no estaban largadas. Aquello era fantástico, maravilloso, después de meses de confinamiento.
—Esta vieja dama no ha olvidado cómo se corre, señor —comentó Bush, con una sonrisa de oreja a oreja, sintiendo la misma emoción que él. Y Bush no sabía todavía que iban a buscar ocho millones de dólares. Ni… y en aquel momento todo el placer de Hornblower se evaporó de repente.
Cayó desde las alturas a las profundidades, como un hombre que cayera de la verga de sobrejuanete. Se había olvidado por completo de Doughty. Aquella palabra, «inmediatamente», en las órdenes de Moore, había prolongado la vida de Doughty. Con todos aquellos capitanes cerca y el comandante en jefe a mano para confirmar la sentencia, Doughty podía haber sido sometido a una corte marcial y condenado de inmediato. A estas horas podía estar muerto ya; ciertamente, habría muerto a la mañana siguiente. El capitán de la flota del canal no tendría misericordia con un amotinado.
Ahora tenía que resolver aquel asunto él mismo. No era una emergencia desesperada; no se trataba de reprimir una conspiración. No tenía que usar sus poderes de emergencia para colgar a Doughty. Pero podía prever un espantoso futuro con Doughty preso y toda la tripulación del barco consciente de que entre ellos tenían a un hombre destinado a la horca. Sería un motivo de inquietud para todos. Y Hornblower se sentiría más intranquilo que nadie… excepto quizá Doughty. Hornblower se ponía enfermo ante la idea de colgar a Doughty. Supo de pronto que le había cogido mucho cariño. Sentía un auténtico respeto por la devoción y sentido del deber de Doughty; junto con su atención incansable, Doughty había conseguido con gran habilidad que su capitán se sintiera cómodo, habilidad comparable a la de aquellos marineros de dedos embreados que hacen largos empalmes sin titubear.
Hornblower se debatía con su desgracia. Por enésima vez en su vida decidió que el servicio al rey era como un vampiro, igual de espantoso y seductor. No sabía qué hacer. Pero primero tendría que averiguar algo más sobre lo sucedido.
—Señor Bush, ¿sería tan amable de pedir al sargento de marina que me traiga a Doughty aquí, a la cabina?
—Sí, señor.
Se oyó un entrechocar de hierros; ese sonido anunció la llegada de Doughty a la puerta de la cabina, con los grilletes en torno a las muñecas.
—Muy bien, sargento. Puede esperar fuera.
Los azules ojos de Doughty se clavaron en los suyos.
—¿Y bien?
—Lo siento, señor. Siento mucho haberle causado esta molestia.
—¿Por qué demonios hizo usted eso?
Siempre había existido una corriente de antipatía mutua (tal como Hornblower había adivinado) entre Mayne y Doughty. Mayne le había ordenado a Doughty que hiciera algún trabajo especialmente sucio, en un momento en que Doughty quería mantener las manos limpias para servir la cena de su capitán. La protesta de Doughty había sido la excusa instantánea para que Mayne empuñara su «espabilador».
—Yo… no puedo tolerar que me peguen, señor. Supongo que he pasado demasiado tiempo entre caballeros.
Entre caballeros, un golpe sólo podía ser contestado con sangre; entre las clases inferiores, había que recibirlo sin rechistar. Hornblower era el capitán de aquel barco, con poderes casi ilimitados. Podía decirle a Mayne que cerrara la boca, podía ordenar que le quitaran los hierros a Doughty y que el incidente quedase olvidado. ¿Olvidado? ¿Y permitir que la tripulación creyese que se podían devolver los golpes a los oficiales con toda impunidad? ¿Permitirles creer que el capitán actuaba con favoritismo?
—¡Maldita sea! —estalló Hornblower, golpeando la mesa con el puño.
—Puedo enseñarle a alguien para que ocupe mi puesto, señor —dijo Doughty—, antes… antes…
Ni siquiera Doughty podía decir las palabras.
—¡No! ¡No! ¡No! —No podía dejar que Doughty correteara por el barco con todos aquellos ojos morbosos clavados en él.
—Puede intentarlo usted con Bailey, señor, el asistente del alojamiento de proa para suboficiales. Es el mejor, dentro de lo malo.
—Sí.
No facilitaba precisamente las cosas que Doughty se mostrara tan cooperador. Y entonces vio un rayo de luz, una débil esperanza de solución, aunque igual de insatisfactoria que las demás. Estaban a trescientas leguas o más de Cádiz, pero había buen viento.
—Tendrá que esperar el juicio. ¡Sargento! Llévese a este hombre. No es necesario que lleve los grilletes, y yo daré las órdenes precisas para que haga ejercicio.
—Adiós, señor.
