CAPÍTULO 19

En el Iroise, confortablemente abrigado del viento, el Hotspur estaba llenando sus bodegas de nuevo. Era la segunda vez después de su arreglo en Plymouth que había cumplimentado aquel laborioso proceso: volver a llenar sus barriles de agua con las mangueras, reemplazar los barriles de buey y cerdo vacíos por otros que traían los barcos de aprovisionamiento y conseguir todas las pequeñas mercancías que pudieron del buque almacén itinerante que había enviado Cornwallis con esta misión. Llevaba seis meses ininterrumpidos de navegación, y ahora estaba preparado para tres más.

Hornblower miró con un cierto alivio el buque almacén que se alejaba; aquellos seis meses en el mar apenas habían sido suficientes para limpiar su barco de todas las plagas que subieron a bordo en Plymouth: enfermedades, chinches, pulgas y piojos. Los chinches era lo peor: iban persiguiéndolos de un escondite en la madera a otro, los socarraban con estopa ardiendo, los tapiaban con pintura, una y otra vez, y siempre que pensaba que habían exterminado aquella plaga, algún desgraciado marinero se acercaba a su oficial de división y llevándose la mano a la frente, informaba: «Por favor, señor, creo que los tengo yo esta vez».

Tenía siete cartas de María para leer (había abierto la última para asegurarse de que ella y el pequeño Horatio estaban bien) y ya había completado su tarea cuando Bush llamó a su puerta. Sentado en el cuarto de derrota, Hornblower escuchó lo que Bush tenía que decirle: minucias solamente, y Hornblower se preguntó por qué molestaría Bush a su capitán con tales cosas. Entonces Bush sacó algo de su bolsillo y Hornblower, con un suspiro, supo que aquél era el verdadero motivo de su visita. Era el último número del Naval Chronicle, llegado a bordo junto con el correo. La cámara de oficiales se suscribía a él conjuntamente. Bush pasó las páginas y dejó la revista abierta ante él, señalando con un dedo nudoso el fragmento que había encontrado. A Hornblower sólo le costó un par de minutos leerlo. Era el informe de Chambers a Cornwallis de la refriega junto a Aber Wrack, que aparentemente había sido publicado en la Gazette para informar al público de las circunstancias en las cuales se había perdido el Grasshopper. El dedo de Bush señaló las cuatro últimas líneas. «El capitán Hornblower me informa de que el Hotspur no sufrió bajas aunque recibió el impacto de un proyectil de cinco pulgadas que causó unos daños considerables a bordo, pero que afortunadamente no llegó a explotar».

—¿Y bien, señor Bush? —Hornblower procuró que su voz mostrara una absoluta severidad, para advertir a Bush.

—Esto no es correcto, señor.

Aquel servicio rutinario tan cerca de casa tenía sus graves inconvenientes. Significaba que en sólo dos o tres meses la flota leía lo que había aparecido en la Gazette y los periódicos, y era extraordinario lo muy susceptibles que se mostraban los hombres acerca de lo que se escribía sobre ellos. Aquello podía alterar la disciplina, y Hornblower quería evitar esa posibilidad desde el principio.

—¿Podría explicarse mejor, señor Bush?

Pero Bush no estaba dispuesto a dejarse disuadir. Obstinadamente repitió:

—No es correcto, señor.

—¿No es correcto? ¿Quiere usted decir que no era un proyectil de cinco pulgadas?

—No, señor…

—¿Quiere decir que no causó daños considerables en los aparejos?

—Por supuesto que sí lo hizo, señor, pero…

—¿O quizá lo que quiere decir es que el proyectil realmente explotó?

—Oh, no, señor, yo…

—Bueno, entonces no comprendo qué es lo que encuentra usted objetable, señor Bush.

Era altamente desagradable mostrarse cortante y sarcástico con Bush, pero tenía que hacerlo. Sin embargo, Bush se mostró inusualmente obstinado.