Era horrible ver a Doughty con aquel aspecto impasible tan cuidadosamente cultivado en su trabajo de sirviente, y sin embargo saber que éste ocultaba una espantosa ansiedad. Hornblower tuvo que olvidarlo, de algún modo. Tuvo que salir a cubierta mientras el Hotspur se deslizaba rápidamente con las velas desplegadas hasta la última pulgada, corriendo por el mar como un caballo de pura sangre al fin suelto después de una larga temporada en el establo. La oscura sombra no se podía olvidar, pero al menos se podía aligerar un poco bajo aquel cielo azul, las blancas nubes y los arco iris de gotas que levantaba la proa, mientras corrían a través del golfo de Vizcaya con una misión mucho más estimulante para la tripulación del barco dado que no podían adivinar cuál era.
Estaba la distracción (la irritación) de someterse a los torpes cuidados de Bailey, a quien había mandado llamar desde el alojamiento de suboficiales. Estaba la satisfacción de pasar limpiamente ante el cabo Ortegal, y volar a lo largo de la costa de Vizcaya a la vista de la bahía de El Ferrol, donde Hornblower había pasado algunos meses en cautividad (trató en vano de reconocer los Dientes del Diablo, donde recobró la libertad) y luego rodeando el extremo más alejado de Europa y estableciendo un nuevo rumbo, con el viento milagrosamente todavía a favor, mientras seguían avanzando, ahora ciñendo, para doblar por barlovento el cabo de Roca.
Hubo una noche en que el viento sopló contrario, pero suavemente, y Hornblower saltó de la cama una docena de veces ardiendo de impaciencia cuando el Hotspur tenía que cambiar de bordada a babor y avanzar directamente hacia fuera de tierra, pero luego llegó el maravilloso amanecer y el viento sopló suavemente del sudoeste, y luego desde el oeste con una fuerte brisa. Ésta permitió que se largaran las alas, el Hotspur se encaminó al sur y a mediodía alcanzó una posición con el cabo de Roca justo fuera de la vista a sotavento.
Aquello significaba otra noche rota para Hornblower, que tuvo que efectuar el vital cambio de rumbo ante el cabo San Vicente y dirigirse, con el viento confortablemente en la aleta de babor del Hotspur y toda la lona todavía desplegada, directamente hacia Cádiz. Por la tarde el Hotspur seguía corriendo a una velocidad que a menudo alcanzaba los once nudos y el vigía informó de una mancha de tierra, situada baja, a babor, y los navíos de cabotaje (que levantaban a toda prisa los colores neutrales portugueses y españoles a la vista de aquel barco británico de guerra) se hicieron más frecuentes. Diez minutos después, otro grito desde el mástil indicó que la recalada era perfecta, y otros diez minutos más tarde el catalejo de Hornblower, apuntando bien hacia estribor, pudo captar la resplandeciente blancura de la ciudad de Cádiz.
Hornblower tendría que haber estado encantado de su logro, pero como siempre, no hubo tiempo para felicitarse. Debían hacerse los preparativos para pedir permiso a las autoridades españolas para entrar en el puerto. Debía hacer frente a la excitante perspectiva de entrar en contacto con el representante británico y (ahora o nunca) tomar una decisión acerca de su plan para Doughty. El recuerdo de Doughty le había importunado durante aquellos gloriosos días de lona tendida, distrayéndole de sus ensoñaciones de riqueza y promoción y de sus planes acerca de la conducta a seguir en Cádiz. Era como las tramas secundarias en las obras de Shakespeare, que salían continuamente desde las profundidades para asumir por un momento igual importancia que el desarrollo de la trama principal.
Sin embargo, como se decía Hornblower sin parar, debía ser ahora o nunca. Tenía que decidir y actuar en aquel mismo momento; más temprano hubiera sido prematuro, y si esperaba sería demasiado tarde. Se había arriesgado a morir bastante a menudo al servicio del rey, quizás el servicio le debiera una vida a cambio… una justificación muy débil, reconoció a regañadientes, aunque finalmente tomó una decisión. Cerró el catalejo con la misma resolución orgullosa con que se había enfrentado al enemigo en el Goulet.
—Avise a mi asistente —dijo.
Nadie podía adivinar que el hombre que decía unas palabras tan banales estaba preparando una grave falta contra el deber.
Bailey, con aire desmañado y figura de jovenzuelo a pesar de sus años, se llevó la mano a la frente para saludar a su capitán, a la vista y (más importante aún) al alcance del oído de una docena de individuos en el alcázar.
—Espero al cónsul de Su Majestad para cenar conmigo esta noche —dijo Hornblower—. Quiero ofrecerle algo especial.
—Bueno, señor… —dijo Bailey, que era exactamente todo lo que esperaba Hornblower que dijera.
—Venga, hable —gruñó Hornblower.
—No sé exactamente, señor —dijo Bailey. Ya había sufrido antes la ira de Hornblower, espontánea durante los últimos días, no así ahora.
—Maldita sea, hombre, déme alguna idea.