—No está bien, señor. No es justo. No es justo para usted, señor, o para el otro barco.

—Tonterías, señor Bush. ¿Qué cree usted que somos? ¿Actores? ¿Políticos? Somos oficiales de Su Majestad, señor Bush, con un deber que cumplir, y no debemos pensar en nada más. Nunca vuelva a hablarme de este asunto, por favor, señor Bush.

Pero allí seguía Bush mirándole fijamente a los ojos, terco.

—No es justo, señor —repetía.

—¿No ha oído mi orden, señor Bush? No quiero oír ni una palabra más acerca de esto. Por favor, salga de esta cabina de inmediato.

Era horrible ver salir a Bush de la cabina arrastrando los pies, dolido y deprimido. El problema de Bush siempre fue que no tenía imaginación; no podía concebir el otro aspecto de la cuestión. Hornblower podía… podía ver ante sus ojos en aquel mismo momento las palabras que habría escrito si le hubiera hecho caso a Bush. «La bomba cayó en cubierta y con mis propias manos yo apagué la mecha cuando estaba a punto de explotar». Nunca habría escrito una frase semejante. Nunca habría buscado la admiración del público escribiendo una cosa así. Además, y lo que era más importante, desdeñaba la estima de un público que aplaudiera a un hombre que escribiera tales palabras. Si por azar sus hechos no hablaban por sí mismos, él nunca hablaría por ellos. La sola posibilidad le sublevaba, y se dijo que no era una cuestión de gusto personal, sino una decisión muy sopesada, basada en lo que era mejor para el servicio; en aquel aspecto, estaba mostrando tan poca imaginación como Bush.

Entonces se obligó a recapacitar. Era todo mentira, una forma de engañarse a sí mismo, una negativa a enfrentarse a la verdad. Acababa de vanagloriarse para sí de que tenía más imaginación que Bush; más imaginación quizá, pero también mucho menos coraje. Bush no sabía nada del enfermizo terror, del terrible momento de miedo que Hornblower había experimentado cuando cayó el proyectil. Bush no sabía que su admirado capitán se había visto a sí mismo mentalmente destrozado, desgarrado en sangrientos pedazos por la explosión, y su corazón casi había cesado de latir… el corazón de un cobarde. Bush no sabía lo que era el miedo, y creía que su capitán tampoco. Y por lo tanto Bush nunca sabría por qué Hornblower había minimizado tanto el incidente de la bomba, y por qué se mostró tan irascible cuando lo discutieron. Pero Hornblower sí podía saberlo, y lo sabría tan pronto como fuera capaz de enfrentarse a los hechos.

Se gritaban órdenes en el alcázar, los pies descalzos se apresuraban corriendo por el entarimado, los cabos golpeaban contra la madera y el Hotspur empezaba a tomar un nuevo rumbo. Hornblower estaba en la puerta de la cabina intentando averiguar cuál era el sentido de toda aquella actividad que él no había ordenado, cuando se encontró cara a cara con Young.

—Señales desde el buque insignia, señor. «Hotspur, informe al comandante en jefe».

—Gracias.

En el alcázar, Bush se tocó el sombrero.

—He preparado el bote tan pronto como he leído la señal, señor —explicó.

—Muy bien, señor Bush.

Cuando un comandante en jefe solicitaba la presencia de un barco, no había que perder tiempo siquiera en informar al capitán.

—He acusado recibo de la señal, señor.

—Muy bien, señor Bush.

El Hotspur volvía su popa hacia Brest; con el viento confortablemente sobre su aleta, estaba dirigiéndose mar adentro, alejándose de Francia. Era significativo que el comandante en jefe solicitara la presencia de su puesto más lejano. Había solicitado a todo el barco, no simplemente al capitán. Tenía que haber algo importante en perspectiva.

Bush hizo que la tripulación rindiera honores a la bandera de Parker, la bandera del Escuadrón de la Costa.

—Espero que tenga un barco tan bueno como el nuestro para reemplazarnos, señor —dijo Bush, que evidentemente pensaba lo mismo que Hornblower; es decir, que aquella partida era sólo el principio de una larga ausencia del Iroise.

—Sin duda —repuso Hornblower. Se alegraba de que Bush no le guardara ningún rencor por su reciente reprimenda. Por supuesto, aquel súbito cambio en la rutina era estimulante en sí mismo, pero Hornblower, en un momento de lucidez, se dio cuenta de que Bush, después de toda una vida sujeta a los caprichos del viento y del clima, tendía a mostrarse también fatalista acerca de los impredecibles caprichos de su capitán.

Estaban en mar abierto, en el Atlántico, y allí en el horizonte había una larga fila de gavias en rígido orden: la flota del canal, cuyos hombres y cañones impedían a Bonaparte izar la tricolor en el castillo de Windsor.

—Nuestro número del comandante en jefe, señor. «Pasen sin saludar».

—Recibido. Señor Prowse, cambie el rumbo, por favor.

Un pequeño problema, establecer un rumbo perdiendo el mínimo tiempo posible, con el Hibernia ciñendo bajo poca vela y el Hotspur corriendo libremente a toda vela. Era un pequeño regalo para el orgullo de Prowse que le consultara, porque Hornblower tenía toda la intención de llevar a cabo la maniobra guiándose sólo por la vista. Sus órdenes al timón situaron al Hotspur en un rumbo convergente estable.

—Señor Bush, prepárese para llevar el barco ciñendo el viento.

—Sí, señor.

Una gran fragata estaba levantando espuma en la estela del Hibernia. Hornblower miró y volvió a mirar. Era la Indefatigable, la que fue una vez famosa fragata de Pellew… el barco en el cual él mismo había servido durante aquellos emocionantes años como guardiamarina. No tenía ni idea de que se hubiese unido a la flota del canal. Las tres fragatas a popa de la Indefatigable las reconoció de inmediato: la Medusa, la Lively y la Amphion, todas veteranas de la flota del canal. Una bandera se elevó en las drizas del Hibernia.

—«A todos los capitanes», señor.

—Prepare el bote de pescantes, señor Bush.

Era otro ejemplo de lo buen asistente que era Doughty que éste apareciera en el alcázar con la espada y el manto al cabo de unos segundos de haber sido leída la señal. Era muy deseable desatracar el bote al menos con tanta rapidez como los botes de las fragatas, aunque esto significase que Hornblower tuviera que perder más tiempo esperando en el bote, que se balanceaba y se movía, mientras sus superiores subían al Hibernia antes que él, pero la idea de que todo aquello presagiaba algo nuevo y una acción urgente mantuvo ilusionado a Hornblower durante aquella prueba.

En la cabina del Hibernia sólo tuvo que hacerse una presentación, la de Hornblower al capitán de la Indefatigable, Graham Moore. Moore era un robusto escocés extraordinariamente guapo; Hornblower había oído decir que era hermano de sir John Moore, el general más prometedor del ejército. A los otros ya los conocía, a Gore de la Medusa, a Hammond del Lively, a Sutton de la Amphion. Cornwallis se sentó con la espalda pegada a la gran ventana de popa, con Collins a su izquierda y los cinco capitanes sentados frente a él.

—No perderemos tiempo, caballeros —dijo Cornwallis abruptamente—. El capitán Moore me ha traído despachos de Londres y tenemos que actuar con rapidez.

Aunque empezó con esas palabras, perdió un par de segundos paseando sus amables ojos azules por la fila de capitanes, antes de iniciar sus explicaciones.

—Nuestro embajador en Madrid… —empezó, y aquel nombre hizo que todos se pusieran rígidos en sus asientos; desde el inicio de la guerra, la Armada había esperado que España recuperase su antiguo papel de aliada de Francia.