—Hay un poco de buey frío, señor…
—¿Buey frío? ¿Para el cónsul de Su Majestad? Tonterías.
Hornblower dio un corto paseo por cubierta sumido en profundas meditaciones, y luego volvió a hablar de nuevo.
—¡Señor Bush! Debo tener a Doughty libre de su confinamiento esta noche. Este idiota no me sirve para nada. Que se presente ante mí en la cabina en cuanto yo tenga un momento libre.
—Sí, señor.
—Muy bien, Bailey. Vaya abajo. Ahora, señor Bush, sea tan amable de preparar una carronada de estribor para los saludos. Y ¿no es ése el lugre del guardacosta que se acerca a nosotros?
El sol que se ponía por el oeste bañaba los blancos edificios de Cádiz con una romántica tonalidad rosada mientras el Hotspur se dirigía hacia allí, y sus funcionarios de sanidad y sus autoridades navales y militares subieron a bordo para comprobar que Cádiz estuviera a salvo de infecciones y violaciones de su neutralidad. Hornblower pudo practicar un poco su español (algo oxidado ahora, ya que no hablaba español desde la última guerra, y más aún por su reciente uso del francés) pero a pesar de estar oxidado, seguía siendo muy útil para las formalidades, mientras el Hotspur, bajo las gavias, se deslizaba hacia la entrada de la bahía que tan bien recordaba a pesar de los años que habían transcurrido desde su última visita, con la Indefatigable.
La brisa vespertina llevaba el sonido de las salvas de salutación por la bahía, mientras la carronada del Hotspur hablaba y Santa Catalina replicaba, y el piloto español guió al Hotspur entre los cerdos (Hornblower sospechó que esos cerdos eran en realidad cerdos marinos, marsopas en español) y los hombres se preparaban para arriar las velas y echar el ancla. Había barcos de guerra anclados ya en la bahía, y no de la Armada española, cuyos mástiles y vergas Hornblower podía reconocer en los puertos interiores.
—Estados Unidos —dijo el oficial naval español, indicando con un gesto la fragata más cercana.
Hornblower vio las barras y estrellas, y el ancho gallardete que colgaba del tope del mastelero de mayor.
—¡Señor Bush! Preparados para rendir honores al pasar.
—La Constitution. Comodoro Preble —añadió un oficial español.
Los americanos tenían su propia guerra, en Trípoli, allá lejos en el Mediterráneo, y presumiblemente ese Preble (Hornblower no estaba seguro del nombre exacto al oírlo) era el último de una serie de comandantes en jefe americanos. Los tambores resonaron y los hombres se alinearon y los sombreros se levantaron como saludo, mientras el Hotspur pasaba.
—La fragata francesa Felicité —siguió el oficial español, indicando el otro buque de guerra.
Veintidós portas por banda… una de las grandes fragatas francesas, pero no había que prestarle mayor atención. Como enemigos en una bahía neutral, se soslayarían el uno al otro, como harían dos caballeros si por desgracia coincidían en el intervalo entre el desafío y el duelo. Afortunadamente, no tuvo que dedicarle más pensamientos, tampoco, porque la vista de la Constitution modificaba sus planes… la trama secundaria estaba introduciéndose en la trama principal de nuevo.
—Puede anclar aquí, capitán —dijo el oficial español.
—¡Caña a sotavento! ¡Señor Bush!
El Hotspur volteó, sus gavias fueron aferradas con meritoria rapidez, y el cable del ancla resonó al pasar a través del escobén. La operación se llevó a cabo de forma impecable, esforzándose en ello al estar a la vista de los navíos de otras tres naciones. Un sordo cañonazo resonó en la bahía.
—¡El cañonazo de la noche! Recojan los colores, señor Bush.
Los oficiales españoles estaban de pie alineados formalmente, con los sombreros en la mano, mientras saludaban diciéndoles adiós. Hornblower adoptó sus maneras más corteses y se quitó el sombrero con una educada reverencia mientras les daba las gracias y les escoltaba hasta el costado.
—Aquí viene ya su cónsul —anunció el oficial naval justo antes de marcharse.
En la oscuridad creciente, un esquife a remos se dirigía hacia ellos desde la ciudad, y Hornblower casi interrumpió su adiós final mientras trataba de recordar qué honores debería dispensar a un cónsul que venía a bordo después de la puesta de sol. El cielo del atardecer tenía un color rojo sangre, la brisa cayó, y la bahía se quedó sofocada y sin aire, un contraste después de los deliciosos aires del Atlántico. Y ahora tenía que tratar con secretos de estado y con Doughty.
Pasando revista a todas sus preocupaciones, recordó otra. Ahora tendría que interrumpir sus cartas a María; podrían pasar meses antes de que ella tuviera noticias suyas de nuevo, y ella quizá temiera lo peor. Pero no había tiempo que perder. Tenía que actuar.