Cornwallis habló con toda claridad, aunque muy deprisa. Los agentes británicos en Madrid habían descubierto el contenido de las cláusulas secretas del tratado de San Ildefonso firmado por Francia y España; el descubrimiento había confirmado las sospechas que llevaban albergando largo tiempo. Por aquellas cláusulas, España se comprometía a declarar la guerra a Inglaterra cuando Francia se lo requiriera, y hasta que se hiciera tal petición, estaba obligada a pagar un millón de francos al mes al tesoro francés.

—Un millón de francos al mes en oro y plata, caballeros —dijo Cornwallis.

Bonaparte necesitaba constantemente dinero en efectivo para sus gastos de guerra; España podía suministrárselo gracias a sus minas en México y Perú. Cada mes, carretas cargadas de lingotes de oro y plata trepaban por los Pirineos para entrar en Francia. Cada año, un escuadrón español traía los productos de las minas de América a Cádiz.

—La siguiente flota se espera este otoño, caballeros —explicó Cornwallis—. Normalmente, trae unos cuatro millones de dólares para la corona, y la misma cantidad aproximadamente para manos privadas.

Ocho millones de dólares, y el dólar de plata español valía, en una Inglaterra sometida al azote del papel moneda, sus buenos siete chelines. Casi tres millones de libras.

—El tesoro que no se envía a Bonaparte —dijo Cornwallis—, en su mayor parte va a reequipar la Armada española, que puede ser empleada contra Inglaterra cuando lo decida Bonaparte. Así que ya comprenderán por qué es deseable que la flota española no llegue a Cádiz este año.

—¿Así que estamos en guerra, señor? —preguntó Moore, pero Cornwallis meneó la cabeza.

—No. Voy a mandar un escuadrón para interceptar la flota, y espero que hayan adivinado ya que son sus barcos los que voy a enviar, caballeros. Pero no, no estamos en guerra. El capitán Moore, el de más rango, recibirá instrucciones de pedir a los españoles que cambien su rumbo y atraquen en puerto inglés. Allí se retirará el tesoro de los barcos españoles, que quedarán libres. El tesoro no será saqueado. Será retenido por el gobierno de Su Majestad como prenda, para ser devuelto a Su Católica Majestad con la conclusión de una paz general.

—¿Y qué tipo de barcos son los suyos, señor?

—Fragatas. Barcos de guerra. Tres fragatas, quizá cuatro.

—¿Comandadas por oficiales navales españoles, señor?

—Sí.

—No accederán, señor. No van a violar sus órdenes sólo porque nosotros se lo digamos.

Cornwallis dirigió un momento la vista a los baos de cubierta que tenía encima.

—Tendrán órdenes escritas para obligarles.

—¿Entonces tendremos que luchar con ellos, señor?

—Si están tan locos como para resistirse.

—Y eso significará la guerra, señor.

—Sí. El gobierno de Su Majestad es de la opinión de que España, sin ocho millones de dólares, es menos peligrosa como enemigo declarado que como enemigo secreto con ese dinero a su disposición. ¿Está completamente clara la situación ahora, caballeros?

Resultaba obvia. Se comprendía mucho más rápidamente de lo que tardaba en resolverse el sencillo problema aritmético. Dinero de presa: un cuarto de tres millones de libras para los capitanes. Aproximadamente, ochocientas mil libras cada uno. Una enorme fortuna. Con esa suma, un capitán podía comprar una hacienda y quedarle todavía suficiente para proveer una renta de la cual vivir con dignidad, si la invertía en títulos del estado. Hornblower se dio cuenta de que cada uno de los otros cuatro capitanes estaba pensando en ello también.

—Veo que todos lo comprenden, caballeros. El capitán Moore les dará órdenes para el caso de que se separen, y preparará un plan para llevar a cabo la detención. El capitán Hornblower —todos los ojos se fijaron en él— se dirigirá inmediatamente con el Hotspur a Cádiz para obtener las últimas informaciones del cónsul de Su Británica Majestad allí, antes de reunirse con ustedes en la posición elegida por el capitán Moore. Capitán Hornblower, ¿sería tan amable de quedarse un rato cuando se retiren todos estos caballeros?

Era una forma extremadamente cortés de despedir a los otros cuatro, a los que Collins llevó aparte para entregarles sus órdenes, dejando a Hornblower cara a cara con Cornwallis. Los azules ojos de Cornwallis, según le constaba a Hornblower, eran siempre amables, pero aparte de eso generalmente no tenían expresión alguna. Como excepción, en aquella ocasión mostraban una chispa divertida.

—¿Nunca ha ganado un penique de dinero de presa en toda su vida, verdad, Hornblower? —preguntó Cornwallis.

—No, señor.

—Parece bastante probable que gane unos peniques ahora.

—¿Espera que los españoles luchen, señor?

—¿Usted no?

—Sí, señor.

—Sólo un idiota pensaría lo contrario, y usted no es ningún idiota, Hornblower.

Un hombre con ganas de congraciarse habría dicho: «Gracias, señor» ante aquella frase, pero Hornblower no hacía nada para congraciarse con nadie.

—¿Podemos luchar contra España y también contra Francia, señor?

—Creo que sí. ¿A usted le interesa más la guerra que el dinero de presa, Hornblower?

—Por supuesto, señor.

Collins estaba ya de vuelta en la cabina, escuchando la conversación.

—Se ha desempeñado bien en la guerra hasta ahora, Hornblower —dijo Cornwallis—. Está usted en camino de hacerse un nombre.

—Gracias, señor —aquella vez podía decirlo, porque un nombre no significaba nada.

—¿No tiene intereses en la corte? ¿Ningún amigo en el gabinete? ¿O en el Almirantazgo?

—No, señor.

—Hay un largo camino desde comandante a capitán, Hornblower.

—Sí, señor.

—Tampoco tiene usted jóvenes caballeros en el Hotspur.

—No, señor.

Prácticamente todos los capitanes de la Armada tenían varios chicos de buena familia a bordo, como voluntarios o asistentes, aprendiendo el oficio del mar. La mayoría de las familias tenían un hijo pequeño al que podían enviar, y era una forma de aprendizaje tan buena como cualquier otra. Aceptar esas cargas resultaba provechoso para el capitán en muchos aspectos, pero particularmente porque haciendo un favor de ese tipo podía esperar después algún favor recíproco de la familia. Incluso podía obtener un provecho económico, y frecuentemente lo hacía, apropiándose de la mezquina paga del voluntario y entregándole a cambio un poco de dinero para gastos.

—¿Y por qué no? —preguntó Cornwallis.

—Cuando entramos en servicio activo me enviaron cuatro voluntarios de la Academia Naval, señor. Y desde entonces no he tenido tiempo.

La razón principal por la que los capitanes detestaban a los jóvenes caballeros de la Academia Naval era precisamente por eso. Su presencia recortaba el número de voluntarios de los cuales el capitán se podía beneficiar.

—Fue usted poco afortunado —dijo Cornwallis.

—Sí, señor.

—Perdone, señor —interrumpió Collins, interviniendo en la conversación—. Aquí están sus órdenes, capitán, sobre sus actividades en Cádiz. Por supuesto, recibirá órdenes adicionales del capitán Moore.

—Gracias, señor.

Cornwallis todavía tuvo tiempo para un comentario más.

—Tuvo usted mucha suerte de que no explotara aquel proyectil el día que se perdió el Grasshopper, ¿verdad, Hornblower?

—Sí, señor.

—Es increíble —dijo Collins, contribuyendo a la conversación— el nido de murmuraciones que puede ser la flota. Están circulando los rumores más extravagantes acerca de ese obús.

Miraba fijamente a Hornblower, y éste le devolvió la mirada, desafiante.

—No puede hacerme usted responsable por ello, señor —dijo.

—Claro que no —intervino Cornwallis, conciliador—. Bueno, que tenga usted buena suerte, Hornblower.